Conferencia: La novela como seda entre las manos
enero 21, 2014
Conferencia
dictada en la Universidad Nacional de Colombia el 23 de abril de 1999
La primera novela que escribí,
Breve historia de todas las cosas, fue el resultado de varias
circunstancias, algunas bastante contradictorias. Entre ellas podría enumerar
las siguientes: el aburrimiento que me ocasionaban ciertas clases de filosofía
en la Universidad del Valle, la lectura deslumbrante de Cien años de soledad,
el fracaso de mi profesión de fondista, un pasado de lector omnívoro, la
necesidad de reconocimiento y el sentimiento de que en mi memoria había todo un
universo a presión, como un átomo original, que necesitaba expresarse.
El resultado de todas
estas circunstancias y de otras que sin duda se me olvidan, hizo que me
pusiera a escribir en mis cuadernos la historia de San Isidro del General,
pueblo de Costa Rica donde pasé mis años de adolescencia. Mientras un profesor
soberanamente aburridor paseaba su figura de batracio frente a los alumnos
tejiendo y destejiendo argumentos en torno a La Crítica de la razón pura,
yo escribía mis recuerdos de ese pueblo de putas, comerciantes, mujeres
hermosas, tontos de capirote, sacerdotes herejes, solteronas enamoradas y
progreso caótico. Relataba la llegada de grandes artistas, el arribo de las compañías
norteamericanas, describía los bailes, reseñaba las grandes pasiones y todo lo
hacía con la inocencia absoluta de los ignorantes y los novicios. El resultado
fue un texto de casi 500 páginas, escritas a mano, que luego pude pasar a
máquina gracias al auxilio de tres secretarias, cuyos nombres nunca olvidaré:
Fanny, Luz Marina y Eva. Viéndome con aquel volumen y sin saber qué hacer,
recurrí al único escritor que por entonces conocía, Gustavo Alvarez
Gardeazábal. Gustavo, con la generosidad
que siempre lo ha caracteriizado, leyó el texto con enorme celeridad y pronto
me lo devolvió lleno de anotaciones. Lo que sí me dejó en claro fue que yo tenía
capacidad para escribir, don de narrador, pero que me faltaba orden. Debía
aprender en primera medida a contener el alud de anécdotas, debía dar tiempo a
que el lector respirara y buscar una noción de lo que era una estructura. Me
dijo que era necesario recordar la existencia de los puntos. Aquello que yo
había escrito era una masa amorfa de personajes, situaciones, espacios, ideas,
como una imparable pelea de perros en la que a veces sacaba la cabeza un
personaje memorable o se narraba una situación interesante, que luego se
perdían en las aguas turbulentas de un lenguaje brillante pero descuidado. Al
margen de las páginas de mi manuscrito aparecían de pronto tres signos de
admiración puestos allí por Gustavo, para señalar los puntos que le parecían sobresalientes
de la obra. Gustavo sugirió que antes de emprender la corrección del texto,
debía dedicarme a leer obras ejemplares, que me dieran noción de lo que era una
novela. Por aquellos días yo era una persona con una gran energía, que
emprendía proyectos monumentales con una tranquilidad de santo: así fue como se
me ocurrió que debía leer las obras más importantes de la humanidad, de
principio a fin, antes de entrar de nuevo a mi novela. Recuerdo haber leído en
tiempo record El Quijote, La Divina Comedia, La Iliada y La
Odisea, el Ulises de Joyce, En busca del tiempo perdido. No
sé qué tanto pude aprender de esa maratón literaria, lo que sí tengo claro es
que estuve a punto de abandonar mi carrera de licenciado-filósofo y que obtuve
el título casi a regañadientes y gracias al estímulo del profesor Francisco
Jarauta, un español digno de todo mi respeto.
Después de la preparación atlético-literaria me senté
a corregir Breve historia de todas las cosas. Para ello lo que hice fue buscar bloques de
significación lo más independientes y vigorosos posibles. Para lograrlo, aislé,
un poco a la manera cartesiana, algunos personajes destacados: el alcalde
Robustiano, los dos músicos del pueblo, los dos negros del pueblo, los
muchachos del liceo, el tonto, el poeta gordo, las cuatro hermanas de belleza
deslumbrante (Sol, Cielo, Estrella y Lucero). Pero no bastaba tener a los
personajes aislados, con sus respectivas historias, divididas por subtítulos
semejantes a los del Quijote, sino que había que buscar una columna vertebral,
que tirara de la novela desde el principio hasta el fin, de modo que la obra no
quedara reducida a un inventario de personajes extravagantes. La columna
vertebral la hallé en el tonto del pueblo, Californio El Simple, que abría la
novela, lanzando agua sobre el polvo rojo del pueblo para aplacarlo y cerraba
la novela descubriendo el secreto de su genialidad musical. El tonto del pueblo
servía como elemento estructurador y condensaba de alguna manera la visión
totalizadora del pueblo. Era como el ta ta ta tan de la Quinta Sinfonía de
Beethoven. Aparecía y desaparecía, a veces era dominante y en ocasiones apenas
una sombra, su hilo recorría toda la novela de modo que al unir el principio,
el medio y el fin, permitiría hacer estallar el desenlace. Fue una novela
escrita de manera rústica pero con alegre despreocupación, y ello supieron
notarlo y agradecerlo lectores y críticos.
La vida pública de esta novela fue deslumbrante y
fugaz: al año de terminada ya estaba publicada en Ediciones La Flor de Buenos
Aires, recibió crítica abundante, palos y elogios, el mismo García Márquez
llamó por teléfono para felicitarme, en Costa Rica le dieron el Premio Nacional
y la obra estuvo a punto de ser traducida al italiano. En 1979 apareció una
edición colombiana en Plaza y Janés, que fue de 10 000 ejemplares. Después ya
no hubo una tercera edición.
Fue sin duda un despegue acelerado, que con el paso de
los años me dejó la idea de que había rozado la gloria y la había extraviado
pronto. Vendrían después otras novelas, que fueron recibidas unas con más
escepticismo y entusiasmo que otras.
Paraísos hostiles,
publicada en 1985, diez años después de mi primera novela, fue una obra que
apareció en México en una pequeña editorial llamada Leega. Entre 1975 y 1985
había pasado mucha vida frente a mis ojos. Terminé mi licenciatura en
Filosofía, viajé a Estados Unidos donde
dicté clases de español y terminé casi a regañadientes mi maestría en Artes en
la Universidad de Kansas, me trasladé a Monterrey, México, donde duré casi seis
meses al borde de la más absoluta miseria, dicté clases de traducción y
creación literaria en la Universidad Autónoma de Nuevo León, renuncié a mi
trabajo y viajé a la ciudad de Xalapa, donde durante seis meses estuve
desempleado, comencé a escribir guiones radiofónicos para Radio Universidad,
entré a laborar a la Dirección de Publicaciones de la Universidad Veracruzana y
ahí me quedé.
Paraísos hostiles
es la novela de la miseria humana. En ella se describe una casa en la que se
hacinan, como en los siete círculos del infierno, personajes de las más
diversas características, dominados por los instintos básicos: el hambre, la
pulsión sexual y el amor. En esta novela hay aproximadamente 30 personajes
principales y cada uno tiene su historia. No hay un protagonista central, como
no sea la misma casa, el perro Triciclo o Sebastián, un inocente que hace su
aprendizaje de la vida a lo largo de la novela. Como podrán notar, esta novela se parece a Breve
historia de todas las cosas en el hecho de que presenta a muchos
personajes, situados en un espacio. Solamente que el espacio de Paraísos
hostiles es mucho más reducido: una casa de huéspedes. Sin embargo hay o
quiere haber una ambición mayor: la de llevar a cabo una reflexión sobre la
vida, la muerte, el amor, el erotismo, la mujer, el hombre.
Para escribir esta novela tuve pretensiones -o más
bien juegos- de orden científico: hice tablas estadísticas de frecuencia para
medir la aparición dosificada de los personajes, tracé gráficas de la longitud
de los fragmentos, elaboré esquemas sobre los diversos ingredientes de la
receta literaria (lo épico, lo cómico, lo dramático, lo cursi...)
También -y esto lo recuerdo con gran claridad- trabajé
el estilo de forma tan minuciosa que podía pasar varias horas en una sola
página, buscando las palabras adecuadas. Tanto tiempo pasaba sentado ante la
máquina de escribir, que fue necesario inventar una mesa alta, como un atril,
para escribir de pie, pues me dolían enormemente las rodillas.
Cada vez que uno escribe una novela tiene que afrontar
varias decisiones muy graves, de las cuales depende el éxito o el fracaso de la
obra. Una de ellas, quizá la más importante, es la selección del narrador o los
narradores. La pregunta básica sería: Quién
cuenta la historia? Otras preguntas serían: Desde
qué perspectiva temporal se cuenta? Desde el futuro, cuando lo que se cuenta es
pasado; de forma contemporánea, es decir, cuando se va contando a medida que
las cosas van sucediendo; desde el pasado, inventando lo que va a suceder,
etc.?
Para Breve historia yo había inventado un
narrador al que llamé el historiador-literato Mateo Albán, periodista capturado
en 1948 en San Isidro y recluido en la cárcel del pueblo, desde donde escribe
lo que oye, lo que ve, lo que inventa. Pero este narrador no es único, sino que
se complica con otros narradores de tipo omnisciente, que no se determinan, e
incluso con narradores en primera persona. Para Paraísos hostiles no
busqué un narardor preciso, sino que lo difuminé entre los habitantes de la
casa. Nunca se sabe quién cuenta las historias, pero se supone que es un
habitante. Se escuchan chismes, relatos, se leen partes de un libro hallado
entre las camas, se oyen voces en la oscuridad, y entre todas ellas se va
armando la novela.
La estructura es fragmentaria y la fragmentación tiene
nuevos fragmentos. Es decir, cuando hay una historia larga e interesante, se
corta, para dar paso a otras, y luego la primera historia se reanuda, luego la
segunda y luego la tercera, con lo que
se va creando un tejido bastante intrincado de relatos. La palabra
"tejido" es muy importante cuando se habla de novelas: el novelista
tiene los hilos -a veces abundantes- en las manos, y no debe permitir que se le
enreden, debe buscar que haya una simetría, una armonía, una música de fondo.
Hay hilos argumentales, hilos temporales, hilos estilísticos, hilos
estructurales, que deben tejarse con minuciosidad. Lo ideal del tejido
novelístico sería encontrar una textura como la de la seda: que resbale entre
las manos, que acaricie, que arrope, que seduzca, que se convierta en espacio
habitable, amable.
Hubo diversas y contradictorias reacciones a Paraísos
hostiles: generalmente los lectores menos avezados rechazaron la obra,
mientras que los lectores cultivados la celebraron a altos niveles. Es una
novela que tiene intenciones filosóficas expresas y me parece que su nivel es
bastante decoroso, pero requiere de un lector atento, que esté dispuesto a
reflexionar. El lector que quiera disfrutar de la obra deberá regresar a
fragmentos anteriores, lo que no sucede con la novela Breve historia...
que se puede leer de varias senatadas y disfrutar sin complicaciones estructurales
o de conciencia.
Qué
gané o qué perdí de la primera a la segunda novela? No sé. Creo que toda
pérdida es ganancia y que no hay experiencia que no tenga valor.
Cuando escribí mi tercera novela, Mujeres amadas,
que apareció publicada tres años después de Paraísos hostiles, ya había
perdido casi por completo la inocencia del novato. Había leído muchas novelas,
con la intención expresa de aprender, conocía dos o tres teorías a las que no
les prestaba atención y estaba dispuesto a escribir una obra que recogiera no
sólo mis experiencias sobre el amor, sino las aportaciones de la literatura
universal. En la contraportada de la segunda edición mexicana, que reproduzco
por ser altamente sintética, dice: "Germán Vargas, uno de los sabios de Cien
años de soledad y maestro de Gabriel García Márquez, definió a Mujeres
amadas como tratado de erotismo burlesco-trascendental. Es una
novela de amor, pero también de autoconocimiento. Un escritor persigue a una
elusiva musa de empecinada castidad y le cuenta, a la manera de Scherezada de Las
mil y una noches, las historias (reales o inventadas) de sus pasados
amores. El resultado es una narración divertida y a la vez firme que nos hace
reflexionar sobre el eterno y siempre novedoso tema del amor, y su culminación,
el erotismo".
La fuente vivencial de mi novela fue mi relación con
una mexicana que conocí en Estados Unidos
y que por diversas razones no quería dar su brazo -por no decir otra
cosa- a torcer. A ella, en la vida real, le conté las historias de mis pasados
amores -craso error: creer que contárselo todo a la mujer amada es un buen
movimiento, resulta ser una especie de pasaporte al eterno retorno: esa mujer
estará el resto de su vida recordando a las otras mujeres, aunque uno ya las
haya olvidado. Contarle todo a la mujer amada es como condenarse a llevar un
mico en el hombro toda la vida.
Una vez que fracasó mi conciliación con esa mujer -el
amor es, en cierta medida, una conciliación de intereses-, una vez que la perdí
y me perdió, quise recuperarla por medio de la literatura. Y aquí tenemos una
definición provisional de lo que podría ser una novela: el intento de recuperar
algo que hemos perdido o el deseo de crear algo que añoramos. Una prueba de
ello es el título de la obra maestra de Proust: En busca del tiempo perdido.
En Mujeres amadas inventé un narrador que
perseguía una mujer y que utilizaba como medio de seducción el arte de la
narración de sus propias aventuras amorosas pasadas.
Yo quería inventar mi propia love story pero no
deseaba repetir lo que ya se había hecho, aunque tampoco quería desaporovechar
las experiencias pasadas. De modo que una vez que escribí la historia básica,
me di a la tarea de leer todo lo que hallé sobre el amor: Romeo y Julieta, El Banquete, El Cantar de
los cantares, Dafnis y Cleo, Mujeres enamoradas, El amante de Lady Chatterley, todo
Henry Miller. A manera de collage introduje escenas casi textuales de esas
obras, diluyéndolas de tal manera, que parecieran partes de mi novela. También
esbocé una teoría general sobre el amor y el erotismo.
El resultado fue una obra fragmentada en la que
alternaba la primera y la tercera persona, utilizando la primera persona para
la seriedad y la tercera para la parodia. El tono general es o quiere ser
divertido. La novela se burla del autor, los personajes se critican a sí
mismos, las personas y los personajes se confunden. En este caso la definición
de la novela ya no sería el espejo que recorre el camino, sino el espejo que
persigue al autor .
La crítica fue abundante y positiva, pero ello redundó
en poco provecho para mi vida práctica. Hasta entonces había ganado poco dinero
con mis obras y debía seguir trabajando en oficios no siempre agradables. Las
condiciones empeoraron: no fue fácil publicar esa novela y no sería fácil publicar
las siguientes. En esta obra hay una serie de preguntas que quise responder. No
se trataba de contar simplemente una historia, sino de buscarle un sentido, una
trascendencia: qué
es el amor, qué es el erotismo, qué son las mujeres, qué buscan, cómo se
comportan? En la medida en que los lectores compartan estas curiosidades y
sientan que el novelista está dando respuestas, sentirán que la novela es de
ellos, que el novelista está contando una historia conocida que puede iluminar
sus propias vidas.
El año siguiente apareció publicada El juego de las
seducciones, una novela cuya escritura había iniciado en 1973, es decir
quince años antes. En ella cuento tres historias básicas: la historia de un
proceso psicótico que sufrí durante mi adolescencia, la historia de mi primera
salida al mundo de los adultos y la historia de mi familia. Son tres historias
que avanzan de manera paralela, cortándose cada cuatro o cinco páginas. Esta
novela es la novela de la formación de un hombre, una bildungsroman,
como las llaman los críticos. El santo patrón de esta novela fue Dostoievski:
quise narrar a su manera las profundidades de un espíritu en crisis, sin omitir
ningún detalle, por doloroso que fuera. El tono es de extrema serierdad. Las
pocas personas que la leyeron opinaron que era mi mejor novela, la menos
casquivana.
Durante quince años estuve arrastrando este texto a lo
largo de mis viajes. Me estudié a mí mismo, hurgué despiadadamente en mi
pasado, estudié psicología, psiquiatría, antropología, historia. Puedo asegurar
que ninguna novela me ha hecho sufrir tanto como ésta y supongo que si algún
día se hace un balance de mi trabajo, se dirá que es la mejor que he escrito.
Creo que con esta obra exorcisé por completo la imagen ya pesada de García
Márquez, que gravitaba sobre mi literatura. Al liberarme de mí mismo, de mis
temores, y al contar lo que parecía incontable, se me abrió el horizonte y
comencé a encontrar mi veta: el erotismo. De esta liberación surgieron mis
cuentos: Para antes de hacer el amor y Para después de hacer el amor,
que son las obras que más se conocen y que han sido mucho más celebradas y
leídos que mis novelas.
En El juego de las seducciones hay un trabajo
estructural y estilístico más complejo que en las obras anteriores: una sección
está narrada en monólogo interior (el narrador se habla a sí mismo), otra
sección está en tercera persona (se cuenta la historia de la familia) y la otra
en primera persona (el narrador cuenta el proceso que lo llevó a la locura o
disociación con respecto a la sociedad que lo rodea). El crítico Peter Broad comenta que la impresión que
produce esta estructura es que se están leyendo tres novelas a la vez, tres
novelas claramente relacionadas e integradas. De nuevo exijo en esta novela un
lector atento, dispuesto a releer partes ya leídas, para comprender mejor.
La fortuna, la carrera de esta novela ha sido
limitada, en parte por el hecho de que salió publicada en una editorial que
estaba en decadencia. No hubo edición colombiana. Por desgracia las novelas
están estrechamente vinculadas a la situación económica del país en que salen
publicadas: si el país está en crisis, la novela está en crisis. Si la novela
no dispone de un aparato publicitario que la apoye, corre el riesgo de
permanecer en bodega. Pero las novelas tienen sus misterios y de pronto salen
de la oscuridad y comienzan a venderse y a tener lectores. Yo sospecho y espero
que esto sucederá pronto con El juego de las seducciones. Lo mismo pasa
con los países y las civilizaciones y es que dan vuelcos sorprendentes. Ningún
imperio es eterno y ninguna desventura interminable. Ahí yace mi esperanza en
Colombia, aunque yo personalmente no
pueda hacer otra cosa que escribr con honradez, siguiendo mi mandato
interior.
Después de las largas angustias que me ocasionó El
juego de las seducciones, vino una novela totalmente diferente, en la que
yo como fuente temática, estoy ausente. En la novela Los placeres perdidos narro
episodio a episodio las andanzas de un caballero andante del amor, del arte y
de la vida, Adolfo Mntaño Vivas, el frenáptero.
Y aquí tengo que explicar lo que es un frenáptero: un ser de mente
alada, una criatura angélica que anda extraviada por el mundo, tratando de
alguna forma de arreglarlo o iluminarlo.
Los placeres perdidos fue
escrita con enorme facilidad y presteza. No tuve que recurrir a otro libro
diferente al libro de la vida para encontrar mi personaje y mis situaciones:
Adolfo vive y prospera en Cali, donde es un personaje bien conocido y amado por
absolutamente todas las personas que lo conocen: Adolfo es músico genial, es
literato, es erudito en asuntos botánicos y zoológicos, es pintor, es maestro
de la vida. Si alguien quiere conocer cómo eran los profetas bíblicos que
hablaban con Dios como por teléfono, si alguien desea tener la experiencia de
conocer a un iluminado por todas las gracias, debe buscar a Adolfo.
El método que utilicé para recoger las anécdotas de mi
novela fue el de los apóstoles: seguir al señor a todas partes y recoger sus
palabras y escribir sobre sus hechos. Tal es mi novela Los placeres
perdidos que ha gozado de gran cariño por parte de las personas que la han
leído y que han incorporado a su lenguaje la palabra "frenáptero",
que a veces utilizan incorrectamente refiriéndose a mí. Que hay personas
privilegiadas por la gracia -esa belleza del alma-, por el don de la simpatía y
por la capacidad de despertar el amor de todos cuantos los rodean, es un hecho.
Adolfo es una de esas personas y yo no hice más que recoger las palabras y los
hechos que iba dejando caer a su paso.
Para algunos apresurados, Adolfo puede parecer una persona con problemas
de retardo mental, para otras un hombre mimado, para otras, un ser que se negó
a crecer. Para mí fue y sigue siendo, el modelo más acabado del
"frenáptero", un ser con mente alada, muy diferente al "frenolito", que es el
de mente petrificada. Estas dos palabras las inventé a partir de raíces
griegas.
Incurriré ahora en el inefable placer de hablar de mí
mismo, como dijera, creo, Ortega y Gasset. No es un misterio que todos los que
escriben se describen y revelan a sí mismos incluso en los personajes y
situaciones más distantes de su propia personalidad. Algunas de las personas
que ya leyeron Buenabestia/Las noches de Ventura han dejado a un lado la
literatura para indagar la identidad de los personajes femeninos que allí
describo. Otras encuentran ciertas situaciones algo exageradas. Las mujeres que
han leído el libro sienten hacia él una atracción morbosa. Y es que la novela
es una novela sobre mujeres, y sobre cuáles mujeres puedo escribir si no es
sobre las que he conocido e imaginado. Muchas mujeres que me han querido o
padecido, si es que me leen, se habrán identificado con uno u otro personaje.
De las mujeres han partido críticas y censuras. Una dijo que yo era un misógino
colado en la neoliteratura rosada. Me calificó de nacote refugiado, sudaca y
autor de fotonovelas porno. La acusación de que soy un escritor de pornografía
me ha perseguido, de la misma forma que ha llegado a molestar a mi esposa, a
quien frecuentemente acosan. Ella, que ya ha aprendido a vivir conmigo y con mi
fama o mala fama, ha desarrollado respuestas para defenderse. Una de ellas es
sencillísima: preguntar al ofensor si ha leído aunque sea uno solo de mis
libros. Habitualmente quienes me atacan es porque no han leído mis obras y se
dejan llevar por una envidia insana y barata.
Entiendo perfectamente a las mujeres que han
reaccionado contra mis escritos. Lo que yo intenté hacer en Buenabestia/Las
Noches de Ventura fue dar una visión lo más completa posible del erotismo y
de las complicaciones y deleites que involucra la búsqueda del amor, todo ello
desde mi punto de vista y por lo tanto desde mis experiencias y mis lecturas.
No se trataba simplemente de describir situaciones enervantes y conflictos
entre el protagonista y sus mujeres, sino de comprender las situaciones y
hacerlas palpables. La mayor parte de las personas que escriben por necesidad,
siguiendo el mandato interior que pregonaba Kafka, lo hacen para comprenderse,
para explicar su posición en el mundo, incluso para justificarse. La escritura
es una satisfacción solitaria, por lo tanto en cierta forma onanista. Ser leído
es como escapar del onanismo y entregarse al amor: compartir la pasión pero
también el veneno. Bien dicen que Semen retentum venenum est. De la
misma forma, las obras escritas y no publicadas se transforman en veneno que
puede echar a perder la vida de un escritor.
Es obvia y explicable la suposición de que el
protagonista de Buenabestia/Las noches de Ventura y, por lo tanto, de El
libro de la vida sea un alter ego de Marco Tulio Aguilera Garramuño. Pero
en este caso no se trata del escritor colombiano residente en México que se
dedica a seducir mujeres para escribir
sobre ellas, sino de un escritor quintaesenciado, editado, potenciado. No soy
yo, por lo tanto, el protagonista, sino un yo idealizado, arrastrado por el
esplendor y el cieno de la sinceridad y expuesto a la curiosidad del lector. La
novela no es la historia de mi vida, sino la historia de mis fantasías, de mis
lecturas, de mis tabajos para escribir, publicar y sobrevivir. Es una novela de
formación (habrá quienes digan que es de deformación). Que algunos
escritores son particularmente perversos, es un lugar común. Más acertado sería
decir que los escritores se atreven a decir lo que los demás solamente se
atreven a imaginar. Yo mismo me he definido como un amoroso, aunque otras
personas me califican como ingenuo o como un hombre que se ha dejado manipular
por las mujeres.
Los personajes femeninos son fundamentales en El
libro de la Vida (sé que ya desde el título mi proyecto suena bíblico, de
ambición paranoica y lo asumo con humildad: solamente una persona
enfermizamente segura en sí misma se atreve a ponerse como modelo del
protagonista de su propia obra o, en palabras de Blake I have always found
that the angels have the vanity to speak of themselves as the only wise; this
they do with a confident insolence sprouting fron systematic reasoning [1]).
Hay todo tipo de mujeres en Buenabestia/Las noches de Ventura, desde
Bárbara Blaskowitz, casada, divorciada, enamoradiza, samaritana, pasando por la
Princesa de Huamantla, una criatura hecha para la esclavitud del amor, e Iris
Moonligth, una Hércules del erotismo femenino, masculino y ambiguo. Y
entreveradas con ellas, infinidad de entidades de la imaginación: Ranita,
Trilce, Svieta Korolenko (la polaca que decía el cuellito, bésame el cuellito).
De las seiscientas páginas que tenían los volúmenes I y II de El libro de la
Vida, sólo quedaron en Buenabestia/Las Noches de Ventura,
trescientas cincuenta. La verdad es que lo que yo he escrito en estas páginas
corresponde a una época ya lejana de mi vida (de 1980 a 1985) y en el instante
en que escribo estas líneas, mi vida y
mi actitud son otras. Ya no concibo el amor como una aventura sino como una ventura.
Creo que el amor existe porque desde hace más de diez años lo vivo de manera
cotidiana con Leticia Luna. Ya no concibo el amor como una búsqueda sino como
un encuentro. Quienes conocen mi vida actual saben a qué me refiero. Ya no
tengo tiempo de perseguir mujeres ni de dejar que me persigan. La vida apenas
me alcanza para ayudar a levantar mi familia, tener a tiempo y bien La
Ciencia y el Hombre, revista que edito para la Universidad Veracruzana y
escribir de vez en cuando.
El tercer y cuarto volumen de El Libro de la Vida,
que aparecerá bajo el título de La hermosa vida, El libro de la vida II,
ya está listo, pero esperaré algún tiempo antes de promover su publicación. Hay
que dar espacio a ver qué pasa con el
primer volumen. Pronto emprenderé la corrección de La pequeña maestra de
violín, El libro de la vida III. Mientras llega la hora de corregirlo, me
estoy preparando. Acabo de leer dos biografías de Pagannini: Nicolo
Pagannini and the history of the violin, de F.J. Fetis, quien fuera amigo
personal del mayor violinista que ha existido, y Nicolo Pagannini: his life
and work, de Stephen Stratton, que es un plagio descarado del primero. Leí
estos libros porque la música desempeña un papel fundamental en mis obras.
El último volumen de la serie El libro de la vida,
que he titulado La plenitud del amor, El libro de la Vida IV, ya está
escrito y corregido, pero es un texto demasiado difícil, que linda
peligrosamente con lo cursi, pues por primera vez afronto sin tapujos el tema
del amor (ya no solamente el del erotismo y los simulacros del amor). La
responsabilidad que asumo en el último volumen es grande: se trata, ni más ni
menos, que de llegar a unas conclusiones sobre el amor. Se me ocurre que quiero
hacer algo como una Fenomenología del espíritu aplicada al tema del
amor, pero sin el abstruso y confuso estilo hegeliano, que acaso solamente
Adolfo Sánchez Vázquez entienda en México. Sé que todo esto suena pretencioso,
pero qué vamos a hacer: cuando uno desde
chiquito se soñó Cervantes no tiene otra alternativa que hacerse ilusiones y
trabajar para estar a la altura de sus sueños. El proyecto de escribir una
serie de libros es tan absurdo, tan optimista, como la idea de que éstos se
venderán abundantemente. Sólo siendo un irredimible optimista se puede
persistir en la profesión del escritor en estos tiempos de penuria. Pero no
debo quejarme. La verdad es que soy un privilegiado porque tengo tiempo para
escribir, porque soy libre para escribir lo que se me da la gana y porque
dispongo de espacio para publicar mis textos.
Frente al primer borrador que formaban siete volúmenes
de El libro de la Vida, tuve que hacer una evaluación seria del
proyecto. A partir de la primera correción hubo en mí una preocupación básica:
no aburrir al lector. Y esa preocupación era de elemental estrategia: si mi
proyecto original contemplaba terminar seis o siete volúmenes de El libro de
la Vida, era obvio que quien se aburriera leyendo el primero nunca buscaría
el segundo y jamás llegaría a leer el séptimo, aunque lo sometieran a torturas
y le dieran becas. En el mundo literario se contempla como vituperable el
querer agradar al lector. Tener muchos lectores es para algunos sinónimo de
autocomplacencia o ingenuidad. Ya Savater, en un delicioso libro llamado Apóstatas
razonables señalaba que:
Quien deliberadamente se
propone ser clásico, rara vez alcanza vigencia ni siquiera en vida y la pierde
toda el día de su muerte; pero quien sólo aspira modestamente a intrigar,
conmover o divertir a su vecino puede llegar a ver eternizado lo saludable de
su gesto[2].
Para probarlo pone como ejemplos a Shakespeare, Rabelais, Cervantes y Voltaire,
que habiendo alcanzado popularidad en su tiempo, la mantienen hasta la
actualidad.
Como nunca me he creído autótrofo y sé que de los
demás se puede aprender, decidí emprender la lectura de las grandes series de
novelas amorosas, eróticas o similares. Comencé con Sexus, Plexus y Nexus, novelas
que conforman La Crucifixión Rosada, de Henry Miller. Qué
aprendí de ellas? Supongo que la naturalidad, el desparpajo, la sinceridad y la
idea de que todo puede decirse en la forma en que uno quiera, si es que uno
tiene algo que decir y sabe decirlo. La verdad es que hay poco de memorable en
las novelas de Miller. Su narración discurre como un río bajo el cual hay un
montón de piedras y en muy pocas ocasiones uno le encuentra sentido a ese
discurrir. Pero en ese flujo atormentado y hedonista está precisamente el
placer de la lectura de Miller.
La lectura de Justine, Balthazar, Montolive y Clea,
obras que forman El Cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrell (y que el
mismo autor calificó como "una investigación del amor moderno"), me
enseñó una dimensión más humana del acercamiento al hecho amoroso. Los
personajes son atractivos, misteriosos, con algo de romanticismo y una
turbulencia que recuerda a Cumbres borrascosas. También aprendí que
cuando uno escribe una novela de amor, erotismo o conflictos psicológicos, hay
que evitar meterse en disquisiciones políticas.
Lo mismo entendí de la lectura de los siete volúmenes
de En busca del tiempo perdido: si el tema básico de Proust eran las
sutilezas de las relaciones afectivas, eróticas y los secretos de la
sensibilidad exaltada, para qué diablos se metía a contar en cincuenta o más
páginas las circunstancias del caso Dreyfus y para qué se dedicaba a cantar las
bellezas de las catedrales en treinta o cuarenta. De Proust me son atractivos
los personajes que están directamente ligados a la sensibilidad del
protagonista: Albertina, Gilberta, el Barón Charlus, la duquesa de Guermantes,
las hermosas sirvientas.
Leí y subrayé todos los volúmenes de En busca del
tiempo perdido. Lo que saqué en limpio de la lectura de Proust es que para
hacer una obra literaria equilibrada, hay que ponerse en el punto de vista del
lector, de un lector atemporal y aespacial, a quien no le va a importar si en
el tiempo de la novela gobernaba Rojas Pinilla o Carlos V. La idea de que una
buena novela debe captar el espíritu de su tiempo la entiendo de la siguiente
manera: lo que importa son los efectos de las circunstancias sobre los
personajes, más que las circunstancias mismas.
Tras este rápido recorrido por
la superficie de mis novelas, me atrevo a preguntarme, qué sentido tiene todo
este trabajo, hacia dónde ve, qué he logrado. Aunque algunos críticos han
señalado que una de las características básicas de lo que escribo es la
autoconciencia, es decir, la reflexión sobre mi trabajo literario, estoy lejos
de tener claras las respuestas. Uno va escribiendo como el navegante del barco
de la vida, entre las brumas del tiempo, a veces ve islotes, en ocasiones
continentes, frecuentemente sufre alucinaciones y descubre que todo es falso y
todo verdadero, que todo importa y todo carece de importancia, que que el
camino vale tanto como la llegada. Tal vez la razón del arte sea recuperar los
islotes de la memoria, los instantes memorables, para hacerlos habitables, para
ofrecerlos al lector, al espectador. Somos criaturas de un día, pero con el
privilegio de la memoria y la ventaja de la conciencia. Las novelas son el
resultado de una larga vigilia en busca de esos islotes de la memoria, de esos
continentes de la naturaleza humana. Cada novelista descubre y crea sus
territorios, les da habitantes, una geografía, unas leyes, e invita a los
lectores a visitar su territorio. Quisiera que mis territorios fueran
atractivos para muchos, que guardaran como en un arca no sólo lo decible sino
lo indecible. Ojalá haya conseguido o consiga algún día mis propósitos.
Mientras tanto sigo escribiendo, es decir, viviendo por lo menos dos vidas. El novelista es un
hombre al que no le basta con una vida. Es un ser elevado a una segunda
potencia por arte de su imaginación y su soberana paciencia.
Xalapa, 15
de abril de 1999
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