En Cali durante la fundación del Club de Ególatras
La entrada a Colombia fue traumática. Cuatro horas en el aeropuerto ElDorado, convertido en un laberinto de hormigas desorientadas. Mi esposa llegó a creer que toda Colombia era un desolado aeropuerto en el que pasaríamos días enteros para después regresar a México. Afortunadamente toda pesadilla tiene su fin y pudimos llegar a Medellín lúcidos e insomnes después de cuatro horas en Autobús de Oriente, dos horas de espera en el aeropuerto de la Ciudad de México, cuatro horas en un avión más estrecho que un bus totolero, cuatro horas en ElDorado, media hora de vuelo entre Bogotá y Antioquia y treinta minutos de carretera alucinante en medio de hermosos paisajes. Medellín está sitiado por montañas, que han sido carcomidas por macizos de edificios que han sustituido al paisaje natural. La gente de Medellín, amorosa, generosa, servicial. Hubo reencuentros agradables con Alberto Ruy Sánchez, elegante, elocuente, encantador y dueño casi absoluto de la palabra; con Mario Mendoza, el autor de la novela Satanás, un personaje tranquilo, erudito, que habla con voz sosegada; con William Ospina, envuelto en las galas de una gloria apabullante y vestido ahora con traje, cuando antes era más fiel a su chamarra de cuero negro que el arriero a su mula, y con su coleta de terco hippie a pesar de la súbita celebridad. Muchos lectores recitaron mis cuentos de memoria y recordaron pasajes de mis libros que yo había olvidado. Las conferencias que dí, en general atibooradas de personas dispuestas a creer todo lo que les dijera el embustero de Mistercolombias. La ciudad de Medellín, por lo menos en los territorios que recorrí, muy limpia y ordenada, aunque por la noche se levantaran sombras ominosas que hacían peligrosos los recorridos nocturnos. Cristóbal Peláez, recién galardonado con el Premio Nacional de Dirección Teatral, leyó de forma conmovedora Viaje compartido, un viejo cuento mío convertido en teatro. Hablé, hablé, hablé, dicté cuatro conferencias y repetí las anécdotas de siempre sobre mis primeros años y mis vivencias en Cali, Costa Rica, Cali y Lawrence. Hallé una sorpresa: que mi libro de cuentos infantiles El pollo que no quiso ser gallo había recibido una segunda reimpresión a los seis meses de su primera publicación en Alfaguara Colombia. Las mujeres, algunas de belleza espléndida, que preferí en general ignorar para evitar líos, pero que no pude evitar mirar con intensidad de paraíso ajeno. Recorrí almacenes de lencería y ropa interior masculina con mi esposa y hallé lo que ya sabía: que en Medellín se fabrica lo mejor del mundo. Paladeé los nostalgiosos platillos de sabores exclusivamente colombianos. Compré regalos para los compañeros de oficina y para el rector, que había mostrado sus talentos ocultos de buen lector al presentar El imperio de las mujeres. Percibí la pasión con que viven los medellinenses cada acto de su vida como si fuera el último. Conmovedora es esta ciudad que vive como en una cuerda floja en medio de una crisis generalizada que sin embargo se convierte en fiesta de corte de los milagros cada noche. La Fiesta del Libro: maravillosa, el Jardín Botánico, un sitio fuera del mundo: árboles, carpas de circo, libros, 1500 actividades culturales. Hablé con el Director de Cultura de Medellín y le dije que me apuntaba para ser invitado perpetuo a esta fiesta de los libros. Éstos son trazos rápidos de una semana en Medellín, guiado (guiados) por el cicerone Miguel Ángel Rivas, gran cuentista y hombre atribulado por la nostalgia del amor. Pulgarín, el socio de Víctor Gaviria, un caballero dispuesto a ayudar en todo. Gracias, Medellín: me hiciste creer que todavía soy colombiano y que a pesar de mí mismo, hay gente que me quiere y me sigue leyendo y que recita de memoria mis cuentos, como si en realidad fueran clásicos.
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