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enero 25, 2014

Street fighter 

Daniel Ferreira
 
Daniel Ferreira fue descubierto para México por el Premio Latinoamericano a Novela Sergio Galindo. Es un narrador arrasador. Este blog, Descabezadero, fue diseñado por él.

Daniel Ferreira
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Daniel Ferreira
©Wikicommons
Ya a los quince años tenía una intuición preliminar de todo eso. Un ser de luz anclado al fondo del abismo. Como un pez de colores en un tanque hermético, y el tanque lleno de negra agua podrida. La cisterna de un inodoro que barrerá tu propia inmundicia. Y sucedió lo peor: que me hundí aún más en el pozo buscando escapar, pero no encontré nada. Porque no sabía nada. Ni siquiera de mí. No tenía ninguna idea del muladar al que fui expulsado del vientre cálido de mi madre un mes de julio. No se me había muerto un ser querido todavía. No conocía el dolor. No le temía a la muerte. Cuando besaba a una niñita, lo necesario era meterle la verga en la boca, si no entonces besar no era besar. Y en esos términos era como yo me defendía en el amor. Por la misma línea de sentimientos postizos, algo que creía conocer de cerca era el odio, pero en verdad era sólo resentimiento con antifaz. Creía, de una manera indefinible, sentir que el odio circulaba por mis venas. Tenía, pues, un cuarto de siglo y odiaba a la humanidad entera que entre cadenas gime. Odiaba el colegio. Odiaba a una ex, hija de fotógrafo, que había preferido irse con su familia (modelo posmoderno) a la ciudad que quedarse conmigo en el pueblo (modelo pedestre). Odiaba a mi padre y su ausencia de abandono. Vivía con la mujer más luctuosa del mundo, que era mi madre, en el hotelucho para raleas que ella administraba con mucho esfuerzo (lavando tendidos cuando tocaba lavar, porteando a la madrugada cuando tocaba portear) y todo por mantenernos en forma junto con mi hermana, hija de otro gecónido que nunca respondió por su crianza. Y yo no quería más que saber en ese tiempo de juegos de video y peleas sangrientas por triunfos virtuales. Mis horas se iban diluyendo entre oír una estación de radio que hacía un programa de sexo, misterio y rock para jóvenes sonámbulos y noctámbulos, enlazando oyentes barriobajeros en todas las cloacas del país por intermedio de la voz indiscreta y lúbrica de una locutora sensual (una de esas putas al aire que saben más de la efervescencia sexual que cualquier psicólogo de universidad estrato seis, divorciado y opusdei de mediopelo) y luego prolongar el sueño hasta la hora de ir al colegio a prestar el cadáver al salón de las clases, mientras la imaginación se me embrollaba haciendo geometría apática con las nubes atrás del ventanal, y ya en el crepúsculo, después de haber callejeado toda la tarde, nuevamente, correr a despilfarrar la plata que hurtaba del cajón de la recepción del hotel en descuidos imperdonables de mi hermana, para escindirme de todo, en tanto me batía la hiel en una pantalla de centellas hipnotistas frente a lo más distintivo del combate callejero de las diferentes naciones del globo, junto con otros gañanes iguales de extraviados a mí (distintivos éstos de los barrios más bajos del pueblo) con los cuales me relacionaba hasta la “compinchería”, que en la acepción mía era una palabra de noble raigambre que se parecía mucho a la lealtad, funcionaba con las mismas reglas de la amistad, pero que en la semántica del uso local tenía un aura de vicio y pernición que la hacía distinta de cualquier lealtad y amistad sana. En mi fuero interno, ansiaba matar de cualquier modo (a veces lapidado, a veces empalado, a veces fusilado) a mi padre disidente o en su defecto al maestro de álgebra que de puro cascarero me pasaba al tablero cuando no había estudiado, y cuando alguien me preguntaba por qué tenía la cara sombría y rígida como si anduviera siempre con un calambre intestinal de mierda dura, yo lo amenazaba con que un día iban a tener que descolgarme de la rama de un árbol con el cuello morado, la verga muy tiesa y los ojos brotados. La lógica del suicidio creo que consiste en que uno se amenace a sí mismo, pero entonces yo vivía amenazando a todo mundo con mi suicidio (menos a mí). El Clan de la Consola, como nos autodenominábamos los frecuentadores de aquel gimnasio mental donde no se pensaba en nada que no fueran secuencias de botones para combos de puño y patadas triples, me inspiraba confianza, y servía para distraerse muy bien (si de hacer bromas y malversar la vida se trataba), pero no recuerdo a nadie que haya perdurado en el museo de reliquias afectivas como el mejor amigo de ese tiempo. No lo tenía. Sencillamente, estaba solo. Tratando de empezar algo, pero sintiéndome cada vez como el comienzo de todo. Siempre como al comienzo, y cada vez más descreído de poderlo lograr: quería devorarme una zagala, pongamos por caso. Probar a hacerle el sesenta y nueve y la felación y el cunilingus en una piedra inmensa de la quebrada. Pero en lugar de escribir cartas de amor a las candidatas, me masturbaba en sus nombres. Y me veía como un neandertal de mazo y taparrabo en aquella piedra. Y me sentía mal. La única ocupación placentera la representaba ese vicio tremendo por los juegos electrónicos hoy arcaicos de Xbox y arcadia que tanto me ufanaban (y que casi dejan en bancarrota a mi pobre mamá) y el roce placentero con el alcohol que desde entonces me hacía cortejos en las estanterías de las tiendas. Una borrasca de mierda y escombros de todo lo que había sido se avecinaba en mí, pero nadie lo advertía y ni yo mismo me daba por enterado. Por la noche me encontraba más lánguido y miserable que nunca, sentado toda la noche en un andén expiando una calle vacía. De día me iba a desquitar del mundo en la sala de maquinitas y en la superioridad fingida de un duelo virtual, a ver si así cauterizaba las estrías del alma.
Para El Clan de la Consola (la cáfila de jugadores que se daban cita en la sala de juegos electrónicos) había un código de honor en establecer las jerarquías de ganadores y perdedores entre quienes frecuentáramos el lupanar: los registros de los campeones: los tops de récord en las maquinitas de arcadia. Quien no figurara en los cinco primeros lugares que almacenaba la memoria de la consola de esas cajas prestidigitadoras electrónicas era porque se merecía el título infame de “perdedor” sin futuro. Quien no hubiera estado en los créditos luminosos de la pantalla como el mejor combatiente, el más sangriento samurai, el más devastador de los luchadores, el que más conectaba puños y hurricane kick y patadas mortales en una calle virtual, era porque hasta en la vida real lo esperaba el fracaso. Había dos tipos de juego compulsivo: los de pelea, y los de aventura. Los segundos daban, a quien cumpliera todas sus claves, un aire de intrepidez que se parecía mucho a la inteligencia y la sagacidad. Los primeros ofrecían en los bonus la ilusión de ser campeones en algo a quienes en realidad éramos perdedores en todo. Por eso preferíamos los de pelea. Por eso preferíamos pasar muchas horas frente a esas pantallas luminosas, sintiéndonos campeones en algo, desconectados de nuestro mundo nebuloso (aunque al final siempre tocara salir de madrugada a deambular las calles neblinosas del mismo pueblo miserable).
Para no dejar que nos hiciera pedazos el aburrimiento después que misiá Cancerbero, Carmenza Cerbero, la dueña del local, cerraba la portezuela de las maquinitas con el recaudo del día, fue que nos hicimos adictos a la manzanilla. Y con el primer trago de alcohol barato abrí los brazos a la desazón. Mi primer contacto con la bebida recuerdo que fue un día del cual no recuerdo nada excepcional, salvo que estaba en la misma rutina de levantarme tarde, llegar tarde al colegio, jugar maquinitas hasta tarde y retrasar el sueño hasta la madrugada. Al cierre de la jornada virtual, cuando la persiana de hierro crujió detrás de nosotros y supimos que nuestro día al fin había terminado porque nos habían cerrado el gimnasio mental, nos encontramos con las manos en los bolsillos un quinteto de perdedores que no queríamos llegar aún a la asquerosa cárcel paterna y nos hacíamos los idiotas en pleno andén sin darnos cuenta de que no teníamos ni amigos, ni nada, y que sólo teníamos en común el mismo vicio pendenciero que nos dejaba vacíos a la medianoche.
—¿Qué hacemos?
Pregunta proveniente del más grandulón, cabeza rapada, manos compulsivas.
De nombre: Alex.
De alias profesional: Mojonero.
(Que lo apodábamos así porque mojón es sinónimo de bollo, excremento en algún lugar del Chocó lejano y este ganaba siempre sus combates virtuales de pura mierda). }
Ver completo en
               http://www.revistadelauniversidad.unam.mx/articulo.php?publicacion=86&art=2490&sec=Creaci%C3%B3n

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