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Un día de 1982

junio 26, 2014

De la libreta de Contabilidad de 1982. Y el 16 de julio conozco a Periquita. A la salida del Ágora me encontré con la ex mujer del Can de Nochistlán, compositor de una Sinfonía que tuvo cierto éxito y que lo dejó impotente por el resto de su vida (me refiero a la sinfonía, obviously). Periquita tiene un rostro bellísimo, piel blanca, pecosita, como de banano de Tumaco, hermosos ojos claros, diminuta y graciosa, erudita en lecturas místicas, esotéricas y bibliófaga de todo lo que escribió Herman Hesse, particularmente adicta a Siddharta. Su actual amor, periodista muy parecido a san Juan Bautista, está en la cárcel (y no sabe por qué) y la pobre de Periquita se siente muy sola. Mañana va a visitarlo, dice, pero, hoy, afirma, necesita urgentemente compañía. Fuimos a La Casona. Ella no aceptó que yo pagara. A cambio de eso, compra una botella de Kino blanco y vamos a tomarla a mi casa. En llegando me hizo recorrer sus dominios, una extraña edificación longitudinal con un patio pavimentado en ángulo agudísimo. Puso a sonar El bolero de Ravel y preguntó. ¿Lo conoces? No, dije, con la idea de que ella ganara los primeros puntos. Permaneció extasiada escuchando y la dejé explayarse en los lugares comunes habituales: la relación entre el leit motiv y el asedio amoroso. ¿Sabes qué es leit motiv? ¿Algo como un escritor ruso?, bromeé y ella me siguió el juego mientras bajaba con entusiasmo el nivel del vino, aumentaban las colillas y yo le iba acariciando las piernitas, inicialmente de manera fraternal y luego. Pero antes seguimos hablando. Dijo: Desde que me separé del Can –eso dijo— me he liberado violentamente, encontré mi camino, tuve amores con un pianista ruso llamado Vladimir Kalnikov, alto, grande, fuerte, muy velludo y después con Luciano, un hombre que tiene una serenidad de auténtico buda. Periquita misma es la serenidad en persona. Algo molesto en ella es la insistencia en destacar la libertad con que vive, su capacidad de autodeterminarse y situar bien los pies en el suelo (textual), destaca el gozo que disfruta de vivir el día a día y amar a todo el mundo. Yo le conté (¿hipócrita?) de mi soledad de corredor de fondo y violinista. Ella mostraba desprecocupadamente el nacimiento de sus senos, la carne que nos tienta con sus dulces frutos como invitándome a correr el velo, bajar el corpiño y calibrar la oferta. Se sentó en flor de loto frente a mí (como lo había hecho años antes le bella Eulalia, digo, la bella Alejandrita; como lo hizo también la poeta pantera en Cali) y entonces, qué remedio, tuve que proceder a continuar lo iniciado, acariciarle las piernas mientras seguía hablando en clave (y yo me decía: mientras siga hablando la nave seguirá navegando). Busqué el nacimiento de sus pantaletas, puse mis manos en garras y en el momemto en que ella se percató de lo que estaba sucediendo, dijo, lo juro: A mí me pasa lo que a ti te pasó con José Donoso. Y es que yo le había contado los avances de Pepe sobre mi juvenil e incauta persona. Le di unos besos tiernos (de distracción) y le dije que no me daba por vencido. Apuró un largo trago de vino directamente de la botella de cuello ancho y apagó las luces, prendió una vela aromática y unas varitas de sándalo. Volví a acariciarla, AUTOCENSURA (y en verdad: más le habría molestado una mosca que mi invasora presencia en su cuerpo). Súbitamente y sin consideración alguna a mi poética labor, se puso de pie y fue a sentarse a la mesa en el comedor. Pensativa vi su silueta en la semipenumbra. Conjeturé: está posando para un Rembrandt. Agradecí la cortesía con una pausa. Tendido en la alfombra me desnudé como quien cambia de piel. (Ahora, escribiendo esto, me pregunto que absurdo razonamiento me llevó a hacerlo). Ella vino a mí y nos acariciemos (más bien nos magreamos). CENSURA II (era breve como un pequeño corazón y dulce como un higo recién abierto en plena sazón) y la sorbió con fruición, pero lo hizo tan gozosa y desconsideradamente, tan sin preámbulos, que más que placer fue el asombro lo que me tuvo quieto en primera, tal vez intentaba demostrarme que todo su discurso sobre la libertad y la falta de represiones era una praxis vital, no simple retórica seudofeminista. Estaba ahí pues Periquita como una pequeña vampiresa, trabajando mis más delicadas entretelas, con demasiado énfasis y denuedo tal pero sin arte, ay, sin cariño y cuando apartó su rostro pude entrever en el claroscuro un gesto risueño e incluso calculador que quería decir, viste che, así somos las mujeres ejecutivas, directo al corazón de las tinieblas. Entonces yo tuve que reciprocar el homenaje para lo que me vi obligado a CENSURA III quizás más de la cuenta amoroso y así estuve hasta que la criaturita de Dios comenzó y a arquearse y a gemir como un arpa eolia. ¡Lista!, dije como el que oye pitar la olla expres y procedí a buscar con mi parte ansiosa, no con mi corazón el desfiladero de sus ansias. Cuando se la insaculé, en realidad fue ella la del cabotaje y abordaje y acople espacial, supe entonces que estaba la bella inundada por completo. CENSURA IV Concluirmos felizmente, tal vez yo más felizmente que ella (quién puede saberlo, ni Freud). Permenecimos abrazados hablando en la penumbra. Ella recitó largos párrafos de obras de Calderón de la Barca, si la vida era sueño, para qué despertar, me dije. Volví a besarla. Recorrí con mi varita de nardo su cuerpo de manantial. Volvió a suspirar de nuevo, ahora sí con gran énfasis. Lo hicimos de nuevo con gusto grande, pero, ay no hubo luces de bengala ni explosiones de Sinfonía 1812, tal vez porque todo había sido fácil, tan asombrosamente fácil. Fue como si hubiera llegado a la cima más alta en un fuinicular mil veces

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