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En esta foto tenía quizás 25 años |
10 de julio de 1983. En esta fatal rueda de la vida la depresión por cualquier nimiedad y la exaltación sin razones razonables se suceden una y otra vez. Ayer me sentí una miseria humana a causa del rechazo de Shaka y hoy a la hora de acostarme gozo de una alegría inexplicable. Amanecí con mi arma empuñada, vertiendo energía líquida sobre mi vientre y sonreí. En mi sueño me visitaron la polaca y mi princesa totonaca. Salí a jugar básquet con Buki, un muchacho corporalmente perfecto, moreno de hermosos rasgos, de cuerpo esbelto y bien proporcionado, todo armonía, terriblemente simpático. Me contó que fumaba marihuana y totalmente trabado ponía un cassette de los Beatles y hacía abdominales, hasta 500 sin descansar. Le creo. Jugué contra él cinco horas sin agotarme. Luego dormí hasta las cinco. Invité a Emanuelle a dos sesiones y en la segunda gocé con ella. Fui a comer tacos de bisté y ahora estoy fumando Pielrroja y tomando té de manzanilla. Afuera el aire es delicioso, hay una dulce humedad en el ambiente. Las estrellas se ven con claridad. Me miré desnudo en el espejo y me sentí satisfecho conmigo mismo. No tengo amor verdadero por nadie, pero tengo el futuro a mi disposición y sé, con absoluta certeza, que va a llegar a mí la persona correcta. Me amo y no puedo ocultarlo. Sería imposible no hallar tarde o temprano a alguien a quien amar y que me ame. Soy un irrebatible romántico. El problema, lo digo con todas sus letras, es la pequeñez que hallo en todos (todas) los (las) que me rodean. Lo digo sin rubor y sin disculpa alguna. No me preocupa el juicio de los otros. Si no amo es porque no encuentro una persona que considere digna de ser amada.

Tomado del excelente blog de Triunfo Arciniegas
He conocido a Henry Miller. Vino a comer a casa con Richard Osborn, un abogado a quien tuve que consultar sobre el contrato del libro de D. H. Lawrence. Al salir él del coche y dirigirse a la puerta, donde yo esperaba, vi a un hombre que encontré agradable. En sus escritos es osten¬toso, viril, animal, magnífico. «Un hombre que se emborracha de vida –pensé–. Como yo.» En mitad de la comida, mientras hablábamos seriamente de libros y Richard se había abandonado a una larga perorata, Henry se echó a reír. –No es de ti de quien me río, Richard –dijo–, pero no puedo evitarlo. Me importa un comino, ni un comino siquiera, quién tiene razón. Soy demasiado feliz. En este preciso instante me siento feliz con todos los colores que me rodean, y el vino. Es un momento ma¬ravilloso, maravilloso. –Poco faltó para que se le saltaran las lá¬grimas de la risa. Estaba borracho. También yo lo estaba bastante. Tenía calor y me sentía mareada y contenta. Charlamos durante horas. Henry dijo las cosas más ciertas y profundas que he oído, y tiene una peculiar manera de decir «hmmm» en tanto se adentra en su propio viaje introspectivo. Antes de conocer a Henry estaba absolutamente dedicada a mi libro sobre D. H. Lawrence. Será publicado por Edward Titus y estoy trabajando con su ayudante, Lawrence Drake. –¿De dónde es usted? –me preguntó en nuestro primer en¬cuentro. –Soy mitad española, mitad francesa. Pero me crié en Amé¬rica. –Desde luego, ha sobrevivido al transplante. –Parece que hable despectivamente, pero yo sé que es una falsa apariencia. Emprende el trabajo con un tremendo entusiasmo y rapidez. Yo se lo agradezco. Me llama romántica. Me enfado. –¡Estoy harta de mi propio romanticismo! Tiene una cabeza interesante: una vívida e intensa expresión en sus ojos negros, cabello negro, piel aceitunada, boca y nariz sensuales, un buen perfil. Se diría español, pero es judío, ruso, según me ha contado. Me resulta enigmático. Parece puro y fácil¬mente vulnerable. Pongo cuidado al hablar. Cuando me lleva a su casa a corregir las pruebas, me dice que le parezco interesante. Ignoro por qué. Da la impresión de que posee enorme experiencia, ¿por qué va a sentir interés por una princi¬piante? Hablamos en una especie de esgrima verbal. Trabajamos, no demasiado bien. No me fío de él. Cuando me dirige la palabra con amabilidad, tengo la sensación de que se está aprovechando de mi inexperiencia. Cuando me abraza, tengo la impresión de que se divierte con una muchachita demasiado tensa y ridícula. Cuando él se pone más tenso, desvío la cara de la nueva experiencia de su bi¬gote. Mis manos están frías y húmedas. Le digo con franqueza: –No deberías flirtear con una mujer que no sabe flirtear. Encuentra mi seriedad divertida. Me dice: –Tal vez eres el tipo de mujer que no hiere a los hombres. –Se ha sentido humillado. Creyendo que he dicho «me fastidias», se aparta de un- salto como si lo hubiera mordido. No digo yo esas cosas. Es enormemente impetuoso, enormemente fuerte, pero no me fastidia. Respondo al cuarto o quinto beso. Comienzo a sentirme embriagada. Me pongo en pie y digo incoherentemente: –Me voy. No puedo si no hay amor. Me hace pequeñas bromas. Me mordisquea las orejas y me be¬suquea; a mí me gusta su fiereza. Me empuja al sofá, pero consigo zafarme. Soy consciente de su deseo. Me gusta su boca y la fuerza experta de sus brazos, pero su deseo me espanta, me repele. Creo que es porque no lo amo. Me ha excitado pero no lo amo, no lo de¬seo. En cuanto me doy cuenta de esto (su deseo apunta hacia mí y es como una espada entre nosotros), me libero y me marcho sin herirle en parte alguna. Creo, bueno, que yo no buscaba más que el placer sin sentimiento. Más algo me retiene. Hay algo en mí intocado, inalterado, que me gobierna. Será preciso hacer que se mueva si he de moverme plenamente. Voy pensando en esto en el Metro y me pierdo. Unos pocos días después me encontré con Henry. Estaba espe¬rando que llegara el momento de encontrarme con él, como si tal cosa fuera a resolver algo, y así fue. Al verle, pensé: «He aquí un hombre a quien yo podría amar.» No tuve miedo. Luego leo la novela de Drake y descubro un Drake insospecha¬do: extranjero, desarraigado, fantástico, excéntrico. Un realista exasperado por la realidad. Al punto su deseo deja de repelerme. Se ha formado un pe¬queño nexo entre dos cuerpos extraños. Respondo a su imaginación con la mía. Su novela encubre algunos sentimientos. ¿Cómo lo sé? No encajan del todo en la historia. Están allí porque para él resul¬tan naturales. El nombre Lawrence Drake también es postizo. Hay dos modos de llegar a mí, mediante los besos o la imagi¬nación. Pero existe una jerarquía; los besos por sí solos no bastan. Anoche pensé en esto después de cerrar el libro de Drake. Sabía que tardaría años en olvidar a John [Erskine], porque fue él el pri¬mero en agitar la fuente secreta de mi vida. El libro no contiene cosa alguna del propio Drake, estoy con¬vencida. Odia las partes que me gustan a mí. Lo escribió todo ob¬jetivamente, conscientemente, planeando incluso con esmero la fan¬tasía. Aclaramos este punto al comienzo de mi siguiente visita. Muy bien. Comienzo a ver las cosas con mayor claridad. Ahora sé por qué el primer día no me fiaba de él. Sus acciones se hallan despro¬vistas de sentimiento y de imaginación. Motivadas por meros hábi¬tos de vida, de aprehensión y de análisis. Es un saltamontes. Ahora ha saltado a mi vida. Mi sensación de repugnancia se intensifica. Cuando trata de besarme, lo evito. Pero al propio tiempo he de admitir que domina la técnica de besar mejor que cualquier otro que conozca. Sus gestos dan siem¬pre en el blanco, ningún beso yerra. Tiene unas manos diestras. Despierta mi curiosidad por la sensualidad. Siempre me han ten¬tado los placeres desconocidos. Al igual que yo, tiene sentido del olfato. Dejo que me inhale, luego me escabullo. Por último perma¬nezco quieta en el sofá, pero cuando su deseo crece, trato de es¬capar.. Demasiado tarde. Le digo entonces la verdad: cosas de mu¬jeres. No parece eso disuadirle. –No te creas que quiero de esa manera mecánica; hay otros modos. Se incorpora y se descubre el pene. No entiendo qué pretende. Me obliga a arrodillarme. Me lo acerca a la boca. Yo me levanto como si me hubieran propinado un latigazo. Está furioso. –Ya te he dicho que hacíamos las cosas de modo distinto. Te había avisado de que era inexperta. –No me lo creía. Y aún no me lo creo. Es imposible que lo seas, con ese rostro tan refinado y ese apasionamiento. Me estás gastando una broma. Le escucho; el analista que hay en mí siempre puede más, siem¬pre está de servicio. Empieza a contarme una historia tras otra para demostrarme que no aprecio lo que hacen otras mujeres. Mentalmente le respondo: «No sabes lo que es la sensualidad. Hugo y yo sí. Está en nosotros, no en tus pervertidas prácticas; está en el sentimiento, la pasión, el amor.» Prosigue hablando. Yo lo observo con mi «refinado rostro». No siente odio hacia mí porque, por muy repelida que me sienta, por muy enfadada que esté, soy propensa al perdón. Cuando me doy cuenta de que he dejado que se excite, me parece lo más na¬tural dejar que desfogue su deseo entre mis piernas. Se lo permi¬to, porque me produce lástima. Él se da cuenta. Otras mujeres, dice, lo habrían insultado. Comprende que me produzca lástima su ridícula y humillante necesidad física. Le estaba en deuda; me había revelado un mundo nuevo. Por vez primera comprendí las experiencias anormales contra las que me había prevenido Eduardo. El exotismo y la sensualidad tenían ahora para mí otro significado. Nada había escapado a mis ojos, para recordarlo siempre: Drake mirando el pañuelo mojado, ofreciéndome una toalla, calen¬tando agua en el hornillo de gas. Le cuento a Hugo casi todo lo que ha pasado, omitiendo mi actividad, extrayendo el significado que para él y para mí tiene. Lo acepta, como algo finalizado para siempre. Pasamos una hora en un amor apasionado, sin rencores, sin mal sabor de boca. Una vez acabado, no ha acabado, nos quedamos quietos, abrazados, arru¬llados por nuestro amor, por la ternura, una sensualidad de la que participa todo el cuerpo. Henry tiene imaginación, una percepción animal de la vida, una capacidad extraordinaria de expresión, y el genio más auténtico que he conocido. «Nuestra era tiene necesidad de violencia», es¬cribe. Y él es violencia. Hugo lo admira. Y al mismo tiempo le preo¬cupa. Dice con razón: –Te enamoras de la mente de la gente. Voy a perderte a manos de Henry. –No, no, no vas a perderme. –Soy consciente de lo incendia¬ria que es mí imaginación. Soy ya devota de la obra de Henry, aunque sé diferenciar el cuerpo de la mente. Me encanta su fuerza, su fuerza bruta, destructiva, osada, catártica. En este mismo momen¬to podría escribir un libro sobre su genio. Casi todas las palabras que pronuncia emiten una descarga eléctrica, al hablar de La edad de Oro de Buñuel, de Salavin, de Waldo Frank, de Proust, de la pe¬lículaEl ángel azul, de la gente, del animalismo, de París, de las prostitutas francesas, de las mujeres americanas, de América. In¬cluso va más avanzado que Joyce. Repudia la forma. Escribe tal como pensamos, en varios niveles a la vez, con una aparente inco¬nexión, un caos aparente. He terminado un libro nuevo, sólo me falta pulirlo. Hugo lo leyó el domingo y quedó cautivado. Es surrealista, lírico. Henry dice que escribo como un hombre, con tremenda claridad y concisión. Le sorprendió mi libro sobre D. H. Lawrence, aunque no le gusta Lawrence. «Un libro muy inteligente.» Con eso basta. Sabe que ya he dejado atrás a Lawrence. Tengo otro libro en mente. He transpuesto la sensualidad de Drake a otro tipo de interés. Los hombres necesitan otras cosas, además de un receptor sexual. Necesitan que se les consuele, arrulle, comprenda, ayude, aliente y escuche. Haciendo todo esto con ternura y cariño... bueno, encen¬dió la pipa y me dejó en paz. Lo observaba como si fuera un toro. Además, dado que es inteligente, comprende que a aquellos que son como yo no se les puede seducir sin ilusión. Y él no puede mo¬lestarse en crear ilusiones. Pues muy bien. Está un poco enfadado, pero... escribirá un relato sobre ello. Encuentra gracioso que le diga que sé que no me ama. Pensaba que sería lo bastante infantil para creer que me quería. «Muy lista», dice. Me cuenta sus preocupa¬ciones. De nuevo la pregunta: ¿Queremos fiestas, orgías? Hugo dice definitivamente no. No quiere correr riesgos. Sería forzar nuestro temperamento. No nos agradan las fiestas, no nos gusta beber, no envidiamos a Henry la vida que lleva. Pero yo protesto: esas cosas no se hacen lúcidamente, hay que emborracharse. Hugo no quiere emborracharse. Tampoco yo. Y no vamos a ir en busca de una puta ni de un hombre. Si se cruza en nuestro camino, inevitablemente, llevaremos a cabo nuestros deseos. Entretanto vivimos satisfechos con nuestra menor intensidad, porque, naturalmente, la intensidad se ha apagado –tras el reavivamiento de la pasión de Hugo debido a mi relación con John–. Estaba también celoso de Henry y de Drake –se sentía muy des¬graciado– pero yo lo he tranquilizado. Se da cuenta de que soy más sensata, que no pienso volver a estrellarme contra una pared. Creo realmente que si no fuera escritora, si no fuera creadora, experimentadora, hubiera sido una esposa fiel. Valoro mucho la fi-delidad. Pero mi temperamento pertenece a la escritora, no a la mujer. Tal división podrá parecer infantil, pero es posible. Quitando la intensidad, el chisporroteo de ideas, queda una mujer que ama la perfección. Y la fidelidad es una de las perfecciones. Ahora lo encuentro tonto y poco inteligente porque tengo planes de más al-cance en mente. La perfección es una cosa estática y yo reboso de progreso. La esposa fiel no es más que una fase, un momento, una metamorfosis, una condición. Quizás hubiera podido encontrar un marido que me amara de manera menos exclusiva, si bien no sería Hugo, y sea Hugo lo que sea, esté hecho de lo que esté hecho, lo amo. Nos comportamos según valores distintos. A cambio de fidelidad, yo le doy mi imagi¬nación, e incluso mi talento, si se quiere. Nunca he estado satisfe¬cha de nuestras cuentas, pero han de mantenerse. Esta noche, cuando llegue a casa, lo observaré. Superior a todos los hombres que conozco, el hombre perfecto casi. Conmovedoramente perfecto. Las horas pasadas en los cafés son las únicas que he vivido, aparte de las que paso escribiendo. Mi resentimiento aumenta a causa de la estúpida vida de banquero de Hugo. Cuando regreso a casa, sé que regreso al banquero. Huele a banquero. Lo aborrezco. Pobre Hugo. Todo retorna a su sitio tras una charla con Henry que se ha prolongado toda la tarde, esa mezcla de intelecto y emoción que tanto me gusta. Es capaz de dejarse arrastrar por completo. Ha¬blamos sin prestar atención al tiempo hasta que se presentó Hugo y cenamos juntos. Henry hizo una observación sobre la ventruda botella verde del vino y el siseo del húmedo tronco de la chimenea. Cree que yo debo saber de la vida porque he posado para pin¬tores. La magnitud de mi inocencia la encontraría increíble. ¡Qué tarde he despertado y con qué furor! ¿Qué importa lo que Henry piense de mí? Pronto sabrá exactamente qué soy. Tiene una mente caricaturesca. Me veré caricaturizada. Dice Hugo con razón que para hacer una caricatura se requiere mucho odio. Henry y mi amigo Natasha [Troubetskoi] tienen mu¬cho odio. Yo no. En mí todo es o bien adoración y pasión, o bien lástima y comprensión. Raramente odio, si bien, cuando lo hago, odio atrozmente. Por ejemplo, ahora odio el Banco y todo lo re¬lacionado con él. Odio también la pintura holandesa, chupar penes, las fiestas y el tiempo frío y lluvioso. Pero estoy más absorbida por el amor. Me siento absorbida por Henry, que es inseguro, crítico consigo mismo y sincero. Regalarle dinero me produce un placer enorme y egoísta. ¿En qué pienso cuando estoy sentada junto al fuego? En sacar un montón de billetes de tren para Henry; en comprarleAlbertine disparue. ¿Que Henry quiere leer Albertine disparue? Rá¬pido, no me sentiré feliz hasta que tenga el libro. Soy idiota. A nadie le gusta que le hagan estas cosas, a nadie más que a Eduardo, e in¬cluso él, depende del humor de que esté, prefiere la indiferencia ab¬soluta. Me gustaría darle a Henry un hogar, comida estupenda, una renta. Si fuera rica, no lo sería por mucho tiempo. Drake ya no me interesa lo más mínimo. Me he alegrado de que no haya venido hoy. Henry me interesa, pero no físicamente. ¿Será posible que esté por fin satisfecha con Hugo? Hoy me ha dolido que se haya ido a Holanda. Me he sentido vieja, distante. Un rostro de una asombrosa blancura, ojos ardientes. June Mansfield, la esposa de Henry. Mientras venía hacia mí avanzando desde la oscuridad de mi jardín hacia la luz de la entrada, vi por primera vez a la mujer más hermosa de la tierra. Hace años, cuando trataba de imaginarme la auténtica belleza, me forjé en mi mente una imagen que correspondía exactamente a este tipo de mujer. Incluso había imaginado que sería judía. Hace mucho tiempo que conocía el color de su piel, su perfil, sus dientes. Su belleza me embargó. Mientras permanecía sentada frente a ella, me di cuenta de que sería capaz de hacer cualquier locura por aquella mujer, lo que me pidiera. Henry se desvaneció. Ella era el color, la brillantez, lo extraño. Su papel en la vida la tiene absorbida. Sé muy bien por qué: su belleza le acarrea dramas y acontecimientos. Las ideas significan poco. Vi en ella una caricatura de personaje teatral y dramático. Disfraz, actitudes, forma de hablar. Es una actriz soberbia. Sólo eso. No he podido llegar a su interior. Todo cuanto Henry había dicho de ella es cierto. Al final de la velada, yo era como un hombre, estaba profun¬damente enamorada de su rostro y de su cuerpo, que prometía tanto, y odiaba el ser que los demás habían creado en ella. Los de¬más sienten gracias a ella; y gracias a ella, componen poemas; gra¬cias a ella, odian; y otros, como Henry, la aman aunque les pese. June. Soñé por la noche con ella, soñé que era enormemente pequeña, además de frágil, y la amaba. Amaba la pequeñez que se me había hecho visible al oírla hablar: el desproporcionado orgullo, un orgullo herido. No tiene seguridad, y sí unas ansias insaciables de admiración. Vive del reflejo de sí misma en los ojos de los de¬más. No se atreve a ser ella misma. June Mansfield no existe. Y ella lo sabe. Cuanto más la aman, más lo sabe. Sabe que hay una mujer muy hermosa que anoche percibió mi inexperiencia y trató de ocul¬tar la profundidad de su saber. Un rostro de una blancura asombrosa retirándose a la oscu¬ridad del jardín. Al irse, posa para mí. Siento ganas de echar a correr y besar su fantástica belleza, besarla y decir: «Te llevas con¬tigo un reflejo de mí, una parte de mí. Había soñado contigo, de¬seaba que existieras. Formarás siempre parte de mi vida. Si te amo será porque hemos compartido en algún momento las mismas fan¬tasías, la misma locura, el mismo escenario. «La única fuerza que te mantiene entera es tu amor por Henry, y es por eso por lo que lo amas. Te causa daño, pero mantiene uni¬dos tu cuerpo y tu alma. Te integra. Te azota y te flagela hasta conferirte entereza. Yo tengo a Hugo.» Quería volver a verla. Pensaba que a Hugo le encantaría. Me parecía perfectamente natural que le gustara a todo el mundo. Le hablé de ella a Hugo. No noté celos de su parte. Al surgir nuevamente de la oscuridad, me pareció todavía más hermosa. También más sincera. «La gente siempre es más sincera con Hugo», me dije a mí misma. Me dije también que era porque se encontraba más a gusto. No podía descifrar lo que de ello pensaba Hugo. Ella se dirigió arriba, a nuestra habitación, a dejar el abrigo. Se detuvo un segundo en mitad de las escaleras, donde la luz la hacía realzar sobre el fondo turquesa de la pared. Cabello rubio, tez pálida, demoníacas cejas angulares, una sonrisa cruel con un hoyuelo cautivador. Pérfida, infinitamente deseable, me atraía hacia ella como hacia la muerte. Abajo, Henry y June formaban una alianza. Nos contaban sus peleas, rupturas, guerras el uno contra el otro. Hugo, que se en¬cuentra incómodo cuando se habla de emociones, trató de limar las asperezas con bromas, serenar la discordia, lo feo, lo espantoso para aligerar sus confidencias. Igual que un francés, afable y razo¬nable, hizo disolverse toda posibilidad de drama. Pudo producirse allí una escena feroz, inhumana, horrible, entre June y Henry, pero Hugo impidió que nos diéramos cuenta de ello. Luego le hice ver que había impedido que viviéramos, que había hecho que un instante de vida pasara ajeno a él. Me avergonzaba su optimismo, su intento de suavizar las cosas. Lo comprendió. Pro¬metió recordarlo. Sin mí, quedaría totalmente anulado por su cos¬tumbre de seguir los convencionalismos. La cena fue alegre. Tanto Henry como June tenían mucho ape¬tito. Luego fuimos al «Grand Guignol». En el coche June y yo nos sentamos juntas y charlamos en armonía. –Cuando Henry te describió –dijo–, olvidó las partes más importantes. No eras tú en absoluto. –Lo supo de inmediato; nos habíamos entendido mutuamente, habíamos captado cada una los detalles y matices de la otra. En el teatro. Cuan difícil es fijarse en Henry cuando ella está allí sentada, resplandeciente, con su rostro como de máscara. Des¬canso. Ella y yo queremos fumar, Henry y Hugo no. Al salir, me¬nudo revuelo armamos. Le digo: –Eres la única mujer que ha respondido a las exigencias de mi imaginación. –Menos mal que me voy –responde–. No tardarán en desenmascararme. Ante una mujer carezco de recursos. No sé tratar a las mujeres. ¿Dirá la verdad? No. Me había hablado en el coche de su amiga Jean, la escultora y poetisa. –Jean tenía un rostro hermosísimo. –Y añade con premu¬ra–: No estoy hablando de una mujer corriente. El rostro de Jean, su belleza, era como la de un hombre. –Se detiene–. Las manos de Jean eran preciosas, muy flexibles de tanto manejar el barro. Tenía los dedos afilados. –¿Qué es este enfado que siento al oír las ala¬banzas que de las manos de Jean hace June? ¿Celos? Y su insistencia en que su vida ha estado llena de hombres y no sabe cómo actuar delante de una mujer. ¡Mentirosa! Mirándome intensamente, dice: –Pensaba que tenías los ojos azules. Son extraños y hermosos, grises y dorados, con esas pestañas largas y negras. Eres la mujer más grácil que he conocido. Cuando andas te deslizas. Hablamos de los colores que nos gustan. Ella siempre viste de negro y violeta. Volvemos corriendo a nuestros asientos. Se vuelve constante-mente hacia mí en lugar de hacia Hugo. Al salir del teatro la cojo del brazo. Entonces ella pone su mano sobre la mía; las entrela¬zamos. –En Montparnasse, el otro día, me dolió oír tu nombre –dice–. No quisiera que ningún hombre de poca monta tuviese que ver con tu vida. Me siento... protectora. En el café advierto cenizas bajo la piel de su rostro. Desinte¬gración. Siento una terrible ansiedad. Siento ganas de abrazarla. Noto cómo retrocede hacia la muerte y yo estoy dispuesta a acoger la muerte para seguirla, para abrazarla. Se muere ante mis ojos. Su belleza provocadora y sombría se apaga. Su extraña, masculina fuerza. No distingo el sentido de sus palabras. Me fascinan sus ojos y su boca, esa boca descolorida, mal pintada. ¿Sabe que me siento inmóvil y prendida, perdida en ella? Se estremece de frío bajo la ligera capa de terciopelo. –¿Quieres que comamos juntas antes de que te vayas? –le pregunto. Le alegra marcharse. Henry la ama de modo imperfecto, brutal. Ha herido su orgullo deseando lo contrario de lo que es ella: mu¬jeres feas, vulgares, pasivas. No soporta su positivismo, su fuerza. Ahora odio a Henry, intensamente. Odio a los hombres que temen la fuerza de las mujeres. Probablemente Jean amaba su fuerza, su poder destructivo. Porque June es destrucción. Mi fuerza, según me dice Hugo más tarde, cuando descubro que no aguanta a June, es suave, indirecta, delicada, insinuante, creativa, tierna, femenina. La de ella es como de hombre. Hugo me dice que tiene un cuello masculino, una voz masculina y manos tos¬cas. ¿Es que no me he dado cuenta? No, no me he dado cuenta, o, si me doy cuenta, no me importa. Hugo admite que está celoso. Desde el primer momento se han tenido antipatía. –¿Es que piensa que con su sensibilidad y sutileza femeninas puede amar algo de ti que yo no haya amado? Es cierto. Hugo ha sido infinitamente tierno conmigo, pero en tanto él habla de June yo pienso en nuestras manos entrelazadas. Ella no alcanza el centro sexual mismo de mi ser que alcanzan los hombres; no se acerca. Entonces, ¿qué es lo que despierta en mí? He deseado poseerla como si un hombre fuera, pero he querido también que me amara con los ojos, con las manos, con los senti¬dos que sólo poseen las mujeres. Es una penetración suave y sutil. Odio a Henry por atreverse a herir su enorme y vano orgullo. La superioridad de June provoca el rechazo, e incluso un sentimien¬to de venganza, en Henry. Pone sus ojos en la sumisa y ordinaria Emilia, la criada. Su ofensa me hace amar a June. La amo por lo que se ha atrevido a ser, por su dureza, su crueldad, su egoísmo, su perversidad, su demoníaca fuerza destruc¬tora. Me aplastaría sin la menor vacilación. Se trata de una perso¬nalidad llevada al límite. Adoro el valor con que hiere y estoy dis¬puesta a sacrificarme a él. Sumará mi ser al suyo. Será June más todo lo que yo contengo.
De la libreta de Contabilidad de 1982. Y el 16 de julio conozco a Periquita. A la salida del Ágora me encontré con la ex mujer del Can de Nochistlán, compositor de una Sinfonía que tuvo cierto éxito y que lo dejó impotente por el resto de su vida (me refiero a la sinfonía, obviously). Periquita tiene un rostro bellísimo, piel blanca, pecosita, como de banano de Tumaco, hermosos ojos claros, diminuta y graciosa, erudita en lecturas místicas, esotéricas y bibliófaga de todo lo que escribió Herman Hesse, particularmente adicta a Siddharta. Su actual amor, periodista muy parecido a san Juan Bautista, está en la cárcel (y no sabe por qué) y la pobre de Periquita se siente muy sola. Mañana va a visitarlo, dice, pero, hoy, afirma, necesita urgentemente compañía. Fuimos a La Casona. Ella no aceptó que yo pagara. A cambio de eso, compra una botella de Kino blanco y vamos a tomarla a mi casa. En llegando me hizo recorrer sus dominios, una extraña edificación longitudinal con un patio pavimentado en ángulo agudísimo. Puso a sonar El bolero de Ravel y preguntó. ¿Lo conoces? No, dije, con la idea de que ella ganara los primeros puntos. Permaneció extasiada escuchando y la dejé explayarse en los lugares comunes habituales: la relación entre el leit motiv y el asedio amoroso. ¿Sabes qué es leit motiv? ¿Algo como un escritor ruso?, bromeé y ella me siguió el juego mientras bajaba con entusiasmo el nivel del vino, aumentaban las colillas y yo le iba acariciando las piernitas, inicialmente de manera fraternal y luego. Pero antes seguimos hablando. Dijo: Desde que me separé del Can –eso dijo— me he liberado violentamente, encontré mi camino, tuve amores con un pianista ruso llamado Vladimir Kalnikov, alto, grande, fuerte, muy velludo y después con Luciano, un hombre que tiene una serenidad de auténtico buda.
Periquita misma es la serenidad en persona. Algo molesto en ella es la insistencia en destacar la libertad con que vive, su capacidad de autodeterminarse y situar bien los pies en el suelo (textual), destaca el gozo que disfruta de vivir el día a día y amar a todo el mundo. Yo le conté (¿hipócrita?) de mi soledad de corredor de fondo y violinista. Ella mostraba desprecocupadamente el nacimiento de sus senos, la carne que nos tienta con sus dulces frutos como invitándome a correr el velo, bajar el corpiño y calibrar la oferta. Se sentó en flor de loto frente a mí (como lo había hecho años antes le bella Eulalia, digo, la bella Alejandrita; como lo hizo también la poeta pantera en Cali) y entonces, qué remedio, tuve que proceder a continuar lo iniciado, acariciarle las piernas mientras seguía hablando en clave (y yo me decía: mientras siga hablando la nave seguirá navegando). Busqué el nacimiento de sus pantaletas, puse mis manos en garras y en el momemto en que ella se percató de lo que estaba sucediendo, dijo, lo juro: A mí me pasa lo que a ti te pasó con José Donoso. Y es que yo le había contado los avances de Pepe sobre mi juvenil e incauta persona. Le di unos besos tiernos (de distracción) y le dije que no me daba por vencido. Apuró un largo trago de vino directamente de la botella de cuello ancho y apagó las luces, prendió una vela aromática y unas varitas de sándalo. Volví a acariciarla,
AUTOCENSURA
(y en verdad: más le habría molestado una mosca que mi invasora presencia en su cuerpo). Súbitamente y sin consideración alguna a mi poética labor, se puso de pie y fue a sentarse a la mesa en el comedor. Pensativa vi su silueta en la semipenumbra. Conjeturé: está posando para un Rembrandt. Agradecí la cortesía con una pausa. Tendido en la alfombra me desnudé como quien cambia de piel. (Ahora, escribiendo esto, me pregunto que absurdo razonamiento me llevó a hacerlo). Ella vino a mí y nos acariciemos (más bien nos magreamos).
CENSURA II
(era breve como un pequeño corazón y dulce como un higo recién abierto en plena sazón) y la sorbió con fruición, pero lo hizo tan gozosa y desconsideradamente, tan sin preámbulos, que más que placer fue el asombro lo que me tuvo quieto en primera, tal vez intentaba demostrarme que todo su discurso sobre la libertad y la falta de represiones era una praxis vital, no simple retórica seudofeminista. Estaba ahí pues Periquita como una pequeña vampiresa, trabajando mis más delicadas entretelas, con demasiado énfasis y denuedo tal pero sin arte, ay, sin cariño y cuando apartó su rostro pude entrever en el claroscuro un gesto risueño e incluso calculador que quería decir, viste che, así somos las mujeres ejecutivas, directo al corazón de las tinieblas. Entonces yo tuve que reciprocar el homenaje para lo que me vi obligado a
CENSURA III
quizás más de la cuenta amoroso y así estuve hasta que la criaturita de Dios comenzó y a arquearse y a gemir como un arpa eolia. ¡Lista!, dije como el que oye pitar la olla expres y procedí a buscar con mi parte ansiosa, no con mi corazón el desfiladero de sus ansias. Cuando se la insaculé, en realidad fue ella la del cabotaje y abordaje y acople espacial, supe entonces que estaba la bella inundada por completo.
CENSURA IV
Concluirmos felizmente, tal vez yo más felizmente que ella (quién puede saberlo, ni Freud). Permenecimos abrazados hablando en la penumbra. Ella recitó largos párrafos de obras de Calderón de la Barca, si la vida era sueño, para qué despertar, me dije. Volví a besarla. Recorrí con mi varita de nardo su cuerpo de manantial. Volvió a suspirar de nuevo, ahora sí con gran énfasis. Lo hicimos de nuevo con gusto grande, pero, ay no hubo luces de bengala ni explosiones de Sinfonía 1812, tal vez porque todo había sido fácil, tan asombrosamente fácil. Fue como si hubiera llegado a la cima más alta en un fuinicular mil veces
No lo niego: en mi vida hay tres o cuatro escenas (unas completamente
reales, otras imaginadas tal vez y otras que conozco porque me las han contado)
que regresan a mí de manera recurrente, como olas de brea que oscurecen esta
deportiva, irresponsable forma de vida que llevo (según mi mujer). El recuerdo
de mi iniciación en la vida sexual no es algo que me moleste. Fue desagradable
o más bien patética o grotesca. La conté en una de mis novelas (se la atribuí
al sargento Robustiano, personaje secundario de Breve historia de todas las cosas). Si yo lograra investigar con precisión la fecha, podría
eliminar la posibilidad de que X sea en efecto hijo mío.
Explorar en Lacan: la estimulación del lado psicótico o suicida y el papel de los cortes como formas de entrar en el problema. Vivir trágicamente. No puedo precisar si fue antes de mi viaje a la locura (Pueblo Nuevo, Efraín persiguiéndome con sus epístolas homosexuales, MT cantando con mis niños sobre el lomo de la cordillera, la niña indígena –en El juego de las seducciones la llamé Itzel, creo--, acercamiento, beber hasta perder el sentido, laguna mental, regreso a casa, año de visiones—o después. Creo firmemente que yo fui virgen durante mi etapa como maestro rural (me era insoportable el peso del misterio de la carne), sé que sufrí por ello y que esa sobrecarga de poder genésico motivó que yo me atreviera a tender la mano hacia la niña indígena Itzel. Porque eso fue lo que hice: tender la mano, nada más, como esa mano que tiende a Dios Adán en la Capilla Sixtina: Dios no toca al hombre. Así yo no toqué a Itzel y sin embargo sufrí las consecuencias. El lugar sí lo tengo claro: El Bar Tico(sólo había un prostíbulo más infame en San Isidro: El Bar Rojo). Los dos estaban en plena Calle del Comercio, a dos cuadras de la catedral. ¿Quién? Una putica muy joven. No recuerdo su rostro ni su cuerpo. Sí su falda: una falda amplia con chaquiras que tenían motivos mexicanos. De verdad-verdad no puedo decir cómo fue: tengo que recurrir a Breve historia de todas las cosas, obra que guarda más verdades de las que creo: lo que suponía inventado resultó ser histórico y de eso me enteré en el viaje a San Isidro hace un par de años. Dije que el negro Vladimiro, uno de los personajes fundamentales, era invención mía. Y no, el negro existió. Ella se tendió en la cama después de sacudir las sábanas y espantar las pulgas. Con un movimiento brusco de las piernas y los músculos del atlético y sano vientre hizo que la falda de abundantes pliegues de percalina se le viniera a la cara descubriendo su secreto muchiqui, veterano de tantas batallas. “La muy expedita”, comentaría el sargento, “ni siquiera tuvo la decencia de utilizar sus calzones color orinado. La vil se vino a pelo para facilitar el ajetreo”. Esta escena, en el tono burlesco constante y despiadado de esa primera novela mía, de alguna forma conserva el sedimento de lo que me sucedió con la putica. Fue un acto triste, yo estaba asustado, ella me estaba urgiendo, el cuarto era como una vitrina hecha de tablas, llena de grietas y orificios, donde se fornicaba casi públicamente y a destajo y se escuchaban los gemidos, interjecciones y vulgaridades de los vecinos formicantes. Imaginarlo: yo, 17 años, tembeleque, fingiendo hombría, fui prácticamente forzado por aquella hembra que me succionó con su bajo vientre y del puro terror no experimenté placer alguno. Hablando de este tema con LL ella sugirió: Tal vez esa prosti sea la madre de tu hijo perdido. ¿Cuándo fue? Durante los ocho meses como maestro no pudo ser: yo estaba lejos. Antes, quizás, pero lo dudo: yo estaba bajo el imperio de mi madre y jamás habría osado entrar al Bar Tico (el sólo entrar era una hazaña: era imposible que todo el pueblo no se enterara: en San Isidro todo se sabía… y todo se sabía al instante). Después de mi regreso de Pueblo Nuevo, después de mi año de reclusión, tal vez, tal vez. No lo he dicho: cuando logré escapar del mundo de las alucinaciones y los delirios de persecución, psiquiatras, drogas, comencé a desarrollar un extrañísimo deliro de don Juan. De alguna parte conseguí un sombrero texano y salía, ¡por fin salía!, solo a la calle, caminaba arriba y abajo bajo el sol imaginando que seducía a una y a otra, a todas las mujeres de San Isidro, y en un cuadernito apuntaba la lista completa de mis novias, que podían ser cincuenta o cien. Esa fue mi curación: de loco melancólico a loco eufórico, de minusválido mental a megalómano. A veces mi sufrida esposa ha llegado a verbalizar mi situación actual: Querido Garrik, la verdad es que nunca te curaste, sigues siendo el loco de antes, sólo que ahora has canalizado tus locuras hacia la literatura. ¡Corte! Una de las claves de las curaciones lacanianas es la utilización de cortes súbitos de los parlamentos: ellos permiten, según Jacques Lacan, entrar directamente en la interpretación de los casos.
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Explorar en Lacan: la estimulación del lado psicótico o suicida y el papel de los cortes como formas de entrar en el problema. Vivir trágicamente. No puedo precisar si fue antes de mi viaje a la locura (Pueblo Nuevo, Efraín persiguiéndome con sus epístolas homosexuales, MT cantando con mis niños sobre el lomo de la cordillera, la niña indígena –en El juego de las seducciones la llamé Itzel, creo--, acercamiento, beber hasta perder el sentido, laguna mental, regreso a casa, año de visiones—o después. Creo firmemente que yo fui virgen durante mi etapa como maestro rural (me era insoportable el peso del misterio de la carne), sé que sufrí por ello y que esa sobrecarga de poder genésico motivó que yo me atreviera a tender la mano hacia la niña indígena Itzel. Porque eso fue lo que hice: tender la mano, nada más, como esa mano que tiende a Dios Adán en la Capilla Sixtina: Dios no toca al hombre. Así yo no toqué a Itzel y sin embargo sufrí las consecuencias. El lugar sí lo tengo claro: El Bar Tico(sólo había un prostíbulo más infame en San Isidro: El Bar Rojo). Los dos estaban en plena Calle del Comercio, a dos cuadras de la catedral. ¿Quién? Una putica muy joven. No recuerdo su rostro ni su cuerpo. Sí su falda: una falda amplia con chaquiras que tenían motivos mexicanos. De verdad-verdad no puedo decir cómo fue: tengo que recurrir a Breve historia de todas las cosas, obra que guarda más verdades de las que creo: lo que suponía inventado resultó ser histórico y de eso me enteré en el viaje a San Isidro hace un par de años. Dije que el negro Vladimiro, uno de los personajes fundamentales, era invención mía. Y no, el negro existió. Ella se tendió en la cama después de sacudir las sábanas y espantar las pulgas. Con un movimiento brusco de las piernas y los músculos del atlético y sano vientre hizo que la falda de abundantes pliegues de percalina se le viniera a la cara descubriendo su secreto muchiqui, veterano de tantas batallas. “La muy expedita”, comentaría el sargento, “ni siquiera tuvo la decencia de utilizar sus calzones color orinado. La vil se vino a pelo para facilitar el ajetreo”. Esta escena, en el tono burlesco constante y despiadado de esa primera novela mía, de alguna forma conserva el sedimento de lo que me sucedió con la putica. Fue un acto triste, yo estaba asustado, ella me estaba urgiendo, el cuarto era como una vitrina hecha de tablas, llena de grietas y orificios, donde se fornicaba casi públicamente y a destajo y se escuchaban los gemidos, interjecciones y vulgaridades de los vecinos formicantes. Imaginarlo: yo, 17 años, tembeleque, fingiendo hombría, fui prácticamente forzado por aquella hembra que me succionó con su bajo vientre y del puro terror no experimenté placer alguno. Hablando de este tema con LL ella sugirió: Tal vez esa prosti sea la madre de tu hijo perdido. ¿Cuándo fue? Durante los ocho meses como maestro no pudo ser: yo estaba lejos. Antes, quizás, pero lo dudo: yo estaba bajo el imperio de mi madre y jamás habría osado entrar al Bar Tico (el sólo entrar era una hazaña: era imposible que todo el pueblo no se enterara: en San Isidro todo se sabía… y todo se sabía al instante). Después de mi regreso de Pueblo Nuevo, después de mi año de reclusión, tal vez, tal vez. No lo he dicho: cuando logré escapar del mundo de las alucinaciones y los delirios de persecución, psiquiatras, drogas, comencé a desarrollar un extrañísimo deliro de don Juan. De alguna parte conseguí un sombrero texano y salía, ¡por fin salía!, solo a la calle, caminaba arriba y abajo bajo el sol imaginando que seducía a una y a otra, a todas las mujeres de San Isidro, y en un cuadernito apuntaba la lista completa de mis novias, que podían ser cincuenta o cien. Esa fue mi curación: de loco melancólico a loco eufórico, de minusválido mental a megalómano. A veces mi sufrida esposa ha llegado a verbalizar mi situación actual: Querido Garrik, la verdad es que nunca te curaste, sigues siendo el loco de antes, sólo que ahora has canalizado tus locuras hacia la literatura. ¡Corte! Una de las claves de las curaciones lacanianas es la utilización de cortes súbitos de los parlamentos: ellos permiten, según Jacques Lacan, entrar directamente en la interpretación de los casos.
Tengo que ser “modesto”, y de nuevo vuelve a atormentarme, lo mismo que me ha atormentado durante toda la vida, lo que tanto ha pesado sobre mi manera de comportarme con la gente, esa necesidad de menospreciarme para estar a la altura de los que me menosprecian o que no tienen de mí ni la más mínima idea.
Sin embargo, por nada del mundo quiero sucumbir ante esa “modestia” que considero mi enemigo mortal... Sé que cada artista tiene que ser pretencioso (pues pretende subirse a un pedestal), pero que al mismo tiempo, ocultar esas pretensiones es un error de estilo...Escribir no es otra cosa que una lucha llevada por el artista contra los demás por su propia celebridad” (70)
No se puede ser una nuilidad toda la semana para ponerse a
existir el domingo.
...se hicieron famosos porque se valoraban más a sí mismos
que a su éxito...
No es fácil ser escritor a la medida de la emigración,
puesto que ello significa permanecer en la casi absoluta soledad.
Esta foto no fue tomada en el Museo de El Prado sino en el restaurante El Lupanar, Barrio de Las Letras |
Esta es una ficción basada en una experiencia personal.
Amaneció el jueves y supe que era indispensable salir de la ciudad para conservar la cordura. Estuve dudando entre el mar y la montaña. Me parecía aburrido y triste volver al refugio de Villarrica, una playa de pescadores, comerciantes y una que otra putita desorientada. Allí todos me conocen y me aceptan. Soy el oficinista que suele nadar en territorio de tiburones y arrecifes, sale a la pesca incluso con mal tiempo y se dedica a leer libros gordos. Soy un hombre solitario. No le tengo que dar cuentas a nadie. Yo mismo lavo los platos, llevo a ropa a la lavandería, cocino cualquier cosa y de vez en cuando invito a chicas de moral irresponsable y pocas exigencias a mi casa. Bueno, decir “mi casa” es incurrir en un exceso de optimismo: rento una especie de cuchitril con una sala sin muebles, una mesa coja, una cocina estrecha y una habitación grande y limpia que tiene una ventana desde la que se ven las montañas. Repito: soy un hombre solitario, pero no llego al extremo de aceptarme como el famoso (o infame) lobo estepario.
Opté por la montaña. En diez minutos preparé todo. Introduje en la mochila suéteres, varios juegos de calcetines de lana, mayonesa, jamón, me calé el machete a la cintura y a última hora me adjunté casi treinta naranjas. Subí en Galileo –nombre que doy a mi Volkswagen de la era paleozoica-- hasta el pueblo de Conejos tras remontar la carretera que lleva de Xalapa a Perote. En Conejos vi que dos o tres personas (tristes, desoladas, como de otro mundo) se asomaban a las ventanas de sus cabañas de madera y me miraban alejarme siguiendo un sendero rumbo a la cima de la montaña. No me dijeron una palabra pero sus gestos eran de lo que podría llamarse indiferente reconvención. En Conejos abandoné el auto y seguí a pie. A lo lejos se veía el Cofre, un macizo de roca de unos ochenta metros de altura, situado en uno de los picos más altos de Veracruz.
Sentí que aquel "buena suerte" era casi una bendición final, una despedida del mundo de los vivos o por lo menos del mundo de los prudentes.
Obedecí a ese hijo de Rulfo, a esa especie de fantasma que se perdió en la niebla: seguí la trocha, sin siquiera mirar el cielo.
Como el camino comenzara a serpentear caprichosamente decidí cortar. La idea era llegar antes de que cayera la noche. Existía el riesgo de perderme, de modo que opté por seguir los postes de la electricidad que llevaban directamente al Cofre. Después de dos horas la cima parecía seguir estando a la misma distancia. Llegué a un sitio acogedor, después de gatear sobre deleznables arroyos de lajas, tragando polvo y llevando a rastras como un compañero muerto mi mochila. Decidí que allí pasaría la noche. Después me arrepentí. Preferí seguir subiendo. Llegué hasta el Cofre y lo escalé. Desde la cima contemplé un extenso y sobrecogedor panorama en el que parecían estar expuestos los dos horizontes básicos del mundo. Al lado opuesto del que subí había un abismo cegado por la bruma, un lugar que se me antojó inédito, sórdido y púdico. Oculta tras ese velo debía de estar Xalapa, mi ciudad, el lugar donde no tengo esposa ni hijos ni propiedades ni antiguo pastor inglés; el lugar donde he ido abandonando a lo largo de los años mis sueños. Pensé que el progreso de lo que hemos llamado civilización es asunto vano y que sería mejor que oculto bajo la niebla estuviera un valle perdido, un nuevo viejo mundo, con sus dinosaurios arrasando bosques a cada paso y sus mastodontes voladores, con sus hembras rupestres, sus corzas silvestres, sus monstruos a granel, pozos de lava y fuentes de agua clara sin sentido de pecado alguno.
Había caído la noche casi a la traición. Comenzaba a incomodarme un sospechoso viento. Un frío de tumba me abría la carne y adensaba mi sangre. Algunos montañistas, aparentemente avezados, pasaron a mi lado y me gritaron antes de desaparecer que bajara lo más pronto posible. No entendí bien sus últimas palabras. Se perdieron en los ecos. Ellos mismos descendieron casi corriendo. Retorné a mi refugio y comencé los preparativos para la noche. Amontoné pasto seco y polvoriento, trozos de madera que corté con el machete o que rompí de pinos secos y chaparros lanzándoles enormes piedras para hacerlos astillas. Conocía las imágenes de montañistas novatos congelados. Pero eso no me preocupaba demasiado, equipado como estaba con mi saco para dormir y mi corpachón de nadador obsesivo (salgo de la oficina y me zambullo en la piscina de AquaX durante 45 minutos: todos los días intento inútilmente romper mis récords: esa es mi gloria… mi única gloria). Leí con linterna un fragmento del Libro de la Guarda, Aventuras de Moll Flanders. Luego divagué a tientas un rato. Me dediqué a gritar para escuchar los ecos. A eso de las diez de la noche, preparé mi primera fogata. La leña seca ardió furiosamente y formó lengüetas heráldicas contra la oscuridad de la alta montaña. Permanecí largo rato mirando el fuego. Hacía bastante tiempo que no me encontraba a solas, junto a la danza de las llamas, abrigado por el aleccionador y eterno fuego. La palabra “eterno” comenzó a sonarme como un gong en el cerebro. Me hizo pensar en mi ex amante B.B. vestida con pieles de bisonte y con un garrote de matrioshka bajo el brazo. Uno tras otro había ido llevándose los machos de Xalapa a su caverna, donde los masticaba hasta los huesos. Los troncos pronto fueron roídos por las llamas y sentí que ya podía acostarme a dormir sin preocupaciones: estaría protegido por piedras enormes, aunque me hallara al borde de un desfiladero, cerca del fin del mundo conocido.
El cielo se despejó. Salieron cuatro estrellas, que fueron el preludio de la sinfonía con que el Creador se empeñaba en asombrarme. Luego el firmamento se pobló como nunca antes lo había visto, ni siquiera en las noches de la playa de Villarrica. Un centímetro cuadrado de ese cielo, calibré, podría contener cincuenta o sesenta estrellas de diversas magnitudes, y ocultas por su luz, otras diez mil, que opacarían a un millón, y así hasta el infinito. Así es la vida, me dije: cada suceso oculta sin duda otros mil. Cada mujer era la conjetura de otras mujeres, acaso más resplandecientes. El pasado y el presente eran la miseria. De ahí su limitación. Yo no persigo el tiempo perdido sino que intento perderlo, pretendo eliminar lo pasado, superarlo, gracias a la lectura, con la idea de encontrar en el futuro un instante que justifique todo lo anterior, que le dé luz, lo explique y disculpe.
Cuando la situación se hizo totalmente inaguantable, fui consciente de la gravedad de la situación. Vi que el fuego se había consumido. Sentí ganas de orinar pero me horrorizó la idea de salir de la bolsa de dormir. Así estuve quizás una hora, cambiando de posición hasta que comencé a sentir que se me dormían los pies, las manos y la punta de la nariz. Miré la luna, una luna llena que derramaba una luz casi diurna. Me levanté a hacer fuego. Quedaban un par de brasas. No bastaron. Busqué cerillos y estuve prendiendo uno tras otro y luego grupos de tres, cuatro, cinco, hasta que los agoté. El viento hacía que la combustión fuera fulminante y fugaz.
Ya para entonces el poco calor que tenía mi cuerpo se había disipado y no existía forma de recuperarlo. Se escuchaba un sonido semejante al del mar en la noche: extraño, maternal, inquietante. Era como un viento de sueños inquietantes. Volví a meterme en la bolsa de dormir. Antes quise abrigarme más, pero hallé que toda mi ropa estaba mojada. La luna seguía inmóvil. Conjeturé que serían las dos de la mañana. Me acurruqué buscando recuperar el calor del cuerpo con ejercicios de tensión: endurecía mi torso, mis brazos, mis piernas, mi cuello. Era inútil. Media hora más tarde, cuando ya estaba pensando levantarme de nuevo, escuché un golpe como el que da el gas cuando se le coloca una flama cerca: el viento había hecho explotar de nuevo el fuego y la hoguera se levantaba generosa. Repté cerca de ella y coloqué mis manos y mis pies al lado de las llamas. Cerré los ojos. Cuando volví a abrirlos el fuego se había apoderado de mi bolsa de dormir. Rodé a lado y lado entre la tierra húmeda. Ya sin abrigo y de nuevo aterido, miré la luna como pidiendo compasión. Seguía impávida, en el mismo sitio. El viento y el frío crecían. Pero más terrible que eso era que la luna se obstinara en seguir en el mismo lugar. Pasé horas mirando esa luna inmóvil, ese espejo del tiempo, que se había convertido en la cifra de la inmovilidad. El adormecimiento de las manos y la frente, el hecho de sentir que ya no tenía nariz, que mis pies habían perdido la sensibilidad, me iban dando conciencia de que moría poco a poco. Llegaría el instante en que sólo mi cerebro funcionara. “Buena suerte le deseo, que buena suerte va a necesitar”, me había dicho el fantasma.
Me coloqué la bufanda cubriendo toda mi cara y me acosté boca abajo, como tratando de enterrarme. Intenté imaginar cosas agradables para empujar al tiempo rumbo al amanecer. La sed era terrible. Tenía los labios partidos. Me ardían. Con la escasa movilidad de mi mano izquierda --siempre más hábil que la derecha, gracias a la digitación constante a que me obliga el estudio del violín (otra de mis aficiones de cincuentón decepcionado de la vida)-- tomé una naranja. Me la comí con todo y cáscara. Un raudal de energía habitó mi cuerpo. Comí otra. Diez más. Comencé a hacer planes. Lo que compraría con el dinero del premio de productividad en la oficina, los próximos libros que pensaba leer, una noche de buen amor con Carmelita, la lavandera de las residencias de la Universidad del Valle (viejos, viejos tiempos). No pensé en Claris. Un día la bella dama decidió que el sexo era asqueroso. Eso bastó para que nuestra relación concluyera. Si he de decir la verdad preferiría vivir con un demonio que con un ángel, le dije. Después hice un viaje y encallé en Xalapa.
Amaneció el jueves y supe que era indispensable salir de la ciudad para conservar la cordura. Estuve dudando entre el mar y la montaña. Me parecía aburrido y triste volver al refugio de Villarrica, una playa de pescadores, comerciantes y una que otra putita desorientada. Allí todos me conocen y me aceptan. Soy el oficinista que suele nadar en territorio de tiburones y arrecifes, sale a la pesca incluso con mal tiempo y se dedica a leer libros gordos. Soy un hombre solitario. No le tengo que dar cuentas a nadie. Yo mismo lavo los platos, llevo a ropa a la lavandería, cocino cualquier cosa y de vez en cuando invito a chicas de moral irresponsable y pocas exigencias a mi casa. Bueno, decir “mi casa” es incurrir en un exceso de optimismo: rento una especie de cuchitril con una sala sin muebles, una mesa coja, una cocina estrecha y una habitación grande y limpia que tiene una ventana desde la que se ven las montañas. Repito: soy un hombre solitario, pero no llego al extremo de aceptarme como el famoso (o infame) lobo estepario.
Opté por la montaña. En diez minutos preparé todo. Introduje en la mochila suéteres, varios juegos de calcetines de lana, mayonesa, jamón, me calé el machete a la cintura y a última hora me adjunté casi treinta naranjas. Subí en Galileo –nombre que doy a mi Volkswagen de la era paleozoica-- hasta el pueblo de Conejos tras remontar la carretera que lleva de Xalapa a Perote. En Conejos vi que dos o tres personas (tristes, desoladas, como de otro mundo) se asomaban a las ventanas de sus cabañas de madera y me miraban alejarme siguiendo un sendero rumbo a la cima de la montaña. No me dijeron una palabra pero sus gestos eran de lo que podría llamarse indiferente reconvención. En Conejos abandoné el auto y seguí a pie. A lo lejos se veía el Cofre, un macizo de roca de unos ochenta metros de altura, situado en uno de los picos más altos de Veracruz.
Comencé a seguir un camino de terracería. Me encontré con una caricatura de mexicano: sombrero y burro, la palidez rubicunda de los montañeses pobres, un hombre parco y sigiloso, los ángulos del indígena en sus pómulos y en el trazo oriental de sus ojos.
--Si sigue por la trocha, patroncito, llegará en diez horas. Lo mejor es cortar camino. Buena suerte le deseo, que buena suerte va a necesitar. Las nubes están preñadas. Sentí que aquel "buena suerte" era casi una bendición final, una despedida del mundo de los vivos o por lo menos del mundo de los prudentes.
Obedecí a ese hijo de Rulfo, a esa especie de fantasma que se perdió en la niebla: seguí la trocha, sin siquiera mirar el cielo.
Como el camino comenzara a serpentear caprichosamente decidí cortar. La idea era llegar antes de que cayera la noche. Existía el riesgo de perderme, de modo que opté por seguir los postes de la electricidad que llevaban directamente al Cofre. Después de dos horas la cima parecía seguir estando a la misma distancia. Llegué a un sitio acogedor, después de gatear sobre deleznables arroyos de lajas, tragando polvo y llevando a rastras como un compañero muerto mi mochila. Decidí que allí pasaría la noche. Después me arrepentí. Preferí seguir subiendo. Llegué hasta el Cofre y lo escalé. Desde la cima contemplé un extenso y sobrecogedor panorama en el que parecían estar expuestos los dos horizontes básicos del mundo. Al lado opuesto del que subí había un abismo cegado por la bruma, un lugar que se me antojó inédito, sórdido y púdico. Oculta tras ese velo debía de estar Xalapa, mi ciudad, el lugar donde no tengo esposa ni hijos ni propiedades ni antiguo pastor inglés; el lugar donde he ido abandonando a lo largo de los años mis sueños. Pensé que el progreso de lo que hemos llamado civilización es asunto vano y que sería mejor que oculto bajo la niebla estuviera un valle perdido, un nuevo viejo mundo, con sus dinosaurios arrasando bosques a cada paso y sus mastodontes voladores, con sus hembras rupestres, sus corzas silvestres, sus monstruos a granel, pozos de lava y fuentes de agua clara sin sentido de pecado alguno.
Había caído la noche casi a la traición. Comenzaba a incomodarme un sospechoso viento. Un frío de tumba me abría la carne y adensaba mi sangre. Algunos montañistas, aparentemente avezados, pasaron a mi lado y me gritaron antes de desaparecer que bajara lo más pronto posible. No entendí bien sus últimas palabras. Se perdieron en los ecos. Ellos mismos descendieron casi corriendo. Retorné a mi refugio y comencé los preparativos para la noche. Amontoné pasto seco y polvoriento, trozos de madera que corté con el machete o que rompí de pinos secos y chaparros lanzándoles enormes piedras para hacerlos astillas. Conocía las imágenes de montañistas novatos congelados. Pero eso no me preocupaba demasiado, equipado como estaba con mi saco para dormir y mi corpachón de nadador obsesivo (salgo de la oficina y me zambullo en la piscina de AquaX durante 45 minutos: todos los días intento inútilmente romper mis récords: esa es mi gloria… mi única gloria). Leí con linterna un fragmento del Libro de la Guarda, Aventuras de Moll Flanders. Luego divagué a tientas un rato. Me dediqué a gritar para escuchar los ecos. A eso de las diez de la noche, preparé mi primera fogata. La leña seca ardió furiosamente y formó lengüetas heráldicas contra la oscuridad de la alta montaña. Permanecí largo rato mirando el fuego. Hacía bastante tiempo que no me encontraba a solas, junto a la danza de las llamas, abrigado por el aleccionador y eterno fuego. La palabra “eterno” comenzó a sonarme como un gong en el cerebro. Me hizo pensar en mi ex amante B.B. vestida con pieles de bisonte y con un garrote de matrioshka bajo el brazo. Uno tras otro había ido llevándose los machos de Xalapa a su caverna, donde los masticaba hasta los huesos. Los troncos pronto fueron roídos por las llamas y sentí que ya podía acostarme a dormir sin preocupaciones: estaría protegido por piedras enormes, aunque me hallara al borde de un desfiladero, cerca del fin del mundo conocido.
El cielo se despejó. Salieron cuatro estrellas, que fueron el preludio de la sinfonía con que el Creador se empeñaba en asombrarme. Luego el firmamento se pobló como nunca antes lo había visto, ni siquiera en las noches de la playa de Villarrica. Un centímetro cuadrado de ese cielo, calibré, podría contener cincuenta o sesenta estrellas de diversas magnitudes, y ocultas por su luz, otras diez mil, que opacarían a un millón, y así hasta el infinito. Así es la vida, me dije: cada suceso oculta sin duda otros mil. Cada mujer era la conjetura de otras mujeres, acaso más resplandecientes. El pasado y el presente eran la miseria. De ahí su limitación. Yo no persigo el tiempo perdido sino que intento perderlo, pretendo eliminar lo pasado, superarlo, gracias a la lectura, con la idea de encontrar en el futuro un instante que justifique todo lo anterior, que le dé luz, lo explique y disculpe.
Alterné la contemplación del fuego y la del cielo.
Calculo que dormí media hora. Soñé algo que luego no pude recordar. Abrí los ojos. El fuego era un corcel galopando contra la noche. Comencé a flotar entre el sueño y la vigilia. En un instante de retorno al territorio montañoso, fui consciente del frío. Era un frío aterrador, que violaba todas las certezas. Aunque estaba abrigado con mi suéter y mi chaqueta antártica, la de los viejos tiempos bajo la nieve, la de los mejores momentos con mi primer, único y auténtico amor, Claris (primer, único, auténtico y…perdido amor); aunque me había acostado temprano dentro de la bolsa de dormir, con las botas puestas y la bufanda que la Princesa de Huamantla (otra de mis ex amantes, a quien apodé así por sofisticada e incluso insoportable) me había tejido años atrás (de lana pura y burda, con grandes huecos, que permitían respirar a través de ellos)… el frío parecía llegar al fondo de mis huesos. ¿Conclusión? Los buenos y los malos recuerdos no quitan el frío. Cuando la situación se hizo totalmente inaguantable, fui consciente de la gravedad de la situación. Vi que el fuego se había consumido. Sentí ganas de orinar pero me horrorizó la idea de salir de la bolsa de dormir. Así estuve quizás una hora, cambiando de posición hasta que comencé a sentir que se me dormían los pies, las manos y la punta de la nariz. Miré la luna, una luna llena que derramaba una luz casi diurna. Me levanté a hacer fuego. Quedaban un par de brasas. No bastaron. Busqué cerillos y estuve prendiendo uno tras otro y luego grupos de tres, cuatro, cinco, hasta que los agoté. El viento hacía que la combustión fuera fulminante y fugaz.
Ya para entonces el poco calor que tenía mi cuerpo se había disipado y no existía forma de recuperarlo. Se escuchaba un sonido semejante al del mar en la noche: extraño, maternal, inquietante. Era como un viento de sueños inquietantes. Volví a meterme en la bolsa de dormir. Antes quise abrigarme más, pero hallé que toda mi ropa estaba mojada. La luna seguía inmóvil. Conjeturé que serían las dos de la mañana. Me acurruqué buscando recuperar el calor del cuerpo con ejercicios de tensión: endurecía mi torso, mis brazos, mis piernas, mi cuello. Era inútil. Media hora más tarde, cuando ya estaba pensando levantarme de nuevo, escuché un golpe como el que da el gas cuando se le coloca una flama cerca: el viento había hecho explotar de nuevo el fuego y la hoguera se levantaba generosa. Repté cerca de ella y coloqué mis manos y mis pies al lado de las llamas. Cerré los ojos. Cuando volví a abrirlos el fuego se había apoderado de mi bolsa de dormir. Rodé a lado y lado entre la tierra húmeda. Ya sin abrigo y de nuevo aterido, miré la luna como pidiendo compasión. Seguía impávida, en el mismo sitio. El viento y el frío crecían. Pero más terrible que eso era que la luna se obstinara en seguir en el mismo lugar. Pasé horas mirando esa luna inmóvil, ese espejo del tiempo, que se había convertido en la cifra de la inmovilidad. El adormecimiento de las manos y la frente, el hecho de sentir que ya no tenía nariz, que mis pies habían perdido la sensibilidad, me iban dando conciencia de que moría poco a poco. Llegaría el instante en que sólo mi cerebro funcionara. “Buena suerte le deseo, que buena suerte va a necesitar”, me había dicho el fantasma.
Me coloqué la bufanda cubriendo toda mi cara y me acosté boca abajo, como tratando de enterrarme. Intenté imaginar cosas agradables para empujar al tiempo rumbo al amanecer. La sed era terrible. Tenía los labios partidos. Me ardían. Con la escasa movilidad de mi mano izquierda --siempre más hábil que la derecha, gracias a la digitación constante a que me obliga el estudio del violín (otra de mis aficiones de cincuentón decepcionado de la vida)-- tomé una naranja. Me la comí con todo y cáscara. Un raudal de energía habitó mi cuerpo. Comí otra. Diez más. Comencé a hacer planes. Lo que compraría con el dinero del premio de productividad en la oficina, los próximos libros que pensaba leer, una noche de buen amor con Carmelita, la lavandera de las residencias de la Universidad del Valle (viejos, viejos tiempos). No pensé en Claris. Un día la bella dama decidió que el sexo era asqueroso. Eso bastó para que nuestra relación concluyera. Si he de decir la verdad preferiría vivir con un demonio que con un ángel, le dije. Después hice un viaje y encallé en Xalapa.
Para engañar al frío seguí convocando mujeres. ¿Quién amará a mi soledoso y triste bálano como Bárbara Blaskowitz? Maricris lo amó con un poco de esfuerzo, Carmen fue la primera, Juli lo besó con fruición y padeció bajo el poder seminal. Pero ninguna como Bárbara, que sentía la obligación previa de escarbar en mi portañuela. Tal era el intrioto de su celebración. Ay, Bárbara Blaskowitz, arrepiéntome pecador, te recuerdo en mis soledades. La Disneylandia, Iris Moonligth, bañaba a mi bebé con aceite Johnson, luego se instalaba sobre él, que gracias a un generoso masaje había crecido. La Disney se lo iba involucrando poco a poco en uno de sus caprichosos conductos del amor. Y mientras se lo inmiscuía milímetro a milímetro, me daba instrucciones secas, de sargento, como quien dirige la operación de instalar un reactor nuclear en el patio. Se sentaba de espaldas a mi rostro. Yo yacía boca arriba, un poco ajeno a la operación, mientras ella seguía batallando, hasta quedar totalmente trinchada con sus nalgas de luchadora sobre mi atribulado juguete. Luego comenzaba a apretar el esforzado músculo, a subir y bajar, al tiempo que se daba a sí misma una buena ración de dedo del corazón. Para la Disney no había regocijo si su hotel no tenía todas las habitaciones ocupadas: retaguardia, vanguardia y si es posible otras terminales. Pero le era tan difícil llegar, tan arduo el camino cuesta arriba rumbo al pueblo llamado Orgasmo, que aquello se tornaba en una especie de carrera de fondo, en una cabalgata que podía durar una hora entera. Y si la Disney llegaba a su puerto, hacía una fiesta de celebración. How wonderful, how big, great, my darling --gritaba--, qué rico, my ass loves you, big great hope, que guapo, un verdadero jeme de gaver de negro bembón, papacititito, merkwurdig, ach was! En el placer ‑‑como muchos años antes me sucedió con una maestrita en San Isidro de El General‑‑ Iris recordaba sus tiempos de azafata en American Airlines. Teniendo en ocasiones gustos similares a Bárbara Blaskowitz, particularmente en lo que se refiere a buscar siempre el camino más expedito sin preámbulos ni contemplaciones, Iris sin embargo exhibía una impiedad mayor, una especie de callo espiritual, un escepticismo a prueba de ilusiones. Aunque terminaran haciendo lo mismo, Bárbara lo disfrutaba con enorme castidad, mientras que Iris, con sus gestos y la bajeza de sus palabras, mostraba que su alma no era más que un desierto en el que en pocas ocasiones se encontraba una gota de humanidad. Lo suyo era la derrota total del macho tras una lucha despiadada por alcanzar un placer que se portaba del todo esquivo. La historia, el final conocido de la vida de Iris es aleccionante: después de sus andanzas desaforadas y de haber ajusticiado con su muchiqui prestigioso a la mitad de la ciudad, súbitamente desapareció. Y varios años después regresó con un caballero de edad algo avanzada y de sorprendente condición atlética, con quien se le vio de la mano. Se supo que se había casado y que decía estar regenerada por completo. Pero poco duró aquella ilusión de andar de la mano y darse besos de enamorados en el Parque Juárez o cerca de las estatuas de Las Virtudes: un día Iris volvió a ser la misma hembra rastacuera, o tal vez otra aún más impía, pues su última ilusión había fenecido. Su marido desapareció. Y ahora Iris es el terror de los jumentos de esta provincia. Nadie se le acerca. Sólo los recién llegados caen en sus acechanzas, pero pronto salen despavoridos. La contrahechura de sus expectativas los aterroriza. La única fidelidad que le queda a Iris es la de su perra Moonlight. Ya nadie en la ciudad quiere ir a sus fiestas y asistir a sus resobados shows con los trescientos sombreros comprados en los mil viajes de amor alrededor del mundo. Iris Moonligth algún día tendrá en esta ciudad un monumento como el que merece Bárbara Blaskowitz, Señora Todopoderosa del Amor; como el que la ciudad le debe a Juanote, el hombre que podía cargar solito un piano de cola y subirlo por las empinadas calles de Xalapa; como el que tiene en su patio el suegro del poeta Pablo Mangas, don Ponciano (que inventó hacer estatuas de todos los rectores, para tener licencia de verse en bronce); como el que ya tiene en la Avenida Xalapa, frente a la Normal, don Maciel, el Hombre Probo, el Maestro de la Vanidad, que fundó un periódico hace cincuenta años y ha defendido justamente mil causas, no por altruismo, sino por necesidad de ver su nombre impreso en su propio periódico. Don Maciel: el Archivo de la Ciudad lleva su nombre, una avenida lo porta, también una colonia y los camiones de la limpieza pública; don Maciel, el mil veces autoensalzado.
El frío arreciaba y ya ni mis mujeres amadas podían darme calor. El hombre Probo, don Maciel, las había espantado. Comencé a repetir obsesivamente nombres absurdos: Pineas Pine, Elías Tutenbaum, Pinchas Zukerman, Calderón Berti, una y otra vez, por horas y horas. Volví a mirar la luna. Seguía en el mismo sitio. El frío aumentaba. Tuve una idea escalofriante: había llegado para mí la triste y famosa noche eterna. El campesino del burro era el portero del lugar de donde nadie vuelve, don Cancerbero. Por eso la luna estaba inmóvil, por eso yo no sentía el paso del tiempo. Alejé esos pensamientos. Indispensable era buscar otro reloj, el de la luna se había dañado. Las estrellas, casi invisibles, no servían. El sol. Necesitaba al sol. Comencé a buscar las señas de “la aurora de rosados dedos” --cuan profundamente entendí la metáfora: el sol primero acaricia el cuerpo del durmiente como unos dedos amorosos y le recuerda que la vida es amable, antes de que los rayos de la realidad comiencen a quemar las esperanzas--, pero no aparecía. Se supone que el sol sigue a la luna por la misma ruta y nunca la alcanza, sino en algunos chismes mitológicos. Yo calculaba la trayectoria que había seguido la luna y esperaba ver a su cauda el sol. Pero no. Nunca. El sol apareció caprichoso y sorpresivo por donde menos lo esperaba. Por fin vi la línea que todavía no es luz pero tampoco tinieblas. Esa línea me sostuvo contra el frío y antes de que amaneciera comencé a escalar de nuevo el Cofre, triunfante, dueño de mí, para recibir el amanecer en la cima del mundo. Así había sido mi vida hasta hoy. A partir de ahora todo sería diferente. Aquel amanecer podré olvidarlo. La noche, jamás. El resto es memoria perdida. Del tiempo pasado sólo queda un sedimento, un sabor en la boca del estómago. Nunca una verdadera experiencia. Nada se aprende. Todo se descubre a su debido tiempo. De las mujeres no se sabe nada. Con cada una se empieza la tarea desde el instante de la creación. Regresé a Xalapa. Desde mi ventana miré el Cofre de Perote. Algo de mí quedó allá y algo me traje. El futuro me dirá qué.DIARIO DE 1998
En Villarrica, Veracruz, enero de 2011 |
vengo a Bogotá -creo que me tiene en su poder- me ofreció una comida que difícilmente pude digerir.
Luego comenzó con sus revelaciones sobre mi persona. Dijo una cantidad de cosas aterrorizantes, que
ni me atrevo a escribir y que yo en aquel momento casi creí, pero que luego, en soledad, me dije,
pero que pendejo, como puedo creer semejantes barbaridades. Es cierto que en alguna oportunidad
estuve algo mal de la cabeza, pero no es para tanto. De las cosas que sí puedo contar, porque no me
afectan tanto, está el hecho de que ella exaltó mi trabajo como cuentista hasta el nivel de la perfección,
pero dijo que como novelista era un fracaso absoluto. Liriam gritó: "¡Imbécil, no te has dado cuenta
de que eres el mejor cuentista latinoamericano pero el peor novelista del mundo! ¡Olvidate de la novela:
eres repetitivo, tonto, mensajista, aburridor, soso, narcisista, plagiario, lento, torpe! ¡Lo tuyo es el
cuento, eres un relámpago del cuento, eres maravilloso, cada palabra tuya es néctar! En la novela eres
peor que Carlos Fuentes o Fernando del Paso en sus momentos de mayor pedantería!"
Me negué a aceptar que era un fracaso como novelista o que hubiera escrito cosas tan
pesadas y aburridoras como Cristobal Nonato o Palinuro de México. Lo mío es más humilde y
conjeturo que el lector no sufre leyéndolo. Lo que creo es que Liriam está trastornada. Su vida limitada
la ha llevado a crear una cantidad de fantasías en torno a mi persona. Ella me conoció cuando yo
era un pobre estudiante de filosofía que no tenía ni para los frijoles, ella me protegió y me alimentó,
ella falsificó calificaciones --eso dice-- para que me dieran el título de licenciado, ella me cuidó
durante mis épocas de crisis (dice que pasábamos horas encerrados en una habitación oscura, en
posición flor de loto, frente a frente, y que yo le contaba los raptos de amor y odio que sufría por mi
madre)... Y ahora que soy famoso --o por lo menos aparezco con cierta frecuencia en El Tiempo, lo
que es algo que pocas personas logran en Colombia-- Liriam usa todas sus brujerías para tenerme
bajo control. Decir que mi amiga es una bruja no es un recurso literario: Liriam tiene poderes, y
me lo demostró, no sólo a nivel micro sino a nivel macro. Un ejemplo: cuando estábamos en el
apartamento yo estaba buscando unos calcetines perdidos. Ella me dejó hacer. Finalmente dijo:
¿Quieres que te diga dónde están?...Están bajo ese montón de ropa. Luego me reveló un secreto para
hallar las cosas perdidas: "Simplemente no las busques. Haz lo que haces habitualmente y pregúntales
a las cosas dónde están. Las cosas mismas te llamarán".
Luego Liriam me pidió que le hiciera una pregunta que considerara absolutamente fundamental
sobre mi pasado y el pasado de mi esposa. "Pregúntame lo que quieras", dijo. Le hice la pregunta
y ella palideció, se tambaleó y estuvo a punto de caer. "No puedo responder a tus preguntas. Las
respuestas son demasiado terribles". Insistí en que hablara y efectivamente lo hizo, mostrando detalles
de la vida mía y de mi esposa que absolutamente nadie, aparte de nosotros, sabe. Luego puso los
ojos en blanco, su cuerpo se desmadejó, cayó en un sillón. "Ya no puedo seguir hablando. Se me
acaba de prohibir que hable". ¿Quién te prohibe hablar? "Las voces", respondió. Y sin embargo habló,
y lo que dijo es algo tan innombrable que incluso yo, que soy tan hablador, tengo que callar.
Acepté con gran tranquilidad las barbaridades que me dijo y casi las di por ciertas (pero
horas más tarde, ya solo, me dije, pero qué tonto soy, creer semejantes sandeces).
Luego habló sobre sus poderes: "Súbitamente, a veces sin que lo quiera, se abre una puerta
frente a mí y veo los acontecimientos como un vendaval; puedo ver por ejemplo, mientras estoy
caminando por una calle, la tragedia de cada uno de los que se me acerca de frente, y aquello es
terrible, no te imaginas lo que hay detrás de cada rostro, los desastres íntimos sin par, las
miserias, las humillaciones, los cánceres del alma".
"A veces estos poderes son tan aterradores que me dejan desfallecida, en cama, durante
semanas enteras. Siento como si fuera responsable de las desventuras de todo el mundo y sé que
tengo la obligación de hablar con la gente y darles consejo, enseñarles a aceptar su desgracia".
Mientras yo me dedicaba a hacer algunas labores de la casa, Liriam me seguía (gordita,
maternal, parecida a Carmen Ballcels, con gesto de superioridad, se apoyaba en las jambas de las
puertas y seguía hablando como si el tiempo se le estuviera agotando y la muerte estuviera cerca).
"¿Has intentado comunicarte con tu madre?", preguntó. Le dije que no lo había intentado. Le
pregunté que cómo se comunicaba uno con los muertos y si se podía hacer por medio de internet.
Liriam sonrió con inmensa condescendencia. "¿Crees que es imposible?", preguntó. "¿Cómo hay que
escribir la dirección, doñaRuth@com.ciel (purg o inf- según el caso)?".
Diario de 1998
Necesito regresar a México con mucho dinero. Choqué con mi camioneta --comprada con el premio de ciencia ficción del año pasado-- y tengo que pagar mucho dinero. L perdió un sobre con 3500 pesos y voy a ayudarle a pagar eso también, además tengo cuentas atrasadas de internet y otras cosas. Afortunadamente el pago por mis trabajos en Colombia es bueno y en diciembre llegarán los tortibonos (premio a la productividad en la Universidad Veracruzana). Con esos dineros nos pondremos al día y seguiremos avanzando en la construcción de la nueva casa. Mientras yo estoy en Colombia llegará a Xalapa Peter Broad, especialista en mi obra, quien utilizará su año sabático para escribir una obra sobre mi producción literaria. Peter es un ser extraño, casado con una mujer aun más extraña. Los dos son cuáqueros. El trabaja en la Universidad de Indiana en Pensylvania, ella es traductora. Peter es jocoso y el mundo pasa a su lado sin alterar su carácter de bufón shakespeariano que lo sabe todo. Yolanda sufre las agresiones de los olores del mundo y tiene una mirada fija que aterroriza a quienes no la conocen. Bogotá sigue alebrestado. Los empleados oficiales siguen exigiendo aumento de sueldo. La Carrera Séptima está atiborrada de policía, policía montada (muchas agradables mujeres con uniformes cabalgando bestias soberbias). Gases lacrimógenos, escudos, toletes, carros de asalto: todo parece estar listo para que suceda algo terrible en la capital. Pero mientras esto sucede hay un ánimo festivo en la gente: policías, soldados y manifestantes hacen bromas y luego pelean, sin grandes consecuencias. Un muchacho del taller, homosexual orgulloso, paradójicamente tímido y locutor, quien escribió un relato en el que narra su iniciación en el amor, me acompaña en la caminata por la Séptima. "En este país está sucediendo algo muy raro. Es como si una persona tuviera a mano derecha el más bello paisaje, y a mano izquierda el mismo infierno. Y esa persona, se ocupa de mirar solo el bello paisaje". Miércoles 21 de octubre, tercer día del taller de cuento erótico. Ahora estoy absolutamente solo en el apartamento de mi hermana, que viajó a la Amazonia venezolana. Estoy escuchando las sinfonías de Beethoven una tras otra, sin que nadie interrumpa, lujo que solo me pude dar en Banff y que es muy difícil de alcanzar. (Ahora que escribo esto me doy cuenta de que García Márquez cuenta algo parecido: sólo cuando atraviesa el Atlántico en avión y pasa muchas horas encerrado puede escuchar las sinfonías de Beethoven una tras otras. Confieso que don Gabo se ha transformado en un arquetipo y que es difícil quitármelo de encima por más asesinatos que trame uno.) Estoy experimentando el maravilloso deleite de la soledad. Ya había olvidado lo placentera que puede ser. Hasta el hecho de lavar platos y arreglar la casa se torna un acto feliz en estas circunstancias. Y sin embargo todo está lejos de ser apacible: justo cuando estaba entrando al Centro Residencial Antonio Nariño estalló una bomba a cincuenta metros de donde yo estaba. Pude sentir el resplandor y el golpe de la onda explosiva. Todo el mundo quedó petrificado un instante. Luego algunos echaron a correr. Las alarmas de muchos autos en el estacionamiento comenzaron a sonar. Parecía el inicio de una guerra. Pasados algunos minutos la gente comenzó a reunirse para comentar el suceso. Que mataron a cinco estudiantes en la Universidad de La Salle, que los de la Nacional cerraron el paso de la 26 y se enfrentaron a los policías (pobres individuos, que tienen que pelear contra sus amigos, los estudiantes, para poder comer). Que ahora sí el país está al borde de la guerra civil.
Colombia se moderniza: ya no hay asesinatos sino masacres. Ayer cuarenta personas, antier cincuenta, los muertos se cuentan como productos del mercado publicitario. Las fotos de primera plana en El Espectador y El Tiempo muestran a madres llorando sobre ataúdes, muy cerca de un enorme hueco que está rodeado por 30 rústicas cajas de madera. Una multitud de dolientes parece servir de coro trágico. Pobre Colombia, la esperanza que trajo el nuevo presidente, que subió con apoyo de una gran mayoría, no duró ni dos meses.
Comenta un periodista: "Sí hay mal que dure cien años y pueblo que lo resista: Colombia". Este país sigue vivo mientras la gente muere: siguen las clases en la Universidad del Rosario, donde la matrícula por un semestre cuesta 2000 dólares; siguen las reinas de belleza floreciendo en su esplendor y bobería; se preparan la selección de fútbol y la Feria Internacional del Libro; se inaugura el Parque Jurásico más grande del mundo y 40 000 personas se reúnen en un parque para hacer aeróbicos y batir el record Guiness; siguen los concursos nacionales de arte con premios de 20 000 dólares; se construye el Capital Center II con una inversión del 49 000 millones de pesos. Y por otro lado, en Ciudad Bolívar, al sur de Bogotá, se hacinan casi dos millones de campesinos desplazados del campo, viven sin servicios públicos, sobreviven haciendo trabajos miserables o dedicándose a la delincuencia. En esta danza de paradojas, mientras fuera del Palacio de San Francisco gritan y silban los manifestantes, yo y mis 20 alumnos estudiamos el cuento erótico. No he logrado hacer que escriban sino nimiedades, seducciones de sirvientas, pálidas pasiones homosexuales, escenas románticas con alusiones ruborosas a botones coquetos. Las mujeres, particularmente, se muestran reacias a escribir, sólo escuchan y callan, a veces sonríen o aventuran hipótesis. Les pregunto si a veces tienen fantasías de violencia y varias responden que sí, que necesitan en el erotismo intensidad, violencia, ser dominadas. La poeta azafata reclama airadamente, dice que esas fantasías son perversas, falsas, sólo propias de pueblos subdesarrollados. Se desata la polémica. Yo aventuro una hipótesis: muchas mujeres exigen violencia porque sólo cuando son forzadas pueden superar sus restricciones, su educación represiva. Es una especie de falta de voluntad, un dejarse oprimir para alcanzar un placer que no podían suscitar ni disfrutar voluntariamente.
Necesito regresar a México con mucho dinero. Choqué con mi camioneta --comprada con el premio de ciencia ficción del año pasado-- y tengo que pagar mucho dinero. L perdió un sobre con 3500 pesos y voy a ayudarle a pagar eso también, además tengo cuentas atrasadas de internet y otras cosas. Afortunadamente el pago por mis trabajos en Colombia es bueno y en diciembre llegarán los tortibonos (premio a la productividad en la Universidad Veracruzana). Con esos dineros nos pondremos al día y seguiremos avanzando en la construcción de la nueva casa. Mientras yo estoy en Colombia llegará a Xalapa Peter Broad, especialista en mi obra, quien utilizará su año sabático para escribir una obra sobre mi producción literaria. Peter es un ser extraño, casado con una mujer aun más extraña. Los dos son cuáqueros. El trabaja en la Universidad de Indiana en Pensylvania, ella es traductora. Peter es jocoso y el mundo pasa a su lado sin alterar su carácter de bufón shakespeariano que lo sabe todo. Yolanda sufre las agresiones de los olores del mundo y tiene una mirada fija que aterroriza a quienes no la conocen. Bogotá sigue alebrestado. Los empleados oficiales siguen exigiendo aumento de sueldo. La Carrera Séptima está atiborrada de policía, policía montada (muchas agradables mujeres con uniformes cabalgando bestias soberbias). Gases lacrimógenos, escudos, toletes, carros de asalto: todo parece estar listo para que suceda algo terrible en la capital. Pero mientras esto sucede hay un ánimo festivo en la gente: policías, soldados y manifestantes hacen bromas y luego pelean, sin grandes consecuencias. Un muchacho del taller, homosexual orgulloso, paradójicamente tímido y locutor, quien escribió un relato en el que narra su iniciación en el amor, me acompaña en la caminata por la Séptima. "En este país está sucediendo algo muy raro. Es como si una persona tuviera a mano derecha el más bello paisaje, y a mano izquierda el mismo infierno. Y esa persona, se ocupa de mirar solo el bello paisaje". Miércoles 21 de octubre, tercer día del taller de cuento erótico. Ahora estoy absolutamente solo en el apartamento de mi hermana, que viajó a la Amazonia venezolana. Estoy escuchando las sinfonías de Beethoven una tras otra, sin que nadie interrumpa, lujo que solo me pude dar en Banff y que es muy difícil de alcanzar. (Ahora que escribo esto me doy cuenta de que García Márquez cuenta algo parecido: sólo cuando atraviesa el Atlántico en avión y pasa muchas horas encerrado puede escuchar las sinfonías de Beethoven una tras otras. Confieso que don Gabo se ha transformado en un arquetipo y que es difícil quitármelo de encima por más asesinatos que trame uno.) Estoy experimentando el maravilloso deleite de la soledad. Ya había olvidado lo placentera que puede ser. Hasta el hecho de lavar platos y arreglar la casa se torna un acto feliz en estas circunstancias. Y sin embargo todo está lejos de ser apacible: justo cuando estaba entrando al Centro Residencial Antonio Nariño estalló una bomba a cincuenta metros de donde yo estaba. Pude sentir el resplandor y el golpe de la onda explosiva. Todo el mundo quedó petrificado un instante. Luego algunos echaron a correr. Las alarmas de muchos autos en el estacionamiento comenzaron a sonar. Parecía el inicio de una guerra. Pasados algunos minutos la gente comenzó a reunirse para comentar el suceso. Que mataron a cinco estudiantes en la Universidad de La Salle, que los de la Nacional cerraron el paso de la 26 y se enfrentaron a los policías (pobres individuos, que tienen que pelear contra sus amigos, los estudiantes, para poder comer). Que ahora sí el país está al borde de la guerra civil.
Colombia se moderniza: ya no hay asesinatos sino masacres. Ayer cuarenta personas, antier cincuenta, los muertos se cuentan como productos del mercado publicitario. Las fotos de primera plana en El Espectador y El Tiempo muestran a madres llorando sobre ataúdes, muy cerca de un enorme hueco que está rodeado por 30 rústicas cajas de madera. Una multitud de dolientes parece servir de coro trágico. Pobre Colombia, la esperanza que trajo el nuevo presidente, que subió con apoyo de una gran mayoría, no duró ni dos meses.
Comenta un periodista: "Sí hay mal que dure cien años y pueblo que lo resista: Colombia". Este país sigue vivo mientras la gente muere: siguen las clases en la Universidad del Rosario, donde la matrícula por un semestre cuesta 2000 dólares; siguen las reinas de belleza floreciendo en su esplendor y bobería; se preparan la selección de fútbol y la Feria Internacional del Libro; se inaugura el Parque Jurásico más grande del mundo y 40 000 personas se reúnen en un parque para hacer aeróbicos y batir el record Guiness; siguen los concursos nacionales de arte con premios de 20 000 dólares; se construye el Capital Center II con una inversión del 49 000 millones de pesos. Y por otro lado, en Ciudad Bolívar, al sur de Bogotá, se hacinan casi dos millones de campesinos desplazados del campo, viven sin servicios públicos, sobreviven haciendo trabajos miserables o dedicándose a la delincuencia. En esta danza de paradojas, mientras fuera del Palacio de San Francisco gritan y silban los manifestantes, yo y mis 20 alumnos estudiamos el cuento erótico. No he logrado hacer que escriban sino nimiedades, seducciones de sirvientas, pálidas pasiones homosexuales, escenas románticas con alusiones ruborosas a botones coquetos. Las mujeres, particularmente, se muestran reacias a escribir, sólo escuchan y callan, a veces sonríen o aventuran hipótesis. Les pregunto si a veces tienen fantasías de violencia y varias responden que sí, que necesitan en el erotismo intensidad, violencia, ser dominadas. La poeta azafata reclama airadamente, dice que esas fantasías son perversas, falsas, sólo propias de pueblos subdesarrollados. Se desata la polémica. Yo aventuro una hipótesis: muchas mujeres exigen violencia porque sólo cuando son forzadas pueden superar sus restricciones, su educación represiva. Es una especie de falta de voluntad, un dejarse oprimir para alcanzar un placer que no podían suscitar ni disfrutar voluntariamente.