García Márquez: los últimos días
agosto 05, 2014
García Márquez, el último encuentro
Cortesía de Memorabilia.GGM, Colombia
Por Ignacio
Ramonet
Me habían dicho que estaba residiendo en La Habana pero que, como estaba enfermo, no quería ver a nadie. Yo sabía dónde solía alojarse: en una magnífica casa de campo, lejos del centro. Llamé por teléfono y Mercedes, su esposa, disipó mis escrúpulos. Con calidez me dijo: “En absoluto, es para alejar a los pesados. Ven, ‘Gabo’ se alegrará de verte”.
Poco después,
bajo la tibia luz del salón, sentado en un sofá blanco, lo vi acercarse, en
plena forma efectivamente, con el pelo rizado todavía húmedo de la ducha y el
bigote desgreñado. Vestía una guayabera amarilla, un pantalón blanco muy ancho
y zapatos de lona. Un verdadero personaje de Visconti. Mientras bebía un café
helado, me explicó que se sentía “como un ave silvestre que se escapó de la
jaula. En todo caso, mucho más joven de lo que aparento”. Y agregó, “con la
edad, compruebo que el cuerpo no está hecho para durar tantos años como nos
gustaría vivir”. Acto seguido, me propuso “hacer como los ingleses, que nunca
hablan de problemas de salud. Es de mala educación”.
La brisa
levantaba muy alto las cortinas de las inmensas ventanas y la sala empezó a
parecerse a un barco volador. Le comenté cuánto me gustó el primer tomo de su
autobiografía, Vivir para contarla (1): “Es tu mejor novela”. Sonrió y se
ajustó las gafas de gruesa montura: “Sin un poco de imaginación es imposible
reconstruir la increíble historia de amor de mis padres. O mis recuerdos de
bebé… No olvides que sólo la imaginación es clarividente. A veces es más
verdadera que la verdad. Basta con pensar en Kafka o Faulkner, o simplemente en
Cervantes”, afirmó. Cual trasfondo sonoro, las notas de la Sinfonía del Nuevo
Mundo, de Antonin Dvorak, inundaban el salón con una atmósfera a la vez alegre
y dramática.
Había conocido a
García Márquez unos cuarenta años atrás, hacia 1979, en París, con mi amigo
Ramón Chao. Gabo había sido invitado por la Unesco y, junto con Hubert
Beuve-Méry, el fundador de Le Monde diplomatique, formaba parte de una
comisión, presidida por el Premio Nobel Sean McBride, encargada de elaborar un
informe sobre el desequilibrio Norte-Sur en materia de comunicación de masas.
En aquella época, había dejado de escribir novelas, por una prohibición
autoimpuesta que debía durar mientras Augusto Pinochet estuviera en el poder en
Chile. Todavía no había recibido el Premio Nobel de literatura, pero ya era
inmensa su celebridad. El éxito de Cien años de soledad (1967) lo había
convertido en el escritor de lengua española más universal desde Cervantes.
Recuerdo haber quedado sorprendido por su baja estatura e impresionado por su
gravedad y seriedad. Vivía como un anacoreta y sólo abandonaba su habitación,
transformada en celda de trabajo, para dirigirse a la Unesco.
En cuanto al
periodismo, su otra gran pasión, acababa de publicar una crónica donde
describía el asalto de un comando sandinista al Palacio Nacional de Managua, en
Nicaragua, que había precipitado la caída del dictador Anastasio Somoza (2).
Aportaba detalles prodigiosos, dando la impresión de haber participado él mismo
en el hecho. Quise saber cómo lo había logrado. Me contó: “Estaba en Bogotá en
el momento del asalto. Llamé al general Omar Torrijos, presidente de Panamá. El
comando acababa de encontrar refugio en su país y todavía no había hablado con
los medios de comunicación. Le pedí que avisara a los muchachos que
desconfiaran de la prensa, porque podían deformar sus palabras. Me respondió:
‘Ven. Sólo hablarán contigo’. Fui y junto con los jefes del comando, Edén
Pastora, Dora María y Hugo Torres, nos encerramos en un cuartel. Reconstruimos
el acontecimiento minuto a minuto, desde su preparación hasta el desenlace.
Pasamos la noche allí. Agotados, Pastora y Torres se quedaron dormidos. Yo
seguí con Dora María hasta el amanecer. Volví al hotel para escribir el reportaje.
Luego, regresé para leérselo. Corrigieron algunos términos técnicos, el nombre
de las armas, la estructura de los grupos, etc. El reportaje se publicó menos
de una semana después del asalto. Dio a conocer la causa sandinista en el mundo
entero”.
Volví a ver a
Gabo muchas veces, en París, La Habana o México. Teníamos un desacuerdo
permanente acerca de Hugo Chávez. Él no creía en el comandante venezolano. Yo,
en cambio, consideraba que era el hombre que iba a hacer entrar América Latina
en un nuevo ciclo histórico. Aparte de eso, nuestras conversaciones siempre
eran muy (¿demasiado?) serias: el destino del mundo, el futuro de América
Latina, Cuba…
Sin embargo,
recuerdo que una vez me reí hasta las lágrimas. Yo volvía de Cartagena de
Indias, suntuosa ciudad colonial colombiana; había divisado su casona tras las
murallas y había hablado con él al respecto. Me preguntó: “¿Sabes cómo adquirí
esa casa?”. Ni idea. “Desde muy joven quise vivir en Cartagena –me contó–. Y
cuando tuve el dinero, me puse a buscar una casa allí. Pero siempre era
demasiado caro. Un amigo abogado me explicó: ‘Creen que eres millonario y te
aumentan el precio. Déjame buscar por ti’. Unas semanas después, encuentra la
casa, que en ese entonces era una vieja imprenta casi en ruinas. Habla con el
propietario, un ciego, y entre ambos acuerdan un precio. Pero el anciano pone
una exigencia: quiere conocer al comprador. Viene mi amigo y me dice: ‘Tenemos
que ir a verlo, pero no debes hablar. Si no, en cuanto reconozca tu voz,
triplicará el precio… Él es ciego, tu serás mudo’. Llega el día del encuentro.
El ciego empieza a hacerme preguntas. Le respondo con una pronunciación
indescifrable… Pero, en un momento, cometo la imprudencia de responder con un
sonoro: ‘Sí’. ‘¡Ah! –salta el anciano–, conozco esa voz. ¡Usted es Gabriel
García Márquez!’. Me había desenmascarado… Enseguida agrega: ‘Vamos a tener que
revisar el precio. Ahora, la cosa es diferente’. Mi amigo intenta negociar.
Pero el ciego repite: ‘No. No puede ser el mismo precio. De ninguna manera’.
‘Bueno, ¿cuánto, entonces?’ –le preguntamos, resignados–. El anciano reflexiona
un instante y dice: ‘La mitad’. No entendíamos nada… Entonces, nos explica:
‘Ustedes saben que tengo una imprenta. ¿De qué creen que viví hasta ahora?
¡Imprimiendo ediciones piratas de las novelas de García Márquez!’”.
Aquel ataque de
risa todavía resonaba en mi memoria cuando, en la casa de La Habana, proseguía
mi conversación con un Gabo envejecido, aunque intelectualmente tan vivo como
siempre. Me hablaba de mi libro de entrevistas con Fidel Castro (3). “Estoy muy
celoso –me decía, riendo–, tuviste la suerte de pasar más de cien horas con
él.”. “Soy yo el que está impaciente por leer la segunda parte de tus memorias
–le respondí–. Por fin vas a hablar de tus encuentros con Fidel, a quien
conoces desde hace mucho más tiempo. Tú y él sois como dos gigantes del mundo
hispano. Si se compara con Francia, sería algo así como si Victor Hugo hubiera
conocido a Napoleón..”. Lanzó una carcajada, al tiempo que alisaba sus espesas
cejas. “Tienes demasiada imaginación… Pero te voy a decepcionar: no habrá
segunda parte… Sé que mucha gente, amigos y adversarios, de alguna manera
esperan mi ‘veredicto histórico’ sobre Fidel. Es absurdo. Ya escribí lo que
tenía que escribir sobre él (4). Fidel es mi amigo y lo será siempre. Hasta la
tumba”.
El cielo se
había oscurecido y la sala, en pleno mediodía, estaba ahora sumida en la
penumbra. La conversación se había vuelto más lenta, más apagada. Gabo meditaba
con la mirada perdida y yo me preguntaba: “¿Es posible que no deje ningún
testimonio escrito de tantas confidencias compartidas en amistosa complicidad
con Fidel? ¿Lo habrá dejado para una publicación póstuma cuando ya ninguno de
los dos esté en este mundo?”.
Afuera, una
lluvia torrencial se precipitaba desde el cielo con la fuerza de las borrascas
tropicales. La música había enmudecido. Un fuerte perfume a orquídeas invadía
el salón. Miré para Gabo. Tenía el aspecto agotado de un viejo gatopardo
colombiano. Permanecía allí, silencioso y meditativo, mirando fijamente la
lluvia inagotable, compañera permanente de todas sus soledades. Me escabullí en
silencio. Sin saber que lo veía por última vez.
Referencias
(1) Gabriel
García Márquez, Vivir para contarla, Barcelona, Mondadori, 2003.
(2) Gabriel
García Márquez, “Asalto al Palacio”, Alternativa, Bogotá, 1978.
(3) Ignacio
Ramonet, Fidel Castro. Biografía a dos voces, Madrid, Debate, 2006.
(4) Gabriel
García Márquez, “El Fidel que creo conocer”, prefacio al libro de Gianni Minà,
Habla Fidel, México, Edivisión, 1988, y “El Fidel que yo conozco”, Cubadebate,
La Habana, 13 de agosto de 2009.
(Tomado de MTI/ Le Monde Diplomatique)
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21 de abril de 2014
Los últimos días de García Márquez
Por Juan Cruz
Gabriel García
Márquez murió a las 12.08 del mediodía del último jueves en su casa de México,
un día antes de que un terremoto escala 7,2 sacudiera la ciudad en la que él
escribió Cien años de soledad y donde transcurrió medio siglo
de su vida.
La causa
inmediata de su muerte fue un paro cardíaco, pero no es aventurado decir que en
el desenlace fatal tuvo que ver el deterioro general de su salud. Una semana
antes había sido ingresado para cuidarle una afección pulmonar. Una vez que se
alivió esa bronquitis, los médicos aconsejaron a la familia que sometieran al
paciente a un proceso de cuidados paliativos. En esa situación estuvo atendido
por un médico que le visitaba tres veces al día. Murió en paz, sedado, sin
dolores, rodeado de su mujer, Mercedes Barcha, de sus dos hijos varones,
Gonzalo y Rodrigo, y de sus cinco nietos.
En Cien
años de soledad escribió: “Morirse es mucho más difícil de lo que uno
cree”. Alrededor el estupor que causa cualquier muerte fue atenuado por una
lenta espera en la que ni la familia ni los amigos, y ni siquiera los medios,
hicieron aspavientos. Había en éstos una pugna por saber si en efecto fue el
cáncer que padeció el que había acabado con la vida de Gabo. En realidad fue el
tiempo el que acopió todas las causas y las hizo desembocar en una sola: Gabo
está muerto, el autor de Cien años de soledad dejó esta vida
sintiendo que se iba yendo. Alrededor tuvo una atmósfera de serenidad, a la que
contribuyeron Mercedes y el resto de la casa. Algunos medios reclamaron más
información de lo que había sucedido, o que ésta se facilitara con más
prontitud. No está en la tradición de Gabo, que también debe ser de su mujer
avisar de lo que les resulta propio. Si ya lo saben, ¿qué más han de saber?
Murió, no hay parte.
A veces se ponía
a leer sus propias obras y preguntaba: '¿y cuándo yo escribí esto estaba
drogado o qué?”García Márquez tenía 87 años, que cumplió el 6 de marzo pasado, cuando el público lo pudo ver por última vez. El Nobel de Literatura de 1982 había sufrido un cáncer del que se trató con éxito en Los Ángeles, donde vive su hijo el cineasta Rodrigo. A lo largo del tiempo esa enfermedad acompañó las especulaciones, de modo que en torno a las circunstancias en que vivía se construyó un oscuro árbol mitológico que luego enlazó con la diatriba pegajosa sobre lo que le ocurría a su memoria; si sus lagunas eran consecuencia de esa importante afección o si advertían de un alzheimer o una demencia senil. Ante la corriente de rumores la familia actuó como ahora ante la más importante noticia de la muerte: naturalidad y exposición. García Márquez ha seguido estando presente en saraos literarios e incluso en bodas (recientemente inauguró la bolera que construyó un amigo), ha ido con Mercedes Barcha a actuaciones públicas de músicos caribes y cada año, desde 2006, cuando cumplió ochenta años y se empezó a decir que se le iban las cosas de la cabeza, salió todas las veces de su casa, con la rosa amarilla en el ojal para celebrar con sus vecinos un año más de su vida y para ahuyentar, con ese color los malos farios, pues “mientras haya flores amarillas nada malo puede ocurrirme”.
En todo ese tiempo, cuando tuvo encima admiradores y también fisgones, el Nobel caribeño multiplicó su capacidad para integrarse en los ambientes más festivos de Cartagena y de México y desarrolló una facultad que quizá tenía atenuada: la de sonreír. También se acercó a los otros, recuperó una simpatía de la que hizo gozar a a los demás. Para él mismo se reservaba la coña marinera, que los colombianos llaman mamadera de gallo. A veces se ponía a leer sus propias obras, como si las estuviera reconstruyendo. Y preguntaba a los que tenía alrededor: “Ven acá, ¿y cuándo yo escribí esto estaba drogado o qué?”. Y luego se arrancaba a sí mismo una carcajada. Ya en este periodo no tuvo tan en cuenta las frialdades de la fama; después deCien años de soledad “la fama”, le dijo un día a su amigo Plinio Apuleyo Mendoza en El olor de la guayaba, “estuvo a punto de desbaratarme la vida (…), perturba el sentido de la realidad, tal vez tanto como el poder, y además es una amenaza constante a la vida privada. Por desgracia, esto no lo cree nadie mientras no lo padece”.
Algunos medios
reclamaron más información. Pero no está en la tradición de Gabo, que también
debe ser de su mujer, avisar de lo que les resulta propio
Como lo
padecieron, se blindaron contra ello en la casa más grande que han tenido, esta
de la calle Fuego 144. El blindaje fue una cura de espanto que los confabuló a
padres, a hijos y a otros parientes, que ahí dentro, en esa casa sólida de dos
pisos, han vivido estos últimos tiempos con Gabo manteniendo el silencio para
el que fueron entrenados desde la madre al último nieto, sin dar otra
explicación de lo que ocurría que lo que se presentaba cada vez como un rumor
más plausible. El agravamiento fue ratificado pocos días antes de la muerte por
una gran amiga de la familia con estas palabras que parecían un parte poético y
no la desgarrada consecuencia de una noticia imparable:
-Hubiera querido
que no me sobreviviera.En sus mejores tiempos una conversación sobre esas circunstancias hubiera sido un ruido para Gabo, y lo que lo animó en las últimas semanas, dicen quienes saben, ese entrenamiento para el silencio, que es en definitiva una resignación radical de la palabra, funcionó en la casa con la precisión de los discos que le gustaba escuchar, los de Béla Bartok, los de Bach. No sólo se habían entrenado desde hacía décadas para que el silencio fuera una parte de la casa, pues el padre estaba trabajando, sino que en este periodo final de la vida les sirvió para evitar alharacas callejeras o periodísticas, búsqueda de noticias donde se estaba produciendo una sola noticia: el regreso de la ambulancia, la precisión de los médicos: cuidados paliativos. El resto era esperar, con la misma ansiedad rabiosa con la que esperaron algunos personas de sus ficciones, como el coronel que siempre esperó hasta que gritó “¡Mierda” en El coronel no tiene quien le escriba, una novela que él tuvo entre sus grandes obras, como tuvo El otoño del patriarca.
Por otra parte,
la enfermedad y sus secuelas, así como el extravío recurrente de su memoria,
fue preparando poco a poco al propio Gabo para su paulatina despedida, de los
compromisos que más quiso (la escritura, la Fundación Nuevo Periodismo que
fundó y que ha vivido veinte años decisivos para la historia del futuro del
periodismo en español); y de hecho se jubiló a su manera.
La asunción de
esa nueva vida se basó, desde hace un lustro, más o menos, en la aceptación de
la vejez; desde que se anunció, hace esos años, que había dejado de escribir,
que ya no habría más memorias ni más cuentos, él se fue recogiendo a la
intimidad, apartándose de lo público, llegando a creer que eso lo iba a apartar
de la fama que todos los días a todas horas tocaba a su puerta gritando
mercancías averiadas que él no quería comprar ya nunca más.
esa zona de
silencio en la que ha vivido estos últimos tiempos “ha contribuido”, decían
ayer quienes los conocen en esa intimidad, “los hijos, las nueras, los nietos,
y sobre todo Mercedes”. Constituyen, explicaba este informante, “una familia
muy linda que le ha dado a Gabo un entorno amabilísimo tanto en Los Ángeles,
donde vive su hijo Rodrigo y donde se trató del cáncer desde 1999, en Cartagena
de Indias y aquí”.
En estos tiempos
con Gabo, el autor de Cien años de soledad es cierto que
perdió memoria; atendía a las realidades más esenciales, interactuaba con los
suyos, y para salvar cuestiones que le ponían en un brete (no reconocer a
alguien, no recordar caras o hechos), García Márquez recurrió a su rapidez
mental; se notaba que calibraba la salida que tenía ante cualquier
circunstancia de esas y preguntaba por nombres propios o se reía de sus propios
olvidos una vez que éstos no parecían tener solución posible. Pero, que se
sepa, nunca se produjo ningún diagnóstico que asegurara que Gabriel padeciera
alzheimer. Al mismo tiempo que se producían esas evidencias, quizá de demencia
senil, el escritor desarrolló un carácter bondadoso y humorístico. En su vida
pública anterior podía ser hosco (“más bien defensivo”), pero en esta época
“rebajó sus prevenciones” y atendió de esa nueva manera, abierta, risueña, a
todos aquellos que llegaban a él.Todo este proceso de la enfermedad de Gabo y el posterior agravamiento ha contado con el acuerdo de la familia. La sociedad mexicana, donde ha desarrollado medio siglo de vida, se ha comportado cumpliendo, decía ayer Héctor Aguilar Camín, “el hecho cierto de que es el escritor mejor y más querido de las letras. ¡Los lectores y las musas lo adoran! Los adoran sus colegas más grandes (¡y eso que somos especialistas en la envidia!) y sus colegas más chicos le rinden pleitesía… Ahora lees Cien años de soledad,veinte años después de no haberla tocado, y sales de ella alucinado por su frescura, por su humor, por su transparencia”.
Hoy lo despiden
mexicanos y colombianos, en una ceremonia insólita, pues jamás dos presidentes
se habían juntado en el homenaje a un ciudadano que sólo tiene una de las dos
nacionalidades. La urna que se disputan los aires de ambos países será el
objeto que concitara la luz del Palacio de Bellas Artes, pero más acá se queda
la luz verdadera de la obra insólita del hijo del telegrafista. Estarán los
hijos, los nietos, la madre. Mercedes Barcha ha sido la que ha organizado la
conversación de esa tribu en la que todos, en la salud y en la enfermedad, se
han comportado con una sensatez inconmovible. Decía ayer un amiga de ellos:
“Gabo es el de la familia que salió más chistoso”.
Él dijo: “Lo
malo de la muerte es que es para siempre”. Como siempre ocurre, parece que no
está ocurriendo.
Pero esta
noticia que él no dio se produjo a las 12.08 del Jueves Santo, Día del Amor
Fraterno, y preside desde entonces una vida inmortal.
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