En Medellín la vida es más sabrosa: Adoptado por el Colegio Santa Catalina, Conferencia en la Fiesta del Libro: fotos
septiembre 23, 2014
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En Medellín en La Fiesta del Libro con Octavio Escobar y Ana Cristina Restrepo |
Medellín, 14
de septiembre de 2014. Fui adoptado por el colegio Santa Catalina de Siena: Bienvenido,
escritor, banderines con mi rostro y una frase que en alguna oportunidad
escribí en twitter: Yo soy como soy
porque si no fuera como que soy yo no sería yo. Y estoy contento con ser como
soy. Posters de las portadas de mis
libros y de mi rostro. Discurso del profesor de literatura, discurso mío (lo de
siempre), discurso de otro estudiante, preguntas, aplausos. Un evento
emocionante. Sólo habían leído un libro mío, El pollo que no quiso ser gallo.
Luego me regalaron en una cuca caja roja un vaso en el que estaba impreso
mi rostro y el redundante aforismo: Yo
soy como soy, etc.
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Elmer Mendoza, MT, Triunfo Arciniegas, Estéban y Octavio Escobar |
La conferencia en la feria del libro no fue
gran cosa pero sí la respuesta del escaso público (después vería con envidia
que Volpi -un autor al que casi todos los que conozco consideran mediocre, pero
que ha ganado algún buen premio y que ha tenido importantes cargos en la
diplomacia y en la administración cultural- conseguía un lleno total en una
conferencia que me pareció soberanamente pendeja.
En mi
conferencia, salón con muchas sillas
vacías, varias personas del público hablaron emocionadamente de mis cuentos y
de El amor y la muerte. Lo que descubrí es que todavía hay quien me
lea en Colombia, y que a algunas personas mis obras les han calado el corazón.
Me encontré con varios amigos –Elmer Mendoza,
Juan Diego Mejía, Mempo Giardinelli, Eduardo Antonio Parra, Mario Mendoza-, nos
tomamos fotos y hasta un selfie.
Conocí a dos argentinos: una vampiresca criatura vestida de negro que justo al
entrar al restaurante del hotel, se levantó de una silla, me saludó, tú debes
ser de los que asisten a la Feria, me tomó del brazo, me invitó a sentarme con
ella, me recitó su currículum, me dijo que era cantante de jazz –y procedió a
regalarme su libro, precisamente llamado La
cantante de jazz-, me dijo que había
trabajado en una hot line y muchas
otras cosas, todas emocionantes. Yo
reciproqué su entusiasmo y procedí a recitarle mi currículum. Nos descubrimos
almas gemelas, desaforados a deux, etc. Las edecanes y guías de la Feria, todas
preciosas, me enamoré de todas y ellas a su vez me trataron con cariño.
Invité a Elmer, siempre sonriente, bonachón,
irónico (está traducido a todos los idiomas, y la verdad, tiene a mi juicio
sólo un libro bueno), al argentino Kohan (modesto, callado, dicen que gran escritor: compré un par de
libros suyos para ver si es cierto), a Mordzinski, el más famoso fotógrafo de
los escritores, a hacer un recorrido por Medellín en taxi: vimos una ciudad
deslumbrante de limpia, sin un solo bache, ordenada, con mucha naturaleza exhuberante, cientos, miles de edificios, una
ciudad sorprendente, como no la hay en México… pero al lado del río vimos
también a 3000 indigentes (el dato lo dio el taxista) acostados, sentados,
deambulando, durmiendo. Son los habitantes de la noche, dijo el taxista. De día
duermen y de noche salen a recorrer la ciudad y a buscar comida, a atracar a
los desprevenidos, a pedir limosna. El taxista, todo un personaje elocuente que
tiene una sentencia para todo, nos explicó su propio plan para arreglar ese
problema de Medellín: llevarlos a una especie de reserva que se haría con
alguna de las inmensas fincas decomisadas a los narcotraficantes, hacerles allí
una pequeña ciudad con médicos, psicólogos, trabajadores sociales, irles
reduciendo las dosis de droga, etc.
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Con el famoso perseguidor de escritores: no puede ver uno sin fotografiarlo |
Con ese taxista haría yo buenas migas. Me
contó toda su historia: ha pasado por todo y llegó a ser jardinero y mayordomo
de la finca de un gran capo de la mafia. En las fiestas había tres cosas:
cocaína, armas y mujeres hermosas. Al capo lo mataron.
Medellín fue una fiesta. Bogotá también lo
sería.
Pero saltemos a Bogotá. Fui a Cali invitado
por el Club de Ególatras y por la Gran
Fraternidad Masónica. Ni lo del club ni lo de la fraternidad se realizó.
A cambio de ello vine a la casa de mi hermano Gustavo, un hombre de un metro
95, empresario dueño de una enorme casa con una piscina de dos carriles. En
ella hice competencias de natación
con mi sobrino Camilo, exnadador, de 22
años, con muchos tatuajes. En la primera, de 50 metros, llegamos empatados. En la
segunda, apostamos 40 000 pesos. Me ganó en el toque. Perdí mis 40 000 pesos,
pero luego los recuperé ganándole en los
50 metros a mi hemano Gustavo. Es mucho más joven pero tiene un vientre
poderoso, pesa 120 kilos.
Luego volví a retar a Camilo, en este caso, a
100 metros. Volvió a ganarme. Las competencias fueron filmadas. Espero subirlas
a este blog.
Lo de Bogotá merece capítulo aparte, que no
podré contar ahora porque tras las competencias quedé muy cansado.
Bogotá, 17 de septiembre de 2014. De Bogotá
me traigo una noche memorable con dos lectoras, abogadas las dos, hermosas y
costeñas, una rubia, con ciertos aires monacales, una expresión de frialdad en
la mirada; la otra trigueña, una verdadera ametralladora literaria, que
recitaba nombres de autores y títulos de libros leídos a velocidad de AK47; impresionaba
de ella el juego con sus senos, que velaba y desvelaba sin llegar a extremos,
elevando cada tanto el nivel de una de esas blusas cómplices, de marca (las
dos mujeres muy elegantes, sin entrar a
la madurez, las dos adineradas, las dos solitarias, no por abandono de los
hombres sino por decisión propia). Nos tomamos fotos, nos abrazamos con extremo
cariño, las invité a cenar a las dos tras una de esas presentaciones en las que el autor, MT, estuvo inspirado e
inspirador (no creo que haya mejor público que el de la librería-café-bar
Luvina, situado en un un buen barrio de Bogotá). Sentí que los asistentes me
querían, pocos habían leído mis libros, quizás ni uno de ellos tenía noción
previa de mi existencia. Milagro y Ana
María, las abogadas, se portaron como auténticas mujeres libres, sin urgencias, aunque hay que decirlo,
deslizaban miradas sugerentes, pequeñas insinuaciones, palabras de aprecio que
un macho bragado no podría haber dejado pasar. Pues yo sí las dejé pasar. A mis 66 años aquellas dos atletas del amor
podrían haberme liquidado con facilidad aunque yo hubiera usado de las más
subterfugantes argucias lingüísticas. Pero de todos modos, amigos lectores,
cuántos hervores no se levantaron como explosiones solares en mi imaginación de
adolescente senil. Durante más de dos horas me estuve preguntando: ¿me
atreveré? Pues no me atreví, siento desilusionarlos. Alguna caída que no he
contado me ha hecho prudente. Además, sinceramente, una noche de amor con aquel
par de amazonas (¡costeñas!, imagínense) me habría dejado del todo derrotado, a
menos que ellas tuvieran la samaritana intención de darlo todo a cambio de
nada, o casi nada.
Hermanito, me diría días más tarde mi hermano
el doctor-nadador (su hazaña más reciente fue competir en Hawai de isla a isla
quedando en lugar 28 a nivel mundial: te salvaste, he recibido en urgencias a
muchos casos fatales de viejos imprudentes. Podrás nadar en 38 segundos los 50 metros libres, pero no
hacer felices a dos costeñas sin arriesgar el infarto.
Estuve de acuerdo.
Cierro este capítulo con el recuerdo de una
insinuación muy directa de la trigueña que jugaba a mostrar-ocultar sus senos
(tan naturales, tan libres, tan aéreos, como frescos frutos colgando del árbol
del bien y del mal): cuando le mostré la foto de mi celular en la que se ve al galán
otoñal con el torso desnudo hasta el nacimiento de la serpiente del paraíso y
una toalla púdica cubriendo lo que la decencia oculta, ella dijo: me gustaría
ampliar esa foto para ponerla arriba de mi cama, en el techo y mirarla antes de
dormir.
Pensar que yo a mi edad pueda levantar
pasioncillas en un par de beldades como aquellas es ilusionante pero iluso.
Aunque atleta, debo reconocer las obras del tiempo.
Toda la
escaramuza se desarrolló en un restaurante de lujo, que habría drenado
feamente mi billetera, si las dos criaturas no se hubieran empeñado de manera
bastante insistente y casi implacable en que ellas, y sólo ellas, pagarían. Y
no sólo eso, sino que ellas mismas llamaron el taxi, me llevaron hasta él, apuntaron
el número de la placa, no sin antes cederme un abrazo y un beso, un abrazo
ceñidísimo y un beso en la frontera más dulce.
También tuve una conversación con Isaías Peña
en el Centro Cultural García Márquez ante un público escaso e interesado. Nada
memorable. Lo convencional. Siempre
repito lo mismo y siempre me preguntan lo mismo. Todas mis conferencias son
iguales. Quien asistió a una asistió a todas. Luego tuve una reunión con el
director de la Fondo de Cultura Ecoómica: dejé en sus manos cinco proyectos. Me dijo que respondería
en cuatro o cinco meses. Botellas al mar, bendición y adiós: el promedio de éxitos literarios es bajo con respecto a el promedio de fracasos. Si me han dado 20 premios literarios es porque he perdido 300.
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