Sucedió en La Habana

agosto 30, 2016

Estoy en el Tropicana. Una vez terminado el show la orquesta interpreta canciones bailables. Cerca de la mesa de los miembros del tour hay una chiquilla que ha estado haciendo escándalo desde hace un buen rato. Lleva una cinta en torno a la cabeza y eso le da un aire entre indígena sioux y odalisca griega. Su rostro es redondo y bello, como de virgen bizantina. Desde su silla lleva el ritmo con todo su cuerpo, aplaude, grita. Su alegría se me antoja excesiva. Al pasar al lado de ella, Rayza, que así se llama, pronto lo sabría, me dice, hola migo y me ofrece gratuita y bellamente sus mejillas para que las bese, ¡mejilla izquierda, mejilla derecha!, como los franceses, dice. Disfrutar de su piel es un obsequio que agradezco con efusividad. La gripe se me disipa como por ensalmo. 23 de diciembre. Estuve con Rayza, mi amiguita cubana, y con su hermana, Etiopía, en El Pico Nevado, al que se llama también Rincón del Feeling. Pasé una noche agradable. La madurez de Rayza, su indudable sabiduría de la vida, a sus 16 años, son asombrosos. Los compañeros del tour, maestros, gente de oficina, un cantante de canciones de Roberto Carlos y alguna solterona que se dedica al jogging, se mantienen unidos, aparte, como si temieran ser contaminados por los cubanos. Me miran reprobadores. Parecen personajes de telenovela pensando en voz alta: Debería darte vergüenza, Marco: podrías ser su padre. En ese mismo momento Rayza me dice: Podrías ser mi padre. Y en efecto: podría ser su padre: yo tengo treinta y tres años. Ahora que escribo lo que estoy escribiendo estoy demasiado mareado por el ron Habana para expresar lo que sentí hacia esa chiquilla. A Etiopía, que condesciende a cuanto a su hermana se le ocurra, le dio frío y se sintió mal. Fuimos hacia la parada de la guagua, en el malecón, y allí nos sentamos a conversar. Llegó un combatiente internacionalista, que se identificó como combatiente internacionalista y quiso investigar lo que calificó como extraña relación entre dos cubanas y un extranjero. Yo las tenía a las dos abrazadas por los talles y reíamos a carcajadas. Tal vez estábamos haciendo más escándalo del soportable. El combatiente, que me mostró un documento en el que se certificaba que había estado en Angola, me preguntó mi nacionalidad. Le respondí que era de Mongolia Central. Eso lo desorientó. ¿Qué idioma hablan en Mongolia Central?, preguntó. Español, claro, eso lo sabe cualquiera. Me estás mintiendo, amigo, debes ser un espía americano. Después hubo una larga y deplorable discusión sobre nacionalidades, embrollo que corté haciendo una pública declaración de amor a Cuba, y especialmente a las cubanas. Me puse de rodillas, le tomé una mano al combatiente, le di un beso de vasallo. El muchacho se alejó entre acongojado, feliz, avergonzado y suspicaz. Etiopía lo había regañado enhebrando citas de José Martí. Citas que me dejaron algo turulato. ¿Eso dijo José Martí? No, no lo dijo, pero para el caso podría haberlo dicho, era un tío muy inteligente. Él muy inteligente y tú, colombiano, muy ignorante. Ignorante y cursi, sin duda: es inevitable enamorarse de Cuba, por más desconchadas que estén las paredes de la ciudad vieja. Se nos acercó un mulato: miró a Rayza y a Etiopía y tras considerarlas como quien va a comprar esclavas en un bazar de El Cairo, dijo: “Chico, son preciosas, se te cae la baba por las cubanitas, se te cae y puedes recogerla en una toalla y exprimirla cinco veces. El mulato le estaba haciendo la corte a una mexicana de ojos claros, grandes y serenos. Tú crees, me preguntó en secreto, que yo pueda hacer con ella lo que tú quieres hacer con Rayza. Y, quién le dijo a mi mulato que yo quiero hacer algo con Rayza. Chico, estarías mal de la cabeza si no quisieras llegar con ella al fondo esta misma noche. El mulato me miraba risueño. Sabe que a las cuatro de la mañana, bajo la luna cubana, al lado del mar, es imposible mentir o jugar a la hipocresía con un amigo. Mira, agregó, todos los días estoy más loco por las cubanas, mientras habla no cesa de moverse y gesticular en un baile de cormorán que parece danzar al ritmo del movimiento de las olas. Qué tú quieres que haga, chico, aquí uno vive haciendo el amor o haciendo filas. Si uno de verdad quiere puede hacerlo 365 días al año con mujeres diferentes, las mulatas, las rubias, las blanquitas, las negras, uno se enferma de amor por las cubanas, chico, el mundo está bien hecho: si no tuviéramos que parar el fornicio para comer y dormir este país se iría a la mierda bailando.

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