Viaje compartido
agosto 26, 2016
Cuento incluido en Cuentos para antes, después y en
lugar de hacer el amor, próxima edición en la Editorial de la Universidad
Autónoma de Nuevo León. Este cuento es muy parecido a "Diatriba de amor contra un hombre sentado", monólogo escrito por García Márquez. El mío fue publicado en 1983; el de don Gabo en 1992.
Antes, les ofrezco en link con el video del monólogo escrito por García Márquez, para que compare y saque conclusiones.
https://www.youtube.com/watch?v=cDjJyepkBNM
https://www.youtube.com/watch?v=cDjJyepkBNM
Sí, dos veces nada más. ¿Quién
te lo contó? La que está más fresca es la de ayer. Y no porque yo quisiera,
sino simplemente porque salí de la casa dispuesto a ver una buena película.
Premiada en Cannes, nacional, curiosamente. Tú no estabas, supongo que habías
dejado a los niños en casa de mamá y decidiste visitar a Lolita. Cuando entré
en la sala y vi las luces apagadas supe que te habías ido y que yo solo no
podría soportar un hueco de dos horas sin hacer nada. Ni la música ni la
televisión alcanzan a llenar el vacío que tú dejas. Tomé el periódico y lo abrí
en la sección de espectáculos. Entre tanta piel brillante alcancé a vislumbrar
un pequeño recuadro, unas palmas de olivo y un escudo. Ésta debe ser una buena
película, me dije, lo malo es que el
sitio no debe ser de primera si se anuncia en caracteres tan microscópicos.
Sea por Dios!, esta soledad simplemente no puedo soportarla. El garage
semivacío reafirmó mi necesidad de asistir a un buen espectáculo. Puse el
motor en marcha y busqué la dirección en el mapa.
!Mi amado, las montañas,
los valles solitarios nemorosos,
las ínsulas extrañas,
los ríos sonorosos,
el silbo de los aires amoroso!
Cántico Espiritual
Un
enorme cacto, cuyas ramas, como de árbol, se extendían a lado y lado de la
barda. La piel de un verde casto apenas si podía tocarse, con mucho cuidado,
introduciendo la mano de canto, entre las espinas largas, filosas y
resistentes. Con un cuidado infinito, ayudado por el cuchillo de la cocina,
fui limpiando la superficie. Al inicio fue difícil porque no existía espacio
suficiente entre las espinas. Luego, después de sufrir varias punzadas, el
espacio devastado fue creciendo hasta que ya no hubo mayor problema. La savia
de un blanco lechoso hacía su aparición cuando arrancaba cada espina. La
cicatrización duraba varios días y finalmente terminaba por integrarse el verde
delicado, hasta hacer casi imperceptible la herida. Una vez que hube concluido
la operación, pude acariciar sin riesgo la piel. Entonces, con el mismo
cuchillo, dibujé un corazón, escribí mi nombre y dejé un espacio en blanco.
Esperé. Una semana más tarde leí: Paty.
Para
quien está acostumbrado a la sagrada rutina del trabajo, la iglesia y el
hogar, un mapa no basta. Y por eso me extravié entre calles tortuosas,
fábricas obscuras y señales contradictorias. Di dos o tres vueltas. Y
finalmente lo hallé. Pero, qué encuentro?... Las luces están apagadas, no hay
público, la taquilla está cerrada. Casi contento retorno al auto y emprendo el
retorno a casa. Me digo, Paty ya debe estar esperándome, enciendo la radio,
avanzo a tientas y con mucha paciencia logro salir del laberinto. Debo confesar
que a pesar de todo me sentía un poco contrariado. Si hay algo que me caiga mal
es hacer planes y que después no me resulten. Iba bajando por Madero para luego
tomar Avenida Universidad, cuando veo las luces, veo la marquesina luminosa y
me acuerdo de que aquel es el Blanquita,
un sitio al que fui hace ya tanto tiempo con los compañeros del seminario. No
es un lugar muy recomendable, pero es que me sentía, no sé cómo decirte, con
ganas de hacer algo diferente. No escandaloso, claro está, sino diferente,
entrar en contacto con otro tipo de personas. Pensé por un momento en las
palabras del Padre Ruvalcaba: "Vivimos en nuestro mundo, pero olvidamos
que somos compañeros de otros mil mundos". Y creo que el Padre Ruvalcaba
tiene razón. Es cierto que somos felices, que glorificamos a Dios, que
pertenecemos a la Sociedad de la Purísima Hostia y que hacemos lo posible por
no contrariar Sus mandamientos. Pero, y los demás? Qué hacemos por siquiera
conocer a los compañeros de viaje? Fue ese pensamiento el que me impulsó a
detenerme en medio del camino. No encontré un estacionamiento cercano y por
ello decidí dejar el auto en una calle adyacente. Le puse las dos alarmas,
desconecté el flujo de electricidad, no vaya a ser que me robaran por andar de
piadoso. Pregunté, a qué hora comienza
la función? Me dijeron, comenzó hace dos horas; dije, ah, bueno, qué lástima.
Un poco reconciliado con mi propia conciencia llegué a la conclusión de que
era más prudente regresar a casa. Paty ya debía estar esperándome. De salida no
pude evitar mirar las fotografías de la cartelera. Jesús!, muchachas en
posiciones impúdicas, muchachas con ropa interior negra, vestidas con ropajes
de fantasía o sin vestido, simplemente sin vestido, con las manos cubriendo las
partes indecorosas de sus anatomías. Tuve un movimiento de repulsión y me sentí
feliz de que la función estuviera a punto de concluir. Discúlpame, voy a
prender un cigarrillo. El primero que me atrevo a quemar en este sagrado
recinto. Puedo explicártelo. El hecho es que casi iluminado por una luz nueva y
desconocida emprendí el regreso al auto, convencido que había estado al borde
del abismo y que el enemigo malo me había llevado por malos pasos. Claro!,
había malinterpretado las palabras del Padre Ruvalcaba, me pesa, me pesa.
Yo
estaba con la cabeza baja mientras papá hablaba sobre mí. Tu madre y mi madre me miraban orgullosas.
Estábamos sentados todos en la sala de tu casa. La lámpara de cristales parecía
un árbol invertido cargado de piedras preciosas colgando del techo. Un cuadro
con los pecadores aullando entre las llamas y con la Virgen flotando sobre
ellos, presidía la escena. Cuando tu padre llamó, Paty, yo levanté la cabeza.
Tardaste un momento en aparecer y yo supuse que te estabas peinando los rizos
o que estabas acostando a tus muñecos o que tenías vergüenza, como yo. Tócanos Para Elisa, pidió orgullosamente tu
padre. Pusiste las manos a tu espalda y casi con miedo dijiste, Papi, todavía
no me sale bien. Hubo un instante de silencio tenso, una mirada imperativa y
finalmente te sentaste al piano. Los primeros compases fueron indecisos, luego
la música fluyó gloriosa y cristalina y cuando bajaste la cabeza y pusiste las
manos sobre el regazo ya había comenzado a amarte.
Ya
llevaba unos cien metros caminados cuando pienso: y por qué voy a echar a
perder la buena intención? Pues simplemente aquí traigo un librito pío, me
siento en la antesala y espero a que comience la próxima función.
Efectivamente, volví al auto, me percaté de que todo estuviera en su sitio: las
alarmas conectadas, el distribuidor sin contacto, las puertas completamente
selladas, y tomé mi libro de la guarda, uno que me había prestado el padre
Ruvalcaba y que me ha ayudado mucho, es un gran auxiliar en esos momentos en
los cuales hay que esperar en una fila en el banco, o hacer antesala,
cualquiera de esas circunstancias imprevistas que se tornan en una tortura si
uno no tiene algo que hacer, algo en qué entretenerse. Entonces sí, bueno,
fui, me senté. Naturalmente que me veía un poco fuera de sitio en aquel lugar,
con mi traje High Life y mi corbata Oxford. Me la quité rápidamente. Me
desaliñé la camisa. El aspecto de los que me rodeaban no era muy tranquilizador:
muchachos greñudos de pelo reseco como la paja, campesinos de pata al suelo,
algún individuo con facha de carnicero, unas manos de indudable mecánico,
rostros de cualquier cosa, pero no gente de mi nivel, naturalmente. Me senté a
esperar y me subí un poco la bufanda. No, no porque tratara de impedir que me
reconociera alguien; tú sabes que a veces uno se puede encontrar en los sitios
más insospechados con la gente que va, gente que... A propósito, quién te
contó? Recuerdas lo que se dice de Poncho Rumayor sentado en un bar de mala
muerte en Nueva York? Te digo, la vida es extraña, los caminos de Dios son...
Les
molestaba que yo no quisiera participar en sus conversaciones, que evitara los
secretos que para todos eran un misterio apasionante. Y por eso me llevaron al
Blanquita. Ni siquiera me dejaron
mirar los fotografías de la entrada e impidieron que protestara porque sólo
veía a gente mayor a mi alrededor y escuchaba risas insolentes y malas
palabras. Claro que tenía un poco de curiosidad, pero el miedo era mucho mayor.
Me temblaban las piernas y tenía unas ganas horribles de hacer pis. Ellos se
sentaron a lado y lado y me hacían cosquillas y trataban de tranquilizarme. En
el seminario mis compañeros comentaban que yo iba a ser sacerdote de verdad y
eso los molestaba. Todos estaban ahí por obligación y trataban de violar las
reglas y quien más lo hiciera resultaba el más admirado. Apenas si tuve tiempo
de ver a la primera bailarina cuando eché a correr.
...gente
que uno realmente no piensa que puede ir a uno de esos lugares, pero que
efectivamente de pronto resulta la casualidad de que allá se encuentre con el
gerente del banco donde uno tiene la cuenta, que se tropiece con el médico
familiar, con el abogado, y bueno, es embarazoso y uno tiene que dar explicaciones,
y ellos también, pero el caso es que yo no me subí la bufanda porque quisiera
ocultarme, sino simplemente porque estaba haciendo frío, bastante frío. Comencé
a leer. Eran bellas páginas, selecciones de la Biblia, hasta me aprendí de
memoria algunos paisajes: Contemplad los
lirios del campo: ni Salomón en medio de toda su gloria se vistió como uno de
ellos. Pues si Dios viste así a la hierba del campo que hoy florece y mañana se
marchita, no tendrá mucho más cuidado de vosotros, hombres de poca fe?
Imagínate si con ese tipo de pensamientos me podía sentir mal aunque estuviera
haciendo antesala a las puertas del infierno. Todos somos criaturas de Dios.
No
recuerdo con precisión qué fue primero. Si nuestros nombres sobre la piel del
cacto o la velada en casa de tus padres. Lo que sí recuerdo con exactitud es
que tu nombre apareció, todavía adornado con gotas frescas de savia, cuando
estaba perdiendo las esperanzas. Y aunque tú jures que jamás escribiste en el
espacio en blanco yo sé que lo hiciste porque ninguna otra persona pudo
hacerlo. Ni el jardinero que cortaba la hierba una vez por semana, ni Petra,
que ya estaba muy vieja para andarse subiendo en las bardas, y mucho menos tu
padre o tu madre, que ignoraban nuestros juegos infantiles. Fue algo hermoso y
no entiendo porque te empeñas en negarlo, si no tiene nada de malo. O es que
crees que yo estoy inventando. Apuesto que si volvemos a la vieja casa y el
cacto está en su sitio, podremos ver las huellas.
Por eso
me senté bien adelante, bien adelante. En la fila E-10, me acuerdo con
perfección. Sonó la primera llamada, como en los conciertos, imagínate. Los
hombres se frotaban las manos, había que verlos, fumaban nerviosamente, leían
revistas escandalosas, crónicas sobre crímenes, hablaban con toda desfachatez
sobre temas bastante apropiados para el sitio. Otro mundo, absolutamente otro
mundo, te digo, compañeros de viaje totalmente extraños a nosotros. Yo
naturalmente seguía leyendo mi respetable libro, puesto que no era asunto de
mezclarme con ese tipo de gente. Lo mío llevaba una intención piadosa, tú
sabes. Sonó la tercera llamada. Me atreví a pedirle a mi vecino, un muchacho
con la piel más desastrosa que haya visto en mi vida, el primer cigarrillo de
mi vida y cerré el libro, todavía repitiendo de memoria las palabras
consoladoras: No tendrá mucho más
cuidado de vosotros, que de los lirios, hombres de poca fe? Los primeros
acordes coincidieron con mi ataque de tos. Cuando logré sobreponerme pude
escuchar una especie de guaracha, o mambo, algo de esa clase, no sé. Se abrió
el telón y el escenario estaba vacío. Por los altavoces se anunció la
presentación del Ballet Femenil del Teatro Blanquita. Aparecieron cinco
muchachas, naturalmente...con poca ropa. Cuatro de ellas bastante torpes. Y una
muy experimentada. Se movía de forma bastante graciosa...No,
"graciosa" no es la palabra. Seductora, envolvente, sugestiva.
Cuando
regresaba del seminario los fines de semana, lo primero que hacía, antes de
desempacar la ropa sucia y los libros, era ir al patio, subirme a la barda y
sentir con mis dedos las letras en la obscuridad. Desde mi puesto de
observación trataba de adivinarte tras las cortinas de la sala o en las luces
prendidas de tu habitación. Y en algunas ocasiones tuve la suerte de ser recibido por la música del
piano. Hablar, verdaderamente hablar, nunca lo hicimos en esos tiempos. Todo
se limitaba a indicios, señas, ecos, sombras, sonidos, papelitos volando. Y
así como yo comencé a vivir para descubrirte tras cualquier movimiento que se
produjera en tu casa, tú permanecerías en el balcón del frente esperando el instante
en que, siendo sábado por la noche, escucharas el cláxon del auto pidiendo que
abrieran el garage. Entonces, después lo supe, te peinabas los bucles apresuradamente
y corrías a sentarte frente al piano. Y por eso, desde que aprendiste horas y
fechas de mis llegadas, la música me recibió.
Sí, era
una morena a la que se le notaba la experiencia, que dominaba con su actuación
todos los matices de los rostros provocadores, de los gestos lascivos, sin que
dejara de tener su arte, por supuesto. Y las otras cuatro eran una chica
bastante obesa y torpe cuyos movimientos estaban en desacuerdo con los de las
demás bailarinas; otra era más bien tímida, una joven inexperta, daba la
impresión de que era su debut; de las dos restantes, no me acuerdo. Terminó la
presentación del Ballet Femenil del Teatro Blanquita y luego vino una comedia
con Fufurufo, un gordo que se ha
dedicado a difundir la pornografía, la desnudez, la entretención barata
y perniciosa entre las clases populares de Monterrey. Además de Fufurufo
estaban una señora ya mayor, una jovencita extremadamente bien formada,
simpática, y... un galán, el típico macho engominado. El argumento consistía en
que Fufurufo compraba unos anteojos mágicos con los que podía ver desnuda a la
gente. Al final descubre que el novio de su hija, cómo decirte...pues,
tiene...pocos atributos masculinos, no sé si me entiendes. Que no
tiene...cierta parte del cuerpo bien desarrollada. Esa fue la primera comedia
en la cual todo se desenvolvía dentro de un ambiente de procacidad que no
carecía de cierto ingenio, que he de confesarlo, me hizo reír a pesar de mi
actitud eminentemente piadosa.
Avanzabas
por el pasillo central, la primera en la fila de tu colegio. Tu madre dejaba
escurrir lágrimas silenciosas. Tu padre musitaba oraciones en voz baja. La
música del órgano hacía estremecer las paredes de la Catedral y mi alma se
agitaba como una sábana tendida en un viento ciclónico: giraba enloquecida con
una ebriedad mística que estaba a punto de hacerme desfallecer. Cuando te arrodillaste
y separaste una mano de la otra para apartar el velo que obstruía el camino de
la hostia hacia tu boca, creí que no lo iba a soportar, que iba a ponerme a
berrear de emoción. Aspiré profundamente tres veces y recuperé la compostura.
Viniste con la cabeza baja y te arrodillaste a mi lado. Al salir de la iglesia,
mi padre me hizo el gesto convenido. Me acerqué a ti y te entregué, sin decir
una palabra, la Biblia con letras de oro y separador de seda que te había
comprado en Barcelona. Tú tampoco levantaste los ojos. Ni dijiste gracias. Los
cuatro caminamos juntos hacia el auto.
Ah,
bueno, se me olvidaba: durante la comedia, apenas aparecía una mujer, el
público gritaba oso, oso, oso. Yo realmente no comprendía que querían decir
con esa expresión. Es posible que formara parte de un lenguaje cómplice que
allí se estilaba, o alguna expresión de doble sentido, no había que ser muy
agudo para adivinar la existencia de una significación impía. Más tarde vino
la presencia de la juvenil Bety Jiménez, Bety Rodríguez, no recuerdo: una
muchachita de aspecto bastante decente, muy bien cuidada en cuanto a su aspecto
físico, y comenzó a bailar de forma interesante. Lo interesante era que... No,
no lo interesante... Lo curioso era que el vestido, totalmente dorado por el
frente... en cuanto se dio la vuelta... tuve que bajar los ojos. Tenía
descubiertos los omóplatos y la parte donde la espalda se vuelve obscena... y
los glúteos, vamos, tenía descubiertos los glúteos. En ese instante tuve la
tentación de salir, pero veinte o treinta piernas lo impedían y estaba seguro
que en cuanto me pusiera de pie me harían una silbatina terrible. Me resigné
pues a seguir en mi sitio. Y cuando daba la espalda la muchacha, el público se
enardecía y gritaba oso, oso, oso. La muchacha no se inmutaba... O sí, sí se
inmutaba. La que no se inmutó fue Norma Lee, al final. Ya te contaré. Permíteme
prender otro cigarrillo. Disculpa. No sé. Es algo como una lavativa espiritual,
como un lubricante, me permite hablar con libertad. Ah, se me olvidaba
mencionar, esta muchacha, Bety Rodríguez, Bety Jiménez, como quiera que se
llame, era... blanca, blanquísima y tenía el pelo rubio. Naturalmente se
notaba que el pelo era de un rubio artificial. No, bonita no, de ninguna
manera: su rostro redondo, los ojos invisibles en la obscuridad de unas ojeras
espantosas, la boca grande y vulgar; sin embargo, sus manos, sus piernas, su
cuerpo en general eran de una claridad, de una diafanidad que no inspiraba
ningún mal pensamiento. Bueno, como decía, terminó la primera parte. Yo
naturalmente volví a mi libro. Y fue san Pablo quien me tomó de la mano: La caridad es longánime, es benigna; no es
envidiosa, no es jactanciosa, no se hincha... Las palabras me envolvieron
de tal manera que me olvidé de todo: ...no
es descortés, no busca lo suyo, no se irrita, no piensa mal; no se alegra de la
injusticia, se complace en la verdad, todo lo cree, todo lo espera, todo lo
tolera. Las palabras me elevaron por
sobre lo temporal y solamente regresé al salón cuando se dieron las tres
llamadas de ley.
Como
todo saleciano de corazón yo invocaba a Don Bosco en mis actividades, lo
imitaba en su fe y lo seguía en su ejemplo. Cuántas veces su imagen preciosa me
salvó de la tentación durante la peligrosa época de la adolescencia, cuántas
veces estuve al borde del pecado mortal, cuántas veces estuve a punto de
romper, aunque fuera en la imaginación, el irrecuperable voto de castidad con
que había santificado mi vida. Y no es que yo tuviera la vocación sacerdotal.
Nunca la tuve. Me arrastraba, como a San Agustín, la necesidad de conocer el
mundo. Sospechaba mis debilidades y por ello la lucha era más tenaz. Tú eras
mi objetivo, y yo, como San Antonio, que forjó una gran santidad viviendo en el
desierto, quería acrisolar mi voluntad de llegar puro al matrimonio, aunque
viviera rodeado de alimañas. Y eso que jamás se había hablado de matrimonio o
cosas semejantes entre tu familia y la mía. Todo sucedía aquí, en mi cabeza. Y
lo que son las afinidades: también en la tuya. El nuestro fue un auténtico
matrimonio de almas, un matrimonio espiritual.
Llega
el momento estelar de la noche y se anuncia la presencia de Norma Lee.
Naturalmente todo el mundo aplaude, todo mundo se acomoda en sus sillas, la
mayor parte saca sus cigarrillos y los enciende nerviosamente, hay
comentarios; parece que algunos ya la han visto, a la Norma Lee, me refiero.
Pedí otro cigarrillo entre disculpas. Mi vecino me regaló esta cajetilla,
imagínate. Y aparece Norma Lee. Imposible negar que Norma Lee es una mujer
hermosa. En el pelo intensamente negro luce una cinta así como griega
recogiéndolo.
Dios
siempre premia a las almas que confían en Él, las llena de dones y yo no tenía por qué ser la excepción a la
regla divina. Siempre esperé confiado el cumplimiento de mis propósitos y
cuando nuestras relaciones pasaron del jardín a la sala de tu casa, no me
asombré en lo absoluto. Fueron mis oraciones y supongo que las tuyas las que
formalizaron un compromiso del cual jamás se habló. No recuerdo una primera vez
sino la mezcla compleja y a la vez
invariable de mil tardes, sentados en los incómodos sillones, uno al lado del
otro y tu madre al frente, bordando incansablemente mantelitos blancos de
crochet para vender en las ferias de la
parroquia y de paso para llenar el tiempo de su vida. La suma de las palabras
que cruzamos durante diez o doce años de noviazgo no alcanzaría a componer un
libro de poemas. Siempre hubo algo que se interpuso entre tú y yo. Un juego de
damas chinas, un tablero de ajedez, el piano. Pero nos bastaba. Alcanzamos la
comunión espiritual a través de los objetos.
Apenas
hubo cantado la primera canción, se quitó esa cinta y el pelo cayó hacia atrás
formando un diluvio negro que la envolvía toda, y cuando giraba era un
remolino hermosísimo, especialmente porque, tal como la primera, Norma Lee era
intensamente blanca, intensamente blanca, con una piel deliciosa, bellísima,
indescriptible... Entonces bailó, volvió a cantar, con una voz lo suficientemente
educada como para no causar mala impresión, pero no con la maestría que haría
exclamar a un conocedor; y una vez que hubo cantado desapareció por un segundo.
Se levantó otro telón y apareció un hombre ya mayor, con corbata, de aspecto
respetable, y comenzó a tocar en la batería una música de estilo africano, tú
sabes ese ritmo acelerado de los tambores resonantes, sí, de estilo africano,
porque hay algo de esos estilos primitivos africanos que tiene que ver con lo
que me atrevería a calificar como el
llamado de la bestia, algo que pone en ebullición la sangre, como que todos
escondemos bajo la piel a otra criatura menos temperada y cuando uno escucha
esos tambores sabe que algo diferente va a suceder, que algo... no común está a
punto de iniciarse y que tanto uno como el mundo somos diferentes, no sé si me
entiendes; el sonido fue elevándose gradualmente hasta que apareció Norma
Lee... Norma Lee apareció y ahora estaba mucho más ataviada, vestida de pies a
cabeza con una especie de túnica árabe hecha con muchos velos y llena de
cintas, cantidades de cintas, por todos lados, de modo que cuando giraba
parecía un trompo al que se le hubieran amarrado una serie de... no sabría cómo
definirlo ... Parecía un rehilete, una visión, un trozo de sueño que no
alcanzaba a definir.
Un
pedacito de cielo lo arregla todo, decía Domingo Sabio, y yo no tuve un
pedacito, sino el infinito en mis manos, cuando avanzaba por el pasillo central
de la Catedral hacia el altar mayor, ante el cual tú serías, finalmente, la
esposa con la que compartiría penas y alegrías hasta que la muerte nos separe.
Creo que por primera vez, tras recibir el anillo de mis manos, me miraste fija
y sostenidamente a los ojos. Entonces no
supe que hacer y ni siquiera escuché las palabras del oficiante cuando dijo, si
el cónyuge lo desea, puede besar a su esposa. Estaba totalmente anonadado y
poco faltó para que echara a correr. Sólo cumplí con mi deber cuando mi padre
empujándome disimuladamente me susurró al oído, bésala, atarantado. Tú
retiraste los labios y me ofreciste, sonrojada hasta el último pelo, la
mejilla.
Un
trompo en movimiento, y ella en el centro girando, girando, entre colores, la
mayor parte de los colores luminosos, que hacían contraste con su pelo negro y
armonizaban con su piel intensamente blanca. Comenzó a bailar y lo hacía
bastante bien y se notaba que tenía rudimentos de ballet. Se notaba que era una
profesional y no simplemente una aficionada. Y curiosamente no se escuchaban
los gritos de oso, oso, oso!, que se
habían escuchado a lo largo de toda la función. Bailó muy hermosamente, con
placer y seducción, y comenzó a destrenzar cintas, una cinta aquí y otra cinta
allá, y parecía que estaba envuelta en ropajes, inmensamente envuelta en
ropajes y que jamás iba a terminar de desenvolverse. Pero eso en vez de apagar
la emoción hacía que ésta creciera, y, bueno... su vestido quedó reducido a un
par de piezas y surgió aquella escultura clásica, perfecta, perfecta, sin la
más pequeña fisura, sus manos eran alas de paloma en un aire manso y su cuerpo
se estremecía de una forma intensamente artística y yo me dije, en realidad no
he perdido mi tiempo: esto es arte. Pero, después de esta danza que podría
llamarse de odalisca o ritual o esotérica, quizás de vestal, una vez que quedó
en prendas menores, comenzaron las voces a gritar desde atrás oso, oso, oso!
Ni tú
ni yo queríamos ser el primero en salir del baño. Yo me duché tan
minuciosamente como pude, me afeité hasta que la piel se me puso encarnada, leí
el reglamento del hotel, me senté en la taza y traté de escuchar. El agua de la
regadera en tu baño seguía sonando y a lo lejos se podía oír la música de la
orquesta en el salón, recuerdas? Alegrías
y tristezas del amor sonaba en el primer piso. Supuse que te estaba
sucediendo lo mismo que a mí, pero no tuve el valor de abrir la puerta primero.
Miré el reloj. Era la una de la mañana cuando por fin escuché el sonido de tu
puerta. Y ni siquiera entonces salí. Por el siseo de las sábanas y el ruido del
apagador imaginé que te habías acostado y tomé el pomo de la puerta. Pero no
pude. A la una y media unos golpecitos modestos me hicieron despertar. No
tienes sueño?, preguntaste, y no me quedó más remedio que salir. Al día siguiente
fuimos a pasear en góndola y le dimos de comer a las palomas en la Plaza de San
Marcos.
Y esta
mujer ni se inmutaba como la primera joven sino que estoicamente seguía su
rutina. La música bajó hasta un nivel casi inaudible. No. Antes de eso ella
formó figuras perfectamente geométricas con su cuerpo, había momentos en que
solamente se podía percibir su anatomía de la cintura para abajo. Sus partes se
destacaban de una forma desasosegante y aquello era como una manzana perfilada
contra el horizonte morado de la cortina. Se acostó, se abrió de piernas y
formó una "V" impecable, y
todo el mundo gritaba oso, oso, oso!, y ella se acariciaba sin ninguna
morbosidad, simplemente como un ritual, me perdonarás la comparación, como
podría ser la Santa Misa, era algo perfectamente artístico, y después que hubo
formado todas estas figuras, hermosas, sin lugar a dudas, puesto que el cuerpo
humano no tiene nada de pecaminoso, descendió el ritmo, descendió el sonido
hasta un nivel bajísimo... y apareció un hombre, un macho, un héroe griego, una
estatua de Apolo... No me queda bien decirlo, pero era, quizás... el hombre más
bello que he visto en mi vida. Apareció ante el público bailando en impecables
puntas de pies con su cuerpo que estaba formado por dos intachables triángulos
unidos por una cintura imposible. Traía un ademán de dominio y comenzó a bailar
en torno a ella, la envolvió, la colocó en cuantas posiciones quiso y simulaba
lo que era inconfundiblemente el acto de amor en tantas formas distintas que yo no pude menos que sorprenderme.
Otras
veces sucedió lo mismo. Entramos en el baño y ninguno de los dos quería ser el
primero en salir. Durante la tercera noche en Venecia, mientras el agua
caliente corría por mi cuerpo sentí una agradable y quizás incómoda sensación.
Te juro que era la primera vez que sucedía. En el seminario menor el agua fría
calmaba cualquier ardor. Una parte que hasta entonces había sido accesoria en
mi anatomía, comenzó a adquirir vida propia y a exigir con apremio algo de lo
que, puedo decirlo con la mano sobre la Biblia, hasta entonces no había tenido
la más leve idea. Fui yo entonces quien inauguré la cama y quien toqué a tu
puerta. Me coloqué de espaldas y esperé a que estuvieras a mi lado. Toda la
fuerza de voluntad que puse para vencer el temor de abrazarte, me robó la
energía extraña que en el baño había
sentido. Luego fuiste tú quien me abrazó y sintió mi cuerpo rígido y mi ánimo
pasmado y quien finalmente me dio la espalda cuando te percataste de que no
había más. Los dos estábamos esperando, pero no sabíamos qué.
Y yo me
dije, esto es cosa de otro mundo, cuánto he perdido, cuánto he perdido: la
clásica posición de la mujer mirando al cielo no está mal y es la que
recomiendan los doctores de la iglesia, pero aburre; imaginando pues un poco
todas las posibilidades que podríamos, Paty, discúlpame, ensayar, si tú
accedieras a este tipo de cosas. Y este hombre, en actitud de soberano dominio,
la colocaba de espaldas, de frente, de cabeza... se cruzaba de brazos y abría
las piernas y le ordenaba aquí! aquí! bésame!, y ella no quería aquí! a
mis pies! de rodillas! bésame!, y ella no quería y ella estaba en el suelo
tirada con el pelo sobre el rostro y ella no quería y el hombre la tomó del
pelo y la atrajo hacia su cuerpo y ella lo golpeaba y lo golpeaba hasta que por
fin rendida ante lo imponente de aquel macho tuvo que hacer lo que éste le
exigía y ni te digo lo que era porque no me lo vas a creer. Y yo sentí una
cierta emoción contraria a mi actitud eminentemente piadosa, puesto que si
estaba allí era para compartir el viaje con los compañeros de este mundo a los
cuales tenemos tan olvidados. Sin embargo, me contuve, cerré los ojos y con la
ayuda de Don Bosco recuperé la compostura. Había sido una debilidad humana,
simplemente humana. Somos seres finitos, criaturas de Dios y estamos sujetos a
los azares del mundo. Tras echar una mirada al público seguí contemplando a
aquella mujer, quien después de que fue poseída, simbólicamente, claro está,
puesto que tanto el hombre como la mujer conservaban sus taparrabos y lo que
alguien llamó las pezoneras, después que la mujer fue poseída simbólicamente,
llegó el momento en que el macho desapareció y el furor de la multitud se elevó
unánime: oso, oso, oso! Y luego los gritos se transformaron en súplicas,
madrecita, danos oso!
Tras
una semana en el Hotel del Gran Canal seguíamos siendo los mismos novios
candorosos de siempre. Caminábamos por las calles tomados de los dedos meñiques
e incluso en los momentos de dicha suprema llegábamos a darnos besos siempre
púdicos. Retornamos a la casa que nos tenían lista nuestros padres siempre
provisores. Nos ocupamos de las minucias domésticas y pretendimos olvidar el asunto. Pero sabíamos
que había algo inconcluso porque nuestros cuerpos pedían la consumación de un
acto que estábamos lejos de imaginar. El viaje a la playa fue un pretexto velado.
Comer mariscos fue una sugerencia que deslizó mi padre casi al azar, en medio
de una conversación intrascendente. Pero yo adiviné sus intenciones y si no le
pregunté directamente fue porque había algo de vergonzoso en el tema. Hay
cuestiones que no se deben tratar y de las cuales sólo la naturaleza puede ser
maestra. Tú dolor y mi sorpresa fueron mayúsculos cuando se abrió la herida.
Oso,
oso, oso, ese es mi oso, oso salvaje, oso animal, oso delicioso, oso precioso,
oso escandaloso, oso goloso, aquí te tengo lo sabroso!, gritos indecentes, lo
supe, lo descubrí fulminantemente, porque vi a un individuo ponerse las manos
entre las piernas cuando gritaba su majadería, entonces comprendí toda la
bajeza, todo el primitivismo, pero no pude escapar, me sentía llevado por el
río desbordado de lo que allí estaba sucediendo y la revelación se hizo aún más
espantosa cuando la mujer, obedeciendo a los gritos, con un movimiento rápido,
elegante y orgulloso:
-Si no saben apreciar mi arte, les voy
a dar su oso, hijitos, pa que se calmen!
Se despojó de la prenda inferior y
descubrió... al oso, lo que hizo rugir
al público. Ni el mismo Don Bosco pudo ayudarme a superar la emoción y
aunque quise cerrar los ojos seguí mirando como hipnotizado... porque... la
función seguía adelante... La mujer, retadora, se acercó sonriente,
enigmática, maravillosa.
-Quieren oso, hijitos? Lo van a
tener.
Se sentó en le borde del escenario...
abrió sus piernas y comenzó a moverse y yo sentí que aquella masa humana, yo
incluido en ella, iba penetrando en esa mujer... y conocí... el oso... supe que
allí estaba la esencia de lo que tú y yo hemos ignorado todo el tiempo por
culpa de la prisa y la vergüenza, entendí, cuando ella dio el grito final que
el viaje debía ser compartido, y que aquella mujer con sus vestidos brillantes
era como una...
Dejamos
de hablarnos por un tiempo y volvimos a comunicarnos por medio de objetos.
Cuando me oías llegar, tú tocabas el piano y yo recuperaba la emoción y el
desencanto de aquella primera noche en la playa. Volvimos a intentarlo varias
veces. Era inútil, tu te resignabas estoicamente, como una santa mujer.
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