Los intelectuales
marzo 25, 2015
Los intelectuales
(corte 1 de la novela en proceso El sentido de la melancolía)
Cesáreo Victorino, el escritor más premiado y becado, el eterno viajero, el reseñista de las estrellas de primera magnitud, el prologuista de los jóvenes talentosos, el miembro de todos los comités del Sistema Nacional de Creadores, el pequeño capo histérico de la mafia local, un Truman Capote que ha pasado su vida adulando a cualquier cucaracha coronada. Blanco, casi albino, con un bigotito de mosca, un eterno cigarrillo humeante que no sé cómo logra mantener entre sus labios mientras habla, su inalterable sombrero canotié, usa su homosexualidad como bandera, es de una amabilidad empalagosa y de una hipocresía de puta cara —escribió Ventura. Es el típico intelectual corrupto, adulador de los funcionarios culturales, escribe reseñas en las que prodiga frases ditirámbicas “cuando ya se pensaba que la novela había muerto en México, XX nos ofrece La Obra Maestra del Siglo”, “el espíritu de la poesía ha vuelto a encontrar su nicho perfecto en XY”, “una asociación perfecta entre un alto lirismo y una abismal cala en la naturaleza humana”. Desde la edad de los 25 años ha recibido ininterrumpidamente las becas del Sistema Nacional de Creadores y las seguirá recibiendo hasta su muerte, pues ya es Creador Emérito. Tiene cincuenta años y un cuerpo fofo, desmadejado y tembloroso. No puede resistirse a emitir una risilla de conejo a manera de signo de puntuación de todas sus frases, que pretende memorables. Es como si a cada instante se estuviera emocionando por la gran aventura de vivir y de ser Cesáreo Victorino, ni más ni menos.
(corte 1 de la novela en proceso El sentido de la melancolía)
Cesáreo Victorino, el escritor más premiado y becado, el eterno viajero, el reseñista de las estrellas de primera magnitud, el prologuista de los jóvenes talentosos, el miembro de todos los comités del Sistema Nacional de Creadores, el pequeño capo histérico de la mafia local, un Truman Capote que ha pasado su vida adulando a cualquier cucaracha coronada. Blanco, casi albino, con un bigotito de mosca, un eterno cigarrillo humeante que no sé cómo logra mantener entre sus labios mientras habla, su inalterable sombrero canotié, usa su homosexualidad como bandera, es de una amabilidad empalagosa y de una hipocresía de puta cara —escribió Ventura. Es el típico intelectual corrupto, adulador de los funcionarios culturales, escribe reseñas en las que prodiga frases ditirámbicas “cuando ya se pensaba que la novela había muerto en México, XX nos ofrece La Obra Maestra del Siglo”, “el espíritu de la poesía ha vuelto a encontrar su nicho perfecto en XY”, “una asociación perfecta entre un alto lirismo y una abismal cala en la naturaleza humana”. Desde la edad de los 25 años ha recibido ininterrumpidamente las becas del Sistema Nacional de Creadores y las seguirá recibiendo hasta su muerte, pues ya es Creador Emérito. Tiene cincuenta años y un cuerpo fofo, desmadejado y tembloroso. No puede resistirse a emitir una risilla de conejo a manera de signo de puntuación de todas sus frases, que pretende memorables. Es como si a cada instante se estuviera emocionando por la gran aventura de vivir y de ser Cesáreo Victorino, ni más ni menos.
— Yo también
tengo una casita bastante inmodesta. Yo también la he construido con mis
premiecillos — eso dijo torciendo la boca en un tic que se ha eternizado en su
rostro.
Renán Trigueros,
que es mi amigo, y el hombre más chismoso de la parroquia (he conseguido con el chisme y el infundio lo que no he podido con la
literatura, que a fin de cuentas no es más que vanidad objetivada, dice) afirma que Cesáreo Victorino es más
degenerado que Calígula y el Divino Marqués, asegura que hace frecuentes tríos
con Escato y Mesalina, dice bajando la voz que lo tuvieron que internar en el
Hospital Civil tras una orgía de locos en Las Ánimas porque se le había atorado
una botella de Coca-Cola en el culo, murmura que tiene relaciones equívocas con
su perrita Marta (especie bestial por cierto ya muy trillada, que ha usado
también para infamar a Aurelio Ficino, a quien llama Nuestro Hombre en Estocolmo,
por el hecho de que es el único en nuestro rancho que podría aspirar al Nobel).
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