¿Quién es Adolfo Montaño Vivas, el frenáptero?
julio 27, 2016
En la Feria del
Libro de Saltillo el próximo sábado me pidieron una conferencia sobre mi
trabajo literario. He aquí (aproximadamente) lo que voy a decir. Me sucede que
escribo las conferencias y termino olvidándome de ellas.
Los placeres perdidos
Los placeres perdidos
Los placeres perdidos ha sido la novela que menos
trabajo ha costado escribir. Nació de la admiración irrestricta por una persona
que vive en la ciudad de Cali, Colombia. Era por los tiempos en que lo conocí,
un muchacho de aproximadamente dieciocho años. De apostura agradable, atlético,
parecía vivir a otro ritmo y en otro mundo, muy distante del carácter
superficial y fiestero de las calles de la ciudad por la que discurría su
cuerpo. En torno a él siempre había un grupo de personas, que formaban una
especie de sociedad, no secreta sino pública —pues no se ocultaban de nadie y
no tenían nada que ocultar, a no ser pequeños placeres sensoriales e
imaginativos que proporcionaba la hierba inofensiva, que fumaban casi sin
esconderse en los jardines de la Ciudad Universitaria del Valle o en los
parques de Cali—. El muchacho en cuestión se llamaba y sigue llamándose Adolfo
Montañovivas y en él concurrían una serie de virtudes, talentos y gracias, que
lo convertían en el centro de atención de mucha gente. Hay que hacer la
salvedad de que así como había personas que prácticamente lo adoraban y estaban
pendientes de cada una de sus palabras y de sus actos, había otras
personas que se reían abiertamente de él, que lo calificaban como loco,
trastornado, drogadicto, hippie, inmoral y cuanto la sociedad convencional
podía inventarle. El caso es que Adolfo era músico: cantaba como los ángeles,
componía romanzas medievales, tocaba la flauta, el piano y muchos otros
instrumentos. Era querido por los niños, con los que improvisaba en el término
de quince minutos, unos coros polífónicos inigualables. Adolfo era poeta, no
sólo académico o más bien muy poco académico, y lograba sacar de la nada poemas
soberanamente conmovedores y a veces muy divertidos, que dedicaba a los temas
más insólitos. Recuerdo ahora un poema dedicado a un vaquero... Adolfo tenía
una sabiduría insólita sobre las plantas y era un botánico natural, que lograba
injertos sorprendentes y hacía experimentos, tenía viveros en la azotea de su
casa, coleccionaba plantas raras y se extasiaba en los mercados oliendo hierbas
y hablando interminablemente con indígenas y viejitas conocedoras, a las que
enseñaba y de las que recibía enseñanzas. Las aventuras de Adolfo eran de lo
más insólitas y espero hablar de ellas más adelante, pero por lo pronto les
adelanto la forma en que sin tener un centavo logró ser propietario de la finca
más hermosa que se pueda imaginar en las laderas donde nace el río Pance, cerca
de Cali. Un día caminando por el campo, como lo hacía habitualmente con su
mochila a la espalda, sus tenis y su pantalón vaquero y su camiseta blanca
–nunca usó anteojos o sombrero, aunque pasaba días enteros bajo el sol
calcinante del Valle del Cauca— ... un día caminando por el campo vio cerca de
la cima de una montaña una casita rodeada de árboles frutales, bambúes y
helechos, vio a su lado una quebrada de cristal vivo bajando de la montaña, vio
grandes piedras y un cielo sin comparación alguna. Entonces, extasiado, miró
hacia arriba y se dirigió a Dios, con quien tenía coloquios frecuentes: «Mucho
te agradecería, Señor, y espero me disculpes la confianza, que me regalaras
este Paraíso». Y no, no se abrió el cielo ni se asomó Dios entre las
nubes, sino que se abrió la puerta de la casita y salió una señora ancianita,
con la que Adolfo entabló plática tan amena sobre plantas y animales, que
cuando llegó la hora de la despedida, la viejita le dijo: “Querido Adolfo,
espero que no te vayas a ofender por lo que te voy a decir. Es que
mira, yo me voy a morir pronto y no tengo a quien heredar este territorio
amoroso. Y bueno, quiero regalártelo a ti». Fue a buscar las escrituras y le
dijo: «Todo esto que ves es tuyo. nadie podrá cuidarlo y disfrutarlo como tu».
El carácter de Adolfo es tal, su talante de persona tan inocente, es
tan confiado en Dios, que el amigo –vamos a llamarlo frenáptero, y luego les
diré por qué— ni siquiera se asombró, le pareció perfectamente natural aquel
obsequio. Solamente alzó los ojos al cielo y dijo: «Gracias, Señor. Sabes que
siempre he confiado en tu sabiduría y estaba seguro que no me ibas a
decepcionar». Luego abrazó a la viejita y listo: pasó a ser propietario del más
literal paraíso que pueda haber —yo estuve allí hace apenas dos años
y nunca he visto un sitio más hermoso, placentero y dichoso—. Obviaremos los
trámites notariales que debió sufrir Adolfo y pasemos a otro asunto. Estábamos
hablando de los talentos de Adolfo. Antes, cumplamos una promesa. Diré por qué
llamo a Adolfo «frenáptero». Es que en aquellos tiempos yo estaba estudiando griego
antiguo y una de mis entretenciones en clase —Universidad del Valle,
licenciatura en Filosofía—era unir raíces para crear palabras. Uní la raíz
“phren” y la raíz “pteros” e inventé la palabra “frenáptero. Cuyo
significado sería, más o menos, “persona de mente alada”. Eso era para mí
Adolfo: una persona de mente alada, lejos de convencionalismos, inventando a
cada instante, creando, componiendo música, haciendo poesía, escribiendo
novela. Porque no había dicho que Adolfo era un narrador excelente, que dejaba
embelesado a cualquiera con sus historias. Y por eso los niños se acercaban a
él como si fuera un San Francisco —diremos de paso que Adolfo tenía
y tiene mucho de San Francisco de Asís, incluyendo una especie de santidad
difícil de definir y comprender—: Adolfo podía mantener a los niños horas
escuchando sus historias y era frecuente que anduviera por las calles con cinco
o seis chiquillos o chiquillas detrás. Había quienes tergiversaban estas
amistades y llegaban a considerar a Adolfo persona peligrosa, particularmente
porque sus ideas no siempre coincidían con las morales al uso. Adolfo, en su
famosa mochila, verdadera caja de maravillas, portaba —a más de objetos
insólitos como campanillas de acólito y frascos de mermelada para engatusar a
las hormigas, dos o tres novelas siempre en proceso. Nunca supe que terminara
una. Muestras públicas y editadas de su talento hay pocas. Sólo sé que
participó en un gran concurso de cuento y ganó, con un texto que se llama “La
rueda”. En realidad el frenáptero carecía de ambiciones literarias, no quería
figurar ni salir en las fotos, sino básicamente disfrutar de la vida y hacer
que los que lo rodeaban gozaran de ella. Al frenáptero le parecía que la fama
era una lacra y que lo mejor era pasar inadvertido, de modo que pudiera
divertirse sin suscitar mucha curiosidad. Había un detalle que iba a
contracorriente de su deseo de no figurar: Adolfo poseía belleza física y
magnetismo, que llamaban la atención de hombres y mujeres por igual. Tales
dones le acarreaban problemas, persecusiones, seducciones de todo tipo de
personas, que no siempre tenían intenciones sanas. Adolfo con su buen carácter
sabía sortear a todos los que se le acercaban sin honestos objetivos. Lo suyo
era fundamentalmente la gracia del alma. La enumeración de sus otros dones y
gracias sería interminable: pintor, muralista, vitralista,
pedagogo, diseñador de paisajes, teórico del amor, el esoterismo, la
música medieval, botánico, explorador. Y sobre todo amigo dispuesto a perder
todo el tiempo del mundo con quienes quisieran escucharlo y seguirlo a todas
partes. Yo fui su seguidor durante varios años y con él tuve atrevimientos que
no tendría con nadie. Emprendí viajes de hongos sagrados y permanecí en el
campo, entendiendo la esencia del hombre, gracias a la guía de aquella especie
de santo. Pero mis intenciones no eran tan castas, tan sanas, tan santas: yo
quería escribir sobre él y por eso fue que siempre que estuve a su lado llevaba
una libreta en la que iba escribiendo todo lo que él decía, lo que hacía. De
esas notas salió la novela que inicialmente llamé Venturas y
desventuras de un frenáptero. Naturalmente no siempre fui fiel a las
notas. A veces dejé volar la imaginación: inventé un pianociclo, es decir, un
piano que el Adolfo de la novela acarreaba con la fuerza de sus piernas;
inventé escenas de amor, pero en general la obra se basa en las andanzas de
este personaje que todavía discurre por las calles de Cali. Envié la obra a la
Bienal de Novela José Eustasio Rivera en Colombia, en la que un amigo mío era
miembro del jurado. A Los placeres perdidos le otorgaron
el premio, no sé si por influencia de mi amigo o por la calidad de
la obra. El caso es que se publicó en Colombia y en México y que
recibió buenos comentarios en los dos países. Esta novela fue la primera que me
dio la seguridad para presentarme ante un editor en México y decirle en 1985:
“Sólo si me paga diez mil pesos autorizo su publicación”. Lo que era una
insolencia, pues yo era un autor desconocido en este país. El editor, a quien le
había gustado la obra, se atrevió a pagarme diez mil pesos, que en aquellos
días era mucho dinero. Tengo que decir, sin pena alguna, que la novela
constituyó un éxito de crítica pero un estruendoso fracaso de ventas. Y vale la
pena explicar por qué: resulta que la editorial que publicó la novela es una
editorial que se dedica a editar textos de calidad bastante pobre para un
público no muy exigente —sus títulos más taquilleros son Tú puedes ser
el mejor, La supersecretaria, La magia de Karen Lara— que no
estaba dispuesto a comprar un producto que se anunciaba como literatura. La
editorial se llama Edamex y es el tipo de empresa que coloca sus libros en
supermercados y grandes almacenes. Esto no le quita el mérito ni a la novela ni
a la editorial. La novela ha sido leída por muchas personas, que han
simpatizado con el personaje y que incluso han llegado a adoptar su lenguaje y
a utilizar en su habla diaria las palabras “frenáptero” y “frenolito” —el frenolito es
la contraparte del personaje de mente alada, es decir, es el personaje con
mente petrificada.
Esta es
la breve historia de Los placeres perdidos, una novela que de
alguna manera cifra la experiencia de toda una generación en Colombia: la del
poshippismo, la de los inicios de la segunda gran violencia, la del
acercamiento más respetuoso al mundo de la alucinación. Se trata de una novela
de época, pero intenta representar a un espíritu esencial en la
humanidad: el espíritu grande, creador, renacentista, que recuerda de alguna
manera al hombre del paraíso, frente al cual el hombre actual no es sino un
remedo. Aunque no sea la novela que me haya dado más dinero, es quizás la que
más me gusta, tal vez porque en ella yo no aparezco como fuente de inspiración,
fuente de datos, personaje o veta. Es una novela que me dio la realidad casi en
su pureza y en la que mi imaginación interviene muy poco.
El juego de las seducciones
Si Los placeres perdidos fue una
novela fácil de escribir, que terminé rápidamente y sin dificultades de ninguna
clase, El juego de las seducciones fue una auténtica
tortura que se prolongó por diecinueve años. El asunto de la novela
era espinoso, no sólo porque entraba de lleno en mi intimidad, sino porque se
ocupaba de mi familia y de mi madre. Se trataba básicamente de relatar los
orígenes de una enfermedad mental, la del protagonista, que pierde el sentido
de la realidad a los diecisiete años, cuando debe que enfrentarse a un mundo
que se le antoja terrible. La idea de la expulsión del reino, o del paraíso del
seno familiar está presente: Alejandro, un muchacho que recién termina su
bachillerato, es obligado a ir a trabajar como maestro rural a un pueblo
perdido en las montañas del sur de Costa Rica. El juego de las
seducciones tiene una estructura relativamente compleja, y constituye
mi primer verdadero experimento con diversos elementos de la novela: la
estructura, el tiempo, los personajes, el espacio. El aspecto más importante de
la novela en términos de estructura es la ruptura temporal: la novela se cuenta
en tres tiempos que avanzan de manera paralela: 1. La vida de Alejandro desde
que sale de su casa rumbo a Pueblo Nuevo, donde ha de trabajar. 2. El relato de
la recuperación de la infancia de Alejandro, en el que se involucra
a su familia —varios hermanos y una hermana, la madre viuda que tras la muerte
del padre de Alejandro se involucra en varias relaciones amorosas destructivas.
3. El monólogo de Alejandro, recluido en la habitación de la casa familiar, ya
afectado por completo por lo que un psiquiatra califica como esquizofrenia
precoz. La novela avanza por ciclos de tres en la forma un, dos, tres, un dos
tres, de modo que el lector recupera el hilo de lo que se ha contado en el
fragmento uno, en el fragmento cuatro. El efecto que quise crear fue el de un
enriquecimiento cada vez mayor de la información que tiene el lector, de modo
que se fuera involucrando cada vez más. El capítulo final empata con el
primero. En el final se cuenta el escape de Alejandro de Pueblo Nuevo, donde ha
sufrido un proceso persecutorio, alucinaciones y ha cometido actos que los
habitantes consideran contra la moral: Alejandro pierde la conciencia y huye
rumbo a su casa. En el primer capítulo se cuenta la llegada de Alejandro a la
casa familiar, donde se desploma en llanto en los brazos de su madre y sólo
atina a decir «¡estoy loco!»
Una de las características que
algunas personas han señalado de mis novelas es que exigen en ciertas partes,
regresar a fragmentos o capítulos anteriores, o por lo menos solicitan una
segunda lectura. Supongo que éste puede ser un valor para el buen lector y un
disvalor para el lector apresurado, el que simplemente quiere divertirse.
Para
escribir esta novela no solo recurrí a experiencias personales y de mi familia,
sino que —creo que como estrategia de distracción o para no terminar una novela
que me causaba problemas de conciencia—emprendí muchos estudios sobre temas tan
diversos como mitología, psicología, psicoanálisis, estudios sobre enfermedades
mentales, particularmente sobre esquizofrenia. Estudié antropología, leí las
tragedias griegas y ya no recuerdo cuantas otras cosas. El caso es que yo de
alguna forma no podía o no quería terminar esta novela. Publicarla no fue muy
difícil, después del “exito” de otros libros míos como Cuentos
para después de hacer el amor o Mujeres
amadas. El caso es que yo ya tenía un editor, un empresario que
creía en mi trabajo y que estaba dispuesto a invertir en él.
La
novela tuvo una suerte paradójica: hubo algunas reseñas, no muchas, en las que
destacaban que era de nuevo, mi mejor novela, y por otro lado la obra tuvo mala
distribución y pronto cayó en el olvido. Ha habido quienes la han encomiado
altamente, diciendo que es una obra de gran ambición, en la que se nota una
influencia benéfica de Dostoievski, cosa que yo no negaría. Dostoievski me ha
impresionado desde mi adolescencia lectora: su capacidad de profundizar en el
alma humana me parece prácticamente inigualable. Sus novelas son conmovedoras,
inolvidables, hay quien dice que imperfectas —pero eso en verdad importa muy
poco—: El idiota, Crimen y castigo, La noches blancas, Los hermanos
Karamazov, son cimas inalcanzables. Solo ha habido un Dostoievsi que
reina como un Himalaya en el territorio de la literatura. Yo quise hacer lo que
Dostoievski: entrar en un espíritu humano y llegar hasta el fondo, buscar sus
más profundas incitaciones, sus resortes secretos, no guardar nada, no tener
pudor alguno, hacer una especie de harakiri o strip tease del alma: eso quiso
ser El juego de las seducciones.
EL LIBRO DE LA VIDA
El libro de la vida bien podría llamarse El
libro de mi vida, porque está basado directamente en mi existencia, desde
el momento en que llegué a la ciudad de Xalapa. En aquellos lejanos días de
fines de 1979, hace ya 24 años, llegué a esta ciudad movido por dos fuerzas muy
importantes: el amor y el dinero. (Primero hablaré del dinero: participé en un
concurso literario organizado por La Palabra y el hombre,
revista de la Universidad Veracruzana; gané el segundo premio y con ese dinero me
escapé de Monterrey para venirme a vivir a Xalapa). Hay que decir que de alguna
manera en Monterrey había fracasado en el amor, al no poder culminar una
relación amorosa, con una mujer que parecía la definitiva, y que a últimas fue
una de tantas, una de la fila de mujeres que han pasado por mi vida, algunas
dejando una huella y otras simplemente desapareciendo. Aunque habré de decir
que para un grafómano, para un grafoadicto como yo, es difícil que
pase una mujer sin que ella de alguna forma termine convertida en literatura.
En cierta forma el autor, este autor que yo era y soy, al fijar a una mujer en
el papel, la estaba matando, la estoy borrando de mi vida activa. Ya dejan de
ser mujeres para ser literatura. Hay excepciones, pero de eso no hablaré hoy y
posiblemente no hablaré durante este taller. Tal vez en el próximo o en el que
vaya a impartir dentro de cinco años me ocupe de ese tema. Viéndome en esta
ciudad en aquel tiempo (fines de la década de los setentas) tan cerrada, tan
limitada, tan cubierta de niebla y ocupada por seres desconocidos que se
ocultaban en sus casas, yo busqué alguna ocupación o algunas ocupaciones que me
impidieran volverme loco. Imaginar que en aquellos días la ciudad de Xalapa
podía estar cegada por una niebla que tardaba 30 días en disiparse, es para
volver loco a cualquiera. Yo logré escapar del tedio y el aburrimiento —lo de
la locura es una licencia poética: el que escribe ya nunca puede volverse loco,
pues tiene un interlocutor perfecto, y ya se sabe, sólo se vuelven locos los
que ya no tienen con quien hablar—, logré escaparme del tedio gracias a la
compañía de algunas mujeres que encontraba en La Parroquia, que en aquel tiempo
era el sitio de los solitarios. Entablé relaciones con una mujer y luego con
otra. Y ellas pasaban del café a la cama y de la cama al papel, aunque también
había momentos en que no estábamos ni en la cama ni en el café. Me dediqué a
vivir mi vida de soltero y a relatarla minuciosamente en grandes libretas. Año
tras año escribía todo lo que hacía con esas mujeres y sin esas mujeres y
contaba mi vida como escritor o como aspirante a escritor.
Muchos años después, más o menos en 1985, fue
fundada la revista Línea, y recibí la invitación a
colaborar semanalmente. Se me dio absoluta libertad para tratar cualquier tema
que quisiera en el tono que más me acomodara. Se me ocurrió la idea de sacar
historias de esos cuadernillos que había escrito a lo largo de los años. Eran
en realidad mis diarios: en los que apuntaba no sólo mis relatos de aventuras
amorosas o gnoseológicas —lo fundamental era describir los comportamientos
femeninos dentro y fuera de la cama, en un intento de captar algo como el
espíritu femenino por medio de la carne; en otras palabras, era una especie de
fenomenología de la mujer. Pero no se trataba de un simple estudio de las
mujeres, sino que tras ello había un empeño personal: el de encontrar una mujer
a mi medida, una mujer que detuviera el flujo de mujeres por mi vida, por mis
cuadernos diarios y finalmente, por mis libros. A mis entregas semanales las
títulé Diario de un frenético. Pocas revistas se han
leído tanto y con tal fruición como la revista Línea. Se
leía en las oficinas de la Universidad Veracruzana, en las de gobierno, en los
cafés, se hallaba en las mesas de los consultorio y en muchos otros sitios.
Evidentemente interesaba el tema erótico, pero también la chismografía que se
tejió en torno a los artículos semanales. La curiosidad estaba motivada sobre
todo por un par de razones: Xalapa era una ciudad bastante provinciana y muchos
de los personajes, particularmente de las protagonistas,
eran o se pensaba que eran personas reales, en ocasiones esposas o hermanas o
hijas de políticos encumbrados o personas de alta alcurnia intelectual o
social. El diario de un frenético fue publicado
durante quizás dos años, hasta que comenzaron a haber manifestaciones de
personas prestantes, que pedían que terminara aquel aquelarre. Un periódico de
la localidad, en voz de su director – que ahora es una estatua y un centro
cultural, una colonia de Xalapa y muchas otras cosas— solicitó al rector en
turno de la Universidad Veracruzana, que se expulsara al autor. Además el
honestísimo señor hizo gestiones para que gobernación expulsara del país a
quien calificó como corruptor de la sociedad y denigrador de la mujer
veracruzana. Los ataques no progresaron en aquel tiempo porque el autor
del Diario de un frenético, viéndose en apuros y sin poder alguno,
solicitó la ayuda de Gabriel García Márquez. Gabo se ocupó del asunto y el
escándalo fue acallado. Sin embargo el Diario
de un frenético siguió siendo publicado hasta que la revista Línea desapareció.
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