El arte de la novela
septiembre 10, 2016Marco T. Aguilera
Primera sesión del taller de novela en la Escuela de escritores de Xalapa, 27 de julio de 2002.
Primero que todo intentemos delimitar el tipo de personas que escriben o escribieron novelas. Si pensamos en Hemingway, diríamos que aventureros, mujeriegos, borrachines, irreflexivos, prepotentes. Si buscamos en Rulfo diríamos que callados, circunspectos, aislados, parcos, finamente sarcásticos. Si recurrimos a Virginia Woolf, diríamos que llenos de conflictos, insatisfechos, sensitivos. Si pensamos en el irlandés James Joyce, diríamos que se trata de personas eruditas, desaforadas, burlonas, ambiciosas en términos intelectuales, amantes del amor y del vino. Hay una frase bíblica que se puede aplicar perfectamente a los escritores de novelas: Por sus obras los conoceréis. Cada escritor es lo que son sus obras y no tiene forma de ocultarse. Cada escritor es del tamaño de su ambición. Imaginen que Joyce quiso escribir una novela en la que contara absolutamente todo lo que sucede durante un día en la vida de dos hombres, Stephen Dedalus y Leopoldo Bloom, y lo que sucede en la mente de una mujer, Molly Bloom, durante una hora de divagaciones nocturnas; imaginen que en el curso de este tiempo (un día) Joyce hizo un recorrido completo por la historia de Irlanda, Inglaterra, el mundo conocido, la literatura, la filosofía, la psicología femenina, el arte y la ciencia. “Joyce no se conformó con inventar un hombre o una ciudad, un espacio, sino que creó todo un universo, aunque lo representó, en un solo día”,comenta Ricardo Sigala. Según Yvan Goll, Joyce se divierte en el Ulises parodiando a Dios. Su arte novelístico está basado en una observación minuciosa y en una complejidad de alcances intelectuales que pocos lectores llegan a comprender en su plenitud. Para Joyce todo tiene un significado que remite a diversos niveles. En el Ulises hay tantas capas de significados que es casi imposible llegar al fondo, como es casi imposible llegar al fondo del significado de los sueños, según Freud. En el Ulises, hay tantos procedimientos novelísticos, tantas técnicas, tantas alusiones mitológicas, teológicas, lingüísticas, intertextuales, que uno podría pensar en esa novela como una especie de enciclopedia. El lector comienza la lectura y asiste a la aparición de un mundo vertiginoso, como un universo en el que pasan velozmente alusiones helénicas, parodias teológicas, violentas zambullidas en reflexiones trascendentales, disquisiciones políticas, recetas de vida, aforismos, fragmentos de vidas y todo lo imaginable. Las calles de Dublín configuran todo un universo, en el que el lector se ve inmerso, como en un caudal a veces incomprensible que lo arrastra hacia un final imprevisible. Hay que ser valiente, culto, tesonero, ambicioso, humilde, fuerte, indomable, para llegar a buen puerto en esta novela, que se constituye en una de las cimas de la creación novelística. Al principio de la novela Stephen Dedalus se encuentra en crisis, lo que lo llevará a un cambio. Apuntemos de paso un elemento que considero importante no sólo en esta novela, sino en cualquiera: el cambio. Es necesario que suceda algo. De otro modo la narración no tendría sentido. La novela es movimiento, aunque sea solamente movimiento de la conciencia.
Hubo toda una tendencia novelística que quiso oponerse a
esta idea del movimiento. La que se llamó la nueva novela francesa, o el noveau
roman. El resultado fue el aburrimiento y una cauda de borregos que
escribían de manera semejante y que hicieron temer que la novela en efecto estuviera
en vías de extinción. Volvamos al Ulises con una última reflexión. Quien hoy en día
quiera ser un novelista serio no puede evitar pasar por la ruta donde está el Ulises,
como no puede evitar la lectura de En
busca del tiempo perdido, La Metamorfosis, Muerte en Venecia, todo el teatro de Shakespeare, La Divina Comedia, La Ilíada y La Odisea. Y, naturalmente El
Quijote.
Pero detengámonos. Hemos comenzado a
acercarnos a la novela por el lado más difícil. Si nosotros, este grupo de
personas que estamos aquí reunidos como una cofradía secreta para desentrañar
uno de los grandes misterios (cada misterio, grande o pequeño, entraña una
pregunta que se debe responder. Aquí la
pregunta sería: ¿Qué es una novela? Si sabemos qué es una novela, tal vez
algún día podamos escribirla). Repito: Si nosotros, este grupo de personas que
estamos aquí reunidos como una cofradía secreta para desentrañar uno de los
grandes misterios... si nosotros fuéramos veinticinco marinos, en un barco, y
navegáramos en un mar tormentoso –digamos que ese mar tormentoso es la vida
actual—, al estanos acercando al Ulises de Joyce, lo que estaríamos
haciendo sería tratar de atracar en un inmenso arrecife de rocas afiladas.
Absurdo, naturalmente. De modo que intentemos de nuevo acercarnos al continente
de la novela: hagámoslo más amablemente, recurriendo a lo que podríamos llamar
“un novelista fácil”, que escribe novelas fáciles de leer, aunque quizás
difíciles de digerir moralmente. Tomemos
a Henry Miller y a su novela en tres volúmenes, en tres gordos volúmenes, que
se llama La crucifixión rosada. Los títulos de estos tres volúmenes son Sexus,
Nexus y Plexus. Protagonista:
un hombre, un macho, seductor de mujeres, casado, que explota a su legítima
esposa, que se enamora de otra, y que se acuesta con todas las que se le
atraviesan en el camino. Esto es la novela: el relato pormenorizado de las
andanzas de éste, que ni siquiera puede llamarse un don Juan norteamericano:
escéptico, sin trabajo (porque no quiere trabajar y todavía no sabe en realidad
lo que quiere hacer en la vida), de costumbres no muy de acuerdo con el american
way of life. Leamos el primer párrafo: Debió de ser un martes por la
noche cuando la conocí: en el baile. Fui a trabajar por la mañana, tras haber
dormido una o dos horas, como un sonámbulo. El día pasó como un sueño. Después
de cenar, quedé dormido en el sofá sin
haberme quitado la ropa y me desperté hacia las seis de la mañana del día
siguiente. Me sentía como nuevo, puro de corazón y obsesionado con una idea:
conseguirla a toda costa. Mientras atravesaba el parque, iba preguntándome qué
clase de flores le enviaría con el libro que le había prometido (Winesburg,
Ohio). Pronto iba a cumplir treinta y tres años, la edad de Cristo crucificado.
Tenía por delante toda una vida nueva, si era capaz de arriesgarlo todo. En
realidad no había nada que arriesgar: estaba en el último peldaño de la vida,
era un fracasado en todos los sentidos de la palabra.
Fíjense bien que si vamos a lo básico, Ulises y La crucifixión rosada, tratan el
mismo tema y tienen el mismo protagonista: un hombre en crisis. Sin embargo la
novela de Miller nos ofrece otra textura narrativa: se desliza en la mente del
lector, del lector más desprevenido y del menos erudito, del más dispuesto a
dejarse seducir, con gran suavidad, sin traumas rocosos. Se trata de una novela
netamente autobiográfica de un novelista que se toma a sí mismo como tema de su
obra: él es su propio protagonista, su heroe, tiene una moralidad bastante
heterodoxa: por lo pronto digamos que no reconoce límites sexuales: todas las
mujeres que le gustan deben ser objeto de seducción. Pero la novela va más
allá: intenta ser una búsqueda no solo del sexo, sino del amor e incluso de la
vocación. Es pues, una búsqueda de un centro, de un sentido. Ulises también
es la novela de un hombre en búsqueda de un centro, de un sentido, de una
vocación.
Ahora
comparemos estos dos tipos de novela: una compleja, erudita, llena de técnicas
novelísticas novedosas, con muchas capas de sentido, que presta atención al más
mínimo gesto de los personajes, y en cada palabra tiene un escollo que lo lleva
a una exploración a veces dispendiosa, que busca o cifra significados ocultos,
y que se desarrolla en las calles, las
casas, las mentes de personajes de Dublín. La otra novela, la de Miller, bastante sencilla, con una narración
lineal, que sigue los pasos de un escritor por la ciudad de Nueva York.
La obra de Miller y la de Joyce parecen
ser diametralmente opuestas en algunos aspectos: mientras que el Ulises
es una refelxión sobre el sentido del universo, y de todas las cosas del
universo, La crucifixión rosada
es un recorrido por la nimia tragedia individual de un hombre que persigue la
satisfacción sexual, la realización literaria y el amor. Joyce está crucificado
por el peso de la cultura, de la historia y el arte; Miller se siente
crucificado, clavado entre las piernas de las mujeres, por eso su crucifición
es rosada.
Casi al inicio de Sexus[1] el
protagonista de la historia hace una
confesión inusualmente comprometida: Rendirse absoluta,
incondicionalmente, a la mujer que se ama es romper todas las ataduras, salvo
el deseo de perderla, que es la más terrible de todas. Es una confesión
inusual, pues Miller generalmente habla de sexo, no de amor, y habitualmente
confiesa desprecio a las mujeres, no devoción. Avanzando en el texto,
descubrimos que la receptora de esta protesta de amor no es la esposa de
Miller, Maude, sino otra mujer, de nombre Mara, a quien busca con desesperación
en un salón de baile de dudosa reputación.
En
contraste con la adoración que muestra hacia Mara, nuestro protagonista se
refiere a su esposa Maude como “puta”. Luego dice, refiriéndose a Mara, una
bailarina a sueldo: "Estoy enfermo de amor. Mortalmente enfermo"... Y
refiriéndose a sí mismo: "Soy un criminal de amor, un cazador de
cabelleras, un asesino. Soy insaciable...".
Por esos días la situación de Miller
y su mujer era la siguiente: "Vivíamos en un barrio morbosamente
respetable, ocupando la planta baja y el sótano de una lúgubre casa de bien. De
vez en cuando había intentado escribir, pero la tristeza que mi mujer creaba a
su alrededor era superior a mis fuerzas."
Aquí está pues el
núcleo del conflicto que la novela va a desarrollar. Se trata de un problema
individual, el del escritor Henry Miller frente al mundo, a la mujer, al amor,
a la literatura. En la novela de Joyce es mucho más difícil definir un núcleo,
un conflicto: hay demasiadas fuerzas, demasiadas tensiones, demasiadas líneas,
demasiadas impresiones. El filósofo francés Henri Bergson sostenía la idea de que el hombre sólo puede soportar
la percepción de una parte menor del universo. Y que si quisiera abarcar más,
se volvería loco. Por eso, dice, es que la función del sistema nervioso central
es básicamente eliminativa. Y aquí es donde hallamos la gran diferencia entre
el Ulises de Joyce, y las novelas
de Miller. En el Ulises hay un
intento de captar la totalidad de eventos que le suceden a tres personajes en
un lapso de tiempo. En las obras de Miler hay una gran eliminación, una enorme
simplificación del mundo.
Busquemos ahora una conclusión que ataña a la
novela en general: la novela es un discriminación del mundo, realizada por un
individuo, a partir de un caos de impresiones. De ese caos, de ese maremagnum,
el novelista quiere sacar un orden, cifrarlo y entregarlo empastado. Así vemos
que hay novelas como El viejo y el mar¸en la que tenemos un número
limitado de elementos: un viejo, un bote, un gran pez, el mar y el cielo. Y
vemos que hay otras novelas, como La Colmena, de Camilo José Celá, en la que el número de
personajes parece incontrolable: cientos de individuos entran, se sientan en un
café, hablan, se van, vienen otras personas, se sientan, toman café, conversan,
se van.
Hay una expresión en
el lenguaje de los costarricenses: “batear”. No quiere decir golpear con un
bate una pelota relativamente pequeña y dura que si cae del del cielo puede
causar graves contusiones, sino que significa o quiere significar (en Costa
Rica, repito) tentar, intentar, tratar de hacer algo sin realmente saber cómo
hacerlo. Muchos novelistas escribieron su primera novela bateando. Tal es el
caso de la chilena Isabel Allende, quien en reciente entrevista comentaba: “Cuando escribí La casa de los espíritus ni siquiera sabía lo que
había escrito, no sabía que era una novela... Cuando se publicó el libro y fui
a España, me di cuenta que todo el mundo estaba hablando del libro, y que
venían los periodistas y los críticos a hablar conmigo. Yo era una pobre
campesina venida de Venezuela que no tenía idea de lo que era el mundo
literario, ni que existía la crítica", agregó. "No había leído
crítica literaria en mi vida, no había estudiado español, no sabía nada de
nada. Y cuando vi que se empezaba a traducir y que llegaban los contratos de
las traducciones ya la cosa se me disparó de las manos".
¿Qué conclusiones podemos sacar de esta entrevista?
Conclusiones diametralmente opuestas a las que sacaríamos del estudio del Ulises:
No hay que ser ni erudito ni importante ni casi nada para ser novelista.
Basta con saber redactar y con tener una historia que contar. ¿Quién no tiene
una historia que contar? Y, ¿quién tiene la razón? ¿Joyce o Isabel Allende?
¿Cuál es más novela, el Ulises o Casa de los espíritus?
Cortázar en una
entrevista dijo: “Mi ideal sería tener un año o dos de tranquilidad, para
escribir una novela que me da vueltas en la cabeza hace mucho tiempo. Por eso
es que cada vez más me convierto en un cuentista, porque los cuentos los
escribes en el avión, en tu casa, en la calle..."
Ah, ¿entonces para escribir novelas se necesitan por lo
menos dos años? Dostoievski contestaría que no. Una de las más bellas novelas
que se haya escrito, llamada Las Noches blancas, fue escrita en una
semana. Conclusión: no hay reglas sobre el tiempo que se debe gastar para
escribir una novela.
Les voy a contar una anécdota personal, y espero me
disculpen por incluirme al lado de tan ilustres parientes... Resulta que a lo
largo de mi vida como novelista he tenido diversas etapas: al principio, a mis
veintitres años, comencé a escribir con
absoluta libertad, terminé una novela, Breve historia de todas las cosas; luego
la corregí después de leer una colección de obras grandes (La Iliada, La
Odisea, Ulises, El Quijote, Cien años de soledad...) y la mandé a Buenos
Aires. Tuve la fortuna absolutamente inconcebible de que me la publicaran con
gran despliegue publicitario en una editorial importante. Me pasó lo que a
Isabel Allende: me volví novelista sin saber lo que era una novela. Después, ya
tomándome más en serio, me preparé como un corredor de fondo y escribí otras
novelas, en las que gasté muchos años. Una de ellas, El juego de las
seducciones, tardé diecinueve años en terminarla. Y tengo que confesar que
esa novela pasó casi inadvertida. Hace poco, quizás un año, me vi movido por
una ambición malsana: vi las bases de un concurso internacional de novela con
170 000 dolares de premio. Esa cantidad de dinero súbitamente disparó mi
ambición y quizás mi talento. En dos meses terminé una novela que tenía enredada
en mente desde hacía años. La mandé al concurso y casi lo gano. Quedé en
segundo lugar. Y miren lo que dice Cervantes sobre los concursos: "El concurso, si es de justa literaria, procure
vuestra merced llevar el segundo premio, que el primero siempre se le lleva el
favor o la gran calidad de la persona, el segundo se le lleva la mera justicia,
y el tercero viene a ser el segundo, y el primero, a esta cuenta, será el
tercero...".
La
conclusión a la que quiero llegar es que no se trata solamente de que uno tenga que encerrarse una
década a escribir una obra maestra, sino que llegue el instante preciso, o la
musa propicia, que puede ser un cheque de 170 000 dólares, una mujer o la
súbita perdida de un empleo. El dinero ha movido a los novelistas desde siempre:
Dostoievski escribía por encargo y sus grandes obras se las pagaban antes de
estar siquiera imaginadas. No es vergonzoso que el dinero muerva al novelista,
sino el hecho de que lo apresure y le haga entregar un producto inmaduro.
Nuestro García Márquez comenzó igual que todos: ganando concursos. Ganó el
Concurso de la trasnacional de novela Esso, cuando era un pecado de lesa
izquierdismo codearse con las empresas norteamericanas.
Hasta aquí hemos estado
bateando en el mundo de la literatura y hemos mencionado varios nombres: Joyce,
Woolf, Miller, Cortázar, Allende, García Márquez, Dostoievski, y todavía no
hemos llegado a grandes certezas, sólo a conclusiones parciales. Sin embargo
creo que vamos aclarando las preguntas: ya no una pregunta tan general: ¿Qué es
una novela? Sino preguntas más concretas: ¿De qué tratan las novelas? ¿Cómo se
escriben las novelas? ¿Cuándo se escriben las novelas? Ensayemos unos cuantos
batazos. ¿De que tratan las novelas? Respondo: las novelas tratan de
sustantivos. ¿Cómo de sustantivos? Eso es tema de la redacción. No, señores,
las novelas tratan de sustantivos: es decir, de personas, animales o cosas. O
tratan de lo que le sucede a los sustantivos: aventuras, emociones, traiciones,
amores, adulterios, guerras, pleitos. ¿Qué es la novela, entonces? Es un texto
de una longitud digamos superior a cien páginas que se ocupa de sustantivos y
sus accidentes. Y definamos accidentes como todo lo que le pasa a las personas,
animales o cosas. Que haya accidentes es muy importante en las novelas, pues si
no hay accidentes, simplemente los sustantivos se quedan ahí quietos, y el
lector se aburre de escuchar la cantaleta: una rosa es una rosa es una rosa.
Como lectores de narrrativa —he aquí una palabra interesante para nosotros— queremos
que le pase algo a la rosa. Tal vez a
los poetas les baste que la rosa sea una rosa, pero a los narradores nos
importa conocer los accidentes que ha tenido esa rosa.
Sigamos bateando: “La virtud no tiene historia”. “A la
maldad con éxito se llama virtud”(Séneca).
Hay novelas de aventuras, en las que lo más importante es lo que pasa,
sumirse en un vórtice: un suceso tras otro, y el lector se emociona con esas
aventuras, pero cuando cierra el libro ya la emoción se calma y no queda nada.
Hay otras novelas en las que asistimos a rupturas con lo convencional:
enfrentamientos con la moral, con las costumbres, con las formas narrativas
aceptadas. Las grandes novelas han sido auténticas rupturas con las
convenciones. Pensemos en Crimen y
castigo, una obra en la que el autor penetra en la mente de Raskolnikoff,
un joven que asesina a una anciana. El autor sigue los razonamientos de
Raskolnikoff y prácticamente termina por justificar ese asesinato. O pensemos
en las obras de Miller, DH. Lawrence o Anais Nin, que plantearon nuevas reglas
en las relaciones afectivas, reglas de libertad sexual, de autodeterminación,
de destrucción de los esquemas en los que se basa la familia (establilidad,
fidelidad, cumplimiento del deber). A
partir de lo anterior nos enfrentamos a una nueva pregunta: ¿Hay alguna
relación entre la moral y la novela?
Respondemos: Sí, claro que
sí; cada novela plantea una moral, una forma de ser, modelos dignos de ser
imitados, admirados o rechazados. Entonces la novela no es un jueguito de
espacios, tiempos, tensiones, ni es un crucigrama o una ecuación con
incógnitas, sino que es o debe ser una indagación auténtica en lo que es
fundamental para los sustantivos. Para los sustantivos sustantivos, es decir,
para los que escriben y para los que leen.
Y dejemos aquí esta primera sesión. Espero que
de acercamientos a otras novelas podamos sacar algunas conclusiones y
acercarnos al continente de la novela, que es tan grande, tan variado, tan
cambiante, que sin duda el tema podría ser eterno, y mucho más grande que el
mundo, pues una novela, adelantémonos un poco en aseveraciones, soporta
prácticamente todo, salvo la tontería, la falta de sentido, la retórica, el
exhibicionismo, la mentira, la mediocridad, la ignorancia, la vacuidad. En
verdad no es cualquiera el que pueda escribir una novela: es solamente el que
tiene algo que decir y puede decirlo de manera original.
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