Ranita (historia completa)

marzo 13, 2018



Amado de los Santos Dionisio Luna decidió, orillado por las de- plorables circunstancias de su vida y la poco común suerte que creía tener en asuntos de mujeres, fundar el primer consultorio erótico y sentimental de la región. La idea surgió de la fortuita oferta que le hiciera Francisca Irigoyen, su amiga de muchos años, y de un larguísimo periodo de ayuno... —¿quién iba a querer darle empleo en esos tiempos de penuria (pero acaso no todos los tiempos son de penuria para los eternamente heridos por la saeta del ángel vengador por excelencia, don Cupido) a un violinista que era demasiado no para acompañar mariachis, excesivamente mediocre para ocultarse en la Sinfónica y muy orgulloso para tocar en las calles y pedir monedas a cambio, aunque, por otra parte, fuera un sólido macho de estampa gar- bosa y tuviera o creyera tener el encanto de la simpatía univer- sal? ¿Quién iba a comprar sus viejas composiciones, mezcla de florituras demasiado complejas para sus dedos de albañil y con reminiscencias mozartianas obvias y hasta vulgares? Además, ya llevaba años sin inventar una sola armonía satisfactoria y comiendo carne blanca (la de su ya encallecida amante y vecina, la periodista gordita) apenas una vez a la semana y probando unos cuantos gramos de pescado en cuaresma, tortillas, sal y chile en el mejor de los casos.
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Dionisio conoció hace muchos años a una mujer espléndi- da y tímida, durante los días que trabajó como musicalizador en una emisora radiofónica cuyas ondas piadosas no iban más allá del edi cio que alojaba sus instalaciones. Radio Ubre, la llamaban los empleados de la benemérita institución, y sería un insulto rascar en detalles. Siendo Francisca Irigoyen una persona en extremo reservada, tenía sin embargo una gran curiosidad y un deseo de comunicación más allá de lo ex- plicable, que no habían podido ser sosegados por su esposo, sobre el que, sin embargo, se negó a hablar en los primeros tiempos (in illio tempore, época mítica, irrepetible y por ello, quizás, imaginaria) por temor o reverencia. Durante muchos años, en los cortos momentos que pasaron juntos —De los Santos Dionisio Luna andaba siempre corriendo de un lado a otro, seguro de que la vida lo esperaba más allá del presente, y cuando pasaba al lado de Francisca (Chica, la llamaban: era espigada, notable entre la multitud, vestía como para una cita de amor, tenía un cuerpo gallardo y en su caminar estaba su inconsciente pecado: nadie que la contemplara más de un instante podía permanecer en el umbral de la inocencia) solo se daba tiempo para suspirar ruidosamente: «Lo que tú y yo haríamos si la vida nos lo permitiera», le decía, demasiado en público para ser tomado en serio— conversaban con gran reserva sobre aspectos de la intimidad.
Por varios años hablaron, siempre sigilosa y sinceramen- te, sobre el tema lo que tú y yo haríamos si la vida nos lo per- mitiera, pero ni uno ni otro parecían interesados en llevar el asunto más allá. Hubo uno o dos bailes, en los que se dieron acercamientos relativamente presagiosos, que morían cuando estaba terminando la esta. En tales casos, Chica —acaso al
calor de las copas— se tornaba en una mujer extremadamente sensible de sus propias gracias, y su forma de bailar pasaba de lo socialmente sospechoso a lo francamente fornicular. Tenía una manera de marcar el paso del mambo y de emprender los quiebras de cintura en la cumbia acercándose en reversa que enloquecía a Dionisio, ya de por sí bastante delicado en todo lo referente a tafanarios.
Por respeto a su trabajo y por una especie de fraternidad sin- dical o de reverencia ante lo inefable, ni uno ni otra insinuaron jamás llegar a los agridulces deleites de la bestia, aunque entre ellos se hablara en términos crudos y luminosos sobre los gozos y tormentos que pueden proporcionarse las parejas en tantos lechos posibles que depara el azar, algo flaco por cierto en ciu- dades como la que transita el destino de nuestros personajes.
Amado de los Santos Dionisio Luna... —ruego de rodillas disculpar este nombre excesivo y muy propio de cierta litera- tura muy en boga que no quiero juzgar, tal vez por complejo de inferioridad o todo lo contrario— ...Amado de los Santos Dionisio Luna —ese era y es su nombre y no tengo licencia ni interés de cambiarlo— entró en la vida de Chica Irigoyen de la forma más honesta, y vio crecer a sus hijas, las tres de belleza extrema, pero ninguna con el encanto de Ranita —se llamaba Renata, pero habían dado en llamarla Ranita, y ello la satis zo—. La vio crecer. La tuvo en sus brazos cuando tenía dos años, luego la llevó al parque cuando cumplió los seis; a los siete la acompañó a la playa y pudo verla casi desnuda, lo que guardó en su memoria como la imagen más perfecta de la be- lleza que acaso vería en su vida; a los diez —cuando su belleza y su frutescencia comenzaban a ser muchedumbre en el espíritu deleznable de De los Santos— asistió a su cumpleaños; a los
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doce ya la miraba obsesivamente, y cuando la vio a los trece no pudo dejar de pensar en ella.
Convencido por completo de la inocencia de sus impulsos y la castidad absoluta de las fantasías que comenzó a bordar en el tapiz de su vida con la nena, y de que con ello no hacía mal a nadie, comenzó a pensar en la niña dejando deslizar su imaginación hacia territorios vedados por la santa curia y las sanas costumbres: veía a la nena en cueritos sobre su cama ha- ciendo cabriolas de gimnasia o ngiendo estampas de candor mientras se mordía el dedo gordo del pie derecho. Que fuera precisamente el del pie derecho tiene su razón de ser y su fun- damento teológico, cosa que cualquier curioso podrá consultar en el Antiguo Testamento. Para mayor abundancia habría que agregar que Lucifer fue sin duda el primer izquierdista y a partir de ese punto podríamos hilar delgado hasta llegar a los conceptos contemporáneos de bien y mal. A ver... ¿por qué se llama al Derecho «derecho» y no «izquierdo»? ¿Conclusión? La Ranita de sueños hacía bien —hacía el bien— al morderse el dedo gordo del pie derecho. Y pasemos a otro asunto sin lasti- marnos en divagaciones.
En los cortos trechos de conversación con Chica Irigoyen, Amado Etcétera le reveló a la bizarra dama sus fantasías. No la escandalizaron ni llegó a preocuparse. De los Santos y Francisca habían arribado a una conclusión que los hacía sentirse bien con sus conciencias: las fantasías son quizás lo mejor de la vida, y no hay por qué negarse a ellas. En el caso en que una fantasía se realizara, habría que dar gracias a Dios y permanecer con la boca cerrada. Mientras eso no sucediera, bastaba con el valor etéreo de las situaciones, que solo existían en la intimidad de los solitarios.
Habría que agregar en bene cio de la duda, siempre pre- sente en algunos lectores, que el esposo de Francisca Irigoyen era para ella menos que un cerdo a la izquierda: beodo con- suetudinario, ventripotente, soberbio, tacaño y, lo mejor de todo, ausente en un alto porcentaje, dato que favorecía todas las apuestas por una in delidad que, como se verá en lo sub- siguiente, nunca llegó. Pero este es dato que en cierta medida favorece la intriga y ya se conocerán razones.
Un día, años más tarde, cuando Amado de los Santos no trabaja- ba en la radio y se dedicaba a otros o cios —en ocasiones vendía botas de Naolinco con su amigo Toño Cintura o se lanzaba a aventuras poco edi cantes y hasta peligrosas, a veces tocaba el violín en los cafés (esta es una ciudad llena de cafés, poetas frustrados y políticos o cialistas)— recibió una llamada de una mujer que creía desconocida.
Resultó ser Francisca Irigoyen, quien, con voz temblorosa le pidió una cita. «Tengo algo muy serio que hablar con usted», le dijo. Lo que puso a temblar de emoción y terror al violinista fue ese «usted» tan inesperado y burocrático.
Amado de los Santos Etcétera recibió a su vieja amiga Fran- cisca Irigoyen en la sala de su casa. (Seamos optimistas al utilizar una expresión tan doméstica y diciente como «la sala de su casa»: en verdad no era una sala y tampoco era su casa).
De su antigua belleza y elegancia no quedaban ni las huellas y en el caminar derrapaba peligrosamente hacia el lado dere- cho. Solo un desastre puede haberla acabado de esta forma, pensó Amado. Su rostro, antes sereno y terso, ahora estaba surcado por arrugas hondas y expresivas. Su cuerpo había per- dido la armonía. Cojeaba. No esperó a que le preguntara nada.
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Comenzó a hacer una enumeración de males. Dijo padecer de osteoporosis, una especie de comején que le iba socavando los huesos, y que la mantenía sujeta a tratamientos rigurosos y prolongados.
Estaba muy nerviosa. Fumaba un cigarrillo tras otro y los aplastaba contra el cenicero hasta que lo dejó rebosante en menos de media hora.
Súbitamente, y sin transición, elevó la voz:
—Pero no vine a hablar sobre eso. La verdad es que tengo problemas muy graves con Ranita. No sé si se acuerda de ella... ¡Cómo no recordar a la hija menor de Francisca, cuando la vio crecer y la tuvo en su brazos hasta que se convirtió en la niña de la belleza más pasmosa de que tenga memoria! Tenía unos ojillos risueños que, encomendémonos a las buenas intencio- nes de las obras del Señor, hacían sospechar que la auténtica
inocencia era un defecto solo propio de los adultos.
Francisca Irigoyen bajó la cabeza. Prendió otro cigarrillo. Su

voz se hizo más sosegada y nostalgiosa:
—Nunca olvido las conversaciones que tuvimos.
En ese momento Amado temió lo peor. No estaba dispuesto

a caer en los brazos de Francisca en honor a un recuerdo que ha- bía sido degradado ominosamente por el tiempo y sus argucias. La mujer estaba sudando. Su vestido, de tejido finísimo adherido al cuerpo, la hacía parecer un bicho sin clasi cación
alguna.
Amado le ofreció un trago de tepache, lo único que había en

casa. Ella lo bebió de un tirón. Pareció animarse.
Le contó una larga historia de desdichas que Amado ya había digerido y desalojado años antes. Habló de un matrimonio des- ordenado, al que llegó por la vía judicial, después de haber sido

forzada por el padre de sus hijas. El folletón era lo su ciente- mente colorido y convencional para interesarle a quien llegaría a ser especialista escuchante y solucionador de problemas de amor, eróticos o semejantes.
No había forma de detener aquel aquelarre de desastres íntimos. Francisca tenía asida la jarra de tepache y amenazaba con carecer de intención de quedarse huérfana de consuelo.
—Si supiera que debo repetir esta vida, preferiría quedarme el resto de la eternidad en el in erno.
Amado estuvo a punto de lanzarse a enumerar los aspectos positivos que Nietzsche argumentaba en favor del eterno retorno (como buen escéptico optimista, nuestro personaje privilegiaba al loco de Nietzsche por encima del marrullero de Schopenhauer —y no vayamos más allá en esta veta, que nuestra obra pretende ser una novela de la vida real más que un soflamero tratado de losofía o uno de esos falsos decálo- gos morales escritos por degenerados que sueñan con el cielo mientras disfrutan de los indudables bene cios que acarrea el mal bien administrado—), pero Francisca lo cortó casi con agresividad.
—No quiero que mi Ranita sufra lo que yo sufrí.
Estaba llorando.
—Quiero que mi niña tenga una iniciación feliz a la vida

amorosa y que entienda que el erotismo es algo agradable, limpio, sincero. No quiero que un bruto la convierta en su des- aguadero y un esposo en su esclava.
Francisca le puso una mano en el hombro a Amado. Lo miró directamente a los ojos.
No estaba ebria. Hablaba con plena Sapiencia.
—Quiero que un hombre como usted le sirva de maestro

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de la vida.
«Gracias, dios de los amorosos», se dijo Amado recordando

el esplendor de Ranita a los trece e imaginando lo que los años habrían terminado de con gurar en ella. ¿Qué edad tendría ahora? Acaso dieciséis. A lo más diecisiete.
Ente los sueños que atesoraba Amado, el que más apreciaba era aquel en el que una adolescente se entregaba atada de pies y manos, por su propia voluntad y deleite, a su capricho de hombre que ya piensa haberlo vivido casi todo.
Había un obstáculo: una cosa eran las sanas intenciones de la madre y tal vez otra la autodeterminación de Ranita.
—Mi nena me ha dicho que desde pequeña se ha sentido atraída por usted. Yo no le he dado alas, pero tampoco la he reprimido. Sé que lee y tiene una gran capacidad para com- prender las verdades sobre la vida y por ello conoce teórica- mente todo lo que hay que saber sobre las relaciones entre los hombres y las mujeres.
Francisca sonrió por primera vez.
—De todos modos tiene la cabeza llena de enredos. Según mi niña —dijo Francisca— los hombres les trasmiten los esper- matozoides a las mujeres por medio de los besos.
¿Donde ha vivido esta criatura de Dios?, se preguntó Amado, hoy en día las niñas decentes se masturban antes de ir a misa, como dice el sabio e indecente de Louys.
—Mi nena está sumida en una angustia terrible. Quie- re hacer el amor. Está desesperada por hacerlo. Y dice que aprovechará la primera oportunidad que tenga para satisfacer su curiosidad.
Amado intentó hablar. Francisca no lo permitió.
—Quiero que me escuche hasta el nal y luego que me diga

un «sí» o un «no».
Tomó ánimo. Retomó el hilo donde lo había dejado: —Conozco a los amigos de Ranita y sé qué clase de personas

son. Temo que algún torpe le arruine la vida a mi niña, como lo hizo su padre conmigo.
Amado asimiló la inmensidad de lo que Francisca, su vieja amiga, quería. Entendió con regocijo, con alegría, incluso con un sentimiento de santidad.
La mujer sacó la chequera. Amado intentó protestar. Fran- cisca estaba llorando como solo una vez en la vida se llora. Llenó el cheque.
—Llévela al mejor hotel que encuentre. Hágala feliz. Ensé- ñele todo, ¡todo! No quiero que tenga sorpresas. Sé que puede enamorarse de usted, pero confío en que sepa manejar la si- tuación.
Puso el cheque sobre la mesa. Su mirada se había aclarado. Quizás suponía que era trato hecho. Sonreía.
—No creo que sea su ciente.
—Tiene chequera abierta. Tómese el tiempo que quiera. No se detenga por dinero. Podré sacarle a mi exmarido la cantidad que quiera.
La respiración de Amado se había acelerado. Una cantidad de emociones informes luchaban por dominar su tribulación. No solo era el asunto del dinero —debía seis meses de renta y llevaba quince días de comer frijoles, chile y tortillas— sino el de los sentimientos y la dignidad. ¿Debía cobrar un trabajo de esa especie? Sentía unas cosquillas deliciosas en el bajo vientre. Ah... la vida, gracias, se decía Amado.
Pero el Amado ético, el caballero que a veces le crece incluso en contra de sí mismo, fue el que habló:
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—Mira, Francisca, creo que a pesar de que no nos hemos visto en años, me sigues conociendo como cuando éramos compañeros de trabajo. El hecho de que me ofrezcas a tu hija, como se ofrecen en ciertas tribus las doncellas núbiles, me pa- rece emocionante, y de solo pensarlo se me eriza el alma, pero para serte sincero, no voy a poder cumplirte.
La dolorosa volvió a desatarse en llanto.
Amado descubrió que su caballerosidad no era digna del Santo Grial cuando dijo:
—Solo lo aceptaría si parte de ella. Yo puedo ayudarla a caer, pero gradualmente, de modo que lleguemos a la cama por su voluntad y deseo.
—¿Cómo?
—¿Qué te parece si le doy trabajo como mi secretaria, pretex- tando que tengo algún asunto urgente?
Dicho y hecho. Faltaba un leve detalle: Amado de los San- tos Dionisio Luna carecía de o cina, por lo que fue necesario agregar un par de ceros al cheque, de modo que sí la tuviera... como corresponde a quien quiera ostentar el título de Consultor Erótico y Sentimental, que comenzaba a hacer sus incursiones en los vericuetos de los serpentinos sesos de nuestro protago- nista —a quien no nos atrevemos a llamar hasta el momento héroe por razones más de modestia que de obviedad y menos de optimismo que de natural conciencia (es claro que autor que se respete debe conocer al dedillo el destino de su perso- naje principal desde la primera línea de su último borrador, y no hemos de ser la deshonrosa excepción: hay que anunciarlo desde este mismo momento: Amado de los Santos fracasará en todas y cada una de sus empresas, pero lo hará con estilo, que es lo que en verdad interesa y encanta, lo que diferencia al artista
1. Historia incompleta de ranita 19 del patán y al hombre auténtico del frenólito).
Dicho lo anterior, pasemos a la acción. El primer día Ranita se presentó a trabajar con una minifalda de mezclilla y una blu- sa blanca a través de la cual se transparentaban sus pechitos deliciosos sostenidos por un brasier de media copa. Su pelo estaba recogido en una graciosa y arqueada cola de caballo, que descendía sobre su cuello blanquísimo, terriblemente atractivo. Saludó con los ojos bajos y la trompita parada.
Amado la trató con ngida indiferencia. Con ello creía darle ánimo, seguridad y espacio para que la niña notara las venta- jas que le ofrecía la soledad acompañada. Se trataba de que se sintiera profesional, tranquila.
Al siguiente día recibió llamada de Francisca Irigoyen: —Ya no quiere ir. La asustaste. La trataste con poca delicadeza. Creo que vas por el camino equivocado. Trata de
acercarte a ella por la vía paternal. Eso la derrite.
Tenía razón su madre. Era indispensable corregir la estrategia.
Se presentó tres días después. Ahora vestía como monjita.

Se portó muy seria. Cumplió con su trabajo casi sin levantar los ojos.
Antes de que saliera, Amado la llamó:
—Estás trabajando muy bien —la tomó de un brazo, sintió su carne joven, exquisita. Le acarició una mejilla. En sus ojos había brillo orgulloso. No halló en ella malicia alguna.
Al siguiente día de trabajo llegó de nuevo con su minifalda. Traía el pelo suelto, instalada en los labios una sonrisa que le heló la sangre al amoroso, y ese brillo en los ojos que causaba estupor y turbación. A partir de entonces apareció cada maña- na en la o cina con una innovación, a cual más osada, en su
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vestuario. Un día fue un vestido de escote violento, agravado por un brasier que le elevaba los pechitos hasta el borde de la ignominia. Otro día una minifalda cruenta, con la que se paseaba por la o cina, insistiendo en buscar papeles en un archivero que tanto ella como él sabían vacío. Otro día era un traje de espalda descubierta casi hasta la cintura, combinado con una cola de caballo que invitaban al salto del asno. Y auna- do a esto la nena afectaba un creciente desapego y una frialdad espeluznantes en una niña que se sabía y se quería destinada al mejor sacri cio.
El resultado fue que el pobre de Amado pasaría las mañanas enteras ocultando la eminencia de su deseo, incapaz de cumplir sus compromisos. A partir del aviso clasi cado
habían comenzado a llover solicitudes, no solo de la región, sino de lugares remotos. Una joven madre soltera de Querétaro solicitaba atención perentoria. Amenazaba suicidio si no se le ponía atención. Un padre de familia, del Distrito Federal, en carta de veinticinco cuartillas, solicitaba auxilio para su hija,
respondía el apesadumbrado. Y Francisca lo abrumaba con ur- gimientos: que su hija corría peligro, que un garañón le estaba oliendo los huesos, que si se tardaba una semana más iba a ser muy tarde. E incluso llegaba al insulto velado. Preguntaba por su masculinidad, por su alimentación, su currículum genital, el conteo y la velocidad espermática, la experiencia profesional y las horas de sueño efectivo.
De modo que Amado tomó medidas drásticas. La invitó a cine.
—¿A cine? —Ranita torció el gesto—. Ay, don Amado —el «don» le dolió como una puñalada entre ventrículo y ventrí- culo— eso es obsoleto. Ahora la gente no va a cine, sino que se encierra en un cuartito acogedor —la voz se le hizo arrullado- ra—y prende la videocasetera.
Su mirada fue francamente insidiosa: —¿Qué tipo de películas le gusta ver? ¡Pornográ cas!, pensó Amado, pero dijo: —Las de Woody Allen.
—Bastante imbéciles, por cierto. Esas son para los que quie- ren parecer intelectuales.
Amado cedió terreno. Lanzó al tapete un comodín: —Estoy seguro que me gustan las que te gustan.
La respuesta de Ranita fue una especie de elegante pase

torero. Simplemente abanicó el aire con su imaginaria falda española y dio la espalda.
Esa noche Amado no respondió la llamada de Francisca. Y tampoco pudo dormir. Casi podía sentir el aroma de la limpia entrepierna —¿canela, albahaca, romero?— de Ranita inva- diendo su recámara. A las cinco de la mañana tuvo una especie de visión que no supo precisar. Era como una criatura que
Doctor Amantísimo (Amado Luna): Solución a asuntos amorosos, afectivos y eróticos. Discreción y experiencia. Tarifas módicas. Especialista en jovencitas y señoras.
que debía de tener alguna tara o defecto, a juzgar por las reti- cencias con que tocaba el asunto.
De los Santos envió telegramas, anunciando posterior aten- ción a los casos. Por lo pronto se trataba de sacar en limpio lo de Ranita. La madre propiciatoria lo llamaba todas las noches para preguntarle por los avances del asunto. «Todavía nada»,
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salía desnuda del botón de una flor y que cuando le daba el sol comenzaba a marchitarse.
Ranita volvió a faltar a la o cina. Amado fue a emborrachar- se a la cantina del Tío Mikey. La conclusión de la borrachera fue clara: estaba enamorado de su clienta. No había otra alternativa que abandonar el caso. La literatura de consultores sentimenta- les y doctores del corazón prescribía cualquier involucramien- to. Ya en el borde de la conciencia visitó a su vecina periodista y se machucaron el uno al otro sin piedad ni amor. Evitaron besarse y durmieron con los rostros separados por almohadas.
El sábado Francisca lo buscó directamente en su pocilga:
—Creo que ya es demasiado tarde. Ranita llegó a casa en la madrugada y traía un olor sospechoso.
¡Me suicido! ¡Me suicido!, pensó Amado, y dijo que no lo creía posible, que Ranita estaba actuando y quería acelerar el asunto.
—Vamos a ayudarle —dijo Francisca—. La obligaré a que venga con nosotros a una cabañita que me presta un amigo en Chachalacas.
La idea de ir a la playa con Ranita le agradó, pero no lo de la compañía de Francisca. Imaginarla cojeando, su cuerpo contrahecho, enfundado en un traje de baño, y compararla con el estruendo íntimo que le produciría Ranita, sería su ciente engorro como para echar todo a perder.
—Ya sé lo que está pensando... El caso es que si no voy yo, no va Ranita.
Total, que fueron a la playa. Y resultó que el chaneque de la buena fortuna estuviera de humor propicio: Ranita no sabía nadar y así estuvo redondo y completo el pretexto para tenerla
en brazos.
Verla en traje de baño le hizo caer en cuenta de que se había

equivocado garrafalmente. Ranita no era una mujer sino una niña. Las cuentas de la memoria le habían fallado. Era una niña en el mejor momento de su vida. Un bocado de cardenal para un hombre de casi cuarenta años, solterón y redundante de todo tipo de excesos soñados, es decir, con las naturales apetencias de su edad. Sus pechitos apenas estaban floreando y parecían sonreírle bajo la playera que usaba sin brasier cada vez que se quitaba el traje de baño mojado.
Francisca cumplió con desaparecer casi todo el tiempo. Se perdía entre las dunas horas enteras, pero Amado sabía que no estaba lejos, sino acechando con perversidad de hembra insa- tisfecha —satisfecha de serlo— la iniciación de su hija. Y que tras el ojo de Chica Irigoyen estaba el ojo de la eternidad. ¡Qué compromiso, Mon Dieu! (Espero que los lectores poco ilustrados sepan disculpar las palabrejas en idiomas menos conocidos que el inglés. Se trata de una malhadada costumbre de nuestro pro- tagonista, que quiere menos deslumbrar a los cultos que hacer honor a los años de dura brega ante gramáticas abstrusas y en ocasiones obtusas).
Por una casualidad providencial, en la que intervino la mano sonámbula de Amado, el único traje de baño de Ranita desapareció la primera noche y ni ella ni su madre ni Amado hallaron nada inconveniente en que la niña se bañara con una larga playera.
Los rayos del sol caían como hachazos sobre las nucas. La playa estaba desierta hasta el límite del horizonte. Francisca dormía boca abajo. Ranita salía en ese instante del mar, con la playera ceñida al cuerpo, convertida en una segunda piel, aun
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más sugerente cuanto más falsa era. Amado no podía apartar los ojos de aquella visión de belleza espantosa. La misma Ra- nita, consciente del poder de sus encantos sobre ese hombre febricitante, se había colocado de pie frente a él como una estatua de incitación a la lujuria y sonreía con esa sonrisa que días atrás le había convertido la sangre en horchata.
Tartamudeante, torpe, atropellado por el fragor de sus fluidos enloquecidos, Amado, en lugar de aprovechar las cir- cunstancias —hubiera sido tan fácil, tan natural, llevarla de la mano a un rinconcito bajo las palmas, acariciarla minuciosa y pacientemente, y comenzar el deleitoso camino, con palabras amorosas, con mimos semejantes a aquellos que usó diez o doce años antes, cuando Ranita apenas comenzaba a hablar, y era la niña más linda que pudiera imaginarse—, corrió a lanzarse al mar, nadó cien brazadas en territorio de tiburones, se liberó de su traje de baño e hizo el amor con las olas, que lo abandonaron en un sopor de paz, de vergüenza, de soledad.
Cuando regresó a la playa, convencido de haber apagado su furor, Ranita estaba tendida en la arena, con la misma sonrisa que le helaba la sangre, y la espalda desnuda, y era como si su- piese, como si estuviera segura de que su cuerpo, su diabólico candor iban a poner los remordimientos de Amado de espaldas al suelo.
Despertó Francisca y la situación se tornó aún más incómo- da. La nena se puso la playera mojada y era como si estuviera desnuda, totalmente, frente a él y a su madre. Amado miraba de reojo, ngiendo catatonia, ese cuerpo glorioso y de nuevo sentía nacer el fuego que creyó haber apagado en el mar, esa hembra que todo lo comprende, lo perdona, lo olvida. (La línea nal, referente al mar como hembra etcétera, bastante ridícula
por cierto, debe ser eliminada de la mente del sufrido lector). Y adelante. Esa noche el calor fue una gran plancha que aplastaba a los seres humanos como cucarachas, dejándolos con sus tripas y sus más ín mas apetencias pataleando avergonza­ das a plena luz. Ranita, que se había acostado al lado de su madre, se desnudó entre sueños. El profesional —el incipiente profesional— del amor prendió un cigarrillo y pudo verla, en la batalla campal de su adolescencia, convertida en la encarnación del beltenebros de la lujuria que amenazaba con tomar posesión de su organismo de ángel victorioso. La nena soñaba, y su sueño era tormentoso. Recorría con sus manos su cuerpo y buscaba
los sitios del amor ausente.
¡Cómo sufre!, se dijo Amado, consciente de su apostolado.

Y quiso ayudarla. Se acercó sigilosamente a su cuerpo, quiso acariciarlo, pero cuando sus manos se acercaban a ese torso de criatura inverosímil, Amado vio que Ranita tenía los ojos abiertos y estaba sonriendo, en los labios destellaba esa sonrisa paralizante de pantalla ja.
A la mañana siguiente se repitió la tortura del día anterior. Ra- nita lo miraba de soslayo rizando el rizo imaginario, se trazaba rutas de arena sobre la tersura de su vello de horizonte nal, se mordía los labios fatales de rosa rosado, impúdica giraba en torno a las palmeras jugando el juego de Pavlov y los perros con unos pescadores menos limpios que rudos, y cuando Amado después de tanto ritual infame se sentía dispuesto a cumplir con sus alta misión, tropezaba con esa sonrisa aterrorizante de corazón delator.
Toda una semana pasaron en Chachalacas. Fue una semana de insomnio, de placeres ocultos y solitarios, que Amado aró en
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su cuerpo y soñó en Ranita.
Fernanda día con día se tornaba más acosadora, más insul-

tante: era necesario que su hija regresara a Xalapa conociendo los rudimentos del amor. Amado tenía que cumplir.
Pero De los Santos Dionisio Amado, que tanto fanfarronea- ba de ser un profesional y un estudioso del amor, y que sentía la experiencia de siglos en su cuerpo y el poder de la naturaleza en pleno, simplemente no pudo. Era algo difícil de explicar: Ranita tenía su ingrediente extraño, una carga negativa, un arcángel protector, lo que fuera. O acaso sencillamente la infanta no estaba en las páginas del libro erótico de Amado Moon. Había que aceptarlo y olvidar.
Lo de la playa resultó un completo fracaso. Tanto Francisca Irigoyen como Ranita, e incluso Amado Moon, entendieron que no se podían torcer las líneas del destino, y que la criatura caería cuando ella y su cuerpo estuvieran maduros.
De modo que dejaron el asunto en paz y el amantísimo volvió a la honesta medianía de su vida y a los líos concomi- tantes: pagó las rentas atrasadas, la cuenta de la luz, renovó su guardarropa, compró unas botas brillantísimas de color algo encendido y unos tenis de la mejor calidad. Hubiera querido comprar un buen violín, pero para ello no le habrían alcanzado veinte cheques de amor. De todos modos ya tenía en mente la manera de conseguir un violín digno de sus pretensiones. Lo había visto en manos de un polaco de la sinfónica y logró escucharlo en un ensayo. Si Dios tocara violín, lo haría en ese. Debía ser un auténtico Stradivarius, un Pugnani o un Amati. Cosa de otro mundo.
Las compras le calmaron el corazón y lo consolaron de la pérdida de Ranita. Comenzó a fraguar un viaje. ¿A quién aten-
der primero, a la suicida de Querétaro o a la entidad del Dis- trito? Una fantasía tan desbocada como el sacri cio de Ranita, propiciado por su madre, quedaría en la memoria de Moon como el primer gran fracaso en su carrera de consultor erótico y sentimental. Acaso pudiera componer una cancioncita entre cándida y adolorida con esa historia fracasada. Pero el asunto no iba a terminar ahí...
Pasaron algunos días en los que Amado fornicó ordinaria- mente con su amante o cial —la vecina periodista, habladora y pretenciosa— y la tuvo entre sus brazos toda una noche, tras jugar las prendas al póker y verla exhibir sus poderosos cuerpos mamilares y su exclusivísima ropa interior, y se volvió a pregun- tar sobre el sentido de su vida y la función de las mujeres en el correcto equilibrio de las constelaciones. Cuando estuvo de nuevo solo, acompañado apenas por Gervasio, un pececillo de baja estofa que compró en Chedraui, se dedicó a redactar en mente los estatutos de su profesión de consultor de almas en desgracia y cuerpos abandonados.
Ocupado como estaba en soportarse a sí mismo, dejó pasar su vida sin gloria alguna, hasta que tropezó con Ranita en Lucio. Apenas verla, con su bustito de pitahaya y sus labios tiernísi- mos, encantadora en su minifalda escolar — ¡es el colmo, a lo que han llegado los colegios de monjas!—, la criatura que se escondía entre sus calzoncillos comenzó a emitir mensajes apremiantes. Era un bip­bip, como un dedo índice señalando, como un grito que le nacía desde lo mas hondo de las hormo- nas, y eso sucedía mientras Ranita hablaba, con su mezcla de candor y mala intención, y los ojos del profesor —ya el título de profesor era inevitable, en una ciudad en la que incluso los Her-
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manos de la Luz habían puesto o cina en pleno Úrsulo Galván y hasta tenían programa radiofónico— se nublaban al recordar sus pechitos bajo la playera en Chachalacas y el rubor que le lle- naba el cuerpo; y seguía hablando, y sus ojos cintilaban y todo el cuerpo de ella parecía destilar un aroma a talco Mennen, y el urgido seguía lanzando su bip-bip y parecía gritar, ¡ahora, ahora!, la nena quiere, ¡ahora, cretino!, dile, dile lo que sientes, con ésaselo, tienes que entender que Ranita está lista y que si la dejas ir ahora cometerás el más grande pecado que pueda sobrellevar un hombre; piensa que si te esquivó antes fue por- que su madre estaba en medio, pero que ahora se ofrece como un pavo en navidad y que le pica la cuquita y su imaginación parece un caldero y su corazón es una rata en comal ardiendo. Pero Amado, que se sentía tan inmoralista y libre, se descubrió casto caballero, y supo que no iba a ser capaz de abusar de una menor, ni más faltaba. A pesar de sus sueños y modestas an- danzas eróticas no era otra cosa que un paladín del amor, un ser doméstico vapuleado por la vida, un músico de alta escuela que se había educado en un gallinero, un goliardo hecho para el fuego del hogar, un hombre honrado en el verdadero fondo. Eso era. Por tal razón se convenció a sí mismo de que no quería y no podría. Pero una cosa era su voluntad y otra la de su indiscreta verga. En auxilio del pecado vino la inoportuna de la señora Antiparra —una entidad que lo visitaba de vez en cuando para darle consejos malsonantes— a ayudar al bip-bip: «¡Nunca, óyelo bien, atembao, nunca ha existido una niña más propicia para el amor! ¡Ahora, ahora, dile que le vas a abrir la cuquita con tu llave de plata!», le gritaba al oído. Pero Amado de los Santos Dionisio Luna no se atrevió, por más que el indiscreto balanín continuaba bip-bip emitiendo su llamado de la selva, su ances-
tral necesidad, y ya era más que evidente su presencia, y Ranita no perdía oportunidad de bajar los ojos, casi descaradamente, como queriendo hacer que el badajín mostrara su simpatía y su don de niñas participando en la conversación.
¡No y no!, pensó Amado, no quiero terminar en la cárcel, en un manicomio de amor o en el in erno. (Entiendo que creer en el in erno y leer a Nietzsche son actividades contradictorias, como pasar pastillas de penicilina con ayuda de tequila, pero nuestro personaje, como buen frenáptero, tiene sus particulari- dades. Disculpémoselas y sigamos hasta donde podamos llegar. El que ya sienta no poder soportar a nuestro Amado, bien puede abandonar el libro).
Pero Ranita, que parecía haberse dado cuenta de la lucha interior, zanjó el asunto con una acción cruenta y de nitiva, indudable, inconcebible.
Detuvo un taxi y ella misma, adensando la voz autoritaria, le dijo al chofer sin pudor alguno:
—Llévenos a... —y como no encontrara el nombre justo, le preguntó al oído a Amado: «Dime rápido el nombre de un buen hotel donde van las personas a, bueno, tú sabes, las parejas a, apretarse duro».
Como en otra dimensión, Amado esforzó su memoria y lo primero que halló fue «Gran Motel El Avión».
—Gran Motel El Avión— dijo Ranita sin duda alguna, so s­ ticando la voz.
Con frialdad profesional, sin siquiera espiar por el espejo retrovisor, el taxista comentó que no les recomendaba ese metedero:
—Vayan al Jet Set. Tiene jacuzzi, antena parabólica, es muy higiénico y muy discreto. Solo ponen películas francesas. Si le
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dicen al administrador que van de mi parte, les hacen diez por ciento de descuento.
La cara le ardía a Amado, las doradas manzanas escrotales le estorban, el risueño balanín emitía sus bip-bip con una frecuen- cia alarmante. La señora Antiparra, instalada en el asiento de adelante, al lado del conductor, estaba haciendo un escándalo de orate frenética.
Al entrar, Amado intentó ocultar su rostro, no así Ranita, que estaba profundamente emocionada. Orgullosa saludó a todo el mundo de mano y agitó las palmas abiertas como un candidato. Miren, aquí voy. La aventura, qué duda cabe, se con- vertiría en una de sus historias favoritas en la secundaria. (Hay que decir con pena municipal que nuestra heroína —espero que nadie quiera mezquinarle el título— iba bastante atrasada en sus estudios formales, aunque en ardores fuera toda una licenciada, como se verá más adelante).
Ya solos en la habitación, Ranita suspiró, bueno aquí esta- mos, ahora soy tuya, no hay por qué hacer tanto relajo por estas cosas, al n y al cabo a todas las personas les sucede alguna vez.
Y luego:
—Bueno, ya hice lo más difícil. Ahora te toca a ti. He leído todo sobre el amor y quiero que me hagas un buen trabajo, una linda inauguración. Estoy tan contenta que me gustaría que viniera el arzobispo Obeso y Cordera a echarle la bendición a mi papayita para que le vaya bien en su primera felicidad.
Amado no tenía palabras. Estaba tembloroso. Una fantasía de ese calibre le dejaba los huesos reducidos a gelatina.
—La verdad es que soy prácticamente impotente, me dedico al ascetismo, las debilidades de la carne no me afectan.
—Pues mientes, como puedo ver —dijo Ranita re riéndose
a balanín, que tenía una erección tan desaforada y reprimida como el obelisco de Napoleón.
Ahí estaba Ranita, más disponible que cualquier criatura de sueños, y Amado, ¿qué hacía? Temblar, temblar, tartamudear, girar en torno a la cama mesándose los cabellos, fumar ciga- rro tras cigarro y apartar las cortinas. En cualquier momento podría descender un ángel vengador con su espada de fuego y zaz, convertirlo en eunuco al servicio de alguna reina africana.
Ranita carraspeó:
—Bueno, aquí estamos. Dispongo exactamente de dos ho- ras. Debo regresar a la escuela antes de las dos. Creo que no te voy a gustar mucho porque no estaba preparada. Desde que fuimos a la playa, todas las noches sueño esta escena. La verdad es que ya no puedo vivir si no me das un poco de sosiego.
Hubo un silencio de diez minutos, contados segundo a se- gundo en un gran reloj de pared con paisaje alpino de fondo, que hacía tic-tac al mismo ritmo que balanín hacía bip-bip.
«¡Al abordaje, al ataque, listos, fuera, nada nos detendrá!», aullaba la señora Antiparra, y lo hizo infructuosamente hasta que perdió la voz.
Ranita insistió:
—Bueno, aquí estamos.
Silencio.
—¿Tengo que hacer algo?
Silencio. Pasaron otros diez minutos con su tic-tac y su bip-

bip. Un camino de hormigas coloradas comenzaba a subirle por las piernas a Amado y se dirigía a las entrepiernas.
Amado tomó aire, cerró los ojos y se acercó a Ranita. Le dio un besito de pétalo en los labios y escuchó el quejido de Ranita, ay, me pica tu barba. La próxima vez me afeito, pensó Amado.
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La atrajo hacia su cuerpo y la estrechó en un abrazo que quiso ser paternal pero que balanín tergiversó con su bip-bip más estruendoso que nunca. Ranita estaba inmóvil, sonriente pero nerviosa, como un puñadito de tierra fértil y entusiasta que sería capaz de hacer germinar a una piedra, dispuesta para el grano después de las más generosas lluvias. Le besó la base del cuello, poniendo sus brazos en la cintura de la nena con el cuidado de quien maneja vidrio del más no y rodeando todo su cuerpo, que se plegó con la sabiduría del instinto. Mientras le besaba el cuello, Ranita murmuraba, siento cosquillitas, ay, será el amor, será el amor, y entre besos Amado lanzó sus ojos rumbo al seno, que se levantaba en olas de diez metros; luego dejó deslizar su mano hacia la paloma más propicia, ay, gemía Ranita, ay, corazón, se me sale del pecho, ¿no podemos parar un momentito y espiar a los vecinos? Eleuterio Moon le abotonó lo que le había desabotonado y la llevó a la cama donde la sen- tó, disponiendo ordenadamente su cuerpo como quien coloca a una muñeca en su sitio. Quiso hablar serenamente con ella.
—Lo mejor es que nos vayamos.
—¿Qué? —gritó. Hizo una pataleta. Iba a comenzar a llorar. Luego, más serena, dijo:
—La verdad es que no quiero que te detengas. Mira, voy a

cerrar los ojos —lanzó un gritillo—, soy tuya, De los Santos Luna, soy tuya, tómame.
De nuevo la besó siguiendo el rumbo de sus senos y dejó que una de sus manos —la izquierda, a la que el manejo de las cuerdas del violín había hecho más osada y diestra— se desli- zara en su portabustos y tomara acunando un pichoncillo que latía como un conejo recién nacido.
Ay, será el amor, será el amor, murmuraba Ranita, y bala-
nín, conmovido, lanzó un bip desaforado. Amado rezó, Dios de los Mejores Momentos de la Vida, ampárame, Dios de los Apresurados, favoréceme, Dios de las Causas Perdidas, olvída- me, y reemprendió su camino. Logró sin escollos desnudar su torso, expuso su bustito delicioso al aire y se dedicó a besarlo ceremoniosamente, utilizando el cuenco de sus manos como quien recoge maná del cielo, y luego la liberó de su falda escolar y la dejó en una primorosa pantaleta. Le besó el ombligo, lo que le causó a la criaturita un ataque de risitas hermosas y un enco- gimiento del cuerpo que llevó a Ranita a golpear con su rodilla al sentimental balanín, que lanzó un bip terrible acompañado por una avenida imparable, estremecedora, irremediable e irre- versible que le vació por completo el cuerpo y lo dejó exánime mientras Ranita decía qué pasa, qué pasa, estás enfermo, un ataque al corazón, auxilio, y ya corría a buscar ayuda calatita del todo pero Amado, recuperándose difícilmente del espas- mo, tuvo ánimo para esconder su ignominia y decirle a Ranita, perdóname, y se escapó al baño a borrar las huellas del desastre y lloró viendo al balanín compungido, y lo agarró a cachetadas y regañolo como nunca antes, hijín, cómo me fuiste a fallar en esta noche de las noches, pero recordó que era de día y que además no estaba haciendo literatura sino tratando de salir de un aprieto. Vino en su consuelo, gracias a la palabra literatura, tan a despropósito llamada a escena, la imagen de un caballero, algo más esmirriado que su propia persona, que salió en busca de proezas y solo cosechó ilusiones, mojicones y burlas.
Y cuando retornó del baño, casi diez minutos después — dispuesto a explicar todo, a pedir disculpas, a llevar a Ranita a su escuela y a pedirle que nunca, nunca volviera a pensar en él, que ella era demasiado joven para esas cosas, y hasta a darle
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unos consejos—, encontró a la nena tendida en la cama, des- nuda como un lechoncito recién nacido, masticando chicle, tan generosa, tan honestamente propicia.
—Yo te entiendo, Amado de los Santos Dionisio Luna. Estas cosas del amor son tan complicadas.
Y ella misma, como si hubiera aprendido velozmente, co- menzó a repetir paso por paso lo que el amantísimo le había hecho: le desabotonó la camisa, le besó el pecho cuatripelar, lo despojó del pantalón y no expresó asombro ante la nueva e intrigante insolencia de balanín, que otra vez había comenzado a recuperar parte de su don de niñas y reiniciaba su tímido y alegre, desvergonzado bip-bip. Ranita le besó el ombligo, colo- cando sus manos tras las nalgas de Amado y murmurando de nuevo, será el amor, será el amor, lo que enrabieció a Amado, que ya no pudo soportar tanta paradójica inocencia y tomán- dola por los hombros la colocó de espaldas con delicadeza del ínclito luchador llamado Perro Aguayo, mientras rugía, es el amor, es el amor, y le enterró el rostro sin compasión entre las piernas y le trabajó con tal dulzura sus entretelas y con tanta delicadeza sus entresijos, que cuando llegó el momento de la reivindicación de balanín, la fruta de Ranita estaba como una ciudad abierta, con todos sus pobladores lanzando vítores, y no fue nada difícil llegar hasta el fondo mismo del placer sin que ella emitiera más ayes que los de la plenitud cientí ca y felizmente laborada, y Ranita apretó sus piernas y crispó su cuerpo, toda ella se trasformó en un guante generoso que ciñó al amado con entusiasmo de principiante, entregada del todo en el momento de más delicia y desgarre, y Amado de los Santos Dionisio la tomó de las nalgas y le lanzó al fondo de su dichoso abismo un volcán de hervor que fluyó, fluyó, fluyó, bañando
su cuquita, desbirlando sus labios, empapando la sábana, y tras el envión más alto hubo un ligerísimo chasquido, que fue coronado por un grito y un BIP que fue su alea jacta est, una marea desbordada de la más saludable y hermosa, la más roja e increíble sangre de amor primero, y se amarraron el uno al otro, casi con miedo, ya aterrorizados, como si fueran conscientes de que estaban formando el único punto inmóvil y evidente del universo y todo siguiera girando hasta convertir la cama en el más vasto estropicio de amor que se pueda concebir.

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