La nostalgia de la eternidad que también llamamos deseo
mayo 31, 2018
Palabras de Rafael Antúnez en la presentación de La honesta lujuria en la Feria Internacional del Libro Universitario, Xalapa, mayo de 2018
No creo exagerado decir que La honesta lujuria de Marco Tulio Aguilera es una novela que opta por el desparpajo y, por ello mismo, juega siempre enseñando sus cartas. Hay a lo largo y ancho de la novela una aspiración, no a contar una historia, no ha desplegar su sentido del humor y su sentido del amor, no a mostrar un número de personajes gran guiñolescos, no a jugar con el lenguaje, ni con un género que el autor domina completamente (aunque todo esto lo termine por hacer). Por encima de todo esto hay una aspiración, una aspiración a la desnudez, al juego que precede, a la calma que le sucede y a la consagración de la misma, que se da, ya en la contemplación de un cuerpo joven y fresco, como el de la Ranita, que parece recién salido de la creación, ya en la rotundez mastodóntica de una mujer cuyo nombre no deja nada a la imaginación del lector: Donna Maradona. Rubensiana y boteriana descomunal creatura consumida por el deseo; ya en el espigado cuerpo de Cayita, que, con sus cincuenta y cuatro kilos, nos es descrita como “una, espiga, un junco de mujer, un poema de Jorge Guillén”… No son las únicas mujeres que aparecen por las breves y ligeras páginas de la novela de Marco, pero la casi totalidad de las que aparecen terminan por desnudarse o ser desnudadas. Pues, parece decirnos Marco Tulio, la desnudez del ser amado o el ser deseado, nos sirve como un paliativo para curarnos de esa nostalgia de la eternidad que también llamamos deseo.
No creo exagerado decir que La honesta lujuria de Marco Tulio Aguilera es una novela que opta por el desparpajo y, por ello mismo, juega siempre enseñando sus cartas. Hay a lo largo y ancho de la novela una aspiración, no a contar una historia, no ha desplegar su sentido del humor y su sentido del amor, no a mostrar un número de personajes gran guiñolescos, no a jugar con el lenguaje, ni con un género que el autor domina completamente (aunque todo esto lo termine por hacer). Por encima de todo esto hay una aspiración, una aspiración a la desnudez, al juego que precede, a la calma que le sucede y a la consagración de la misma, que se da, ya en la contemplación de un cuerpo joven y fresco, como el de la Ranita, que parece recién salido de la creación, ya en la rotundez mastodóntica de una mujer cuyo nombre no deja nada a la imaginación del lector: Donna Maradona. Rubensiana y boteriana descomunal creatura consumida por el deseo; ya en el espigado cuerpo de Cayita, que, con sus cincuenta y cuatro kilos, nos es descrita como “una, espiga, un junco de mujer, un poema de Jorge Guillén”… No son las únicas mujeres que aparecen por las breves y ligeras páginas de la novela de Marco, pero la casi totalidad de las que aparecen terminan por desnudarse o ser desnudadas. Pues, parece decirnos Marco Tulio, la desnudez del ser amado o el ser deseado, nos sirve como un paliativo para curarnos de esa nostalgia de la eternidad que también llamamos deseo.
¿Es el amor cuerpo a cuerpo una lucha? Sí,
una lucha simbólica, en la que se confrontan la muerte y el deseo, la entrega y
la posesión, el amor y el odio, la fugacidad del instante, la plenitud y la
tristeza, la risa y el llanto. En esta lucha se da y se conquista la entrega y
también la gratitud, como bien decía Tomás Segovia en un inolvidable soneto (del
que sólo citaré el primer cuarteto)
Sean dadas las gracias al sofoco,
Al estertor, al hipo a la ronquera,
A los ojos en blanco, a la bizquera,
A la turbia visión fuera de foco.
Y por ser una lucha simbólica, es
también una lucha epifánica, una lucha sin vencidos que nos regala, así sólo
sea durante el relámpago del gozo: la clara sensación de ser otros, animales
felices despojados del yugo del tiempo y de la muerte.
Marco Tulio Aguilera Garramuño, nos
entrega en esta novela, en la que al igual que en muchas de las que ha escrito,
una historia que tiene por motor el erotismo y por protagonista a un personaje
obsedido, más que por el sexo, por la plenitud que el sexo le brinda. Como en
muchas de sus otras novelas, Marco Tulio opta no por desarrollar una trama y sí
por una serie de episodios, lances, con y sin ventura, en los que su quijotesco
personaje, “lanza en ristre”, enfrenta, no molinos de viento, no tablados de
ningún maese Pedro ni tampoco leones o caballeros enemigos y sí distintos
lances en los que sus habilidades como amante son puestas a prueba. Cuando
empecé a leer La honesta lujuria, y a familiarizarme con su personaje, quien, al
igual que su autor ostenta un kilométrico y sonoro nombre: Amado de los Santos
Dionisio Luna, me vinieron a la cabeza unos versos de Giorgio Baffo que, a mi
entender, lo describen de cuerpo y alma (los pongo aquí a su consideración)
Todo lo que veo, huelo, gusto y siento,
todo me parece coño; miro al cielo,
allí contemplo lo que luce hermoso,
y un coño se me torna el firmamento.
Si tierra toco, o el agua, o el fuego, o el viento,
me parece tocar el coño con su vello,
y si en estos cuerpos piensa mi cerebro,
se me transforma en coño el elemento.
Si huelo hierba o flor, madera o fruto,
todo cuanto producen la tierra, el mar,
siento el olor del coño por doquier
En fin, si me pongo a especular
cuanto en natura es bello o feo,
se me convierte en coño hasta el pensar.
Novela de la nostalgia del paraíso, ¿qué
sino nostalgia del paraíso es el deseo, el hambre de otro cuerpo? Nuestra
historia empieza con la pérdida del paraíso y también nuestra obsesión por el
cuerpo desnudo y por el erotismo. En el paraíso, la desnudez no tenía la carga
erótica que tiene después. En el paraíso el desnudo, era, válgase la expresión,
angélico, blanco, pero no luminoso, natural, pero no deseable. La pérdida del
reino tornó a la desnudez en el fruto más deseado. Para Rafael Argullol, “el
erotismo nace en el momento en que Dios obliga a vestirse a Adán y a Eva y por
tanto inaugura el contraste entre lo vestido y lo desnudo”. Un contraste que
marcará nuestra vida y nuestra forma de ver la vida y de disfrutar la vida. En
el caso de Marco Tulio Aguilera Garramuño no es osado decir que el hambre de
desnudez ha marcado toda su literatura.
Y en esta novela, donde el personaje
central que, curiosamente, no es ni don Juan ni Casanova, sino una suerte de
santo en celo, un amante generoso dispuesto a compartir con las mujeres su
sabiduría amatoria a cambio simplemente de dinero. Una víctima de ese accidente
que hemos llamado amor.
Amado de los Santos Dionisio Luna, como
San Agustín al llegar a Cartago, se encuentra, “en medio de una crepitante
sartén de amores impuros”. Pero si al santo la lujuria le parecía “impura” al
personaje y al autor de la novela, no hay duda de que les parece “honesta”. Una
lujuria que es ajena a la culpa y al pecado, al arrepentimiento, a la condena y
la vergüenza, una lujuria que hace del juego religión y templo del cuerpo
deseado. Vista así, ¡alabada sea pues la lujuria! sus mareas, sus ríos a los
que la mojigatería nunca podrá poner diques. ¡Alabada su candente e insaciable
honestidad!
Quien se adentre por estas páginas que
se prepare, no a enfrentar una novela pornográfica (no hay nada más alejado de
la escritura de Aguillera que la pornografía) y sí de una novela festiva, una
novela celebratoria del cuerpo y sus delicias, un relato que recuerda (y mucho)
algunas cintas de Fellini y de Lina Wertmüller, sobre todo esa maravilla que es
Pascualino siete bellezas en la que un
obediente y también deslumbrado y genial Giancarlo Giannini cae rendido ante
las gigantescas tetas como lunas llenas y redondas y solares nalgas de una
giganta que lo somete y nos seduce desde la pantalla. La honesta lujuria es también una novela que a cada paso dinamita
el género por medio del humor. No es una novela de oscuras seducciones a la
manera de Las relaciones peligrosas,
tampoco una novela trasgresora como Lolita,
o una novela del amor carnal, la caricatura y la reflexión sobre la escritura
como las de Miller. No, la noveleta de Marco Tulio aunque le guiñe el ojo a
todos ellas, está lejos de todas ellas: el humor del novelista, le impide
seguir la senda del homenaje o del pastiche y opta por un modelo propio en el
que la aventura, la aventura amorosa, esa en la que, según Vladimir
Jankélévitch, “el juego y lo serio se mezclan de un modo tan inextricable y en
combinaciones tan paradójicas, que se hace casi imposible determinar la
posología del complejo y disipar el equívoco”, es la que dictan el rumbo y la
que detonan los sentidos: a la seriedad opone el humor, al puro erotismo, la
ternura y, no pocas veces, lo grotesco, lo sin sentido; a la parodia, el
arrebato lírico; a lo gran guiñolesco, lo íntimo… logrando aquello que Jankélevitch
juzgaba la más alta cualidad de la aventura amorosa: constituirse “como un
paréntesis dentro de la vida, una especie de madrigal o de poema en verso
intercalado en el texto prosaico y serio de la existencia”.
Rafael Antúnez
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