MEMORIAS INDISCRETAS (primeras 25 páginas)
octubre 02, 2018![]() |
SAN ISIDRO DE EL GENERAL |
MEMORIAS INDISCRETAS
Marco Tulio Aguilera
Recuerdo una piscina rústica y cinco hermanos desnudos
perseguidos por gansos, recuerdo a nuestra madre, ligera de ropa, cuidando al
más reciente de sus hijos, Mauricio, que siendo el más joven de todos, el
último de los Aguilera Garramuño, resultaría sesenta años después, el más
deteriorado. Nos reunimos después de muchos años de separación el pasado diciembre,
todos, todos o casi todos (faltó Sergio, el Rasputín de la familia: un metro
ochenta y cinco, barba descuidada, cuerpo nervudo hasta el extremo, personaje
difícil, complejo) en la casa cerca del lago Calima en medio de un paisaje de
belleza serena e inefable. Allí constatamos el trabajo de los años sobre
nuestros cuerpos y nuestro humor. Mi esposa, Lety, asistió a la controversia
entre Marco Antonio, el mayor, y yo. Qué diferentes son ustedes, me dijo. Era
un elogio. Marco Antonio es un déspota: siempre ha manejado mecánicos y hombres
rudos que beben Budweiser, ha vivido
entre grasa y engranajes, durante 40 años ha usado el mismo maletón de cuero
negro lleno de calcomanías deterioradas. Sigue hablando secamente, con autoridad
irrefutable, como si fuera o creyera ser el rey del universo. Yo me he pasado
la vida entre libros, violines, mujeres, obsesiones febriles y el sudor honrado
de los deportes. Gracias a mis tres deportes -carreras de fondo, baloncesto y,
ya de viejo, natación- he logrado controlar mis periodos de escueta locura. Lo
reconozco e incluso lo disfruto: soy un psicótico controlado. Todos los
Aguilera Garramuño padecemos de megalomanía y vanidad perniciosa, pero los que
llegamos a extremos a veces insoportables somos mi hermano mayor y yo.
Marco Antonio: ojos azules, prepotencia, mujeriego desde
joven, en San Isidro de El General formaba parte de un grupo de adolescentes
borrachines, pendencieros, que se emborrachaban los fines de semana y
terminaban en la cárcel tras liarse a puñetazos. En aquellos años polvorientos Marco
Antonio era el único de los hermanos que trabajaba, tenía una habitación propia
y disfrutaba de los encantos o miserias de las empleadas domésticas. Hubo
algunas sirvientitas bellas, inocentes, diligentes, y otras espantosamente feas
como La Manchada. A casi todas las miré
en sus ritos de higiene o sueño a través de agujeros practicados en paredes… o
desde abajo del piso de madera (la casa era de madera y estaba levantada sobre
pilotes de piedra, lo que ofrecía al investigador la posibilidad de reptar por
un laberinto de túneles, que igual servían para el espionaje lúbrico que para
huir de las realidades domésticas).
La finca estaba localizada en Chaguaní o Santandercito (no
tengo el dato preciso) y era una especie de refugio en tierra caliente, a donde
nos recluía nuestro padre (mucho he escrito sobre él en varias novelas: un
hombre impresionante, imponente, un júpiter tonante, que se transformaba en una
hermanita de la caridad cuando estaba rodeado por sus hijos y en un sultán
ebrio de amor y de celos cuando estaba bajo el imperio de doña Ruth).
Recuerdo a una mujer corriendo por los corredores de la
hacienda y gritando, sin hacerse entender del todo, y señalando la piscina,
donde se podía ver la espalda de un cuerpo que flotaba boca abajo. Era
Juliancito, el hijo del jardinero, un niño callado, humilde, al que los
hermanos Aguilera hacíamos objeto de nuestras bromas perversas; una de ellas,
amarrarle el pito con alambre y atarlo al tronco de un árbol.
La niña Ruth tenía los más gloriosos diecisiete años cuando
se escapó con ese hombre monstruosamente flaco que era mi padre a los 33 años (medía
un metro noventa; tres centímetros más que Sergio, el Rasputín de la familia) al
que vio en una playa en Punta del Este (le habían extirpado al gigantón las
tres cuartas partes del estómago en una operación salvaje que le permitió
seguir viviendo hasta las sesenta y dos años). Cuenta la leyenda (propalada por
la prima Lucero, eterna enamorada del viejo) que la niña Ruth volvió a ver al
señor Marco Tulio Aguilera Camacho en una recepción diplomática.
La niña Ruth iba del brazo del embajador de Brasil (un
anciano homosexual que según parece había comprado a la niña Ruth, no para
usarla como mujer, sino como adorno y parapeto que soslayara sus inclinaciones,
que eran por entonces consideradas criminales). Don Marco Tulio vio a la niña
(una criatura exquisita, de belleza serena y desquiciante: conservo fotos de
ella y no dudo que su presencia en cualquier recepción diplomática habría sido
motivo de estupores masculinos y atrevimientos sin par). Vio a la niña tomada
del brazo de aquel vejestorio diplomático (imagino a un dandy con el pecho
plagado de condecoraciones) y jugando al gran mundo y de forma relampagueante
procedió.
FOTO DE MT CON ALEXIS, PERSONAJE DE LAS CALLES DE SAN ISIDRO |
Algún poder casi sobrenatural poseía nuestro padre. No
solamente porque fuera un potentado, dueño de gran parte de la Sabana de
Bogotá, sino porque había sido educado en Rochester, hablaba francés e inglés a
la perfección y vestía sobre trajes medidas cosidos en Londres, no sólo eso,
sino porque poseía (como Sergio, nuestro Rasputín) el don casi hipnótico de
subyugar a cualquier persona que tuviera al frente.
Imagino que se acercó al embajador marica, le dio dos o tres
pases mágicos, lo mesmerizó, le pidió el don de que le permitiera bailar con la
niña, le dio dos o tres vueltas de vals sin devolverla a su propietario, tiempo
que le permitió trepanar el cráneo de la niña Ruth (el doctor Aguilera Camacho
fue el primero que trepanó un cráneo en Colombia) y favoreció el hecho de que
la criaturita saliera de su brazo, montara en el Cadillac y desapareciera para
siempre de la vida del embajador marica, de su familia y de Río Cuarto,
provincia de Córdoba, Argentina, de donde era originaria.
Que el doctor Marco Tulio Aguilera Camacho, mi padre, con sus
casi dos metros de estatura y su elegancia de lord inglés, su angulosa cara de
descendiente de chibchas, judíos
conversos y holandeses errantes, bajara de la escalerilla del Superconstellation
acompañado por una mujercita que parecía una diva del cine italiano de los años
veinte, activó de manera fulminante las lenguas del Bogotá cristiano,
camandulero y recalcitrante, no sólo porque el doctor fuera una celebridad
científica y un elemento imprescindible en cualquier club de la más alta
jerarquía, sino porque nuestro padre era el legítimo esposo de la hija del
alcalde de la ciudad.
En alguna foto deteriorada por el tiempo (posiblemente de
1940, cuando todavía no existía ninguno de los Aguilera Garramuño) se puede ver
a nuestro padre en traje de etiqueta, al lado de una mujer, hay que decirlo,
bastante fea, una especie de gorgona deplorable con vestido de blanco encaje
abotonado de pies a cuello, un ramo de flores blancas en las manos recatadas y
una expresión vinagosa. Esa fue la primera esposa del doctor.
Cómo no entender que mi padre a sus treinta y tres años se
extasiara ante el rostro de doncella florentina y el talle gentil, la mirada de
sutil reto y esa sonrisa de domadora de fieras masculinas (tantos hombres tuvo
nuestra madre, tan diversos, tan extravagantes… después de ser favorecida por
el destino con la muerte del doctor).
Que la tuvo como exotismo de exposición, pieles, joyas y
perfumes de oriente, y se dedicara a venerar la belleza tan fresca de la niña,
no escatimó un centavo para satisfacer su gusto por verla brillar entre
destellos de collares de brillantes, un verdadero escándalo en el Bogotá
ultraconservador, católico masoquista, que no quiso perdonar el ultraje, al
punto que llegó a expulsarlo de todos
sus cargos y prebendas, de todos los honores (pues los tenía todos: Presidente
del Colegio de Médicos y Cirujanos, miembro emérito del Club Colombia, director
del Hospital San Juan de Dios).
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COMPAÑEROS DEL LICEO UNESCO EN SAN ISIDRO |
Lo que sin duda lo tuvo sin cuidado, no sólo porque era
soberbio como un Júpiter tonante, sino porque sabía que no había un solo
cirujano en Colombia que pudiera eliminar de manera tan expedita y certera
algunos cánceres para otros cirujanos inoperables, trepanar sin recidivas
cráneos o desenredar algunos misterios de la naturaleza fisiológica,
particularmente de las mujeres.
Cerró pues mi padre todas sus relaciones con la alta
sociedad, abrió un consultorio de misericordia y atendió gratis a multitud de
pesarosos pobres. Lo que podía hacer sin recato, pues había heredado volúmenes
enteros de activos, edificios, haciendas, terrenos, fincas que se extendían por
toda la sabana de Bogotá, más allá también, a los confines de tierra caliente
en los que poseía incontables paraísos.
Uno de ellos… Santandercito. Un bunker infranqueable, altas
rejas, portón señorial. Había (no me consta) un aya para cada uno de los siete
hermanos. Los que seguían en sus cunas (nuestra madre parió hijos uno tras
otro, a veces sin respetar tiempos prudenciales: nuestro padre regresaba de
alguno de su viajes habituales y se encerraba a recuperar tiempos de amor, con
los resultados inevitables: sólo hubo un pequeño lapso en blanco: entre Marco
Antonio y Marco Tulio hubo un aborto), los que seguían en sus cunas dormían
entre pieles de armiño, con su respectivas ayas, inmóviles al lado, una de
noche y otra de día.
Caballos. Un pura sangre, llamado Fierabrás, que me pateó un
pómulo. Cada uno de los hermanos tenía su pony, mula, macho. El pura sangre era
el preferido de mi padre. Lo montaba con formal atuendo de caballista inglés.
Altas botas, cachucha. En cuanto llegaba de alguno de sus viajes, antes de
besar a la niña Ruth y atender a los niños, que se abalanzaban sobre él, y que
espantaba como moscas, pedía que le equiparan la bestia, se ponía su atuendo de
caballista, montaba a Fierabrás, pedía que abrieran la reja y arrancaba en una
cabalgata feroz por el sendero pedregoso.
Ya en Bogotá los niños asistimos al Colegio Estados Unidos
con uniformes impecables y cumplíamos como valientes los rituales de la
civilización. Batallábamos para estar en las listas de los primeros lugares.
Yo, particularmente, nunca tuve un primer lugar, ni segundo, ni tercero. Lo
mejor que logré fue un 17 en un grupo de 30.
Pero antes de que naciéramos, nuestro padre paseó su pecado
por los círculos sociales y llevó a su niña argentina enjoyada con collar,
pendientes y pulseras de brillantes, amorosamente cubierta por pieles, hermosa,
fresca, sonriente, simpática y cosmopolita (hablaba francés casi sin acento,
había leído todo en el colegio de
monjas (del que fue expulsada por pegarle a una monja un puñetazo en plena
nariz), la llevaba, decía, al Teatro Nacional, para que sufra la plebe. Decía.
Nebulosamente recupero una escena. Alguna de las mujeres del
servicio corriendo por toda la hacienda y gritando. Todos tras ella
preguntándole qué le pasa. Ella señalando temblorosa, tartamudeante, la
piscina. El cuerpo de un niño flotando boca abajo. Era el hijo de un jardinero
al que sometíamos a juegos perversos. Uno de ellos amarrarle el pito con
alambre.
La severidad del doctor era leyenda en el Hospital San Juan
de Dios. Sacó literalmente a patadas a una monja que no dosificó adecuadamente
una medicina, lo que causó la muerte de un paciente. Si el valet a su servicio
le entregaba una camisa con la más leve sombra de mancha, el doctor la rasgaba.
Y paradójicamente, ver a un indigente en apuros, lo hacía doblar sus casi dos
metros y colocarse a su altura, para de alguna forma paliar su miseria y
desventura.
Durante más de sesenta años fui un segundón en aspectos
deportivos. En los equipos de baloncesto de la Universidad del Valle fui banca.
En el equipo de San Isidro de El General (los Konigs, lo bauticé) sólo gané un
título: el de máximo faulero. Miento: tuve un triunfo atlético: gané los 5000
metros planos en el Selectivo Universitario del sur de Colombia. Tiempo: 18
minutos 30 segundos. Llegado a los sesenta, tras una lesión en una rodilla (el
Bimbo me la volteó al revés y me la desgració) me dediqué a la natación. Hoy
soy campeón nacional de Aguas Abiertas de México, 1500 metros. Fue en Cancún.
1800 personas nos echamos al mar en Playa Tortugas.
Sobre mi escritorio en la Editorial de la Universidad
Veracruzana está El mundo como voluntad y representación. A veces lo abro y marco con amarillo algunas
frases. Entiendo por qué Borges citaba a Schopenhauer con frecuencia.
Hay dos recuerdos ajenos que me interesa recuperar: uno de
ellos me lo contó una prima, Luz, la prima Luz, que vivió en casa varios años y
que se dice era la preferida del doctor, la que iba a ser su gran heredera,
hasta que llegó la niña Ruth, la argentinita digna del más selecto serrallo, a
usurpar el lugar: Lo que no puedo olvidar, Marco Tulio, es que de niño eras un
llorón insigne, un llorón cum laude: tu madre decía que eras muy sensible, yo
decía que eras un marica.
Eso
corresponde a mi edad quizás de siete u ocho años.
Cuatro o
cinco años después, dijo la señora Cuquita, quien me conoció en San Isidro de
El General, yo era, según ella, un niño insoportable, que no se podía quedar
quieto: Hablabas interminablemente, saltabas, corrías, te parabas de manos,
inventabas palabras, hablabas solo.
Hay un rasgo de mi personalidad que molesta a muchas personas
y que incluso a mí mismo ha llegado a causarme repulsión: mi vanidad, el
remitirlo todo a un centro: mi propia persona; el buscar la atención de los que
me rodean; el difundir mi imagen de manera repetitiva, obsesiva, alguien diría
que enfermiza. Pero, me digo: si yo no fuera así, no habría hecho lo que he
hecho (omitiré galardones, premios, pequeñas hazañas atléticas o literarias…
por ahora). Y ya lo dije: si yo no fuera como soy, no sería el que soy. Conozco
mayores y más risibles excesos de egolatría: en su mesa de comensales Balzac
tenía una silla más elevada que las de sus invitados; el Rey Sol acostumbraba a
decir “cuando yo hablo Dios escucha”; Whitman se cantó descaradamente a sí
mismo. Yo tengo un aforismo bastante (o aparentemente, ustedes dirán) estúpido:
Yo soy el que soy porque si no fuera el que soy no sería el que soy, y, la
verdad, estoy contento con ser el que soy).
Como estudiante fui, en general, bastante mediocre. Tuve
excesos –soy persona de excesos, eso es claro: pasados los sesenta años me
enfrenté a puñetazos con un mozalbete de mi tamaño y no me fue mal: le abollé
la nariz; él se abalanzó sobre mí, caímos al suelo y nos revolcamos como perros
callejeros-: leí los 25 tomos de las Obras Completas de Freud en mis viajes de
autobús entre el centro de la ciudad de Cali y la Ciudad Universitaria; titulé
mi tesis de grado de licenciatura en Filosofía con un título algo curioso o
risible: Introducción a mi narcisismo.
Dos veces estuve enamorado (digámoslo así sin entrar en
sutilezas): la primera, de una hermosa regiomontana, que describí en mi novela Mujeres amadas -entre Greta Garbo y María
Félix-: mujer hermosa, cariñosa, gentil, sociable, amable, servicial,
excesivamente púdica (en apariencia), eficiente, amable… que muchos años
después de nuestra separación (nunca llegamos a casarnos, aunque sí hubo la
intención) mandó asesinar a la otra mujer que amé y sigo amando: mi esposa (no
tengo pruebas pero sí abundantes indicios y sospechas: sobre este tema escribí
la novela El sentido de la melancolía…
pero eso no es novedad: he escrito novelas sobre todas las etapas de mi vida.
Todo lo que escribes es autobiográfico, me han dicho.
¡Falso!, respondo indignado: Los placeres
perdidos tiene por protagonista a
una persona que no soy yo: Adolfo Montaño, el frenáptero. La protagonista de El amor y la muerte es mi madre. Agua
clara en el Alto Amazonas relata una historia de amor protagonizada por
Pedro Botero, cartógrafo de la Amazonia colombiana, y una indígena huitota. Pero… debo reconocer
que hay algo de culto a mi propia persona en El libro de la vida, novela
en siete volúmenes cuyo protagonista es Ventura, un personaje que rinde culto
al cuerpo, que pretender ser un genio literario (incomprendido), que toca el
violín de infame y obstinada forma, que finge enamorarse una y otra vez y que
fornica casi a primera vista con las más diversas y a veces poco presentables
damas, féminas o pelanduscas.
Mi madre tuvo relaciones, en general tormentosas, crueles,
inexplicables, con muchos hombres. De todos ellos al que más amó, supongo, excluyendo
a mi padre, que murió a los 62 años, cuando ella tenía 26, fue Pedro Julio
Jacobo, un vividor que se pasaba la vida en fiestas, paseos y francachelas y
que le daba a nuestra madre unos besos melcochosos, insufribles, que a mí, por
lo menos, no sé a mis hermanos, me hacían sufrir al punto del llanto. A mis
otros hermanos el individuo debía parecerles un payaso maravilloso contratado
por mamá para divertirnos y hacernos la vida amable. Que yo recuerde, el hombre
nunca trabajó, más allá de estar inventando arreglos en las casas que habitamos.
El personaje apareció al día siguiente del sepelio de nuestro padre e invadió
la casa, vivíamos por entonces en una auténtica mansión con lámparas colgantes
llenas de rombos de falsos diamantes y rubíes, escaleras con alfombras rojas
impecables sostenidas con barrotes de bronce y remates dorados: nuestra gran
diversión era usar los pasamanos como toboganes y las lámparas como soportes de
sogas de Tarzán, a esa casa llegó el famoso e infame Pedro Julio Jacobo con una
horda de pelafustanes mal vestidos y chicas libérrimas, músicos y hasta
malabaristas. Habría que ver si esto es cierto o apenas un invento que maquiné para
una novela que se llamó El juego de las
seducciones, obra que de alguna manera fracasó y tuvo una existencia más
que discreta. Recibió cuatro o cinco
comentarios, no tan adversos. Nunca supe si la edición se agotó o simplemente
acabó en el bote de basura de Editorial Leega. (Aquí habría que hablar de Marco
Antonio Jiménez Higuera, editor bastante particular, que publicada obras sin
haberlas leído, apenas por el título y el olor y que corregía mientras manejaba
su auto, una Chevroleta antediluviana, auténtico basurero universal, y
embarraba las páginas con las grasas de las pizzas que siempre estaba en
proceso de leer). No es equivocada la frase anterior sino una figura retórica
que trata de explicar la manera más gráfica y grasienta en que Jiménez Higuera
procesaba los manuscritos, pruebas de galera y pruebas finas que iba a publicar
en libro si se daba la indescifrable circunstancia de que se alinearan los
astros adecuados y si las abstrusas finanzas
lograban cuadrar. Recuerdo muy bien, casi como una pesadilla kafkiana,
su billetera, una cosa gorda, gordísima, que almacenaba recibos, facturas,
tarjetas, números telefónicos, reseñas de libros, recortes de periódicos,
planes editoriales. Y sus proyectos, siempre faraónicos: quería que yo le hiciera
una nueva traducción de En busca del
tiempo perdido y de todas las
obras de Conrad. Quería que tradujera y simplificara La montaña mágica. Soñaba con convertir su editorial en una
auténtica Biblioteca de Alejandría. Sólo acepté participar en tres proyectos: buscar frases en la Divina Comedia y en Ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha que coincidieran con los
dibujos de Doré para dos libros en gran formato que publicó sin permiso de
nadie. Y leer las obras completas de Kafka para escribir un nimio prólogo a una
nueva edición de La metamorfosis. El
destino de MAJ fue cruel: embarazó a su secretaria, Santa, abandonó a su mujer con dos hijos en los momentos en
que a ella se le declaraba un cáncer fulminante, se declaró en quiebra tras
haber pedido préstamos a todos los bancos, a todos los amigos, a todos los que
se ponían al alcance de su lengua privilegiada, cerró sus oficinas y bodegas en
la calle Buen Tono, no sin antes vaciar las bodegas, y ahora, entiendo, se pasa
la vida colocando sus libros en librerías de todo el país, que recorre con su Chevroleta heróica.
Mi madre tuvo relaciones, en general tormentosas, crueles,
inexplicables, con muchos hombres. De todos ellos, al que más amó, supongo, fue
a Pedro Julio Jacobo, un vividor que se pasaba la vida en fiestas, paseos y
francachelas y que le daba a nuestra madre unos besos melcochosos, insufribles,
que a mí, por lo menos –no sé a mis hermanos- me hacían sufrir al punto del
llanto. A mis otros hermanos el individuo debía parecerles un payaso
maravilloso, flaco, juguetón, irresponsable, amoroso, contratado por mamá para
divertirnos y hacernos la vida amable. Que yo recuerde, el hombre nunca
trabajó, más allá de estar inventando arreglos en las casas que habitamos. El
personaje apareció al día siguiente del sepelio de nuestro padre e invadió la
casa –vivíamos en una auténtica mansión con lámparas colgantes llenas de
vidrios destellantes, escaleras con alfombras rojas impecables sostenidas con
barrotes de bronce y remates plateados: nuestra gran diversión era usar los
pasamanos como toboganes y las lámparas como soportes de sogas de Tarzán-, Pedro
Julio Jacobo invadió la casa con una horda de pelafustanes mal vestidos y
chicas libérrimas, acompañados todos por músicos y hasta malabaristas, como si
la muerte del doctor, pocos días antes fuera un acontecimiento digno de
celebrar. (Habría que ver si esto es cierto o apenas un invento para una novela
que se llamó El juego de las seducciones,
obra que de alguna manera fracasó rotundamente.
Recibió cuatro o cinco comentarios, no tan adversos. Nunca supe si la
edición se agotó o simplemente acabó en el bote de basura de Editorial Leega).
(Aquí habría que hablar de Marco Antonio Jiménez Higuera, editor bastante
particular, que publicaba las obras más atrabiliarias y distantes sin haberlas
leído, apenas seducido por títulos y olores, obras que corregía mientras
manejaba su auto -auténtico basurero universal- y que embarraba en sus pruebas
de galera con las grasas de las pizzas que siempre estaba en proceso de comer).
Mientras vivimos en San Isidro, aproximadamente entre 1960 y
1965, época que coincidió con mis primeros exaltados hervores, espiaba a las
sirvientas, a todas las sirvientas, ya fuera a la manchada y contrahecha Manuelita
o a la virginal doncellita, Marcela, que
sacó de mí el primer licor de vida o a la machorra Petra, que jugaba a las
cartas con Marco Antonio (que hasta donde sé fue el que disfrutó de las
primicias de todas las asistentes domésticas),
ah, San Isidro de El General, el pueblo con mayor densidad de prostitutas por
metro cuadrado del mundo (es una figura retórica, no una estadística, perdón,
pueblo amado, el más amado, donde se originó todo), mientras vivimos en San
Isidro convertí a mi bella madre en motivo de mis curiosidades. La vi abandonada sufriendo calores del cuerpo y
abrazando almohadas, la espié tras practicar un sufrido orificio mientras mis
hermanos dormían en el mismo cuarto que yo habitaba en mis hervores de quince
años.
Reptaba monstruoso por la azotea y veía a mi madre semidesnuda
en una cama y a su lado en otra cama a la gringa del Cuerpo de Paz en los calores de
40 grados de San Isidro de El General hablando sobre literatura y filosofías de
la vida. Se llamaba Jane Purington la mujer, era grandota y fea y cuando abandonó
San Isidro nos dejó una biblioteca entera de clásicos en ediciones económicas.
¿Qué podía saber yo sobre la vida de eros en ese pueblo de putas y reinas de belleza? Los dos
extremos: la belleza absoluta y los cuerpos nefandos. También lo que me enseñó
la versión no expurgada de Las mil y una
noches: sexo sin juicios morales, sexo gozoso, divertido. Me enamoré de las
hermanas Ramírez, que me sirvieron de modelos para Sol, Cielo, Estrella y
Lucero, en Breve historia de todas las
cosas. La novela que me catapultó a la fama a la temprana edad de 24 años y
que me condenó a ser el hijo sietemesino de García Márquez.
Otro de los orangutanes que tuvo mi madre por marido. Una
especie de homúnculo autoritario, pequeño, moreno, según parece jefe de bodegas
o de compras, comandante de algo (en la Nicaragua sandinista abundaban los
comandantes). Un verdadero espectáculo verlos juntos, a mi madre, grandota, de gordura rozagante y
limpia (fue una sílfide durante los años de matrimonio con el doctor Aguilera
Camacho, pero su figura comenzó a deteriorarse a fines de los años 60 cuando
dejó de dar clases de francés en el Liceo Nocturno y ya cuando en los años
noventa estaba siendo comida por el cáncer que terminó por matarla en Palmira.
Nuestra madre, cuando la vi en su lecho de muerte, era una sexagenaria voluminosa que respiraba
con dificultad y casi no se movía).
El comandante Carevaca era un déspota que sometía a los
perros de doña Ruth a lo que llamaba “el tormento de la velocidad”: los dejaba sueltos
en la batea de la Ram, los llevaba a la autopista y allí aceleraba al máximo.
Dodge, el gran danés que era el más amado de
mi madre, murió atropellado por un trailer tras ser sometido por el
comandante a una de esas sesiones de
locura.
Había algo de apostolado en los matrimonios absurdos,
atrabiliarios, inexplicables de mi madre. Con Carevaca doña Ruth quiso
contribuir al proceso revolucionario nicaragüense y lo hizo hasta que se enteró
de las fechorías de los comandantes sandinistas.
Con el ajedrecista, muchos años antes, en San Isidro de El
Genneral, mi madre intentó rescatar a un
hombre irremediablemente perdido en la locura. Era un personaje sombrío, lúgubre,
triste, de barba cerrada, que pasaba la vida luchando contra una inexplicable
depresión que lo mantenía llorando. Llegaba en su gran moto Harley Davidson,
negra de hollín, con un casco de soldado alemán de la Primera Guerra Mundial, y
se instalaba en la sala a musitar quién sabe qué incoherencias, horas y horas, hasta
que mi madre (su profesora de francés) salía a sentarse a su lado a fumar con
él y a hablar como sacerdotisa con un condenado a muerte, eran aquellas terapias
interminables que dejaban a los hijos de doña Ruth al entero placer de hacer lo
que se les diera la gana. (Vagabundear por el río, matar iguanas a pedradas y asarlas en el lote baldío vecino
que lindaba con el territorio de la Musoc, famosa prostituta de aspecto
desastroso que terminó por ser personaje muy importante en Breve historia de todas las
cosas. Para seguirle la pista a la Musoc tendría que abrir un
capítulo entero en este memorial: tras una larga vida de puteria según parece
culminó su vida como misionera de los testigos de Jeová mientras que su hija comenzaba
a seguir sus pasos en las camas de los
sanisidreños (este dato creo que es inventado por un tal Mateo Albán).
El hombre,
el ajedrecista de la moto, lloraba
mientras mamá hacía pausas en sus terapias para corregir los trabajos de sus
alumnos. Varios años estuvo llorando este zombie en la sala con horarios de
galeote hasta que el maldecido engendro llegó a la conclusión de que la única
forma de curar su depresión era casarse
con mi señora madre.
Venció la
terquedad del turco ajedrecista. Lo recuerdo como una pesadilla recurrente: enloquecido
quién sabe por qué tragedias (mi madre fue adicta cerril a las tragedias
ajenas).
Un día doña
Ruth desapareció dejando una nota para sus hijos sobre la mesa del comedor: Me ausento durante una semana. Ya
les diré por qué. Arréglensela como puedan. Montó en la parte trasera de la
moto del turco, la vimos alejarse tragada por el polvo rojo de San Isidro (ese
polvo rojo sería el gran protagonista de mi primera novela). Cuando doña Ruth regresó nos dijo: Fuimos a la frontera con
Panamá, allí nos casamos. Les presento a su nuevo papá. Nadie aceptó al tipo.
Ni Marco Antonio, el mayor, que era la encarnación de la soberbia, ni yo, que
amaba a mi madre de forma apasionada, ni la
Nena, que tendría por entonces cinco o seis años y era la
niña más linda que se pueda imaginar: la llamábamos Nena Pol, debido que por
muchos años no pudo pronunciar correctamente la palabra “flor”.
La Nena nunca quiso casarse, en parte porque conocía el
despotismo de los hombres (haber soportado a seis hermanos, todos insufribles
ególatras, durante tantos años y haber asistido al desfile de jumentos que
fueron los maridos de nuestra madre, eran suficientes argumentos y razones para
que abominara del género masculino): tuvo apenas un par de novios o amantes, no
sé: uno de ellos un bobalicón calvo que se eternizó en la silla del
enamoramiento y nunca tomó la decisión de casarse y otro un actor de teatro
norteamericano que la visitó por décadas. A inútiles asedios la sometieron los
dos: Elizabeth quería vivir sola toda su vida, trabajar como una mula, amasar
una fortuna y dedicarse a viajar por todo el mundo. Emprendió travesías
maniáticas y absurdas por sendas perdidas amazónicas, montañas de la India o
desiertos de Australia, generalmente con apenas lo necesario para sobrevivir. Hoy,
tras haber trabajado toda su vida, habita una finca en Boyacá, una finca que
compró con sus ahorros, un hermoso territorio verde plácido sobre el que campea
el aire más vivificante: tiene sembradas hortalizas, cuida panales de abejas
meliponas, hace inventario de nubes y pasa su tiempo organizando a los
campesinos y sirviéndoles de consultora sentimental y asesora en asuntos de
salud. La acompañan sus perros y los frecuentes visitantes, que casi como una
plaga, han convertido su hacienda en casa de campo.
Dos veces en mi vida he estado ido, perdido, extraviado,
fuera del mundo. Explicar las razones de mis desvaríos hoy me sería imposible.
Pero todo, todo, está registrado minuciosamente en dos novelas: El juego de las seducciones y El sentido de la melancolía, inédita esta última, que si he de decir
verdad, no estoy seguro de que quiera ver publicada: tiene tantos detalles
incómodos para mí, para mi esposa, para mi familia, que me sería difícil
afrontar las consecuencias, pero, si llega a publicarse, aceptaré lo que venga:
de alguna manera para mí la literatura es lo más importante: es una forma de la
fatalidad: lo que queda escrito es lo es es: la esencia de mi vida, el modelo
platónico, con todas sus anfractuosidades.
(Hoy, 19 de septiembre de 2018, ya está publicada la novela, con
una inmejorable respuesta crítica, de mis amigos, claro. Fue publicada en una
edición de 900 ejemplares
-300 para la Universidad Veracruzana, 300 para el Instituto
de Bellas Artes y 300 para el estado de Michoacán, tres instituciones que
hicieron la coedición, fruto del Premio de Novela Bellas Artes José Rubén
Romero 2017. Ya se agotaron los ejemplares de la Veracruzana, yo los vendí
personalmente el la Feria del Libro Universitario. Los del Instituto y los de
Michoacán están acunando ratones en bodegas
de la ciudad de México a causa de falta de pago).
En cada familia está resumida la historia de la humanidad,
están resumidos los tipos humanos, los caracteres, personalidades, virtudes,
vicios, toda una historia universal de mezquindades, actos heroicos,
nimiedades, actos vergonzosos, epifanías. Recuerdo que un día los niños —todos
los niños: seis machos y una hembrita— fuimos al río (supongo que el río
General) y estábamos cada quien ocupado en lo suyo (diques para atrapar
pescaditos, pirámides de rocas para derrumbarlas a pedradas, chapoteos,
pequeñas riñas) cuando escuchamos un estruendo tremendo: era una creciente, una
avenida, un alud de agua, barro y piedras que bajaba con un estruendo de fin
del mundo de la montaña. Aquello hubiera sido un espectáculo maravilloso, si la
Nena no se hubiera quedado precisamente sobre una piedra, en medio ahora de las
aguas tumultuosas que crecían y crecían y ya le llegaban a los pies y en unos
cuantos segundos arrastraría el cuerpo de la niña (tendría seis años, conjeturo).
No sé quién fue el de la idea de que hiciéramos una cadena humana. Así logramos
sacarla indemne y feliz (la Nena siempre, y hasta ahora, ha sido la más intrépida
y aventurera de todos: ha subido al Himalaya, caminado desiertos de Australia y
senderos en el Alto Amazonas). Ya lo dije: la Nena no se casó, trabajó toda su
vida, ahorró hasta el último centavo de lo que no se gastó en viajes, tiene dos
apartamentos en Bogotá y una finca de muchas hectáreas en Boyacá en medio de
los paisajes más verdes y de una inverosímil belleza.
Si algo ha dominado mi vida es la sensualidad, la carne, pero también el amor, el disfrute de la belleza, la persecución del secreto, el pecado (si se quiere llamar así a esta ebullición que me persigue y que me impulsa a querer exprimir del mundo su esencia para mi exclusivo disfrute). Disfruto o sufro de una concepción de la vida sin duda egoísta. Y además estoy convencido que todo el mundo la comparte. No puedo separar sensualidad de curiosidad, amor de deseo de dominar o quizás de sumisión. En estos dominios todo es confuso, ambiguo. Quiero que se note mi existencia. Soy básicamente soberbio y sé que mi actitud ha causado más de un desperfecto espiritual e incluso algún desastre.
Recuerdo con cierto asco, con autodesprecio, actos sexuales, viles coitos que emprendí desapasionadamente, casi de manera animalesca con varias mujeres a las que no sólo no amaba sino que de alguna manera despreciaba y me causaban una especie de repulsión. Recuerdo particularmente una mentira que dije a una joven, bastante fea, desagradable y sin embargo soberbia: "Cuando estoy a tu lado no sé qué siento", le dije. ¡Hipócrita! Sí sabía con claridad lo que sentía. Era la hija de mi amante de planta, por entonces (ella sí una mujer hermosa, pelirroja, culta —o más bien snob— que alternaba las empresas humanitarias con las culturales: madre e hija actrices, ninguna de ellas destacada.
En la cabaña de madera que he hecho levantar en la azotea de
mi casa, tendido en mi hamaca que se mueve suavemente y con el panorama de las
montañas incomparables que rodean a Xalapa, hoy, a mis 69 años –soy un viejo
vigoroso que puede hacer los cincuenta metros libres en 39 segundos- cierro los
ojos y me pregunto por que sale tan suvaemente, tan a cuentagotas, este texto
que he llamado Memorias indiscretas como un acto de humilde y descarada sinceridad. Cierro los ojos y
recuerdo a Flora: una campesinita esencial con la que pasaba las tardes en el
porche de la hacienda de sus padres: no hacíamos nada más que estar tomados de
las manos y escuchar el rumor de la tarde campesina que se iba haciendo noche. Grillos,
cigarras, pájaros de veinte especies, olor a todas las hierbas del universo. El
aroma incomparable de los naranjales. Yo había llegado a ese lugar como a una
clínica de reposo tras padecer una depresión que me tuvo encerrado en la casa
en San Isidro de El General un año, azotado por terrores, por sueños
incestuosos, por persecusiones imaginarias alternados todos por etapas de euforia que me llevaban a
imaginar que yo era una especie de cowboy al que se rendían filas interminables
de mujeres hermosas.
Esa fue mi primera entrada en el mundo de la locura (debo
llamarla así porque los diagnósticos fueron abundantes, innumerables,
excesivos, incomprensibles por extravagantes: recuerdo particularmente uno:
esquizofrenia precoz -y recuerdo, sí, muy bien, que yo miraba al psiquiatra que
me atendió en San José de Costa Rica con infinita superioridad: pobre imbécil,
que podía saber ese adefesio presuntuoso de lo que pasaba en mi cabeza). Las
razones, la etiología de ese trastorno, en mi opinión, fue tan compleja, tan incomprensible, que sólo una
fuente podría dar cuenta de ella: una novela escrita, durante 19 años de
sufrimiento e investigación: El juego de
las seducciones. Novela pasajera: dos o tres reseñas (positivas) y adiós.
El título de la novela –he tenido la indelicadeza de hacer pasar mis escritos autobiográficos
por novelas- se refiere más que todo a
las seducciones que mi madre ejerció sobre una larga y sinuosa fila de hombres
(todos a mi juicio inferiores a mi padre, personajes en general psicópatas o
indigentes sociales), el título de la novela me hace sospechar que en el fondo (y en la
superficie) yo le eché la culpa a mi madre de lo que me sucedió. ¿Por qué?
Porque me arrancó de mis sueños de gloria adolescente (Dostoievski, Tolstoi,
Hamsum, Miller, Mann, jugar basquet, andar vagabundeando en el Prado Bar ) y me
lanzó al mundo, todavía chorreando líquido amniótico: a trabajar como maestro
rural en un pueblo que ni pueblo era (una tienda, una casa, un grandero, una
escuela, una cancha de futbol que era un peladero cuyo linde era un abismo en
cuyo fondo estaba el Río Grande de Térraba).
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