Memorias indiscretas 4-5-6
enero 26, 2019
MEMORIAS INDISCRETAS 4-5-6. Mientras vivimos en San Isidro, aproximadamente entre 1960 y 1965, época que coincidió con mis primeros exaltados hervores, espiaba a las sirvientas, a todas las sirvientas, ya fuera a la manchada y contrahecha Manuelita o a la virginal doncellita, Marcela, que sacó de mí el primer licor de vida o a la machorra Petra, que jugaba a las cartas con Marco Antonio (que hasta donde sé fue el que disfrutó de las primicias de todas las asistentes domésticas), ah, San Isidro de El General, el pueblo con mayor densidad de prostitutas por metro cuadrado del mundo (es una figura retórica, no una estadística, perdón, pueblo amado, el más amado, donde se originó todo), mientras vivimos en San Isidro convertí a mi bella madre en motivo de mis curiosidades. La vi abandonada sufriendo calores del cuerpo y abrazando almohadas, la espié tras practicar un sufrido orificio mientras mis hermanos dormían en el mismo cuarto que yo habitaba en mis hervores de quince años.
Reptaba monstruoso por la azotea y veía a mi madre semidesnuda en una cama y a su lado en otra cama a la gringa del Cuerpo de Paz en los calores de 40 grados de San Isidro de El General hablando sobre literatura y filosofías de la vida. Se llamaba Jane Purington la mujer, era grandota y fea y cuando abandonó San Isidro nos dejó una biblioteca entera de clásicos en ediciones económicas.
¿Qué podía saber yo sobre la vida de eros en ese pueblo de putas y reinas de belleza? Los dos extremos: la belleza absoluta y los cuerpos nefandos. También lo que me enseñó la versión no expurgada de Las mil y una noches: sexo sin juicios morales, sexo gozoso, divertido. Me enamoré de las hermanas Ramírez, que me sirvieron de modelos para Sol, Cielo, Estrella y Lucero, en Breve historia de todas las cosas. La novela que me catapultó a la fama a la temprana edad de 24 años y que me condenó a ser el hijo sietemesino de García Márquez.
Otro de los orangutanes que tuvo mi madre por marido. Una especie de homúnculo autoritario, pequeño, moreno, según parece jefe de bodegas o de compras, comandante de algo (en la Nicaragua sandinista abundaban los comandantes). Un verdadero espectáculo verlos juntos, a mi madre, grandota, de gordura rozagante y limpia (fue una sílfide durante los años de matrimonio con el doctor Aguilera Camacho, pero su figura comenzó a deteriorarse a fines de los años 60 cuando dejó de dar clases de francés en el Liceo Nocturno y ya cuando en los años noventa estaba siendo comida por el cáncer que terminó por matarla en Palmira. Nuestra madre, cuando la vi en su lecho de muerte, era una sexagenaria voluminosa que respiraba con dificultad y casi no se movía).
El comandante Carevaca era un déspota que sometía a los perros de doña Ruth a lo que llamaba “el tormento de la velocidad”: los dejaba sueltos en la batea de la Ram, los llevaba a la autopista y allí aceleraba al máximo. Dodge, el gran danés que era el más amado de mi madre, murió atropellado por un trailer tras ser sometido por el comandante a una de esas sesiones de locura.
MEMORIAS INDISCRETAS 5. Había algo de apostolado en los matrimonios absurdos, atrabiliarios, inexplicables de mi madre. Con Carevaca doña Ruth quiso contribuir al proceso revolucionario nicaragüense y lo hizo hasta que se enteró de las fechorías de los comandantes sandinistas.
Con el ajedrecista, muchos años antes, en San Isidro de El Genneral, mi madre intentó rescatar a un hombre irremediablemente perdido en la locura. Era un personaje sombrío, lúgubre, triste, de barba cerrada, que pasaba la vida luchando contra una inexplicable depresión que lo mantenía llorando. Llegaba en su gran moto Harley Davidson, negra de hollín, con un casco de soldado alemán de la Primera Guerra Mundial, y se instalaba en la sala a musitar quién sabe qué incoherencias, horas y horas, hasta que mi madre (su profesora de francés) salía a sentarse a su lado a fumar con él y a hablar como sacerdotisa con un condenado a muerte, eran aquellas terapias interminables que dejaban a los hijos de doña Ruth al entero placer de hacer lo que se les diera la gana. (Vagabundear por el río, matar iguanas a pedradas y asarlas en el lote baldío vecino que lindaba con el territorio de la Musoc, famosa prostituta de aspecto desastroso que terminó por ser personaje muy importante en Breve historia de todas las cosas. Para seguirle la pista a la Musoc tendría que abrir un capítulo entero en este memorial: tras una larga vida de puteria según parece culminó su vida como misionera de los testigos de Jeová mientras que su hija comenzaba a seguir sus pasos en las camas de los sanisidreños (este dato creo que es inventado por un tal Mateo Albán).
MEMORIAS INDISCRETAS 6. El hombre, el ajedrecista de la moto, lloraba mientras mamá hacía pausas en sus terapias para corregir los trabajos de sus alumnos. Varios años estuvo llorando este zombie en la sala con horarios de galeote hasta que el maldecido engendro llegó a la conclusión de que la única forma de curar su depresión era casarse con mi señora madre.
Venció la terquedad del turco ajedrecista. Lo recuerdo como una pesadilla recurrente: enloquecido quién sabe por qué tragedias (mi madre fue adicta cerril a las tragedias ajenas).
Un día doña Ruth desapareció dejando una nota para sus hijos sobre la mesa del comedor: Me ausento durante una semana. Ya les diré por qué. Arréglensela como puedan. Montó en la parte trasera de la moto del turco, la vimos alejarse tragada por el polvo rojo de San Isidro (ese polvo rojo sería el gran protagonista de mi primera novela). Cuando doña Ruth regresó nos dijo: Fuimos a la frontera con Panamá, allí nos casamos. Les presento a su nuevo papá. Nadie aceptó al tipo. Ni Marco Antonio, el mayor, que era la encarnación de la soberbia, ni yo, que amaba a mi madre de forma apasionada, ni la
Nena, que tendría por entonces cinco o seis años y era la niña más linda que se pueda imaginar: la llamábamos Nena Pol, debido que por muchos años no pudo pronunciar correctamente la palabra “flor
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