MEMORIAS INDISCRETAS 7-8-9
enero 28, 2019
MEMORIAS INDISCRETAS 11. LOS ESPOSOS DE MI MADRE.
El hombre, el ajedrecista de la Harley Davidson, lloraba mientras mamá hacía pausas en sus
terapias al orate para corregir los trabajos de sus alumnos. Varios años estuvo
llorando este zombie en la sala con horarios de galeote hasta que el maldecido
engendro llegó a la conclusión de que la única forma de curar su depresión
era casarse con mi señora madre.
Venció la terquedad del turco ajedrecista. Lo recuerdo como
una pesadilla recurrente: enloquecido quién sabe por qué tragedias (mi madre
fue adicta cerril a las tragedias ajenas). Barba cerrada, quijada prominente,
cuerpo deformado por las pesas y las lagartijas (sus angustias cuando estaba
lejos de mi madre las desfogaba haciendo lagartijas hasta la extenuación y
fortaleciendo sus biceps con pesas de quince kilos).
Un día doña Ruth desapareció dejando una nota para sus hijos
sobre la mesa del comedor: Me ausento
durante una semana. Ya les diré por qué. Arréglensela como puedan. Montó en la
parte trasera de la moto del turco, la vimos alejarse tragada por el polvo rojo
de San Isidro (ese polvo rojo sería el gran protagonista de mi primera novela).
Cuando doña Ruth regresó nos dijo: Fuimos
a la frontera con Panamá, allí nos casamos. Les presento a su nuevo papá. Nadie
aceptó al tipo. Ni Marco Antonio, el mayor, que era la encarnación de la
soberbia, ni yo, que amaba a mi madre de forma apasionada, ni la
Nena, que tendría por
entonces cinco o seis años y era la niña más linda que se pueda imaginar: la
llamábamos Nena Pol, debido que por muchos años no pudo pronunciar
correctamente la palabra “flor”.
La Nena nunca quiso
casarse, en parte porque conocía el despotismo de los hombres (haber soportado a
seis hermanos, todos insufribles ególatras, durante tantos años y haber
asistido al desfile de jumentos que fueron los maridos de nuestra madre, eran
suficientes argumentos y razones para que abominara del género masculino): tuvo
apenas un par de novios o amantes, no sé: uno de ellos un bobalicón calvo que
se eternizó en la silla del enamoramiento y nunca tomó la decisión de casarse y
otro un actor de teatro norteamericano que la visitó por décadas. A inútiles
asedios la sometieron los dos: Elizabeth quería vivir sola toda su vida,
trabajar como una mula, amasar una fortuna y dedicarse a viajar por todo el
mundo. Emprendió travesías maniáticas y absurdas por sendas perdidas
amazónicas, montañas de la India o desiertos de Australia, generalmente con
apenas lo necesario para sobrevivir. Hoy, tras haber trabajado toda su vida,
habita una finca en Boyacá, una finca que compró con sus ahorros, un hermoso
territorio verde plácido sobre el que campea el aire más vivificante: tiene
sembradas hortalizas, cuida panales de abejas meliponas, hace inventario de
nubes y pasa su tiempo organizando a los campesinos y sirviéndoles de
consultora sentimental y asesora en asuntos de salud. La acompañan sus perros y
los frecuentes visitantes, que casi como una plaga, han convertido su hacienda
en casa de campo.
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