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MEMORIAS INDISCRETAS 23 AL 26

febrero 11, 2019

MEMORIAS INDISCRETAS 23. Pero dejemos atrás las tristezas. Hoy quiero recordar el día (la noche) en que conocí a la adolescente que habría de cambiar mi vida disoluta, libérrima, alegremente irresponsable. De mujer en mujer había ido MT cabalgando por la existencia y lo último que se me habría ocurrido sería establecer una relación perdurable, posiblemente definitiva. Que me gustaban desde entonces y hasta ahora las mujeres muy jóvenes, ¿y a quién lo le gustan?, lo demuestra que yo haya encallado en esa criatura encantadora que era la que es hoy mi esposa: tenía 17 años recién cumplidos cuando yo estaba rayando la edad de Cristo en la cruz y era ella una sonrisa permanente de dientes tan hermosos, tan simétricos, que por varias semanas le estuve pidiendo que me dejara estudiarlos, unos ojos castaños cristalinos de aire vagamente oriental (¿hija de un tailandés? ¿pequeño desliz de la santa madre de mi amada), un rostro semi ovalado digno de un camafeo decimonónico, unos huequitos de la nariz perfectos que dilataba y comprimía con una gracia de cochinito feliz o de conejo, unos hermosos y diminutos pabellones auriculares (suena bien llamar a las orejas “pabellones auriculares”, ¿o no?), y unos labios de simetría renacentista. Sabía mover las orejas hacia adelante y hacia atrás como los elefantes y con éstas y otras gracias me hipnotizaba. Conjunto que, he de decirlo, me dejó helado al momento de verla en el sillón del jefe de la editorial: tenía sus lindas piernas levantadas con los talones apoyados en el escritorio y sus muslos enfundados en medias de lana que le llegaban arriba de una falda volada no tan larga, insisto, medias de lana, y, aclaro, color café con leche (no olvido, ay, deleite supremo, el momento en que pude meter mis manos pecadoras bajo la armadura de lana y hacer que descendiera para permitirme el deleite tactil de sus frescos frutos). 

La síntesis de mi novela de amor con la mujer que sería mi compincha durante  más de treinta años es la siguiente: la saludé con calculadora indiferencia, hice una llamada a Barcelona a mi representante Carmen Ballcels mientras la miraba, la calibraba, la estudiaba de reojo con malicia de tasador de diamantes, la veía bostezar y hacer un comentario evidentemente oblicuo dirigido a una gorda de rizos indómitos que allí fungía como testigo e inarmónica comparsa, no tienes idea, manita, el hambre que tengo, dijo, momento en el que vi abierta la puerta del cielo, pues si tiene hambre, niña, le presto un billete para que compre unos tacos, le dije, y ella, la criaturita, con desparpajo, ojitos sonrientes y mirada chispeante, dijo, cayitos, amigo, con lo que quería decir que aflojara la lana. Busqué en mi billetera y hallé solamente uno de 100, una verdadera fortuna por entonces (hablo de 1982, más o menos). Se lo entregué entero y le dije tengo que irme (y de verdad tenía que hacer un viaje de asuntos literarios) y, en voz baja, para que no oyera la gorda de rizos indómitos, ¿aceptarías una invitación a cine cuando regrese? La niña  le guiñó un ojo a la gorda como diciéndole, el negocio va bien, sólo que sea en sábado, comentó, el día que puedo escaparme, porque trabajo cuidado esta pulgosa oficina de lunes a viernes y el domingo lo tengo ocupado lavando ropa y además mi mamá no me deja salir el día del Señor. 
Termino la historia: regresé de mi viaje, fuimos a cine, vi que en lugar de mirar la película (Los pájaros  de Hitchkok, imaginen) me miraba a mí como arrobada o sorprendida,  con sus grandes ojos fijos, diría un poeta amigo. Sentí que estaba al borde de algo indiscernible hasta que seguí el impulso que nació de lo más hondo de mi destino, me lancé en picada, cerré los ojos y embestí la pared de granito. Le di un beso. Ella (en venganza, hoy lo sé)  me devolvió otro, que duró los 30 minutos que restaban de la película. No habían pasados tre meses cuando ya estábamos casados. Y, 32 años después, seguimos casados, felizmente casados, lo digo con infinito desprecio a los que dicen que el amor constante es imposible después de tres meses. Sobre la intensa y terrible, luminosa ruta que me llevó al matrimonio escribí una novela que llamé  Carita sonriente.  Mi mujer la leyó de un tirón en una cama de las residencias artísticas en Banff. Sólo recuerdo que me dijo: ¿Tú escribiste esto? ¿No te da pena? He de decir que la novela no me gusta. No le hace justicia a mi niña. No pude atrapar su espíritu, su gracia indudable y hacerla vivir en una obra artística, como sí logré hacerlo con Irgla en  Mujeres amadas,  con Bárbara Bláskowitz en  La insaciablidad y con otra media docena de personas del sexo femenino que terminaron convertidas en protagonistas de mis novelas y cuentos En algún concurso no tan despreciable le dieron mención honorífica a la novela de mi gran amor sin comillas o cursivas. Tres amigos me recomendaron  no publicarla. Años más tarde mi amada diría: ¿Cómo es posible que a esas apestosas les hayas escrito novelas de verdad y a mí sólo me hiciste esa porquería? Estoy de acuerdo. Tengo la novela guardada y he pensado en convertir a la protagonista en una villana de espanto. (Ayer en internet un amigo me mandó un mensaje: “No dejes de ser malvado. Eso es lo que nos encanta de tu persona: que cultivas con deleite tu leyenda negra”. Y otro amigo de internet me acusó de racista por cultivar mi leyenda negra).

MEMORIAS INDISCRETAS 24. Emanuel Kant, ese jorobado cronométrico de Königsberg,  tuvo la culpa. En la voz monócroma, lenta, grave, soporífera de un profesor de filosofía de la Universidad del Valle cuyo nombre no  recuerdo, La crítica de la razón pura, Kritik der reinen Venunft adormecía a media docena de estólidos moluscos entre los cuales estaba MT. Un día, llevado por la fuerza del destino, digámoslo así, compré una considerable libreta de contabilidad del tamaño de mi antebrazo y comencé a escribir en ella una especie de muestrario de personajes, en general bizarros, coloridos, extravagantes, encantadores o repugnantes, de los que conocí en San Isidro de El General: el sargento Robustiano, “dos metros cuadrados de carne temblorosa e insolencia inaguantable”; las hermanas Sol, Cielo, Estrella y Lucero, más hermosas que las gracias griegas; la Musoc, prostituta eternamente embarazada, zarrapastrosa, que duplicaba la ruta de los autobuses que viajaban a la capital de Costa Rica; Californio el Simple, el falso tonto que se internaba en la montaña para hablar con Dios e interpretar melodías sublimes con su batería vegetal… y muchos otros personajes, todos bastante particulares,  insisto, que, colocados en situaciones burlescas o trascendentales, me acompañaron durante dos semestres de sopor en la Universidad del Valle  y llenaron los espacios de aquella monumental libreta de contabilidad que al principio fue una y que después encontró otras  diez, hasta configurar una auténtica summa teológica plagada de pecados, virtudes y toda una fauna y flora de seres sin más redención que la eternidad literaria. Tales eran mis sueños, ansiosos de ser comunicados a la humanidad en pleno. Al final del segundo semestre, tras ser reprobado en Kant I y Kant II por el infamemente famoso profesor intuí con brillante intuición que acababa de escribir mi primera, magnífica e insoslayable obra literaria, obra que titulé con un miligramo de inmodestia, Breve historia de todas las cosas. ¿Qué hacer con un tesoro de semejantes dimensiones?, se preguntó el conspicuo MT?, ¿quién iba a entender la dimensión de su poética proeza?, ¿dónde encontrar un alma gemela que pudiera reconocer mi insoslayable genialidad?
Me enteré en los pasillos de la Facultad que en muchos kilómetros a la redonda no había sino un verdadero escritor, un escritor de verdad, con libros publicados, premios por docenas, que, ay, tenía un agravante: era marica, marica asumido, reconocido y orgulloso… Lo que he decirlo, no me asustó, ya había tenido nuestro atrabiliario protagonista algunos rounds con personajes de esa inclinación que, hay que decirlo, no me inquietaban ni me repugnaban y que, aclaro, tampoco me atraían, yo era y soy macho bragado, de pelo en sobaco y pecho, sin filtraciones en mi canoa (hasta ahora). La experiencia de conocer a Gustavo Álvarez Gardeazábal no fue en manera alguna impresionante: se trataba de un hombrecillo pequeño,  escaso de pelo, de cabeza muy grande, casi de hidrocefálico,  y unos lindos ojos grandes, voz chillona y dominante, autoritaria, dominaba todos los alrededores, era un hombre dispuesto a hacer escándalo de loca histérica a la menor provocación. Me recibió en un diminuto cubículo, me consideró de arriba abajo con ojos de tasador de ganado (MT por entonces, y hasta ahora, pregonaba (y pregona)  poseer las glorias de una constitución de robusta y saludable bestia humana: corría diez kilómetros diarios, jugaba basquetbol, leía cientos de páginas diarias y fornicaba con todas las que se pusieran a tiro de su nerviosa pistolita); Gardeazábal  calibró mi andadura y me preguntó que qué quería. Le dije con aires de young Aristóteles que me había enterado de su fama de escritor y que como yo también era o creía ser tal cosa, aunque un poco novato y enflaquedido por mi condición de estudiante siempre con hambre, estaba, hum, buscando un alma semejante para que considerara la posibilidad de que leyera una novelita (le puse los diez tomos de mi novela en manuscrito sobre su escritorio). Gustavo miró el cerro de libretas de contabilidad de 30 por 15 centímetros llenas de abigarrada y caótica humanidad y con suave y natural desprecio, casi asco abrió una de ellas, y al ver que estaba manuscrita con una grafía que envidiarían los copistas árabes de las Mil y una noches,llenó de aire sus pulmones de tísico, procedió a expulsarlo, y como conteniendo a una sirena que pugnaba por atropellarme con deshonesta lujuria, dijo, dominado por la compasión (y supongo, el cálculo de las ganancias a futuro): Mancebito hermoso, mira, cuando pases  a máquina tu obra maestra de la literatura nacional, mundial y universal, me la traes para que yo la lea, si es que tu mentada novela de veras ameriata que yo, ¡YO!, gritó, dando un manotazo sobre el escritorio… si amerita que ¡yo!, saque tiempo para leerla. Le robé una porción de su aire magnífico, contuve las ganas de aplastar su cabeza de mosca entre mis manos de coloso (así me llama mi amigo Eduardo García Aguilar, que lleva décadas fracasando en París  como escritor casi con el mismo entusiasmo con que yo lo hago en Xalapa). Mi pecho de toro asimiló el golpe, sin bajar la cabeza le dije al divino Gustavo (quien escribiría en efecto una novela que tituló El Divino en la que se alabaría sin tasa y sin control) que buscaría quien mecanografiara mi opera prima y regresaría a buscarlo. ¿Qué hacer? Hice cálculos. Aunque MT tenía una máquina de escribir prehistórica y efectiva, tardaría quizás un año en trascribirla, lo que no corría parejo con mis ansias de entregar al mundo semejante obra de la creatividad (que en realidad no lo era tanto, sino apenas una copia mimética de la realidad alucinada, del teatro de sombras chinescas que viví en San Isidro de El General).

MEMORIAS INDISCRETAS 25. Un momento irrepetible. Crónica del regreso a San Isidro III. Y ahora daré un enorme salto. Mi regreso a San Isidro de El General. Una conferencia tras otra se precipitan en cascada y no hay tiempo sino para comer y dormir y si es posible ser fugazmente feliz con mi compañera de viajes. Ayer en la Sede Brunca de la Universidad una charla ante un enorme auditorio de jóvenes que parecían ignorarlo todo sobre mí. Hablé del viejo San Isidro y de quienes fueron los padres fundadores de esta ciudad, que de alguna manera es mía, una ciudad de la que me apropie en una novela hace más de treinta años y que desde entonces es mía. 
Miraba yo a aquella multitud y trataba de adivinar en cada rostro el rostro de sus padres, que quizás fueran modelos de mis personajes. Identifiqué entre todas las personas a una chica de larga cabellera negra, un rostro de belleza imposible, idéntico a un rostro que vi en el San Isidro tras el vidrio de la taquilla en el Cine Paulina en 1965: Nidia Ramírez, una de las cinco maravillas de San Isidro, modelo de una de las hijas de un famoso contrabandista y doña Lala (eran en total cuatro espectáculos incomparables del arte del creador o por lo menos la genética: Sol, Cielo, Estrella y Lucero). Le pregunté si porcasualidad era hija o nieta de doña Lala, la mujer que engendró a las cuatro mujeres más bellas de San Isidro y del mundo.  Ella me miró sonriente, serena, como me había quizás mirado en 1965 su madre o su tía y me dijo no: No, no soy hija de una hija de Lala. 
Y terció la decana de la Universidad: 
Pero sí eres hija de Helena que es hermana de Yesenia, y es posible que tus genes estén repitiendo la figura de Nidia, porque , muchacha, eres casi una copia de Nidia, la mujer que durante años vendió boletos en la taquilla del Cine Paulina y que era tan bella que se convirtió en atracción turística de San Isidro. 
Dije: 
Nidia Ramírez era tan hermosa que yo llevaba a los turistas a verla y cobraba una peseta por mostrarles a la mujer más linda del mundo. 
Hable con fluidez ante los estudiantes de la Universidad Autónoma de Costa Rica, Sede Brunca. Eran quizás 200 muchachos. Escuchaban con atención, había muchas sonrisas, rostros agradables, divertidos. 
No faltaron algunas bromas. 
Básicamente les dije quién soy yo ahora y quién era hace más de 35 años: un muchacho flaco, alto, insolente, que pasaba la vida jugando básquet en el Prado Bar y mirando a las chicas lindas en el parque. 
Había en ese público y en general en los sanisidrogeneraleños entusiasmo por oír a ese antiguo habitante de sus calles que había salido del limitado mundo de ese pueblo remoto, polvoriento, chismoso. (Hay que decirlo: el chisme es una de las costumbres más arraigadas en San Isidro: todo se sabe de todos, hay mil historias circulando, se cuentan, se repiten, se agrandan. Ello pude comprobarlo cuando escuché “noticias” sobre Momotombo, Lindor, don Danilo Salas, Simón Solís, Sergio Barrantes). 
Me escuchaban con fervor los muchachos. Alguien dijo ser hijo de don Danilo, el dentista de la novela; otro me dijo que Californio el simple, el loco que se decía Príncipe de Mónaco, sigue vivo recorriendo las calles de San Isidro. Una chica comentó:
Las monjitas lo odian a usted, señor Marco Tulio, porque dijo que en su colegio había comercios carnales, abortos y otras atrocidades.
Uno mas dijo “yo soy hijo de un constructor de la Carretera Panamericana que usted pinta en la novela”. 
Al final un largo aplauso. 
Sentí que por un momento había logrado unir dos épocas de San Isidro e iluminar algunas circunstancias presentes. 
Después de más de dos horas de plática en medio de un calor infrahumano en un auditorio sin ventilación en el que nadie se movió de su sitio, disfruté de ese largo, larguísimo aplauso y sentí que mi vida estaba justificada porque había conquistado a aquel desconocido monstruo de muchas cabezas y que de alguna manera era amado por todos y todas, y que aquella escena no era la culminación de mi insoportable vanidad ni un sueño de ególatra satisfecho sino un hecho irrefutable: yo quería a toda esa juventud y esa juventud me quería. Yo les estaba abriendo la flecha del tiempo, la había detenido gracias a una novela, yo había iluminado en un relámpago el perdido mundo de sus padres y ellos lo agradecían y sin duda muchos iban a leer mi novela. 
Y algo verdaderamente increíble: a San Isidro llegaron pocos ejemplares de la obra, pero los habitantes de la vieja guardia, casi todos, tenían ejemplares casi idénticos, clonados, y algunos tenían la vieja edición de La Flor de Buenos Aires, con su papel amarillento casi convertido en pergamino y otros tenían la edición de Plaza y Janés de Colombia en papel blanco. Pero eso lo sabría más tarde, cuando me reuniera con un grupo de veinte hombres de mi edad, los que vivieron conmigo la fragorosa adolescencia de partidos de baloncesto bajo el sol del la Zona Tórrida más feroz, los que asistieron a los jueves del Prado Bar y le metían mano en sus bustitos virginales después de las doce de la noche (cuando ya las decentes se habían ido a acostar con las entrepiernas mojadas) a las sirvientitas ansiosas de conquistar a los muchachos de buenas familias. Cualquiera lo sabe: el calor del trópico alborota el virus de la lujuria. 

MEMORIAS INDISCRETAS 26. Recurrí a mi encanto personal o a mi don de secretarias para que Fanny, Luz Marina y Eva, secretarias de Filosofía, Letras e Historia se dedicaran en sus ratos libres a pasar a máquina mis considerables garrapateos (¿sabían ustedes que “garrapateas” son las notas más veloces que se puedan producir en los instrumentos musicales?, nota cultural) que llegaron a llenar casi cuatrocientas páginas, un volumen respetable que titulé inmodestamente Breve historia de todas las cosas y que le llevé a Gustavo Álvarez Gardeazábal, quien con un ¡humm! de explicable tedio vital anticipado, aceptó leer el mamotreto después de mirarme descaradamente las piernas (desnudas, rozagantes y suculentas tras el habitual trote de diez kilómetros por los rumbos de a Pance). 
Una semana más tarde me encontré al cabezón escritor de los ojos lindos en un corredor de Humanidades, me dijo tenemos que hablar, lo dijo con voz de autoridad inapelable, te espero en mi apartamento el sábado a las cinco de la tarde (los compañeros de Filosofía, que asistían a distancia al coloquio del cordero propiciatorio y el lobo feroz hambriento de adolescentes talentosos nos  miraban sonrientes y yo, retador, les hacía creer que sí, de veras, nada de lo humano me era ajeno. La tarde en que visité a Gustavo hacía un calor de horno crematorio por lo que, lo juro, no me pareció improcedente la sugerencia del escritor de que nos quitáramos la ropa, de modo que tuvimos una sesión de taller literario en calzoncillos, y todo marchó sobre ruedas, me dijo que sí, que en mi manuscrito había un no sé qué que anunciaba algo más grande, que había mucha, mucha vida abigarrada, muchísimos personajes interesantes, divertidos, extravagantes, todos acumulados como en una pelea de perros y que el mundo de ese pueblo, San Isidro de El General, era muy particular, como de vida palpitando al borde del infarto, pero que, amiguito, hay que poner puntos de vez en cuando, hay que terminar las historias que se inician, hay que detenerse en los instantes más hermosos y significativos, en esos ombligos de significación (dijo), hay que romper ese enorme, enormísimo coágulo narrativo y tratar de hacerlo digerible. 
Me entregó el mamotreto. Vi a golpe de ojo de perdiz que estaba plagado de observaciones y de signos de exclamación, de interrogación, de rabiosos rayones, y al final, al puro final de nuestro encuentro me dijo, hijo mío, antes de hacer la casa tienes que tener cimientos, de modo que abandona esa vagabundería de  la filosofía y dedícate a leer las grandes novelas de la humanidad, lo que hice literalmente durante los siguientes meses: leí en tiempo récord La Iliada, La Odisea, el Quijote, el Ulises de Joyce y, hasta la Biblia, ¡de principio a fin, sin saltar un solo evangelio!, hasta conseguí los evangelios apócrifos y me los receté, no sé qué tanto aprendí, qué tanto digerí, el caso es que lo hice y que tras hacerlo reescribí la novela, rompí coágulos, separé historias, puse subtítulos al estilo de las novelas picarescas o de caballería y ¡cataplum!, hágase la luz, ahí estaba mi novela, mi  Breve historia de todas las cosas, mi monumental e inapelable opera prima, lista para salir al mundo a dar una batalla que sigue perdiendo pero que continúa vigente. Ya va por tres ediciones: una en Argentina, en de La Flor; otra en Colombia, en Plaza y Janés; y la tercera en coedición México (Educación y cultura)  y España (Trama editorial). Sobre esa novela se ha dicho y repetido lo indecible. Y como subtexto he de decir que la aventura de los dos hombres en calzoncillos, agobiados por los 40 grados centígrados en un apartamento en la ciudad de Cali (sería 1973) tras una sesuda sesión de crítica literaria culminó cuando Gustavo me puso una de sus calientes y delicadas manos sobre mi más alto muslo derecho, acto que aunque previsible y sutil, no me agradó de forma alguna, por lo que tomé su mano indiscreta por la muñeca y apreté con todas mis fuerzas, tratando de triturar sus huesitos de leche, al tiempo que sonreía  y con la superioridad de macho recontramacho quince centímetros más alto que Gustavo y con el plus de veinte kilos extra le dije, no sin afecto y admiración,  querido Gustavo, ese tipo de crítica literaria no va con mis intereses.
He de decir que ese fue el último tendencioso acercamiento de Gustavo y que fuimos durante más de treinta años los mejores amigos del mundo hasta que se me ocurrió escribir que uno de sus libros (sobre las masturbaciones y actividades de extrema sociabilidad de los curas en los seminarios) estaba mal escrito.

Xxx xxx

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