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MEMORIAS INDISCRETAS 28-29 (AMORES CON NINFA)

febrero 14, 2019


Cali, ¿1976? Recuerdo: me hallaba semiadormecido sobre los cojines que habitualmente tendía en el suelo cada vez que Niko, el pintor con quien compartía apartamento en el segundo piso del Grill Las Escalianatas, cuando creí escuchar a lo lejos mi nombre pronunciado a gritos. Luego pensé haberme engañado. Pocas personas conocían mi caverna y ya nadie me visitaba. A los escasos amigos que tenía los había espantado con la historia de que estaba escribiendo supremas obras literarias jamás antes imaginadas y que no deseaba que nadie me molestara. La verdad es que por entonces detestaba al mundo entero y supongo que el asunto era recíproco. No sólo en mente sino en cuerpo quería transformarme en una bestia literaria: antisocial, antihigiénica, anti todo. La gente de los alrededores me miraba como quien mira a un loquito sin regla alguna y en busca de nuevos enemigos. No sólo era y quería ser extravagante sino que me deleitaba ser agresivo, mordaz e insoportable. Con mi pelambre alborotada y mis fachas de deportista pobre y  flaco sin duda alguna causaba curiosidad y acaso temor. Bajé el volumen del tocadiscos, me apoyé con dificultad en un codo y escuché. Efectivamente alguien gritaba mi nombre. El grito, infantil, impaciente y rabioso, sólo podía ser de Ninfa, una querubína que conocí en el Teatro Municipal y a la que quería convertir en mi Tadzia (Tadzio o Tadrio, hay que aclarar a los ignaros, es el nombre del adolescente polaco que enamoró a Thomas Mann, soyons sinceros, en la famosérrima noveleta Muerte en Venecia. Fin de la nota cultural… Pues como se sabe, Mann reprimió toda su vida su homosexualidad (hasta donde se sabe)).  Como todo aprendiz de perverso que se respete, MT no estaba dispuesto a sentirse satisfecho hasta que hubiera consumado el amor o algo que se le pareciera con la chiquilla impúber, Ninfa, humm, un caso digno de atención. No se trataba de superar una prueba iniciática sino de satisfacer al infeliz enfermo feliz que soy. Me asomé a la claraboya de la  gruta, aparté la bandera de colores descompuestos —Niko el pintor se había limpiado el magro trasero con un trozo de sábana, luego yo le agregué unos brochazos de rojo sangre de mis venas y mi compañero de apartamento, artista del pincel rústico, armonizó el conjunto con chorros de mostaza y una especie de diseño poco naturalista—, finalmente izamos el lábaro de la nueva raza de hombres libres y rampantes que comenzó a tremolar en el segundo piso de Las Escalinatas, antro localizado en un sitio estretégico, muy cerca de las cariátides defenestradas del puente sobre el río Cali. Vi a mi pequeña angelita allá abajo, en la calle vil, pateando el suelo, tan entrada en indignación pero tan celestial que estuve a punto de pedirle que sacara sus alas del estuche de violín (era  estudiante de música la muy dulce) y subiera hasta la claraboya volando.
En lugar de hacerlo, le tiré la llave y le di las instrucciones necesarias para que llegara a mi antro sin tropiezos. Mientras subía me volví a tender sobre los almohadones. Antes, naturalmente, abrí la puerta. La idea era que me encontrara en posición conveniente y actitud propicia. No temí por la seguridad de la infanta en el camino hacia mí a lo largo de las escaleras y los corredores laberínticos, sórdidos y sucios donde  se abren multitud de puertas que dan paso a estancias penumbrosas. Allí habitaban seres desvencijados y nobles, respetuosos de los visitantes, casi todos artistas de algún arte dudoso o soñadores de alucinaciones herbáceas. Yo conocía ya el carácter de la pequeña Ninfa y su capacidad de asustar al más bragado con gritos de indignación principesca. Me arrastré unos metros, volví a colocar la aguja en el tocadiscos (Concierto para violín número 1 de Brahms, ah, Brahms, mon frere, un tipo que como todos los genios, padeció de depresión suicida) y comencé a tramar lo de siempre.
Hacía unos días había querido asistir a un concierto de Puyana, el extravagante clavecinista que instalaba la Edad Media dondequera que ejecutaba su instrumento arcaico. No tenía dinero, aunque sí ánimo y decisión, que son las mejores tarjetas de crédito en un mundo de pusilánimes y comunicorrientes frenolitos. Era un día de esos en que me sentía sociable y pensaba que el mundo tenía algo reservado para mí. Un día excepcional, obviamente. Ya se sabe: todos los megalómanos esperarmos ser coronados no un día sino todos los días. A mi lado estaba el brujo Marmolejo, tan arruinado como yo, convaleciente de su última fiesta, siempre decía que cada fiesta era la última, estaba decidido a suicidarse (él también) una vez a la semana, generalmente al amanecer de un domingo, fiesta de guardar, su cabellera lustrosa y su aire de reina de la noche o indio tarahumara. En torno nuestro veinte o treinta fanáticos del arte clavicordial y de las entradas de gorra. Al grito de “el arte para el pueblo” decidimos  atropellar al portero e instalarnos en platea.  Amparado en mi sólida estructura, mi bien dispuesto talante y mi espantoso encanto de maleante, me ofrecí como ariete. Grité ¡empujen, frenápteros del mundo!, y le puse, no sin antes disculparme, las manos en el pecho al portero mientras insistía en pedirle mil burlonas disculpas y hacía descansar la responsabilidad del acto patriótico en los de atrás, el bajo pueblo.
Ya  adentro, los cruzados del arte gratuito nos distribuimos por toda la platea. En el corredor nos encontramos con Tirsa, uno de los más recientes amantes del pintor de brocha gruesa, Niko. Al saludarla no pude evitar una sensación desgradable. La membrana que une los cinco dedos de su mano derecha creaba la impresión  de que uno está estrechando el apéndice de un  gran batracio pariente de Lovecraft. A su lado estaba un niña que parecía trasladada a Cali directamente de los campos mitológicos de Herperia o de uno de esos imbéciles cuadros de angelitos que pintaban en el renacimiento los ociosos.
Miré al brujo Marmolejo. Vi en sus ojos la misma admiración y casi pude escuchar su grito de batalla, ¡a ella, mis valientes! Pero antes de proceder al asedio era indispensable extraviar a los policías que nos señalaban con los dedos. Suplicamos a la querubina que  nos reservara dos sitios mientras nosotros (o nosotras, pues Marmolejo naufragaba por el lado más previsible, era un hermoso negro abisinio que llamaba la atención donde quiera que iba) deambulábamos por los corredores adoptando gestos de melómanos, caballeros busca-asientos y poseedores de tarjetas credi-mierda y me-la-meten-el-culo-sin-vaselina-y-sin-embargo-me-río.
Al fin los perseguidores renunciaron a expulsarnos y sonó el timbre tercera-llamada. Se inició la función. Me correspondió sentarme al lado de Ninfa.
Confieso que reverencio a Beethoven (menos que a Brahms, of course) y que aprecio sobremanera sus desplantes (cuando Caecilia Fischer le reprochaba al Ludwig de seis años “de nuevo estás muy sucio”, él le replicaba “qué importa... cuando me convierta en Dios nadie prestará atención a eso”.) Pero entre su música interpretada por Puyana y la enorme fascinación que emanaba de Ninfa, tuve que dejarme vencer, con humildad y deleite, por la niña, ese invisible jardín que se dejaba existir con naturalidad a mi lado. Ninfa me  miró mirarla y arqueó las cejas ojivales. Fingió abstraerse en la música y luego se dio por vencida. Giró su rostro obolongo empotrado en una cabeza de estatua etrusca sobre un cuello de porcelana y me cedió una mirada larga, sostenida, segura. Retornó su atención al escenario y yo comencé a muriar, (¿a muriar? ese verbo debe corresponder a un gesto raro y por ello vale la pena dejarlo tal cual). Digamos que comencé a muriar esa mirada.
Vamos bien, hombre de cromañón, penséme. El negro Marmolejo, muy entrado en preocupación, pues según parece convalecía de un nuevo intento de suicidio dominical, como decía, muy entrado en preocupación, se rascaba a menudo una canilla para tener pretexto de espiar mis avances hacia la clara fuente adolescente, casi impúber. Ves, ser caballero no lleva a ninguna parte. Acerqué mi codo derecho al cuerpo bendito hasta hacer full contact con sus costillas de leche. No se inmutó. Ninfa llamó en susurros a Tirsa y le preguntó que por qué ese señor Pujana no tocaba otra canción, que por qué vestía tan raro y por qué se movía como delfín enjabonado. Dijo que ya estaba aburrida de oír la misma cancioncita cansona. Se rieron Ninfa y Tirsa y  nos reímos los depredadores. Supongo que estaban jugando. Nosotros no.
De la risa compartida —con soberbios hoyuelos en las mejillas rosadas y rubores como vetas de rosa en el marfil— Ninfa pasó, sin transición, al enojo. Su rostro sereno de estampita china se transformó en la encarnación viva de la iracundia. Ah, se ríen de mí —pronunció “díen”, no “ríen”—, ¿creen que nunca he ido a un concierto?—. Su protesta coincidió, desgraciada o afortunadamente, con un pianísimo y fue escuchada por toda la sala. Trágame tierra. Me hice el desentendido. La atención del público se había transformado en un vórtice cuyo centro éramos nosotros. Creo que hasta Puyana nos fulminó con un rayo y un uñazo bien temperado a su clavecín. Ninfa exigía respuesta. Subió el volumen hasta el susurro y medio mientras sus aspavientos iban in crescendo. Coloqué mi mano sobre su párvula boca  a manera de mordaza y le pasé un brazo sobre los hombros para calmar su albo alboroto de mar picado. La traidora me mordió. Me fue imposible no gritar. Me resigné. Beethoven y Puyana, donde quiera que estén, mil perdones. Soy una barbaján, pero un barbaján ilustrado, respetuoso de mis semejantes, los grandes espíritus de la humanité. Decidí lanzarme de lleno al sabotaje, al fin y al cabo había entrado con la consigna de la música para el pueblo, y allí había solamente cerdos de engorde, vientres lustrosos y damas imberbes: el enemigo. El negro Marmolejo, más cauto y más conocido(a), se fingió estatua y por lo tanto inocente como cualquier estatua que se respete.
Al salir estaba lloviendo. Gotas espaciadas una cuarta completa, pero gordas y frías. ¿Y ahora, quiasemos?, preguntó la querube supliendo con su furia el ruido que faltaba a los relámpagos, como si nosotros fuéramos culpables de los desafueros del cielo. Su cuerpo, su cuerpecito, se levantaba airoso sobre los tacones demasiado altos que debían suplir los centímetros que le faltaban. Lucía unos zapatos en extremo absurdos, que hacían que su cuerpo se inclinara constantemente hacia delante, por decir algo. Un poeta amigo del negro nos ofreció su auto, un cacharro tan estropeado como la cultura nacional, que si hubiese sido barco se habría ido a pique en la primera esquina.
Fuimos al Habana, no muy lejos de Las Escalinatas. Ninfa torció el gesto en fuchi al ver la desastrosa fachada. La voz cancerígena y gangrenosa de Daniel Santos hacía mierda y astillas la  noche caleña. Tuve que bailar salsa, no me quedó más remedio. Ninfa se reía de mi torpeza.  Déjame ser el hombde, dijo, yo llevo el paso.  El negro Marmolejo se consolaba de la derrota ingiriendo Blanco del Valle y sobándole despiadadamente el lomo, hasta el límite de la decencia, cerca del cóccix, al condescendiente Tirso (o Tirsa, no sé), ebrio ya como su compañero, sensibilizado sobre los tormentos de la página en blanco y  reciprocándole sus confesiones con el relato de su amor fallido con Niko. Ninfa apenas si tocó el licor con los labios. Huele a agua de mueto, dijo. Nunca explicó que era agua de muerto. A la salida estuve tratando de convencerla de que me acompañara a la caverna de Las Escalinatas.    
Prometo que te voy a hacer feliz, le dije.
Jé, néne, lo que quieres es abusar de mi inocencia, cosa fea,  cosa fea, creés que no sé.
Vulgarota, echas a perder la poesía.
Mejor echar a pedder la poesía quel resto de la vida, man. Imagínate, che, estroperarme la vidda para estar contenta una sola noche, malvadote.
Nos besamos largamente rumbo al centro. Debo decirlo, sentí que estaba enamorándome, sentimiento proscrito en mi diccionario de reglamento vital. Aproveché todos los rincones oscuros y hasta oscurecí uno a pedradas para reiterar la posibilidad de algo mejor y el peligro de las caricias al aire libre. Saliendo casi asfixiado de un beso que pretendía ser erógeno, Ninfa preguntó:
¿Me degalas tus ojitos?
 Me tiró de las orejas  y afirmó:
Tirsa es una mujer fea feo y yo una niña linda, ¿ciedto?

(Fin del flashback). Me levanté perezosamente, aparté la aguja del disco y me dirigí a la puerta. Al pasar frente al baño tiré el cigarrillo en la taza. Me asomé al corredor. No había nadie.  Me senté en el piso de madera vieja e indisciplinada a esperarla. En vano. Ninfa se esfumó. Creo que ni siquiera recogió la llave de mi reino.

Después del concierto la vi. Noté que aunque sabía manejar a los asediantes, a veces se comportaba como un campesinita. Acostumbra preguntar el significado de las palabras más usuales y después comienza a usarlas, no siempre con buena puntería. Mientras estábamos en el Café de Los Turcos le sonrió de manera que se me antojó cómplice a un hombre maduro, de gazné y camisa de seda, tipo personaje de Julio Cortázar en Rayuela, que pareció molestarse por la atención de la niña. Luego se portó excesivamente mimosa en lo que era, sin duda, un acto de adoración hacia mí y de venganza contra el personaje que fingía desconocerla. ¿Quién es el tipo?, le pregunté. Giorgio Lamproni, el modisto más exclusivo de Italia, dijo, viene a esta ciudad una vez al mes para vestir a Letizia Cossío. A partir de entonces se dio a imbricar nombres y chismes, fortunas y taras de los dueños del Valle. ¿Una estudiante de violín metida en chismes? ¿Qué es eso? Pienso que miente. El hombre del gazné tiene más facha de tratante de blancas recién instalado en la ciudad que de marica y diseñador famoso. Es tan caricaturesco que debe ser un farsante.
Me dije: quizás Ninfa no sea más que un prostitutita que está jugando al amor conmigo. Ojalá esté equivocado. Imposible que una ramerita de catorce años conozca  taquigrafía, hable inglés, sepa algo de literatura, estudie música, buenos modales y hasta equitación. Dice que es administradora de un bufet de abogados y con la sencillez que sólo puede dar la humildad bien manejada, sin ostentaciones, con limpia naturalidad, me tendió su tarjeta.
Dice que soy su cocodrilo, su perrito french poodle, su animalito de peluche. Me estruja la cabeza en su diminuto pecho y susurra yo quiero que quieras a Ninfita como la tierrita seca a la lluvia. Soy dacista, dice, me caen mal los negros y me gustan las cosas bonitas y detesto las feas. Cuando le dije que todos somos iguales —lo que en verdad pongo muy en duda— compuso un gesto de auténtico asombro. Ah, ¿sí? ¿Te gustaría que una nena linda como yo se enamorara de una negra feodible como las que bailan en Las Escalinatas?
Días después volví a ver a Ninfa en el Café de Los Turcos. Allí estaba acompañada ¡por su secretaria! quien invariablemente  respondía a todas sus preguntas con un sí su merced. El mesero la atiende con enorme respeto. Muchas personas inclinan la cabeza al pasar a su lado. ¿Qué es esto? ¿Quién es este niña desquiciante?

Caminamos hacia La Tertulia. Anocheció. Buscamos rincones oscuros para darnos besos. Seguimos caminando como si ya nada más tuviéramos que hacer sino caminar y darnos besos en la vida. Nos sentamos en las graderías del Teatro al Aire Libre Los Cristales. Nos tomamos de las manos. De las cuatro menos.
¿Tú eres puro?, preguntó.
Eso depende de lo que llames puro.
Tú sabes, esas cosas.
¿El sexo?
Sí.
Pues creo que no.
¿Te acostaste con tu amiga Tirsa  y le hiciste sexo?
Sí.
(Debo aclarar que la información era falsa).
¿Y con quién más?
Con Marina Riascos, Carmela Riñón, con una de apellido Heinz y dos o tres prostitutas más.
¿Y conmigo quiedes hacer esas cosas?
No sé, le dije. Y creo que fui sincero. A esas alturas del baile ya no sabía distinguir mis objetivos de mis subjetivos.
Yo sí sé que no quiedo hacedlo ni contigo ni con el rey de España. Yo soy puda, yo te amo pero no, no y no te voy a ceder mi pastelito.
Sus manos de muñeca se humedecieron entre las mías.
Creo que uno se gasta haciendo el sexo con muchas personas y luego ya no tiene  para cuando le llega el verdadero —pronunció “veddadero” de una forma exquista que me hizo saltar el corazón como una rana en una olla de agua hirviendo.
Tomó mi cabezota entre sus manos y me besó la cara con tierna violencia entre murmullos vengativos.
¿Sabes lo que me gusta de ti?, preguntó.
No sé.
Adivina.
No sé.
La boquita toda roja y los dientes de ratón.
   Y yo soñando con su inauguración de la rajita de canela. No pude menos que sonreírle candorosamente sacando de quién sabe dónde diablos mis reservas arcangélicas.
Ninfa suspiró aliviada.
¿Si sólo hubiera dos personas y un arbolito en el mundo, te sentarías conmigo debajo del arbolito?
¿Qué responder?
Ya nunca volví a ver a la niña. La última vez fue cuando me llamó a gritos desde la calle frente al Grill Las Escalinatas. Le tiré las llaves desde la ventana del apartamento. Nunca supe si entró o no. 

MEMORIAS INDISCRETAS 29. Chacha Grey. Al cumplir nuestro héroe los 85 años, su mujer, es decir, mi mujer,  que tenía 68 y que ya lo había vivido todo conmigo... tooodo, y cuando digo todo es todo, me dijo, mira, viejo, esas cosas del amor húmedo me parecen una asquerosidad, de modo que olvídate del tradicional mete y saca, insaculación, fornicio, yogada o como quieras llamar a esas indecentes actividades (no se acordaba, ay, mi mujercita, cuánto nos divertíamos durante varias décadas de azotar lechos de placer pasajeros en hoteles de todos los pelajes y a cuántas alturas de delirios llegamos y el entusiasmo que ella ponía en hacer del delicioso ajetreo la necesaria obra de arte que requiere el  erotismo cuando va acompañado de amor verdadero, limpio y  sin tacha) dedícate, me dijo mascando un ajo,  a la natación o a bailar el trompo o a torturar a los vecinos con el violín, peeero, conmigo no cuentes. Eso dijo, lo juro. Y yo, que soy comprensivo y que sé que la ley básica de la felicidad es aceptar que hay temporadas de cosecha y temporadas de sequía, aunque a mis 85, repito con orgullo, todavía conservaba arrestos para unos cuantos revolcones, acepté que a mi amada ya no le atraía el asunto y que lo mejor era buscar otros rumbos, eh. Pero no, no busqué amante, ni a la vendedora de jugos de La Rotonda, ni a la niña basquetbolista ni a alguna aspirante a escritora, todas ellas prospectos (imaginarios, dice mi mujer: ¿quién va a querer acostarse con un vejete cojitranco de pulso tembeleque, y tal vez tenga razón) sino que me encerré en mis rutinas, lo que hay que decirlo, no fue suficieiente para espantar al demonio de la concupiscencia, que comenzó a visitarme por lo menos una vez a la semana, se me aparecía en visitaciones que me perturbaban el sueño y que no terminaban por desaguar los naturales fluidos de mi cuerpo, un cuerpo todavía tercamente vigoroso, sino que simplemente elevaban el nivel de mi cobija sin llegar a mancharla. De modo que obligado por el famoso demonio, comencé a buscar compañía en mis lap tops, las dos Mac, aclaro y presumo, una MacBook Pro y otra MacBook Air y estuve retozando varios meses a razón de una vez por semana con algunas amiguitas que cumplían su cometido pero que me dejaban un agridulce sabor a pecado e insatisfacción. Me sentía, hmmm,  un viejo tan verde que comenzaba a oler a pescado

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