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MEMORIAS INDISCRETAS 31-34 INICIACIÓN SEXUAL

febrero 22, 2019


Eros y Psique

MEMORIAS INDISCRETAS 31. No lo niego: en mi vida hay tres o cuatro escenas (unas completamente reales, me constan, las viví con certeza y las recuerdo puntualmente; otras, imaginadas, que llegaron por alguna razón  inextricable a convertirse en parte del mapa de mi ser aquí y ahora; y otras de las que me he enterado porque me las han contado); escenas que regresan a mí de manera recurrente, como olas de brea que oscurecen esta deportiva, irresponsable forma de vida que llevo (según mi mujer). El recuerdo de mi iniciación en la vida sexual no es algo que me moleste. Fue desagradable o más bien un acto patético o grotesco. La conté en una de mis novelas. Si yo lograra investigar con precisión la fecha del acto, podría eliminar la posibilidad de que X sea en efecto hijo mío. (Explorar en Lacan: la estimulación del lado psicótico o suicida y el papel de los cortes).
MEMORAS INDISCRETAS 32.  Después de recibir todos los elogios y halagos imaginables y de engullir (no estoy exagerando) aproximadamente quince kilos de carnes de todas las aves, peces y maníferos terrestres y acuáticos y de bogar en siete u ocho litros de los licores más finos y/o estrambóticos que ha dado la tierra … me retiré tambaleante de aquel banquete de Trimalción. Leticia me llevaba como quien guía a un ciego.Al entrar al Casino del sur, donde nos estábamos hospedando,  vi en el espejo a un hombre con un enorme vientre. Un vientre de caricatura de hombre rico. Un vientre de fenómeno de circo. ¿Ya viste a ese tipo, le dije a mi esposa. Se puso al frente como un agente de tránsito, extendió la mano: Serás, pendejo, Garrita, ese que ves el el espejo eres tú. Entendí: ese era yo, señoras y señores, ese hombre ridículo en grado sumo que estaba viendo en el espejo del Casino del sur en Costa Rica tras una semana de excesos gastronómicos en San Isidro era yo.
El penúltimo día antes de salir de regreso a casa estoy pesando 99 kilos 800 gramos, es decir 200 gramos bajo mi récord histórico de los ciento cinco kilos (marca que logré tras quince días de comer paellas y tapas en los más caprichosos restaurantes de Madrid y Barcelona, después de presentar en uno de los más estruendosos fracasos de mi vida mi Historia de todas las cosas... Ya es contaré). He sido feliz en España tragando, engullendo, asimilando, saboreando y no me he preocupado: cuando llegue a mi rancho me someteré a una dieta rigurosa y redoblaré mi entrenamiento de natación. 
Vuelvo atrás, a la reunión en casa del seudo fundador, el tótem Barrantes. Era tanta la joda de los asistentes a la reunión en casa de don Sergio Barrantes: que si yo era el hombre más sincero del mundo, el mejor escritor del mundo, el más fuerte y simpático y agradable, el que tenía a la mujer más extraordinaria que se pudiera imaginar, el que se lo merecía todo, incluso una estatua en el centro de la ciudad, una casa de la cultura con su nombre, que se lo merecía todo, era tanta la joda, tanta y tantísima, que dije, en un rapto de inspiración, “si hay algo que yo quisiera en este mundo es ser poseedor de un buen pedazo de selva y bosque”: dicho y hecho: la comunidad comenzó a maquinar la posibilidad: ¿qué tal si don Sergio Barrantes le donaba al escritor una de las 54 hectáreas de paraíso que posee a espaldas de su casa? ¡Pura vida!, así nuestro héroe se vería obligado a venirse a vivir sus últimos años a San Isidro de El General, donde nos iluminaría con su sabiduría y su talento innegable; bueno, don Sergio Barrantes dijo que sí estaba de acuerdo y que inmediatamente le cedería su hectárea de paraíso a Garramuño; el inconveniente era que no había notario en cuerpo presente o abogado a la mano para legalizar el trato. Y yo entre los humos del alcohol y la perniciosa vanidad satisfecha comencé a preguntarme qué haré (¿qué haría?) si de verdad Barrantes me donara una hectárea de paraíso, humm, tendré (tendría) que venir a vivir a San Isidro, 40 grados a la sombra, las mujeres más ferozmente hermosas del mundo, ¡pura vida!, sin embargo, habría que cercar el terreno o ponerle una barda, no problem, maje, todos te ayudamos, yo regalo el alambre de púas, yo los postes, yo pago los peones, ¡listo!, ah, pero habría que darle mantenimiento al paraíso, chapear; ¡momento!, mejor meter unos cuatro o cinco caballos o  vacas para que se coman la hierba; el caso es que no tengo dinero para comprar caballos o vacas, dijo el escritor; fácil, respondió Sergio II, veterinario de pelos parados e impresionante papada, prestamos el terreno a los dueños de caballos; a ver, aclaremos esto, lo mejor es una venta, no una donación, pues eso generará muchos impuestos, dijo Eduardo Rojas, recién llegado, el abogado de los pobres, mira, escritor, le ponemos un precio simbólico, digamos 200 colones, es decir, cuatro dólares, y listo, ni siquiera te cobraré el trámite, basta que me hagas una donación de todos tus libros con firmas autógrafas. ¡Pura vida! El trato quedó hecho y don Sergio Barrantes, seudo fundador de San Isidro y poseedor de 54 hectáreas de paraíso, estuvo de acuerdo. Habría que ver si cuando se le bajaran los humos de la cruda estaría dispuesto a sostener el trato.
MEMORIAS INDISCRETAS 34. No puedo precisar si fue antes de mi viaje a la locura (Pueblo Nuevo, Efraín persiguiéndome con sus epístolas homosexuales; yo de adolescente cantando con mis niños sobre el lomo de la cordillera; la niña indígena: acercamiento, beber hasta perder el sentido, laguna mental, regreso a casa, año de visiones). O si fue después. Creo firmemente que yo fui virgen durante mi etapa como maestro rural (me era insoportable el peso del misterio de la carne), sé que sufrí por ello y que esa sobrecarga de poder genésico motivó que yo, a mis diecisiete años, me atreviera a tender la mano hacia la niña indígena Itzel… porque eso fue lo que hice: tender la mano, nada más, como esa mano que tiende a Dios Adán en la Capilla Sixtina: Dios no toca al hombre. Así yo no toqué a Itzel y sin embargo sufrí las consecuencias. O las sufrió ella. Quedó embarazada la niña. Tuvo un hijo con rasgos muy parecidos a los míos. En su lecho de muerte reveló el secreto: “Señor escritor: antes de morir por cáncer tengo que decirle que tuve un hijo suyo. Le mando la foto: hoy tiene 20 años y está en la cárcel por violación”. (Pero mi mente no registra el acto, lo juro. Yo no toqué a Itzel. No puedo aceptar esa responsabilidad).
El lugar de mi iniciación en los avatares de la carne sí lo tengo claro: El Bar Tico (sólo había un prostíbulo más infame e infamante en San Isidro: El Bar Rojo). Los dos estaban en plena Calle del Comercio, a dos cuadras de la Catedral. ¿Con quién fue? Con una putica muy joven. No recuerdo su rostro ni su cuerpo. Sí su falda: una falda amplia con chaquiras que configuraban motivos mexicanos: el águila con la serpiente entre sus garras. De verdad-verdad no puedo decir cómo fue: tengo que recurrir a mi primera novela, obra que guarda más verdades de las que creo: lo que suponía inventado resultó ser histórico y de eso me enteré en el viaje a San Isidro hace un par de años. Dije que el negro Vladimiro, uno de los personajes fundamentales, era invención mía. Y no, el negro existió. Como existieron muchas personas y lugares que sí existieron y deben estar guardados en ese baúl aterrorizante de la memoria inconsciente.
La bella, adolescente, juguetona putita -no sólo parecía resignada a su profesión sino que aparentaba ejercerla con entusiasmo y hasta dignidad- se tendió en la cama después de sacudir las sábanas y someterla a una especie de rústico ejercicio de limpia. Para espantar los espíritus de los malos polvos, dijo. A trabajar, coñito, dijo. Se tenió en el colchón, un colchón crudo de color que soslayaba efusiones antiguas. Con un movimiento brusco de las piernas y los músculos del atlético y sano vientre (esta es una licencia poética, sorry) hizo que la falda de abundantes pliegues de percalina se le viniera a la cara descubriendo su secreto muchiqui, veterano reciente  de tantas batallas, supongo. “La muy expedita”, comentaría el sargento, “ni siquiera tuvo la decencia de utilizar sus calzones color orinado. La vil se vino a pelo para facilitar el ajetreo”. Esta escena, en el tono burlesco constante y despiadado de esa primera novela mía, de alguna forma conserva el sedimento de lo que me sucedió con la putica. Fue un acto triste, yo estaba asustado, ella me estaba urgiendo, el cuarto era como una vitrina hecha de tablas retorcidas por el calor de 40 grados a la sombra en San Isidro, había abundantes grietas y orificios, allí se fornicaba casi públicamente y a destajo y se escuchaban los gemidos, interjecciones y vulgaridades de los vecinos fornicantes. Imaginarlo: yo, apenas saliendo de mi adolescencia febricitante y docta, tembeleque, fingiendo hombría, fui prácticamente forzado por aquella hembrita eficaz en su oficio aunque visiblemente reciente (Mi madrecita santa fue puta y desde los siete años estuve preparada, dijo) que me succionó con su bajo vientre. De puro terror no experimenté o no pude disfrutar de placer alguno.
Muchos años después frente a mi esposa, hablando de la escena, me dijo: Tal vez esa prosti sea la madre de tu hijo perdido. ¿Cuándo fue? Durante los ocho meses como maestro no pudo ser: yo estaba lejos del escenario del acto. Antes, quizás, pero lo dudo: yo estaba bajo el imperio de mi madre y jamás habría osado entrar al Bar Tico (el sólo entrar a aquel antro de miserias corporales era una hazaña: hubiera sido imposible que todo el pueblo no se enterara: en San Isidro todo se sabía… y todo se sabía al instante).
Después de mi regreso de Pueblo Nuevo, después de mi año de reclusión, tal vez, tal vez. No lo he dicho: cuando logré escapar del mundo de las alucinaciones y los delirios de persecución, psiquiatras, drogas, comencé a desarrollar un extrañísimo deliro de don Juan. De alguna parte conseguí un sombrero texano y salía, ¡por fin salía!, solo a la calle, caminaba arriba y abajo sufriendo el sol de 40 grados imaginando que seducía a una y a otra, a todas las mujeres de San Isidro, y en un cuadernito apuntaba la lista completa de mis novias, amantes, palomas propicias, que podían ser cincuenta o cien. Esa fue mi curación: de loco melancólico a loco eufórico, de minusválido mental a megalómano. A veces mi sufrida esposa ha llegado a verbalizar mi situación actual: Querido amigo, la verdad es que nunca te curaste, sigues siendo el loco de antes, sólo que ahora has canalizado tus locuras hacia la literatura.


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