MEMORIAS INDISCRETAS 29. LO PROHIBIDO
febrero 18, 2019
Chacha Grey. Al
cumplir nuestro héroe los 85 años, su mujer, es decir, mi mujer, que tenía 68 y que ya lo había vivido todo
conmigo... tooodo, y cuando digo todo es todo, me dijo, mira, viejo, esas cosas
del amor húmedo me parecen una asquerosidad, de modo que olvídate del
tradicional mete y saca, insaculación, fornicio, yogada o como quieras llamar a
esas indecentes actividades (no se acordaba, ay, mi mujercita, cuánto nos
divertíamos durante varias décadas de azotar lechos de placer pasajeros en
hoteles de todos los pelajes y a cuántas alturas de delirios llegamos y el
entusiasmo que ella ponía en hacer del delicioso ajetreo la necesaria obra de
arte que requiere el erotismo cuando va
acompañado de amor verdadero, limpio y
sin tacha) dedícate, me dijo mascando un ajo, a la natación o a bailar el trompo o a
torturar a los vecinos con el violín, peeero, conmigo no cuentes. Eso dijo, lo
juro. Y yo, que soy comprensivo y que sé que la ley básica de la felicidad es
aceptar que hay temporadas de cosecha y temporadas de sequía, aunque a mis 85,
repito con orgullo, todavía conservaba arrestos para unos cuantos revolcones,
acepté que a mi amada ya no le atraía el asunto y que lo mejor era buscar otros
rumbos, eh. Pero no, no busqué amante, ni a la vendedora de jugos de La Rotonda,
ni a la niña basquetbolista ni a alguna aspirante a escritora, todas ellas
prospectos (imaginarios, dice mi mujer: ¿quién va a querer acostarse con un
vejete cojitranco de pulso tembeleque, y tal vez tenga razón) sino que me
encerré en mis rutinas, lo que hay que decirlo, no fue suficieiente para
espantar al demonio de la concupiscencia, que comenzó a visitarme por lo menos
una vez a la semana, se me aparecía en visitaciones que me perturbaban el sueño
y que no terminaban por desaguar los naturales fluidos de mi cuerpo, un cuerpo
todavía tercamente vigoroso, sino que simplemente elevaban el nivel de mi
cobija sin llegar a mancharla. De modo que obligado por el famoso demonio, comencé
a buscar compañía en mis lap tops, las dos Mac, aclaro y presumo, una
MacBook Pro y otra MacBook Air y estuve retozando varios meses a razón de una
vez por semana con algunas amiguitas que cumplían su cometido pero que me
dejaban un agridulce sabor a pecado e insatisfacción. Me sentía, hmmm, un viejo tan verde que comenzaba a oler a
pescado conservado en salmuera. Y eso sucedió hasta que dí con la mujer de mi
vida o mejor digamos, con la amante virtual que supo recuperar para mí un aire
de inocencia que no abandonaba la dosis necesaria de indecencia que le da buen
sabor al buen caldo. Se llamaba, se llama Sasha Grey la individua.
Se llamaba o se hacía llamar Chacha Grey y
tenía, o tiene, una expresión de pureza, una mirada limpia, una simetría de
facciones que haría palidecer a la Inmaculada Concepción de Murillo y a todas las
vírgenes del virgenario. Pero, amigos,
ya en pleno ejercicio de su profesión de actriz propiciadora de los más feroces
deleites masculinos, recorrió desde su primera entrevista a los 17 años,
después de decirle a su madre cuando la donosa señora le preguntó, hija, ya es
hora de que me digas qué quieres ser en la vida y de responderle con la
seguridad de quien ya ha leído el guión entero de su destino en el famoso Libro
de la vida, mami, lo que yo quiero ser
es actriz porno, respuesta que si no le hizo reventar el corazón en el pecho a
la evangélica señora, tampoco molestó al padre de Chacha, quien le dijo sin
dejar de acunar entre las gordas piernas su Budweiser y entre sus gordos dedos su
puro cubano extralargo, mijita, si eso es lo que quieres, adelante, no voy a
ser yo quien me oponga. De modo que con buen viento (su madre sobrevivió al golpe
de la revelación y su padre le dijo, mamita, yo mismo voy a ser tu primer
cliente) zarpó rumbo a Los Ángeles donde tuvo su primer casting frente a un hombre
maduro, macizo y bonachón que quiso abordarla con delicadeza pero que ella
tergiversó llegándole directamente a la bragueta con un arte de sabiduría
prenatal que comenzaría a fincar su leyenda, la leyenda que la llevaría a ser
la primera actriz del sórdido mundo del que ella sería diosa indiscutida. Tenía
17 años pero dijo tener 18, los necesarios 18 para ser legalmente aceptada como
profesional del placer inducido, compartido y lucrativo. A partir de entonces
lo hizo todo, y cuando digo todo es todo, cualquiera puede verificarlo
escribiendo su nombre en un buscador, decente (es decir, artístico) o indecente
(lo más escalofriante que se puede hallar en la deep web lo hizo Chacha):
con uno, con dos o con diez, con un batallón asediándola con todo tipo de armas
de los más desaforados calibres, con negros portentosos, con mulatos bellos,
con mujeres, con simuladores mecánicos (particularmente impresionante es su
enfrentamiento con un émbolo movido por un pequeño generador eléctrico). Y
contra esos ejércitos usó básicamente su boca, las profundidades de su
garganta, que harían pensar (cómo no
hacerlo) en una depravada que aventajaría a Mesalina y a todo el rosario de
mujeres perverasas que ha sufrido la humanidad y disfrutado la masculina laya,
si no fuera por sus ojos tan cristalinos, que miraban desde abajo a la
estatuaria presencia de los machos, que siempre terminaron derrotados,
desaguados, humillados por aquella santa. Y es que, amigos, Chacha Grey no fue
(no es) simplemente una actriz de la industria pornográfica, sino una alta
novelista, una compositora de rock de altos vuelos, una filósofa que fundamentaba
con razones dignas de un Kant o un Wittgenstein sus peregrinas actividades. Y,
el colmo, una hermosa promotora de lecturas edificantes que ella misma
administra a niños de todas las escuelas primarias de Estados Unidos.
Eso es lo que
ha llegado a saber y a pensar el autor de la páginas de estas Memorias
indiscretas, que no soy yo sino otro, como sabe cualquiera que haya comprendido
el sabio apotegma de Heráclito, es decir, el cuento ese de que nadie se mete
dos veces en el mismo río y que por ende nadie es sí mismo en dos momentos de
su vida. El que pueda entender que entienda. En este caso no es correcto decir
que nadie peca en cabeza ajena. Según Kierkegaard sólo hay dos formas de vivir
esta vida: de manera ética y de manera estética. Quien escoja la primera vía,
la de la virtud absoluta, no debe desviarse un ápice del camino hacia Dios:
camino sin duda difícil y, por qué no decirlo, tedioso. Quien escoja la vida
estética puede permitirse cuantas desviaciones, llámense sin tapujo, pecados,
le ofrezca su ruta. Yo, amigos, sobra decirlo pero insisto, escogí la vía
estética ycon ello, paradójicamente, cumplir con el mandato subterráneo del
creador: hijo mío, peca, peca sin piedad, que tal es la naturaleza que cree y,
no debes avergonzarte de gozar de aqullo que yo no me avergoncé en crear. Ya lo
dijo Clemente de Alejandría.
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