HOMOSEXUAL
febrero 26, 2019
Cuento de Marco Tulio Aguilera
Sucedió lo que tenía que suceder, y el lugar común no es en este caso más que una forma de domesticar o hacer más comprensible la fatalidad, el tiempo, el azar o cualquier otra palabra que dé cuenta de lo inevitable: la vida y sus enigmas o nimiedades. Ahora que ya ocurrió, al menos ha pasado el peligro. O uno de los incontables peligros que han acechado a Melesio desde que tuvo uso, no de la razón-pues las razones no van con el- sino de la existencia.
Lo vi algo decaído. Lo que no es novedad, puesto que su carácter es y ha sido, desde que lo conozco, melancólico, depresivo, esquizoide. Arriesgar adjetivos tristes nunca será excesivo para definir el caso de Melesio.
Las circunstancias de todos modos no contribuían a animarlo. No hallábamos en el Sur y nuestro trabajo consistía en cortar uvas durante ocho horas diarias. Como caíamos en este viñedo, no lo recuerdo. Es posible que Melesio y yo nos hubiéramos hastiado de un Paris que se empeñaba en ignorarnos. Habría que tomar en cuenta también la miseria y la falta de papeles. Y agregar que se hacía indispensable emprender la aventura. Eso de escribir siempre la misma carta cambiando solamente la fecha, es asunto poco digno, que propicia olvidados bien merecidos.
El caso es que coincidimos en el autobús y decidimos compartir fortuna. Confieso: nuestra mutua compañía no resulta agradable, apenas consoladora, perruna. Era obvio el esfuerzo por ser cordiales y risible el resultado: sonrisas que eran casi gruñidos, suspiros profundos y distanciadores entre palabra y palabra, el roce fugaz de los antebrazos y luego la reclusión en la disculpa del sueño o la serenidad del paisaje.
De Montpellier fuimos a Palavias. El huía de una empresa editorial de escasa importancia donde lavo alfombras leprosas durante seis meses. Yo quería darle descanso a mis manos hartas ya de detergentes y platos. Ni siquiera habíamos ahorrado para el viaje. Los dos íbamos con apenas lo indispensable. Y sin embargo, nos dimos el luego de detenernos en un sitio desconocido, sin nombre rastreable en guías turísticas, solamente obedeciendo al capricho de olvidar nuestros sofocos a la sombra de unas palmeras de utilería. Frente al Mediterráneo, en ese pueblo infinitamente olvidable, estuvimos medio día, nada más mirando, cada cual lo suyo. El océano era una gran cosa azul que nos consolaba. La tozudez de las olas contra la playa y el sentimiento que anima a los hombres ante tal portento de estoicismo, son semejantes en todo el mundo. Por primera vez, desde que llegamos a Francia, no nos sentimos extranjeros. Más aún: extranjeros de segunda, metecos.
En la sonrisa de Melesio (yo no podía evitar mirarlo constantemente: es un ser tan extraño y frágil, de una indefensión tan atractiva y una conducta a tal punto imprevisible) supe descubrir una sobre de triunfo, de revancha. Conjeturé: está ganando la batalla contra la bestia de su tristeza. Aunque no sé si esa sea la palabra correcta para calificar su incapacidad de ser feliz o por lo menos estar en paz, en cualquier parte del planeta, en la compañía y circunstancias que sean. Como esos anfibios que ni la tierra ni el agua se halla a gusto y que pasan sus vidas reptando de un lado a otro.
El asunto de su condición desventurada ya se encontraba presente en sus primeros poemas. Leerlos era como estar de pie en medio del desierto de Sonora a media noche y sentir de pronto un viento helado en pleno rostro. Como quisiera tener sus poemas en la memoria ahora que él está a punto de partir.
Lo vi ponerse de pie y avanzar hacia el mar. Pensé en la Storni y luego aparte la comparación con la ayuda del vuelo de los alcatraces en torno a una lancha de pescadores. Que importa en tales momentos la cursilería de la repetición de actos ya vividos por otros, si la vida que pesa es la propi, si el dolor que se siente es individual e intransferible.
Pero me equivocaba. Metió solamente medio cuerpo. Se dejó azotar por unas olas leves. Ni siquiera se desvistió. Persistió en su actitud frente al horizonte, hasta que me aburrí de mirarlo. Salió con la última luz del crepúsculo. Se acercó a mí. Se quedó mirándome con sus ojos inolvidables, aparentemente vacíos (uno sabe que no hay nada detrás de ellos, que la persona que se halla en otra parte que no es ningún sitio o quizás sea un país remoto en el que poco de lo que sucede en este mundo puede afectarlo) y, luego, se entregó al esfuerzo de memorizar, supongo, ese instante, la persona que le sirvió de testigo, los detalles del cuadro.
La maleta que había dejado sobre la arena durante las horas que duró su ausencia, termino por deteriorarse. El cuero fingido se aflojo como la piel de un anciano que tarda en despedirse. Las correas se reventaron. Las cerraduras quedaron inutilizables.
A Melesio no le importó. Más bien le debió causar alegría. Todo deterioro del mundo exterior era un acercamiento del mundo al estado de su alma, un camino de alianza.
Hizo el intento de levantar la valija por el asa u esta se rompió. De nuevo su sonrisa y extrañísimo elevamiento de cejas. Y digo “extrañísimo” porque Melesio es inexpresivo en un grado sumo.
Desamarro una de las correas y tiro de la maleta. Ella lo fue siguiendo por la playa como un indócil perro que se detenía a orinar cada diez metros.
Escalo unos arrecifes que se internaban en el mar sin dejar de halar torpemente de su animal.
Fingí ignorarlo. Estábamos haciendo la playa como quien hace la América o Europa. Con poco esfuerzo podíamos ser felices. Es una tontería estar pensando siempre en el pasado o en el futuro, cuando se dispone de un presentimiento disfrutable.
Me dedique a buscar conchas, aunque en realidad lo estaba vigilando.
Hoy, de nuevo en Paris, creo que ya paso el peligro. Supe lo que ocurrió de boca de una chilena. Dijo que Melesio era el hombre más oscuro e indispensable que hubiera conocido en su larga vida de zorra y trotamunda. Lo de indispensable no sabría entenderlo y explicarlo hasta la segunda entrevista con la mujer. Payasa la tipa, pero linda, con una forma de ser impetuosa, que lo obligaba a uno a protegerla de sus propios espantos y a mantenerse en guardia contra sus insidias. Hembra típica del exilio, que ya perdió la esperanza de regresar y las ganas de vivir en medio de los azotes de la vida.
Lo noble hubiera sido empujarlo al regreso. Pero no fui capaz de hacer el sacrificio de privarme de Melesio. Prefería verlo sufrir cerca de mí. No quise borrarle la imbécil ilusión del latinoamericano que quiere hacer de Paris su fiesta y termina haciéndola de indígena en películas de Lelouch. Que llego a hacerlo, no como protagonista, sino como extra, entre la turba de otros cien latinoamericanos que se fingían siouz para ganarse cien francos. Disfrazarse de pielroja, lavar platos en un restaurante de Helsinki o vender favores a soldados norteamericanos estacionados en Fráncfort, pueden ser formas llevadores de la gloria, si se tiene el cinismo suficiente y la imaginación basta para transformar los hechos en las cartas que enviamos a los amigos.
Sé que sus parientes viven en Cartagena. En más de una ocasión tuve la tentación de escribirles para que vinieran a rescatarlo. Algo semejante al pudor y a otro sentimiento que no se si pueda nombrar me impidió solicitarle la dirección. Sabía que ese tipo de personas siempre terminan por regresar a casa a esconderse, a ponerse a salvo del mundo. El caso es que conociendo que iba cuesta abajo, deje que siguiera rodando.
De regreso a Montpellier nos separamos. El vivió a Paris, supongo, a sus clases de francés y a las cartas desesperadas pidiendo dinero. Abandono a su suerte las alfombras leprosas de la editorial. Yo me ocupe de asuntos que ahora son accesorios.
Lo volví a ver en Lezignan-Corbieres. Estaba amaneciendo apenas. Yo me hallaba en la Maison des Jeunes, sentado en las escalinatas, intentado descifrar a Sófocles. Había pasado la noche anterior en vela, sin otro oficio que intentar derrotar la vigilia. Melesio avanzaba, esbelto y elegante, disfrazado de gondolero veneciano, camiseta a rayas horizontales rojas y blancas, pantalón claro. Non sono piangendo d’amore,susurro, imagino que por decir algo de acuerdo a su indumentaria.
Deduje que no había dormido en un parque, como tantas veces lo habíamos hecho, que no había despertado con el bastón de gendarme entre las costillas y que por estas circunstancias se sentía alegre. O cuando menos no tan triste como de costumbre. “Salgo temprano para evitar encuentros inoportunos”, dijo haciéndome un saludo de doble tuerca, como el que acostumbrábamos de muchachos. SU mano era firme y cálida, de triunfador. Dijo que había congeniado con un marroquí adinerado y que todo iba a las mil maravillas: apartamento en un barrio del viejo Paris cuyo nombre se reservaba, agua caliente a discreción, baño privado, alimentos bien condimentados, sabores intensos, como los de la cocina colombiana, que más podía pedir.
Hasta colores le habían salido. No volverá jamás al Sur, dijo. Flexiono las rodillas e hizo una amplia aspiración. “Tengo que ir a arreglar el estropicio de anoche –comento-: tuvimos una fiesta de locos”.
Luego se alejó como un mercurio de pies alados
En uno de mis paseos por la orilla izquierda del Sena, meses más tarde, a la salida de mi trabajo en el estacionamiento, lo vi, hombro con hombro, acompañado por el marroquí. El hombre no podía evitar ser una paradoja al lado de Melesio: un macaco vestido con camisa de seda azul rey, turbante beduino y bastón con empuñadura plateada. Que lejos estaba el tipo de los gentiles mancebos que amo Gide, de los muchachos persas de ojos negrísimos y vello lustroso, de los efebos helenos cantados por Cavafis.
La escena era terrible, sin embargo no infrecuente en Paris. No solo por la contradicción viva, sino por la adoración y ceremonia con que Melesio acompañaba al africano. Y además por el orgullo que tal actitud suscitaba en quien hacia el papel de esclavo.
Melesio se hinco ante su amo y le amarro las sandalias. A cambio de ello el mandril le beso los cabellos. Un paso adelante, Melesio –quien ya había visto que yo estaba observando- se acercó mimoso al marroquí y fingió retirarle migas de pan de la barba. Como pago recibió, con los ojos bajos, palmaditas en las mejillas.
“No quise saludarte”, diría días más tarde cuando lo encontré con los brazos agobiados por una bolsa de baguettes, “porque Ahmed es muy celoso, mi castigo son veinte latigazos en las plantas de los pies si me atrevo a saludar a alguien”. Melesio sabía que era imposible justificar o por lo menos comprender tal relación.
“Uno anda por el mundo ignorante por completo de lo que le espera”, dijo. “Alégrate: en cualquier instante la persona más insospechada puede solucionar tus expectativas”.
Lo mire incrédulo. ¿Tan mal lo había tratado la vida? ¿De verdad el marroquí había hallado la forma de restañar ese manantial inagotable de tristeza que era Melesio?
El lunes comenzamos la bella y dura jornada. El roció del amanecer hacia amable la vendimia. Melesio trabajaba en silencio, sin prisa y a menudo se detenía a divagar. El sol nos fue aplastando hasta dejarnos exánimes a las dos de la tarde. Al anochecer, ya en el autobús rumbo al campamento, permaneció con los ojos clavados en el piso.
Sabía que yo estaba ahí, a su lado. A certeza no lo hacía feliz, pero tampoco aumentaba su desventura. Y esto para él, que siempre pensó que todo el mundo estaba en su contra, ya era ganancia. Yo no representaba un peligro para Melesio. El riesgo, la amenaza, eran los demás. Pero, ¿Qué podía hacer? ¿Pedirle a turcos, sudaneses, italianos, que se bajaran del autobús? ¿Qué nos dejaran solos? De todos modos subsistía el paisaje, continuaban los baches de la carretera, el sopor, el vino rancio en el campamento, las risotadas de los alemanes, los conciliábulos de los turcos, los juegos de manos de los italianos, su barullo cinematográfico.
Melesio creía que hasta el más infeliz de los trabajadores del viñedo lo perseguía ¿qué quieren de mí?, preguntaba, ¿Por qué insisten en mirarme de esa forma?
Comenzó a recoger los racimos protegiendo sus manos con unos guantes largos, de cabritilla, que había comprado en un mercado de pulgas. El capataz le dijo que se los quitara. Que aparte de ridículos, eran inútiles. Melesio protesto suavemente, con delicadeza, y siguió ocupado en lo suyo. Logro estar ese día a la altura de los trabajadores regulares.
Al día siguiente no trajo los guantes. Por la noche le sangraban las manos, le dolía el cuerpo. Para dormir tuvo que buscar la ayuda de largos tragos de grappa.
Vuelvo a recordar su primer día, el lunes: parecía un arcángel con sus guantes largos hasta los codos, sus pantalones amplios de marinero de alta mar, su playera, que era un aletazo de blancura, y sus zapatos celestes.
Los viñadores debieron tomarlo por loco desde el primer momento.
Comenzó a llover. El fandango se tornó un verdadero suplicio para Melesio. Los compañeros, por el contrario, recibieron el sorpresivo diluvio con alborozo de campesinos en lo más recio de la sequía.
El estilo, la facha, el ánimo, se le fueron apagando.
Quizás este confundiendo los tiempos. Tal vez lo del agua fuera el martes.
Esa noche, posterior a la brutal caída del agua, Melesio tiro sus zapatos y sus guantes a la basura. Un milanés, compañero de cuarto en el campamento, le pregunto si ya no los iba a usar. Melesio encogió los hombros y se escondió bajo las cobijas.
El italiano –un muchacho de nariz prominente y torpe fachada- saco los zapatos de la basura. Los lavo, retorno al cuarto y dijo: “Yo si pienso usarlos”.
Melesio se arrebujo rabiosamente en su catre de lona.
Eso fue el martes. Ahora si estoy seguro.
A partir de entonces no comió.
El miércoles trabajo durísimo. Por la noche le pidió al italiano que le devolviera los zapatos. El muchacho se los puso uno sobre otro, los dos encima de la cabeza, con más violencia que buen humor. A ello Melesio apenas respondió con un hijo de puta que sono a caricia. El jueves no cumplió ni con el mínimo establecido. Entre racimo y racimo se quedaba inmóvil, con los ojos perdidos en el cielo.
Al quinto día claudico.
Yo también. Y no porque estuviera cansado o harto, sino porque el trabajo sin el ya carecía de importancia, de interés. Me recuerdo siguiéndolo en sueños por un camino sin curvas ni promontorios que seguía y seguía sin que nunca alcanzara un horizonte. Evoco las noches durante las que cuide su respiración, temiendo que se suspendiera en cualquier instante. Tengo en la memoria la forma en que se vestía en cada una de las circunstancias en que compartí su estancia en el mundo. Incluso cada uno de los bocados que se llevó a la boca mientras estuvo interesado en la comida, fueron para mi motivo de alegría.
Era como si mi vida dependiera de él. Como si yo fuera responsable suyo, desde el instante en que, con una utopía de segunda mano, le propuse que viajáramos a Europa, nos olvidáramos de este país imposible que es el nuestro, nos instaláramos en una especia de tabla de salvación que sería el azar, el anonimato. Incluso recuerdo una frase que me sirvió de bandera para justificar esa especie de huida de ratas en el momento del naufragio. La patria es a los artistas lo que las almorranas a los homosexuales.
Melesio estaba enfermo. Más enfermo que nunca. Lejos de su psiquiatra, de su parroquia y de los rincones que le ayudaban a recuperar la suave ebriedad, el equilibrio, que le permitían sobrevivir a media agua entre el sueño y la locura, su salud física flaqueaba… Pero eso no era lo fundamental. Fiebres, escalofríos, cólicos, dolores de cabeza, náuseas, asuntos pasajeros, de farmacia. Lo del insomnio era otra cosa. Ocupar sus horas nocturnas en roer sus propios huesos. En repetir imaginariamente los acontecimientos del día previo y someterlos a una serie de arreglos que se hacían infinitos.
Si hubiese comido y dormido bien, su espíritu habría sobrevivido.
Lo observe en el momento en que cobraba. Su rostro lívido, las manos temblorosas, todos sus músculos caídos, relajados, como buscando el descanso en la tierra, como derrotado finalmente por la fuerza de la gravedad. Lo único que seguía viviendo en él era esa mano tendida desde el instante en que se puso en la fila, tras seguís compañeros, hasta mucho después que los billetes se apilaron.
Hice que guardara el dinero en el bolsillo de su pantalón. Metí sus cosas en lo que quedaba de la maleta. Lo acompañe del brazo hasta el autobús. Lo deposite en el asiento, al lado de la ventanilla.
Hay que aclarar: yo no me lo llevaba. Él iba por su propia voluntad, pero requería el impulso de otra persona. Algo en su interior estaba intacto. Conjeture que el deterioro se hallaba en las vías que conducen las órdenes del cerebro a los músculos.
Me despertó su voz en la oscuridad cuando íbamos cruzando un largo puente que no supe identificar. “Aquí no somos nada”, dijo. No quise complementar. En ninguna parte somos nada.
Se dio cuenta de que yo estaba despierto. Vi el brillo de sus dientes iluminados por la luna. El autobús avanzaba suave y uniformemente.
-Voy a regresar a Colombia tan pronto como sea posible.
¿Cómo? Si no tenía un centavo. Milagros de Melesio que en medio de los naufragios más definitivos se atrevía a levantar una mano para despedirse y anunciar que nos volveríamos a ver tarde o temprano.
-no creas que me doy por vencido- dijo-. Esperare a que el aire de Cartagena me cure este muermo y regresare a cumplir mi propósito.
Porque lo tenía. Lo de él no era simplemente escapar del naufragio del país como las ratas, sino que obedecía a un objetivo, absurdo o risible, pero definido: ser un poeta laureado por la academia Francesa.
Esa noche, llegando a Paris, me lo confeso.
Viniendo de otra persona, tal pretensión me habría causado tanta risa que terminaría doliéndome el estómago.
Recuerdo que en sus primeras revelaciones, sentados en el malecón, me dijo que deseaba ser un poeta y me suplico que no se lo contara a nadie. “Una cosa es querer ser poeta y otra serlo. En este puerto de marineritos, putas, maricas y señoras sudorosas y maquilladas, basta que sospechen de uno, para que termine haciendo el ridículo en las páginas sociales”.
Años más tarde, ya en Paris, cometí la imprudencia de preguntarle porque no participaba en los concursos literarios en Colombia. El dinero le serviría para salir de apuros, para no regresar a los viñedos que acabarían matándolo.
Melesio sonrió bajo el techo dorado de sus cejas. Dijo que prefería tratar de ganarse la lotería en Francia.
Y repitió: “El único premio que me interesa en este mundo es el de la academia francesa de la lengua”.
Luego clavo sus ojos en la ventanilla y musito dos o tres cosas, y era como si estuviera haciendo cuentas.
“Aunque no estaría mal ganarme unos milloncitos de francos en la lotería”.
El problema consistía en un hecho más que simple: Melesio no dominaba el francés lo suficiente bien como para escribir obras maestras en el idioma.
Al llegar a Paris nos separamos.
“Pronto oirás hablar de mi”, fue su frase de despedida.
“Cuídate”. Le suplique.
La siguiente noticia me la dio un ecuatoriano que lleva diez años apostado en la misma esquina del barrio latino vendiendo chucherías de plata: a Melesio le había entrado la locura por la lotería. No hablaba más que de eso. SU cabeza estaba llena de número. Veía las cifras premiadas en los boletos del metro, en los billetes de cien francos, en la cantidad de baldosas rotas que tapizaban un trozo de suelo. Y hacia cualquier cosa por comprar series enteras de los números que le habían anunciado los augurios.
Y mientras tanto seguía estudiando.
“Se niega a hablar una sola palabra en español”, dijo el ecuatoriano. “Dice haber olvidado hasta la forma de pronunciar su propio nombre. Mon nom est Melsio, mon petit, Melesio, n’oubliez pas”.
Tras el fracaso pertinaz en la lotería, y una vez que comenzó a dominar la lengua, cambio los juegos de azar por los certámenes poéticos (esto casi fue a los dos años de haber llegado como turista con boleto de ida y regreso, cien dólares y el maletón que comenzó su declive en la playa.)
Impúdicamente me conto – meses antes de lo del marroquí- que había enviado más de cien paquetes de poemas a concursos no siempre importantes. Ya no se trataba de ganar el reconocimiento de la academia de lengua, sino de recopilar algo de dinero como una pizca de honor.
Leí algunos de sus textos. No soy crítico ni aspiro a serlo. Menos de poemas escritos en frances. Solo recuerdo que Melesio recurría al surrealismo para salvar los escollos gramaticales, y con la ayuda del diccionario de sinónimos se dejaba deslizar cómodamente por algo como nerudismo galo.
La poesía se había tornado para Melesio en una especie de inversión a plazo fijo. Con una calculadora se dedicaba a hacer balances de lo que gastaría en papel, tiempo y talento. Luego lo comparaba con lo que esperaba recibir. El dinero necesario para su supervivencia venia de Colombia a cuentagotas.
Una vez que supo por la vía poética no iba a llegar ni a la fortuna ni a la academia, hallo en Nadia Comaneci un pretexto para un nuevo y absorbente delirio. La gimnasta rumana se convirtió en su santa patrona. Ella fue entonces el modelo de su vestir y de su comportamiento, de su paso alado y su incomprensible felicidad.
Por esos tiempos se podía ver a Melesio –sus ojos siempre tiernos y brillantes, su cuerpo esbelto como una alta caña de bambú a pesar de las malaventuras- equipado con su parafernalia de aficionado a Nadia, recorriendo las calles en busca de interlocutores. A ellos les enseñaba las fotos de su amada y les endilgaba largos y no fatigosos discursos sobre las relaciones entre la gimnasia, la perfección del cuerpo femenino en comparación con la torpe arquitectura del masculino, los fluidos corporales, los giros del planeta y cuanto es posible imaginar.
Su erudición –que no era poca ni intrascendente- la secaba de la biblioteca nacional y de las páginas deportivas de los diarios.
Salí de la ciudad y regrese a Paris hace una semana. No lo he visto. Un amigo común paso por su refugio (no sé dónde vive y, según el trato, tengo el deber de ignorarlo) y no lo encontró. La casera le dijo que ya no vive allí. Y le pregunto que si sabía localizarlo. El marroquí había desaparecido con sus cosas sin pagar la renta de tres meses y el poeta permaneció una semana en el apartamento abandonado. No salía a comer y no respondía el teléfono ni la puerta. Una mañana a la casera le llamo la atención el hecho de que algunos ociosos se hubieran parado en la acera de enfrente a mirar hacia su edificio. Se asomó a la ventana y vio las sábanas anudadas que llegaban hasta la calle.
La mujer –un auténtico león marino, según el amigo, con adiposidades moradas bajo los brazos, y unos ojos acuosos que no lograban ocultar los anteojos de colitas- se me acerco, arrinconándome contra la pared, y me dijo, con un gesto de asco o lujuria (la grasa vedaba cualquier interpretación clara de su expresión): “Si lo ve, dígale que Mademoiselle Constance no le guarda rencor, que vuelva, pero solito”. Luego fue acometida por una risa entre pubidunda y caballuna. Al cerrar la puerta agrego:
-Podre olvidar a mi madre, pero no a Melesio.
La maleta de Melesio aprecio milagrosamente en mi cuarto de azotea, el que me heredo el chileno que regreso a su país con su doctorado en Tecnología de Alimentos. “Aquí nadie te va a molestar, pagas poco y duermes cerca de las estrellas”, dijo al entregarme la llave. No me extraño en lo más mínimo el que Melesio –si es que dé él se trataba- hubiera dado conmigo y con una llave de mi habitación.
La maleta no iba acompañada de nota alguna.
La abrí en busca de pistas. Encontré casi completa la ropa que le conocí. Sus disfraces de gondolero veneciano, de gimnasta rumano, de esclavo marroquí.
Es tan loco que pudo haber regresado a Cartagena sin equipaje, me dije, iluso.
Hoy es sábado, mi primer día libre en dos meses. Desayune relativamente bien gracias a la venta de los últimos libros que me quedaban. Mi sueldo en la fábrica de cajas de cartón apenas alcanza para pagar el cuartito cerca de las estrellas. Estoy en la biblioteca nacional. La lectura de los diarios colombianos hace más débil mi soledad. Regresar, ¿para qué?
La chilena, que ahora recuerdo haber visto por primera vez en una fiesta de humo y chismes, en casa de un profesional de la nostalgia patriotera, e acerco a mi mesa y me pregunto por Melesio. “No lo veo desde hace casi tres meses”, le dije. Le conté lo del marroquí, el apartamento abandonado y la maleta con disfraces.
La mujer –una criatura hiperactiva, poco bella, pero graciosa- se mostró preocupada. Dijo que le era indispensable encontrarlo. Tomo asiento. Apoyo su rostro en las manos y comenzó a llorar de forma descompuesta.
“”Si no lo encuentro me muero”, gimoteo.
-¿Sabes dónde puedo encontrarlo? –suplico-.
Le di dos o tres pistas, solo para calmarla.
Quince días más tarde, prometimos encontrarnos en el mismo sitio para intercambiar informes.
Fue ella quien pudo hallar un rastro. Salimos a comprar un vino mediocre y un queso peor. Fuimos a mi cuchitril. EN el camino me relato que las informaciones las había recabado de una gringa que se pregonaba amante de Melesio.
La chilena hablaba del asunto como si se tratara de un gran secreto. Su narración era confusa. Según parece, Melesio llamo a la gringa a las cuatro de la mañana y le dijo que se estaba muriendo en el cuarto de hotel. Se había cortado las venas, las llaves del gas estaban abiertas y había ingerido un puñado de pastillas para dormir. Sin informar el nombre del hotel, colgó el auricular. La gringa comenzó a hacer llamadas a sus amigos y descubrió que hombres y mujeres de muchas nacionalidades se alarmaban en grado superlativo, como si sus vidas dependieran de la de Melesio.
-¿Sabes?- dijo la mujer tras cerrar los ojos y apretar la mandíbula como si quisiera aquietar la tormenta de gestos con un acto de suprema voluntad-. Yo suponía que Melesio era una persona desconocida, misteriosa, secreta, a la que solo muy poco teníamos acceso, y voy descubriendo que resulta ser amado por todos, conocido por Paris en pleno, que lo ha convertido en una especie de entidad superior, sin la cual la existencia no tiene sentido.
La mujer se sirvió un vaso grande hasta el borde. Lo hizo girar sobre la madera basta de la mesa que me sirve de escritorio, biblioteca y mueble de comedor. Gasto cuatro cerillos antes de encender su cigarro, un pitillo oscuro y apestoso, digno de un conductor de camiones de alto tonelaje. Lo coloco con ayuda de su dedo pulgar derecho y los otros cuatro, en el punto equidistante de las comisuras de sus labios. Aspiro larga y apasionadamente y, mientras expulsaba el humo, continúo.
-Se organizaron comisiones internacionales para buscar a Melesio. Brigadas de latinoamericanos, africanos y asiáticos, se repartieron la ciudad para indagar. Hubo reuniones en cafés y apartamentos. Y en ellas salieron a la luz detalles insospechados de la vida de quien, de ser cierto lo que se contaba, había sido amante, salvador y gua de toda una generación de expatriados.
La chilena confesó que la búsqueda de Melesio había sido un fracaso. Dio buena cuenta del resto de la botella que aunque tenía un indudable sabor a vinagre de ajo, a la mujer le pareció exquisito. Insistió que le hablara sobre el Melesio adolescente que solo yo conocí.
El fin de la noche era perfectamente previsible y me resigne, más por solidaridad que por deseo, a fingir que me interesaba. Todavía, a meses de distancia, creo que sentir en la garganta el sabor acerbo de su tabaco, y guardo agradecimiento por la gentil forma en que me hizo el amor. Pero debo reconocer que toda la gloria y el esplendor de esa noche, la chilena se los tributaba a Melesio, no a un servidor. Y tengo que revelar que por primera vez conocí el poder que el amor corporal tiene sobre las borrascas interiores de los seres más atribulados.
Y, sin recuperarme todavía de la sorpresa de una pasión que siendo postiza resulto más real que las que había tenido hasta entonces, recibí llamada de Melesio. Sus adoradores no lo han localizado, pero él ya sabe que lo andan buscando. Mañana saldrá de una clínica sórdida de la periferia de Paris. Allí estuvo recluido quince días, oculto y recuperándose de lo que él llama un ensayo de suicidio. Quiere que le devuelva su maleta y que lo ayude a escapar. Retornara a Colombia. ¿Lo del boleto y los papeles? Eso es asunto suyo, que no me preocupe. Yo lo conduciré, de incognito, al aeropuerto. No quiere que lo reconozcan y le pidan que se quede en este país a ser la salvación de tantos indolentes. No tendría corazón para decirle que no, dice.
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