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La marca de Marco Tulio Aguilera Garramuño

julio 13, 2019

Palabras pronunciadas por Daniel Ferreira durante el homenaje que le hizo la Universidad Veracruzana en el marco de la Feria internacional del libro universitario 2019

http://blogs.elespectador.com/cultura/en-contra/la-marca-marco

En la foto: Raciel Martínez, MT, la rectora de la U Veracruzana Sara
Ladrón de Guevara, Joaquín Díez Canedo y
Daniel Ferreira
La primera noticia que tuve de Marco Tulio Aguilera me dejó frío: “creo que tú no eres el autor de tu libro”, me dijo. Yo tenía 29 años y acababan de anunciarme que mi primera novela había obtenido el premio Sergio Galindo en México. El premio incluía el viaje de ida y vuelta a Xalapa para recibirlo. Y Marco Tulio Aguilera me amenazaba en el e-mail con que estaba esperándome en Xalapa para desenmascararme en público. Me anunciaba que era el miembro más antiguo de la editorial universitaria, que todo lo que llegaba a la misma pasaba por sus manos, que él aprobaba y desaprobaba todo lo que allí se publicara, que había leído mi novela en borradores y que le parecía un relato terrible que llevaba a un punto de no retorno la violencia en la literatura. Además, decía haber empezado a espiarme por redes sociales, tras haber sido anunciado el galardón y me llamaba con toda confianza Stanislaus Bhor, que era el seudónimo que por entonces usaba para abrirme cuentas anónimas en internet. En el cuerpo del mensaje había copiado y pegado además una entrada a su blog que era la primera temible reseña que apareció en el horizonte sobre esa novela: “La novela de este joven colombiano, se lee con una especie de encanto por el horror. No tiene un estilo depurado, más bien escribe apenas con brochazos de palabras, palabras efectivas, con poca elaboración, pero directas. Narra la venganza de un monstruo moral contra un mundo que sólo le ofreció ignominia, asco, horror y que no tuvo en su existencia ni un solo instante de paz”.
La reseña me pareció una suerte de encanto por el horror, estaba escrita apenas a brochazos de palabras con poca elaboración, pero directas. Más me preocupó la afirmación de que me vigilaba y de que iba a desenmascararme, lo cual me predispuso enseguida para preparar mi defensa y disputar el título a las manos o a dentelladas de ser menester. Preparé mi mochila de viaje y tuve la precaución de poner antes dos libras de café entre las camisetas, los bluyines y las medias.
Dos días después, me encontré en el cuarto piso del hotel María Victoria la noticia de que Marco Tulio Aguilera Garramuño, escritor colombiano residente en Xalapa, estaba en la recepción esperándome. Tomé una libra de café (de las que había incluido cuidadosamente entre las camisetas), para bajar a enfrentar mi destino con ese monstruo moral enfrentado a un mundo que solo le dio ignominia, asco y horror.
Al final de las pizzas de aquel primer encuentro le pregunté por qué pensaba que yo no había escrito mi primera novela. Entonces me preguntó cuántos años tenía.
-¿Cuántos crees que tengo? -le regresé.
-Aparentas 21 -dijo.
Yo tenía 29, y había escrito mi novela a los 24 y ya estaba perdiendo la paciencia y el pelo, pero no dejé pasar la oportunidad de hacerlo sufrir un poco más:
-Todavía no, pero ya casi -respondí.
No hubo necesidad de pasar a las manos ni de derramamiento de sangre esa vez, debo aclarar. Lo que me encontré fue con un niño de sesenta años con un tono de voz tan dulce que no aparentaba el desafío y la impulsividad de cuando la madre le dejaba la computadora al alcance de la mano. Dos días después, en la presentación de la novela de otro escritor, lo oí proferir en el mismo tono suave una crítica feroz contra el autor que estaba en el estrado. El autor era además de un premiado escritor, un alto funcionario de una estancia cultural de México:
Mierda, pensé: Este man no le tiene miedo a nada.
Desde entonces he tenido la impresión de que el residente Marco Tulio Aguilera Garramuño y mi amigo Marco son dos personas en una. La que estimamos sus amigos y allegados y la gente que conoce la parte más noble de su carácter, y ese doble que invoca cuando apela a la franqueza para defenderse con valentía quijotesca de peligrosos molinos de vientos y con el que trata de desfacer entuertos y enfrentar a toda suerte de villanos y bellacos que alguna vez pensé solo estaban en su imaginación.
Más allá de que sus suposiciones tengan asidero en la realidad o en la imaginación, la segunda impresión que tuve de Marco Tulio es que era un buen escritor. Cuando un año después leí Historia de todas las cosas, me di cuenta que Marco Tulio Aguilera podía escribir en un idioma que había ajustado a su medida y con una desmesura imaginativa que le permitía la osadía de retomar una novela de juventud y duplicar sus páginas con la misma fortaleza de cuando tenía veinte años.
Pasada una década desde que le conocí, y después de haber conversado sobre literatura y vida y amores y desdichas, he tenido una tercera impresión: la de que Marco Tulio Aguilera más que un escritor es un deportista equivocado de disciplina. Nació para competir, y lo que busca con la literatura es lo mismo que busca con el deporte: alcanzar la belleza y la inmortalidad, porque ambas son contrarias a la muerte.
He comprobado, en conversaciones con otros colegas, que en Colombia se le conoce más como iconoclasta que como escritor. Esto quizá se deba a que su obra haya aparecido en ediciones mexicanas y sea difícil acceder a ellas, y a que esa suerte de leyenda negra de la iconoclastia suela hacer eco más que la obra. La mayor parte de su etapa creativa se ha gestado fuera de Colombia. Esta decisión no desdibuja su origen ni deslegitima el hecho de ser un autor colombiano que como otros escritores hicieron su vida en el extranjero. La literatura colombiana más cosmopolita y de mayor resonancia ha sido escrita por autores que han vivido fuera del país y que por múltiples razones se han enriquecido de otras tradiciones lingüísticas y culturales. Como los más renombrados del canon, García Márquez, Álvaro Mutis y Fernando Vallejo, pasando por autores de la generación del medio siglo como Luis Fayad o Ricardo Cano Gaviria, Marco Tulio Aguilera ha vivido 40 años en México y se ha convertido en una suerte de escritor hetero-patriarcal, dueño de un universo literario propio que recurre a las relaciones de pareja, al cuerpo y a la sensualidad y a las guerras conyugales para conformar un catálogo singular de literatura erótica, yendo a la contra de lo que tendría que ser hipotéticamente o hacer hipotéticamente un autor colombiano marcado por el condicionamiento de la realidad nacional: una literatura política. Marco Tulio Aguilera siempre ha ido a la contra de cualquier condicionamiento de la realidad.
Cuando tenía 19 ya atravesaba a nado el lago Calima. A los 68 años fue nadando desde los playones de arena gris de la playa en Veracruz hasta la isla de Sacrificios. Una vez en el hotel Gillow de Ciudad de México llamó en mi presencia a la casa de García Márquez para pedirle una cita con el fin de presentarme al Premio Nobel y le contestó el propio García Márquez, pero después pasó alguien al mando y dijo que no podía ser, porque el maestro estaba indispuesto. Poco después se supo en las páginas de los diarios que su indisposición sería permanente. Lo he visto comerse completa una bandeja Paisa sin tocar bebida. Y traficar maletas llenas de libros suyos en el aeropuerto El Dorado y sobornar a los agentes de aduanas obsequiándoles ejemplares. Lo he visto abordar a turistas alemanas y citarles en su idioma fragmentos de la Critica de la razón pura en un ascensor y bailar canciones de Fredie Mercury en un concierto al aire libre del puerto de Veracruz y tocar el violín en videos de youtube. Le he llevado un fajo de dólares por los derechos de autor de un libro de Plaza y Janés y después lo he visto despilfarrar ese dinero en comida y objetos tecnológicos. Leí su libro de ensayos Poéticas y obsesiones y noté que su obsesión mayor tenía que ver con García Márquez, a quien le había dedicado dos crónicas verdaderas y una imaginara. García Márquez no solo había sido un faro y una influencia para él, me explicó, sino un protector que se encargó de evitar que lo echaran de México cuando Marco era sólo un extranjero residente e imprudente adaptándose a las condiciones imperiosas del medio local. De manera que la obsesión por García Márquez no solo era devoción y respeto, sino agradecimiento por un acto de derecho internacional humanitario. Lo único que se niega a aceptar en público es que la verdadera influencia literaria de Marco Tulio sea Henry Miller, de quien ha acaudalado su obra completa, comentando los volúmenes y los detalles en las páginas finales, obras que he visto y que atesora en un apartado especial de los anaqueles de su biblioteca. Su debilidad es la buena comida y la belleza. Y su buen humor depende de que haya podido ir a nadar y de los altibajos del clima. Creo que no lo conozco lo suficiente para estar en esta mesa, y se me hace difícil creer que un iconoclasta necesite aceptar homenajes, pero Marco Tulio Aguilera Garramuño es lo suficientemente buen escritor como para tener el honor de acompañarlo hoy que se le rinde este homenaje, muy merecido por una obra que es un esfuerzo intelectual de toda una vida.

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