Desmadrugado
noviembre 10, 2008Un negro simpático
A las cuatro de la mañana de este domingo me despertó un negro simpático. No era Obama sino el negro Vladimiro, personaje de mi novela Historia de todas las cosas exigiendo que hiciera algunos ajustes a su personalidad. Vladi es zapatero, padre de más de veinte negritos, mulatos y blancos, esposo de la Niña Blanca, el hombre más simpático que haya llegado a San Isidro, con una eterna sonrisa abotonada en los labios y una negrura que destella en la oscuridad. Voy a intentar recortar un capítulo de la novela para meterlo aquí:
Capítulo 5. El primer negro, segunda época, otro negro.
El ranador se aburre de su ficción y le pone color.
Solamente había un negro de pura cepa en San Isidro de El General cuando se estaba terminando de construir la primera catedral; vino contratado por un desconocido que le había enviado una carta solicitando sus servicios de zapatero, que porque en esas extremidades no había siquiera un mísero remendón y como él no tenía ningún negocio pendiente en Puerto Limón y como estaba desesperado por asuntos de amores y recuperándose de una picadura de machaca que le había tenido el aguijón enhiesto quince días con sus noches correspondientes, se vino a convalecer y a aventurar tierra adentro. Tuvo que viajar bajo la estructura de un vagón de ferrocarril, ya en la Meseta Central escapar mil veces de la guardia civil y de los inspectores de la Secretaría de Higiene, Cultura y Deportes, caminar durante una noche entera y un día oscuro de ceniza hasta Cartago, encapucharse allí para comprar un tiquete del bus marranero en el que prestaba servicio Óscar Lopera, y permanecer ovillado las ocho horas que duró el viaje hasta que llegó al valle.
Allí, lo primero que hizo fue tirar los guantes blancos y la capucha a la basura y mostrar a los cuatro vientos su negritud orgullosa que había violado fragantemente la Ley de No Emigración de Chinos, Negros, Mulatos y Otros Extranjeros desde la Costa hacia el Interior vigente por entonces en todo el territorio nacional. Como es natural fue recibido por una corte de crueles niños asombrados y de lindas putas de pechos libres que comenzaron a columbrar las dimensiones del nuevo miembro y pronto Denario Treviño estuvo contemplándolo desde la azotea de su edificio de dos pisos y medio, recién construido, y Marilú se asomó por la ventana de la ferretería de los Po, con James —no Yeims sino James—, un niño Dios de Rafael Sanzio en brazos, y Fermín Fano aprovechó la oportunidad para regocijarse en la admiración de tamaña mujer, y Yamil, que sólo tenía el don de las niñas e Ibrahim ni se inmutaron al ver aparecer a la bella y el padre Soto escandalizado convocó a una reunión de alto nivel con las beatas, María de los Ángeles de la Medalla Milagrosa, la del cine del mismo nombre, al frente, reunión a la que no asistió Sebastián Pereira por considerar absurdo el querer expulsar de la ciudad a una persona por el simple accidente de ser negro y suculento.
Se formó pues una comisión cívica que fue a protestar ante el alcalde, quien, estrenando su casaca de terciopelo rojo con bordados en flor de lis y su traje grano de pólvora, con el sombrero bombín en la mano derecha, se sentía la encarnación perfecta de Temis y por ello, aunque jamás había oído mentar ley semejante, ante la insistencia de la comisión, terminó por aceptar que la violencia ejercida a la antedicha ley irremisiblemente llevaría a la degeneración de la raza, la decadencia del país y eventualmente a la extinción de la especie humana, argumentos urdidos por el padre Soto en el subsiguiente sermón en la Catedral de Las Latas.
Don Eutifrón, sin una cana todavía, habló con Robustiano, un muchacho atlético de pelos parados, quien, ya gozando de las primicias de su poder y de los lujos venales que le ofrecían muy a su pesar las niñas practicantes, solitario en la administración de la justicia y en las protección de las buenas costumbres ajenas, respondió que vería qué se podía hacer, Uno nunca sabe lo que son o pueden ser los negros, dijo, y ajustó sus cananas, se caló el sombrero tejano antecesor del kepis galonado y se dirigió al parque. San Isidro de El General en pleno recordaría muchos años después lo que años antes recordarían quienes conocieron a los negros originales y lo compararían con el recuerdo futuro de lo que sucedió en el pasado pospresente y pluscuamperfecto, es decir, el muy cínico negro Vladimiro brillando como un pescado bajo el sol, sin siquiera agitarse y boquear, aunque sin duda estaba fuera del agua de su natural y rústica realidad original, mirando maravillopasmado el armatoste lleno de escamas bulliciosas de la catedral como si el pueblo fuera azotado por una marea de rayos y relámpagos.
Robustiano lo tomó del brazo interponiendo entre su piel y la de aquella criatura exótica un pañuelo, temiendo acaso el contagio de ese mal oscurecedor y desconocido, y le dijo que quedaba detenido. “Con calma”, le dijo Vladimiro, “con calma, conversando y un itacate se llega a Roma, sentémonos en el parque y démoste conversa al asunto. Busté no se despreocupe, mi amigo, que vengo en son de paz y en misión de progreso. Cualquiera sabe que un pueblo sin negros es un pueblo triste”. Le dijo que venía buscando a un señor Crisóstomo Reflejo que según cuentos tenía en su poder y a su arbitrio a toda la ciudad y gran parte del país y el mundo. El sargento respondió que ni antes ni ahora ni después ni nunca habían oído los sanisidrogeneraleños de aquel humano que tenía nombre de caricatura y que se diera por preso de acuerdo con las leyes y la constitución de la república en él representada.
Vladimiro no tuvo menos que admirar aquella pompa y continente —no medía el sargento todavía los dos metros de alto ni transportaba sus dos metros de ancho, pero iba en camino— y así lo expresó diciéndole que sería un inmerecido deshonor ser detenido por una autoridad tan llena de poder y majeza. Eso más o menos le dijo haciendo titilar sus frondosas pestañas de brocha gorda. Muchas e fuertes razones e historias debió dar y contarle el negro a Robustiano, quien, por una vez en su vida gustó de otra persona que no fueran su padre y las lindas putas de todos calados y fermosos relentes, no todos de muy buena marca, sin embargo y apenas por tranquilizar a los ciudadanos necios y rancios del Barrio de Abajo, lo encaneció al bello negro prometiéndole eso sí, que lo liberaría a la primera oportunidad que se le presentase. ¿Dónde habíase visto un negro tan negro que hasta brillara en la oscuridad?
Y aquí vino a dar aquel macizo montañoso de músculo y hueso, nos hizo compañía varios meses y contó, sin dejar de sonreír, sus desbuenaventuranzas, sin desabrocharse la sonrisa de los labios, maldiciendo no ostante al señor Reflejo que lo había metido en tan tremendo embrollo del cual pensaba, sí señor, salir con bien, aunque nostalgioso, pues que él, acostumbrado a los cuatro horizontes, al espejo del cielo y al cachondeo del mar, cavilaba, contradictorio del todo el endivido, morir de saudade sin hembra que le ladre encerrado manque fuera en una cárcel tan grande e limpia (orate y chimuelo de mente debía estar el negro e imaginado del todo para decir esto) como la presente y yo no tuve la fuerza para decirle que había sido mi mitotera persona, Mateo Albán, historiador sin título y literato con obra sobre rieles, quien viendo aquella cibdade tan descolorida y poco literaria y habiendo conocido a un vecino no muy respetable de Puerto Limón que habló maravillas de Vladimiro, había conseguido su dirección y señas particulares para agregarlo a mis personajes y crear un poco de emoción y conmoción humanas de las cuales estaba floja mi tramoya.
Pero plugo Dios que a Robustiano, en contra de opiniones menos autorizadas y más llenas de fundamentum inconssusun veritatis, se le reblandeciera el corazón y liberara a tan buen contador de historias e inventor de artificios, que dejó más de uno sin terminar, particularmente el de Benjuil Mnemjian El Todopoderoso. Sin embargo no me entristecí porque por una parte esperaba que en el mundo de los de afuera, para unos menos y para otros más real que el de adentro (ver Platón, Mito de la Caverna —atención a erudición filosófica, críticos y detractores del futuro), rindiera más provecho. Y por otra, acababa de recibir, enviado desde Popayán, un libro complicado y poco corriente llamado Mirme Glucario, tratado sobre las costumbres de las hormigas, no poco erudito en otros extremos del saber, escrito por Johnatan Kardon… Más sin en cambio esa es historia ajena.
La nuestra sigue diciendo que el negro Vladimiro quedó otra vez bajo el sol, mirando los mil resplandores de la catedral y oyendo su estruendo de tormenta eléctrica en alta mar, pensando en su perra suerte, es curioso, sin perder la sonrisa abotonada, la sonrisa congénita, sin tener dónde caerse muerto porque había abandonado todas sus propiedades, entre ellas su morado corazón en la costa: de ese talante eran las promesas del incomprensible Crisóstomo Reflejo. Años más tarde, cuando el negro ya se había creado una posición en la comunidad, usaba relatar los jardines que le pintó el malhadado Reflejo, mezcla de valles vírgenes trasmontanos, áfricas recuperadas y paraísos multiplicantes por los que discurrían ríos de leche y aguardiente en los que se bañaban encueradas las hijas de Dios que no reconocían pecado alguno en el comercio del amor sin reglas y sin yugos y sin pensiones alimenticias, y todo sucedía en extensísimos prados sombreados por árboles serios y dispendiosos bajo los cuales campeaba una comunidad de criaturas felices que aceptaban resignadas que el trabajo era el peor invento de Dios, asunto que no incumbía a los mortales. Vladimiro creyó esos embustes, excepto la maledicción propia del trabajo, que él consideraba sagrado, y como era un hombre bueno, dispuesto a darle la razón a todo el mundo, decidió aceptar las promesas de Reflejo. Una de sus reglas era: En la duda no te abstengas, pendejo. Eso de que le escribieran a uno cartas desde tan lejos, con detalles como saludos cordiales a toda la familia, como si lo conocieran a uno desde la parusía y que lo trataran a uno de Señor Vladimiro y de otros mil menjurjes, cuando lo más que lo habían llamado era Miro y lo menos Machuca Vergas, cuando nunca había recibido otras cartas que las de la baraja… eso no era cosa de voltearle la varandiá.
Los primeros días de su libertad anduvo como un topo al sol, dándose topes contra las miradas, sintiendo la admiración de las niñas díscolas que no terminaban por ponerse de acuerdo sobre las dimensiones de su músculo necio y que sin embargo tampoco se atrevían a poner su pepa como mascarón de proa y vanguardia del ejército del amor con negros. Estuvo sentado bajo un árbol, bajo el único árbol que había en la cibdade fuera del parque, y allí se durmió. Soñó que estaba sentado en el mismo sitio donde dormía su cuerpo, sólo que ahora allí florecía una tienda de libros de nombre extraño, y soñó que al pasar, una rapaza díscolamente hermosa y espléndidamente embarazada, dejaba caer en su mano una moneda. Cuando despertó tenía la mano extendida, el árbol estaba en su sitio, y en la mano había una doblón de oro con un peso de dos castellanos. Sin saber a ciencia cierta por qué, se puso triste. Recorrió la Calle del Comercio y se entretuvo en ver correr el agua roja del caño a cielo abierto que hacía las dichas de los niños curiosos con sus bajeles de hoja de plátano. Miró sin ver a la insoportablemente bella mujer de Ponciano Po, regresó al parque, dobló en la esquina y entró al Restaurante de Los Camioneros. Se sentó ante una mesa adornada con orquídeas de plástico, industria de la beata María de los Ángeles de la Medalla Milagrosa, colocó la cara entre las manos y redobló su tozuda sonrisa que ya resbalaba peligrosamente hacia la más apestosa melancolía. De sus axilas comenzó a exhalar un insoportable olor a orín de coneja en celo. Son cosas de la vida, se dijo. Sintió una palmada en la espalda y tuvo que mirar hacia arribísima: era un hombre con brazos como piernas y pecho como fuelle de fundición, un bigote de macho bragado en buen cultivo de su masculinidad haciendo marco a una quijada sobresaliente y cubriéndole la cabeza una cachucha que decía Ford. Qué le pasa a mi negro, dijo con voz que hizo vibrar los vidrios de las ventanas a veinte metros a la redonda.
Le contó. De Puerto Limón, del sueño y de cómo estaba desesperado por asuntos de amores y recuperándose de una picadura de machaca que le había tenido el aguijón enhiesto quince días con sus noches correspondientes. El hombre puso su mano derecha llena de callos sobre un hombro de Vladimiro y le dijo: Que una mano se lava con la otra, que en el Barrio de Arriba había trabajo, que en este pueblo los únicos que se mueren, se mueren de amor, porque San Isidro de El General tiene la más alta densidad de mujeres lindas, altivas y despectivas por metro cuadrado en el mundo océano.
-Cualquiera sabe –dijo- que para el amor las feas, las gordas y las contrahechas son la ley. Y si no fueran ley, por lo menos se esfuerzan más. Y es que, amigo, para el amor, se necesita talento y ganas. Y eso es lo que les falta a las lindas.
Y también, gratis, le interpretó el sueño: “La que viste fue a Penélope, amante del más grande contrabandista del sur, madre precoz de Sol y Cielo, dos niñas como no existen ni en el mismo paraíso ni en los más afamados cuadros del renacimiento, y madre años más tarde, de Estrella y Lucero, una de ellas grandísima puta y la otra tirando a santa. Te dio una moneda antigua y eso quiere decir que vas a tener dinero, no mucho, pero sí lo suficiente. El embarazo quiere decir que vas a gozar de más hijos que una coneja australiana. El árbol que se transforma en librería me da mala espina, creo que indica desgracia, pero no puedo estar seguro. Un consejo: evita pronunciar la palabra “pero”. El día que lo hagas alguien te pondrá una zancadilla y te romperás irremediablemente el hocico.
Y luego, tras comerse un kilo de bisté y medio de cebollas cabezonas y cuatro tomates en rama y beber tres litros de cerveza e invitar al negro a comer y beber otro tanto, cosa que hizo con deleite y con ventaja y que hubiera seguido haciendo si no le gana la cortesía propia de los negros recién llegados, lo encaminó hacia el Barrio de Arriba por un sendero lleno de piedras, entre matorrales, le regaló un pedazo de cuero ocioso al saber que era zapatero, montó en un enormísimo camión y desapareció, engullido por el polvo rojo en la carretera que algún día sería apellidada Panamericana. Antes de desaparecer en medio del polvo rojo gritó ah, y no se te ocurra gastar la moneda del sueño.
Ya con ese cuero en las manos, Vladimiro se instaló bajo un techo de cartón piedra que encontró en un basurero en medio de una miríada de niños juguetones e insolentes, consiguió prestados leznas, agujones y cáñamo y se puso a trabajar. De su primera obra dependían el prestigio y el nombre, pero su afán de lograr una obra de arte le hizo olvidar que a efectos de tan tremendos calores el cuero se encogería más de lo previsto. Cuando terminó los zapatos eran talla cuatro, y al día siguiente amanecieron en menos dos. Le costó mucho trabajo venderlos, nadie tenía el pie tan pequeño. Como al mes de andarlos exhibiendo, alimentado como una liebre silvestre sólo de hierbas de epazote y pasto gigante, por toda la ciudad en una bolsita de plástico celofán, una señora muy demacrada, con la cara plagada de pecas rosadas, lo llamó desde una tienda: era la esposa de Yamil Geldsteinberg Hohensollen, que había parido un cuatromesino, tan diminuto que parecía el hijo reducido de un enano, una criatura con los dedos de manos y pies unidos por membranas, y los oídos, la boca, el ano y la uretra tan tapiados por la inmadurez que fue necesario horadarlos con agujas de plata por Calixto Scientificorum.
Al ensayo de los zapatos asistieron todas las presuntas vírgenes de El Trabajador conjuradas para ver dos prodigios juntos: un negro legítimo y un niño casi invisible, que cabía con todo y zapatos en la palma de una mano. La pestilencia a orín de coneja en celo que partía de los sobacos de Vladimiro alborotó a las niñas, al punto que tuvieron que hacer fila en el baño para desengañar las urgencias de sus cuerpos.
Aviva, orgullosa de la curiosidad que causaba su engendro, se dejaba rodear y pronunciaba palabras suaves e indescifrables. Puesto que ella no había aprendido todavía ni los más elementales rudimentos del español, y nunca los aprendería, agreguemos, porque era mensapendeja la pobre y apenas servía para torturar el piano y además se mantenía empecinada en la taradez propia de judía hija de genio, hablaron con el lenguaje de los dedos. La “V” de la victoria cerró el trato por dos centavos. El negro salió perdiendo, porque la “V” de Aviva era romana y la suya era latina y marcaba apenas el par.
La Negra Celina, que había asistido al negocio desde el aparador donde exhibía sus calzones a los muchachos del Liceo Unesco, le hizo un elegante cambio de luces a Vladimiro y, conocedora del género, admiró con poca discreción las musculaturas ocultas de aquella soberbia creación del Señor Dios.
Esta es la primera parte de la historia de Vladimiro, el negro más simpático que haya habitado en San Isidro de El General. Tal vez algún día ponga el resto. Por lo pronto les presento a Vladi.
El ranador se aburre de su ficción y le pone color.
Solamente había un negro de pura cepa en San Isidro de El General cuando se estaba terminando de construir la primera catedral; vino contratado por un desconocido que le había enviado una carta solicitando sus servicios de zapatero, que porque en esas extremidades no había siquiera un mísero remendón y como él no tenía ningún negocio pendiente en Puerto Limón y como estaba desesperado por asuntos de amores y recuperándose de una picadura de machaca que le había tenido el aguijón enhiesto quince días con sus noches correspondientes, se vino a convalecer y a aventurar tierra adentro. Tuvo que viajar bajo la estructura de un vagón de ferrocarril, ya en la Meseta Central escapar mil veces de la guardia civil y de los inspectores de la Secretaría de Higiene, Cultura y Deportes, caminar durante una noche entera y un día oscuro de ceniza hasta Cartago, encapucharse allí para comprar un tiquete del bus marranero en el que prestaba servicio Óscar Lopera, y permanecer ovillado las ocho horas que duró el viaje hasta que llegó al valle.
Allí, lo primero que hizo fue tirar los guantes blancos y la capucha a la basura y mostrar a los cuatro vientos su negritud orgullosa que había violado fragantemente la Ley de No Emigración de Chinos, Negros, Mulatos y Otros Extranjeros desde la Costa hacia el Interior vigente por entonces en todo el territorio nacional. Como es natural fue recibido por una corte de crueles niños asombrados y de lindas putas de pechos libres que comenzaron a columbrar las dimensiones del nuevo miembro y pronto Denario Treviño estuvo contemplándolo desde la azotea de su edificio de dos pisos y medio, recién construido, y Marilú se asomó por la ventana de la ferretería de los Po, con James —no Yeims sino James—, un niño Dios de Rafael Sanzio en brazos, y Fermín Fano aprovechó la oportunidad para regocijarse en la admiración de tamaña mujer, y Yamil, que sólo tenía el don de las niñas e Ibrahim ni se inmutaron al ver aparecer a la bella y el padre Soto escandalizado convocó a una reunión de alto nivel con las beatas, María de los Ángeles de la Medalla Milagrosa, la del cine del mismo nombre, al frente, reunión a la que no asistió Sebastián Pereira por considerar absurdo el querer expulsar de la ciudad a una persona por el simple accidente de ser negro y suculento.
Se formó pues una comisión cívica que fue a protestar ante el alcalde, quien, estrenando su casaca de terciopelo rojo con bordados en flor de lis y su traje grano de pólvora, con el sombrero bombín en la mano derecha, se sentía la encarnación perfecta de Temis y por ello, aunque jamás había oído mentar ley semejante, ante la insistencia de la comisión, terminó por aceptar que la violencia ejercida a la antedicha ley irremisiblemente llevaría a la degeneración de la raza, la decadencia del país y eventualmente a la extinción de la especie humana, argumentos urdidos por el padre Soto en el subsiguiente sermón en la Catedral de Las Latas.
Don Eutifrón, sin una cana todavía, habló con Robustiano, un muchacho atlético de pelos parados, quien, ya gozando de las primicias de su poder y de los lujos venales que le ofrecían muy a su pesar las niñas practicantes, solitario en la administración de la justicia y en las protección de las buenas costumbres ajenas, respondió que vería qué se podía hacer, Uno nunca sabe lo que son o pueden ser los negros, dijo, y ajustó sus cananas, se caló el sombrero tejano antecesor del kepis galonado y se dirigió al parque. San Isidro de El General en pleno recordaría muchos años después lo que años antes recordarían quienes conocieron a los negros originales y lo compararían con el recuerdo futuro de lo que sucedió en el pasado pospresente y pluscuamperfecto, es decir, el muy cínico negro Vladimiro brillando como un pescado bajo el sol, sin siquiera agitarse y boquear, aunque sin duda estaba fuera del agua de su natural y rústica realidad original, mirando maravillopasmado el armatoste lleno de escamas bulliciosas de la catedral como si el pueblo fuera azotado por una marea de rayos y relámpagos.
Robustiano lo tomó del brazo interponiendo entre su piel y la de aquella criatura exótica un pañuelo, temiendo acaso el contagio de ese mal oscurecedor y desconocido, y le dijo que quedaba detenido. “Con calma”, le dijo Vladimiro, “con calma, conversando y un itacate se llega a Roma, sentémonos en el parque y démoste conversa al asunto. Busté no se despreocupe, mi amigo, que vengo en son de paz y en misión de progreso. Cualquiera sabe que un pueblo sin negros es un pueblo triste”. Le dijo que venía buscando a un señor Crisóstomo Reflejo que según cuentos tenía en su poder y a su arbitrio a toda la ciudad y gran parte del país y el mundo. El sargento respondió que ni antes ni ahora ni después ni nunca habían oído los sanisidrogeneraleños de aquel humano que tenía nombre de caricatura y que se diera por preso de acuerdo con las leyes y la constitución de la república en él representada.
Vladimiro no tuvo menos que admirar aquella pompa y continente —no medía el sargento todavía los dos metros de alto ni transportaba sus dos metros de ancho, pero iba en camino— y así lo expresó diciéndole que sería un inmerecido deshonor ser detenido por una autoridad tan llena de poder y majeza. Eso más o menos le dijo haciendo titilar sus frondosas pestañas de brocha gorda. Muchas e fuertes razones e historias debió dar y contarle el negro a Robustiano, quien, por una vez en su vida gustó de otra persona que no fueran su padre y las lindas putas de todos calados y fermosos relentes, no todos de muy buena marca, sin embargo y apenas por tranquilizar a los ciudadanos necios y rancios del Barrio de Abajo, lo encaneció al bello negro prometiéndole eso sí, que lo liberaría a la primera oportunidad que se le presentase. ¿Dónde habíase visto un negro tan negro que hasta brillara en la oscuridad?
Y aquí vino a dar aquel macizo montañoso de músculo y hueso, nos hizo compañía varios meses y contó, sin dejar de sonreír, sus desbuenaventuranzas, sin desabrocharse la sonrisa de los labios, maldiciendo no ostante al señor Reflejo que lo había metido en tan tremendo embrollo del cual pensaba, sí señor, salir con bien, aunque nostalgioso, pues que él, acostumbrado a los cuatro horizontes, al espejo del cielo y al cachondeo del mar, cavilaba, contradictorio del todo el endivido, morir de saudade sin hembra que le ladre encerrado manque fuera en una cárcel tan grande e limpia (orate y chimuelo de mente debía estar el negro e imaginado del todo para decir esto) como la presente y yo no tuve la fuerza para decirle que había sido mi mitotera persona, Mateo Albán, historiador sin título y literato con obra sobre rieles, quien viendo aquella cibdade tan descolorida y poco literaria y habiendo conocido a un vecino no muy respetable de Puerto Limón que habló maravillas de Vladimiro, había conseguido su dirección y señas particulares para agregarlo a mis personajes y crear un poco de emoción y conmoción humanas de las cuales estaba floja mi tramoya.
Pero plugo Dios que a Robustiano, en contra de opiniones menos autorizadas y más llenas de fundamentum inconssusun veritatis, se le reblandeciera el corazón y liberara a tan buen contador de historias e inventor de artificios, que dejó más de uno sin terminar, particularmente el de Benjuil Mnemjian El Todopoderoso. Sin embargo no me entristecí porque por una parte esperaba que en el mundo de los de afuera, para unos menos y para otros más real que el de adentro (ver Platón, Mito de la Caverna —atención a erudición filosófica, críticos y detractores del futuro), rindiera más provecho. Y por otra, acababa de recibir, enviado desde Popayán, un libro complicado y poco corriente llamado Mirme Glucario, tratado sobre las costumbres de las hormigas, no poco erudito en otros extremos del saber, escrito por Johnatan Kardon… Más sin en cambio esa es historia ajena.
La nuestra sigue diciendo que el negro Vladimiro quedó otra vez bajo el sol, mirando los mil resplandores de la catedral y oyendo su estruendo de tormenta eléctrica en alta mar, pensando en su perra suerte, es curioso, sin perder la sonrisa abotonada, la sonrisa congénita, sin tener dónde caerse muerto porque había abandonado todas sus propiedades, entre ellas su morado corazón en la costa: de ese talante eran las promesas del incomprensible Crisóstomo Reflejo. Años más tarde, cuando el negro ya se había creado una posición en la comunidad, usaba relatar los jardines que le pintó el malhadado Reflejo, mezcla de valles vírgenes trasmontanos, áfricas recuperadas y paraísos multiplicantes por los que discurrían ríos de leche y aguardiente en los que se bañaban encueradas las hijas de Dios que no reconocían pecado alguno en el comercio del amor sin reglas y sin yugos y sin pensiones alimenticias, y todo sucedía en extensísimos prados sombreados por árboles serios y dispendiosos bajo los cuales campeaba una comunidad de criaturas felices que aceptaban resignadas que el trabajo era el peor invento de Dios, asunto que no incumbía a los mortales. Vladimiro creyó esos embustes, excepto la maledicción propia del trabajo, que él consideraba sagrado, y como era un hombre bueno, dispuesto a darle la razón a todo el mundo, decidió aceptar las promesas de Reflejo. Una de sus reglas era: En la duda no te abstengas, pendejo. Eso de que le escribieran a uno cartas desde tan lejos, con detalles como saludos cordiales a toda la familia, como si lo conocieran a uno desde la parusía y que lo trataran a uno de Señor Vladimiro y de otros mil menjurjes, cuando lo más que lo habían llamado era Miro y lo menos Machuca Vergas, cuando nunca había recibido otras cartas que las de la baraja… eso no era cosa de voltearle la varandiá.
Los primeros días de su libertad anduvo como un topo al sol, dándose topes contra las miradas, sintiendo la admiración de las niñas díscolas que no terminaban por ponerse de acuerdo sobre las dimensiones de su músculo necio y que sin embargo tampoco se atrevían a poner su pepa como mascarón de proa y vanguardia del ejército del amor con negros. Estuvo sentado bajo un árbol, bajo el único árbol que había en la cibdade fuera del parque, y allí se durmió. Soñó que estaba sentado en el mismo sitio donde dormía su cuerpo, sólo que ahora allí florecía una tienda de libros de nombre extraño, y soñó que al pasar, una rapaza díscolamente hermosa y espléndidamente embarazada, dejaba caer en su mano una moneda. Cuando despertó tenía la mano extendida, el árbol estaba en su sitio, y en la mano había una doblón de oro con un peso de dos castellanos. Sin saber a ciencia cierta por qué, se puso triste. Recorrió la Calle del Comercio y se entretuvo en ver correr el agua roja del caño a cielo abierto que hacía las dichas de los niños curiosos con sus bajeles de hoja de plátano. Miró sin ver a la insoportablemente bella mujer de Ponciano Po, regresó al parque, dobló en la esquina y entró al Restaurante de Los Camioneros. Se sentó ante una mesa adornada con orquídeas de plástico, industria de la beata María de los Ángeles de la Medalla Milagrosa, colocó la cara entre las manos y redobló su tozuda sonrisa que ya resbalaba peligrosamente hacia la más apestosa melancolía. De sus axilas comenzó a exhalar un insoportable olor a orín de coneja en celo. Son cosas de la vida, se dijo. Sintió una palmada en la espalda y tuvo que mirar hacia arribísima: era un hombre con brazos como piernas y pecho como fuelle de fundición, un bigote de macho bragado en buen cultivo de su masculinidad haciendo marco a una quijada sobresaliente y cubriéndole la cabeza una cachucha que decía Ford. Qué le pasa a mi negro, dijo con voz que hizo vibrar los vidrios de las ventanas a veinte metros a la redonda.
Le contó. De Puerto Limón, del sueño y de cómo estaba desesperado por asuntos de amores y recuperándose de una picadura de machaca que le había tenido el aguijón enhiesto quince días con sus noches correspondientes. El hombre puso su mano derecha llena de callos sobre un hombro de Vladimiro y le dijo: Que una mano se lava con la otra, que en el Barrio de Arriba había trabajo, que en este pueblo los únicos que se mueren, se mueren de amor, porque San Isidro de El General tiene la más alta densidad de mujeres lindas, altivas y despectivas por metro cuadrado en el mundo océano.
-Cualquiera sabe –dijo- que para el amor las feas, las gordas y las contrahechas son la ley. Y si no fueran ley, por lo menos se esfuerzan más. Y es que, amigo, para el amor, se necesita talento y ganas. Y eso es lo que les falta a las lindas.
Y también, gratis, le interpretó el sueño: “La que viste fue a Penélope, amante del más grande contrabandista del sur, madre precoz de Sol y Cielo, dos niñas como no existen ni en el mismo paraíso ni en los más afamados cuadros del renacimiento, y madre años más tarde, de Estrella y Lucero, una de ellas grandísima puta y la otra tirando a santa. Te dio una moneda antigua y eso quiere decir que vas a tener dinero, no mucho, pero sí lo suficiente. El embarazo quiere decir que vas a gozar de más hijos que una coneja australiana. El árbol que se transforma en librería me da mala espina, creo que indica desgracia, pero no puedo estar seguro. Un consejo: evita pronunciar la palabra “pero”. El día que lo hagas alguien te pondrá una zancadilla y te romperás irremediablemente el hocico.
Y luego, tras comerse un kilo de bisté y medio de cebollas cabezonas y cuatro tomates en rama y beber tres litros de cerveza e invitar al negro a comer y beber otro tanto, cosa que hizo con deleite y con ventaja y que hubiera seguido haciendo si no le gana la cortesía propia de los negros recién llegados, lo encaminó hacia el Barrio de Arriba por un sendero lleno de piedras, entre matorrales, le regaló un pedazo de cuero ocioso al saber que era zapatero, montó en un enormísimo camión y desapareció, engullido por el polvo rojo en la carretera que algún día sería apellidada Panamericana. Antes de desaparecer en medio del polvo rojo gritó ah, y no se te ocurra gastar la moneda del sueño.
Ya con ese cuero en las manos, Vladimiro se instaló bajo un techo de cartón piedra que encontró en un basurero en medio de una miríada de niños juguetones e insolentes, consiguió prestados leznas, agujones y cáñamo y se puso a trabajar. De su primera obra dependían el prestigio y el nombre, pero su afán de lograr una obra de arte le hizo olvidar que a efectos de tan tremendos calores el cuero se encogería más de lo previsto. Cuando terminó los zapatos eran talla cuatro, y al día siguiente amanecieron en menos dos. Le costó mucho trabajo venderlos, nadie tenía el pie tan pequeño. Como al mes de andarlos exhibiendo, alimentado como una liebre silvestre sólo de hierbas de epazote y pasto gigante, por toda la ciudad en una bolsita de plástico celofán, una señora muy demacrada, con la cara plagada de pecas rosadas, lo llamó desde una tienda: era la esposa de Yamil Geldsteinberg Hohensollen, que había parido un cuatromesino, tan diminuto que parecía el hijo reducido de un enano, una criatura con los dedos de manos y pies unidos por membranas, y los oídos, la boca, el ano y la uretra tan tapiados por la inmadurez que fue necesario horadarlos con agujas de plata por Calixto Scientificorum.
Al ensayo de los zapatos asistieron todas las presuntas vírgenes de El Trabajador conjuradas para ver dos prodigios juntos: un negro legítimo y un niño casi invisible, que cabía con todo y zapatos en la palma de una mano. La pestilencia a orín de coneja en celo que partía de los sobacos de Vladimiro alborotó a las niñas, al punto que tuvieron que hacer fila en el baño para desengañar las urgencias de sus cuerpos.
Aviva, orgullosa de la curiosidad que causaba su engendro, se dejaba rodear y pronunciaba palabras suaves e indescifrables. Puesto que ella no había aprendido todavía ni los más elementales rudimentos del español, y nunca los aprendería, agreguemos, porque era mensapendeja la pobre y apenas servía para torturar el piano y además se mantenía empecinada en la taradez propia de judía hija de genio, hablaron con el lenguaje de los dedos. La “V” de la victoria cerró el trato por dos centavos. El negro salió perdiendo, porque la “V” de Aviva era romana y la suya era latina y marcaba apenas el par.
La Negra Celina, que había asistido al negocio desde el aparador donde exhibía sus calzones a los muchachos del Liceo Unesco, le hizo un elegante cambio de luces a Vladimiro y, conocedora del género, admiró con poca discreción las musculaturas ocultas de aquella soberbia creación del Señor Dios.
Esta es la primera parte de la historia de Vladimiro, el negro más simpático que haya habitado en San Isidro de El General. Tal vez algún día ponga el resto. Por lo pronto les presento a Vladi.
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