Amazonas II
noviembre 19, 2009
I. Árboles y agua
Esta es la segunda parte del primer capítulo de mi novela Amazonas-París. La estoy subiendo al blog en especial para mi amigo el novelista cubano Félix Luis Viera, que me escribió con curiosidad y algo como entusiasmo (me parece que no entiende cómo un escritor tan adjetivador como MT, puede ser tan escuetamente cronista y narrador de aventuras).
Llevo muchos años trabajando en una novela que se desarrolla en la Amazonia colombiana. He leído una biblioteca entera sobre el tema. He escrito seis versiones, todas interesantes, pero al fin insatisfactorias. En una fiesta en Bogotá conocí a Pedro Botero, cartógrafo y casi dueño del Trapecio Amazónico. A cambio de una colección casi completa de mis libros accedió a huir del humo y los borrachos de una fiesta para encerrase conmigo y contarme sus andanzas. También me dio instrucciones precisas para hacer una excursión relampagueante. No sé si lo que me movió a abandonar, irresponsablemente, hay que decirlo, mis compromisos y lanzarme a la ventura, fue la necesidad de documentarme en el campo o esa vieja, casi prenatal necesidad de desaparecer del mundo en busca de paz, purificación o no sé qué. Es claro que escribir una novela no salva a nadie, es simplemente un pretexto, una aventura que digiere el tiempo, ayuda a vivir y a escapar de las rutinas a veces insoportables. Las novelas son mentiras grandes que parecen verdades y que mientras más mentirosas sean resultan más verosímiles. El novelista termina por habitar más en su mundo que en el los demás. Es, ni más ni menos, un esquizofrénico. Lo separa del mundo un abismo y lo une a él un puente: su obra.
Pronto estamos volando sobre la selva, un infinito multiplicado de copas de árboles, matizados apenas por los cauces de agua, semejantes a largos espejos que se pierden en un horizonte verde. El viaje entre Bogotá y Leticia dura una hora cuarenta y cinco minutos en jet. Un jet pequeño pero eficiente, limpio, con personal amable. El avión vuela rasante, súbitamente se eleva y no me explico por qué, si el terreno es llano. Abajo veo un gran territorio verde con todo un sistema circulatorio de ríos intrincados, lentos, sinuosos. Y al frente, abajo, súbitamente, un río inmenso, una boa plateada que esconde su cabeza en el confín de la espesura. Pregunto a las azafatas y ellas al piloto. Dicen que es el Guaviare. Me recrimino por no haber comprado un mapa. El río serpentea, forma nudos, moños, desarrolla brazos. En la inmensidad eterna de la selva se ven en ocasiones puntos plateados. Son los techos de zinc. Una capa verde oscuro oculta la tierra. Increíble cantidad de territorio inexplorado. Sólo las orillas de los ríos y algunos claros tierra adentro revelan la presencia de seres humanos. El interior de la selva es el reino de lo intacto. Cinco minutos después aparece una destellante cinta plateada que serpentea creando arabescos, otro gran río, un río anchísimo, un mar en movimiento. Árboles, selva, ríos, lagos, nada más. De nuevo un claro diminuto y un techo de zinc. La mitad de Colombia no ha sido tocada por el hombre. Por kilómetros y kilómetros, nada, nada, nada más que árboles. El sol destella. Atardece, deslumbra. Cinco minutos más tarde otro gran río. El sol sale por el oriente. Un vecino de asiento dice que vamos por mal camino. Otro gran río. ¿El Atrato? Imposible, ese desemboca en el Pacífico y todos los que vemos aquí deben desembocar en el Orinoco o en el Amazonas. A mi lado va un santandereano que está entusiasmado con todo lo que ve. Me va describiendo lo que imagina será la ciudad de Leticia, la puerta de entrada a la Amazonia colombiana. Los ríos trazan misteriosos lenguajes, caracteres indescifrables. Anoche tuve un sueño. Le dije a una bella muchacha: Yo te respeto. No te tocaré ni un pelo. Quise darle un respetuoso beso en el cuello y caímos en un abrazo apasionado. Quizá sea un mensaje o una especie de auto análisis: soy incapaz de sutileza alguna, voy directamente al lugar asignado. Defecto de fábrica o de familia. De repente me veo, ya despierto, con la espada empuñada y sangrante y me siento agradecido por la compañía que el señor de los sueños le manda a este solitario. Mi compañero de avión exclama, ¡es increíble, estamos descendiendo! El paisaje de árboles, árboles, árboles, se aclara, se va detallando como en un zoom. No hay otra cosa que millones, billones de árboles, el paisaje más hermoso del mundo.
Llegamos al aeropuerto Vázquez Cobo. El hotel Los Delfines es un sitio sencillo, limpio, situado frente al cuartel de la policía de Leticia. En Colombia estar cerca de un cuartel de policía o de una instalación del ejército es como encontrarse cerca del frente de batalla. Práctica frecuente de los guerrilleros es tomar por asalto pueblos y ciudades y destruir los cuarteles, robar los bancos, volar en pedazos los edificios públicos. Pero Leticia es la excepción: allí hay paz porque está lejos, muy lejos del centro. Sería una locura que los guerrilleros la atacaran e intentaran huir selva adentro. Serían tragados por la selva como le sucedió a Arturo Cova. Aunque, hay que decirlo: décadas de sobrevivir lejos de los centros urbanos ha permitido el desarrollo de toda una generación de seres de excepción: habituados a vivir a la intemperie, acostumbrados al hambre, despiadados a fuerza de privaciones, los guerrilleros, algunos paramilitares y forajidos forman en Colombia un país paralelo, una especie de cáncer que en sus principios quiso ser benigno, y en la actualidad parece ser terminal.
En el hotel Los Delfines una señora muy amable hace de anfitriona. Una indígena de origen tikuna, vestida a la manera de los blancos, se ocupa de los huéspedes. Por el hotel deambulan algunos personajes curiosos, que esperan que se termine de organizar una excursión. Se planea la salida para el día siguiente, temprano.
Y allí estamos, en la entrada del hotel, bajo un parasol, los que hemos de viajar. Esperamos al guía. Nos dirigimos al río Amazonas, apenas a cien metros del hotel. Ya estamos a la orilla. El guía no aparece. Pasa una hora y finalmente llega un individuo con sombrero de cazador, sentado en la parte trasera de una moto que maneja un indígena descalzo. Viene alegre, junta las manos formando un cuenco y las golpea frente a su boca entreabierta, lo que produce un sonido grave, una especie de eco, que andando los días se transformará en una especie de complicidad: el llamado de Chirri. Chirri es el apodo del guía, un hombre de baja estatura, correoso, blanco, simpático, cuya vida parece ser una celebración interminable. En una lancha con techo de lona y capacidad para veinte personas viajamos por el Amazonas. Vamos bordeando el río, que frente a Leticia tiene una anchura de siete kilómetros. El piloto esquiva los troncos de los árboles que bajan. Llegamos a Puerto Nariño «El jardín de América.» Están prohibidos los coches y todos los vehículos de motor. No hay calles sino aceras o banquetas. La población es mayoritariamente tikuna. Después de Puerto Nariño nos dirigimos al Alto del Águila, donde hay un mirador desde el que se puede ver el atardecer que tiñe de rojo el mundo. Dos enormes y coloridas guacamayas juguetean sobre una palma. Un mono fraile hace travesuras, tan confianzudo como un gato doméstico. Se descuida el turista y el animal, hipócrita y simpático, se roba las gafas. Se las lleva a la selva. Nunca más volverás a verlas. Bajamos de la lancha y subimos por unas escaleras bastante empinadas. Sobre el barro se han colocado escalones de madera, que ya están deteriorados, testimonio de que el sitio vivió tiempos mejores. Arriba hay un hotel atendido por su propietario, un jesuita que decidió abandonar la orden y armar su negocio. Me obsequia una de sus tarjetas. Allí se lee: « Fray Rebelde.» Iremos a los Lagos de Tarapoto. Allí se puede nadar. También hay caimanes. Luego iremos a San Antonio, donde hay artesanías de palo de sangre, una madera muy dura. Tal vez visitemos Santa Rosa, caserío peruano. Pregunto por ese pez que afirman se mete por todos los orificios del cuerpo y se come a los cristianos de dentro a afuera, dejándolos reducidos a nada. Peces chupones, se llaman, dice Chirri, pero sólo se meten en los cuerpos muertos, son como los buitres del agua. ¿Las pirañas? Sólo atacan en presencia de sangre. En el Amazonas hay 2000 especies de peces ornamentales. Zancudos de tamaño descomunal nos asedian. En tiempo seco no se aparecen los zancudos, dice Chirri. Una vez capturaron a una enorme serpiente, que tenía una protuberancia en el vientre. La abrieron y encontraron el cuerpo de un hombre acurrucado dentro, pero lo más increíble es que estaba vivo, dice Chirri. Es fácil perderse en la Amazonia. Basta entrar diez metros en la selva para perder el sentido de la orientación. Los árboles son iguales, se repiten. Un hombre se aventuró a entrar a la selva sin guía. Desapareció cuarenta días. Reapareció por El Calderón. Venía casi loco y con pies de elefante. En el 84 hubo un accidente de aviación. Un avión militar. Tenía una falla. Iban 184 personas. Alcanzó a salir del aeropuerto. A menos de cinco minutos de viaje hubo una alarma. Se le desprendieron las alas y cayó en picada, quedó clavado en la tierra, después de desgajar muchos árboles. Llegar allí por plena selva fue una odisea, dice Chirri. Los helicópteros sobrevolaron la zona. Hombres descendieron mediante cuerdas con motosierras y abrieron un claro. No había acceso por ninguna parte. También cayó una avioneta. A las dos de la mañana los tikunas vecinos decían tener idea de dónde había caído. El piloto, antes de despegar, había sacado varios bidones de diesel para poder cargar más caucho. Faltando diez minutos para llegar al aeropuerto se le acabó el combustible. El capitán quedó prensado entre las latas, sangrante. Hormigas, abejas, todo tipo de bichos se ensañaron con el hombre. Cuando lo encontraron estaba vivo pero medio loco. Años más tarde ese piloto se dedicaba a recoger papeles en las calles de Leticia. Chirri habla sin afectación de guía, los relatos brotan de él con naturalidad, todo él es un canto al territorio y sus avatares.
En el vuelo pasamos sobre los ríos Caquetá y Putumayo, luego sobre el Apaporis. Dice. En el Amazonas no hay piedras ni arena, sólo barro. Negativo que uno se pueda parar sobre una victoria regia, afirma. Dicen por ahí que una quinceañera se paró sobre una victoria regia a tres horas de Manaos. Luego se subió a una lancha y siguió. La victoria regia es por la mañana una enorme hoja blanca, a las once, amarilla, por la tarde rosada. Flota sobre el agua. Tiene espinas por debajo, que la protegen de los peces. Los diámetros varían, pueden ser de un metro o dos. El río Amazonas tiene aguas blancas, sucias. Las quebradas, aguas negras, muy limpias. Chirri es una enciclopedia parlante.
A diez minutos de Puerto Nariño nos encontramos con el lago Tarapacá. Agua muy limpia. Delfines grises y rosados. Avanzamos tres horas por el Amazonas. Chirri tiene veinte años de experiencia en la selva. Llegamos al canal donde desemboca el Yahuataca.
3 comentarios
Querido MT:
ResponderEliminarPues en este segundo capítulo sigues “cronicando”, si bien con mucha intensidad. Ese pueblo de Leticia, quiero suponer, es así de paradisíaco como dices.
Espero que entres en la “acción” más adelante, pero hasta ahora va bien el asunto, en mi humilde opinión. Me veo en esos paisajes que describes y me hago eco de las leyendas que atraviesas en la narración, sin ser digresiones natas.
La entrada es juguetona con el truco autor-narrador.
Nunca he viajado en un “pequeño jet”. Me asalta una duda: ¿Las hileras de asientos son de tres (asientos)? Porque hablas de “un vecino de asiento” que va a tu lado y luego de un santandereano. Otra: ¿será posible que las azafatas tengan que preguntarle al piloto sobre ese río que se ve allá abajo? ¿No deben saberlo las azafatas?
“El interior de la selva es el reino de lo intacto”, frase para epígrafe.
Gracias y un abrazo:
Félix Luis
Todo lo que cuento a manera de cronica directa es el relato de un viaje que efectivamente hice a Leticia, capital del estado de Amazonas...Y es cierto; las azafatas no sabian los nombres de los rios... supongo que porque no vuelan siempre sobre las mismas rutas. Espero hoy subir completo el verdadero segundo capitulo. (Antes publique el primero en dos partes)
ResponderEliminarQuerido MT:
ResponderEliminarPues entonces yo diría "Las azafatas debieron preguntarle al piloto porque no sabían, puesto que.."
Bueno, y el jet tiene hileras de tres asientos.
Dale, que voy pa´l 3 en cuanto tenga un chance.
Sigue adelante.
Un abrazo:
Félix Luis