MI AMAZONAS
noviembre 17, 2009ALTO AMAZONAS
Yo, como casi todos los escritores, soy persona de obsesiones. Una novela es para mi una obsesión que puede durar cinco, diez años, hasta 16 años, como en el caso de El juego de las seducciones, que según Peter Broad, es mi mejor novela. Una de las obsesiones actuales es el Amazonas como río, como fuente de aventuras, como objeto de estudio, como añoranza del paraíso, como lugar de visita para turistas, como refugio último para ir a vivir mis últimos años. Tengo una historia centrada en el Amazonas que se ha convertido en cuento de 15, 25, 40, 65 páginas; y en noveleta de 80, 90 y 110 páginas; y en novela de 250 y 350 páginas...Y, ¿saben qué? Todas las versiones me gustan y lo más posible es que termine publicando todas. ¿Loco? Eso lo saben quienes me conocen. Sufren algunos por ello; no yo. Ya he publicado una versión en libro (en El imperio de las mujeres) y otra en la revista Forum, que dirige el excelente y estreñido Antúnes.
Decía: estoy ultimando detalles para editar mi novela de 110 o 230 páginas: títulos tentativos: Amazonas-París y Agua clara en el Alto Amazonas. Las obras ya pasaron tres pruebas: una recibió Mención Honorífica en el Concurso Nacional de Novela Rosario Castellanos en México; otra fue finalista en el Premio Internacional de Novela Ciudad de Barbastro en España; otro (en cuento) fue finalista el el Concurso Juan Rulfo de Radio Francia Internacional hace varios años.
Para los 52 lectores diarios de mi blog (promedio: el máximo diario es de 101, el mínimo de 52) voy a ofrecer el primer fragmento de la versión de 230 páginas.
AMAZONAS-PARIS
novela de
Marco Tulio Aguilera
No es el juicio final lo que importa, sino el juicio de todos los instantes, en el tiempo en que se juzga a los vivos.
Emmanuel Levinas
UNO
Ir a la selva del Putumayo antes de la declinación propia de los años de madurez, no puede ser sino una forma de alcanzar la gracia sin pasar por los incómodos trances de la muerte. Encontrar en la espesura lo que uno no pudo hallar en la rutina de animal urbano hace pensar que tal vez sí existan Dios, la providencia o algún azar generoso. Tal fortuna fue la que tropezó conmigo en mi viaje más reciente, posiblemente (y por fortuna --conjeturo) el último. Sucedieron (me sucedieron) tantos y tan singulares o desacostumbrados eventos que se hace necesario tomar aliento como el que se va a lanzar al fondo de aguas desconocidas. Iré paso a paso, recuperando hasta aquello que parezca accesorio o irrelevante. No pido disculpas por las ramazones que puedan obstruir la salida a un horizonte más amplio. Estoy convencido que todo en este viaje, en este relato —todo en esta vida— tiene su razón de ser. Hacerle honor a esta razón, que no comprenderla —asunto quizás imposible y con certeza inútil— me permitirá darle un sentido o una justificación a lo que hasta ahora parece haber sido un golpe definitivo de dados frente al muro de lo innombrable.
Al llegar de un viaje poco feliz al apartamento de mi amiga Leónides encontré que había una reunión de botánicos, ecologistas, cartógrafos, geólogos, geógrafos y gente de esa laya: una fauna muy parecida a la que acostumbro, pero más cáustica y afectuosa. La tónica general era el chiste barato, la burla, el escepticismo total. Nada había que arreglar en el país o en el mundo. Se trataba solamente de sobrevivir y esperar el milagro o el apocalipsis. Los pocos que tenían trabajo, temían perderlo en cualquier momento. Disfrutar de un empleo estable, a largo plazo y bien pagado, era como ser un náufrago rescatado del Titanic o uno de esos privilegiados que se dedican a comer y a beber antes de que les caiga el azote de la peste. Ante la oferta de treinta plazas para limpiar los desechos de las alcantarillas de Bogotá, se presentaron diez mil desesperados, que estuvieron haciendo fila a las puertas de Corferias durante veinticuatro horas. La escolaridad mínima de quienes se presentaron fue el bachillerato. No escasearon en las columnas de desconsolados los médicos, los ingenieros, las amas de casa. El país en pleno era un escenario de desastre. El llano y parte de selva, muchos recovecos de las montañas, ardían por los cuatro costados y aquello era una inmensa fritanga de fauna y flora, cuyo combustible resultaban ser los últimos vestigios de las tribus que habitan las selvas colombianas y la gente común, que se aferraba a los frutos de la tierra como al último refugio sobre el planeta. Las ciudades, caos, grandes rameras desordenadas parecidas a infiernos desde los cuales los condenados tienden los brazos a una virgen distante e indiferente que flota sobre sus cabezas. Los sueldos, miserables. Un perro arrojado desde una azotea quedaría convertido en salchichón antes de que tocara el suelo. Decían. Un país en el que la riqueza era peor que la marca de Caín. Las sectas de asesinos, que se autodenominaban con epítetos pomposos y pregonaban el advenimiento de un nuevo mundo, se disputaban el privilegio de acosar a los pocos millonarios que todavía osaban vivir en la patria. Los deshonestos, los cobardes, los cínicos parecían cobrar una especie de impuesto a la honradez. Quien tuviera un centavo más del necesario para subsistir podía ser blanco de estas hienas, o de otras, más rústicas, que acechaban en todas las esquinas de las sombras.
—No todo está perdido. Todavía hay agua clara en el fondo de la Amazonia y dos o tres secretos.
El que había hablado era un hombre alto, seco, descarnado, con barba de profeta, blanca y cuidada cabellera, sombrero texano y ojos levemente iluminados. Parecía que la vida había corrido entre sus piernas como un río sin orillas. Era evidente que poseía la sabiduría risueña del que no necesita sino un buen sitio para morir. Sufría y hasta disfrutaba con tranquilidad las burlas de los asistentes, cosa que me desagradó. Hablaba sobre Araracuara. El nombre del lugar me pareció una maravilla: Araracuara. Sonaba como agua corriendo sobre vetas de oro a flor de tierra, como animal de especie desconocida, como palabra de una lengua con brillo sagrado. ¿Qué habría tras esos sonidos retumbantes y turbadores?
Antes de proceder debo incurrir en una solitaria aclaración: cuando regreso a mi patria todo me parece digno de asombro y ceremonia, y estoy dispuesto a correr cualquier riesgo para recuperar lo perdido. Vivo en México, donde llevo una vida más o menos sedentaria, que se ve rota a veces por los viajes de conferencias o talleres, en los que repito más o menos lo mismo. El más reciente me había llevado a Bogotá, y en el punto actual de mi relato, al apartamento de mi amiga Leónides, donde se celebraba la reunión de los desesperanzados.
—Mañana salgo hacia allá. Tengo una última cita con Araracuara—. El hombre había percibido simpatía en mis ojos y quizás algún sentimiento diferente que no pude precisar—. Si quiere lo llevo. ¿Qué tan macho es usted?
—Lo normal —le respondí sin demasiada energía.
— ¿De veras le interesa la selva?
Dije que sí, que había leído bastante sobre territorios salvajes: todo Conrad, particularmente El llamado de la selva; un curioso documento de Fray Gaspar de Aguilar; Del Orinoco al Amazonas, ese libro sin par de von Humboldt; El Orinoco ilustrado, clásico del padre Gumilla; El río, de Wade Davies; En canoa del Amazonas al Caribe; muchos de los volúmenes de Monumenta Amazonica; los desaforados panfletos de aventuras de Julio Verne, crónicas de viajeros, novelas sobre desquiciados o santos como Lope de Aguirre, Jerónimo de Aguilar, Orellana, Felipe de Utre o Fray Pedro Simón. Confesé, como una especie de pecado, que incluso había imaginado la posibilidad de escribir algo sobre el Amazonas, basándome en lecturas y divagaciones.
No pareció sorprenderle mi erudición. Sus cejas se elevaban al conjuro de cada título y era como un niño que estuviese diciendo la tengo, la tengo, la tengo.
—¿Ha oído hablar de los huitotos?
—Poco recuerdo—dije—, creo que cazan con cerbatana y pescan con arpón.
—Esa es la versión simplista de los gringos, que pasaban, antes de que se encendiera la candela, frente a su territorio, de Iquitos a Leticia, en lanchas con aire acondicionado y sacaban fotos para los nietos, compraban artesanías de palo de sangre y fingían admirarse de unas danzas más falsas que la verdadera amistad.
—Humboldt tiene una breve cita en la que los menciona. Dice que a los esclavos de los indios caribes, que fueron los más indomables, se los llamaba huitotos. Sé que son de naturaleza amable, tímidos y amorosos. Sé que habitan el Alto Amazonas y que sólo quedan 1900 de su especie en Colombia.
—No son animales —dijo el hombre dando un giro sorprendente a la conversación.
—¿No somos todos animales? —pregunté con medida autosuficiencia.
—Los unos para los otros, sí. Por ejemplo, nosotros somos animales para los gringos y los gringos son animales para los franceses y los franceses animales para los huitotos. Cuestión de olor, no sé si me entiende. Debe recordar que el mismo Humboldt, siempre tan aristotélico, pero también tan teutón, establecía poca diferencia entre un mono marimonda y un indígena otomaco.
—¿Se refiere a los que, según el barón von Humboldt, comen tierra durante los meses en que su territorio pasa inundado?
—Exactamente —respondió Riascos, Mariño Riascos, con una grieta de profunda extrañeza o desagrado hundiendo su ceja derecha. Entendí: le molestaba mi erudición fanfarrona, le desagradaba que yo creyera estar aprobando el examen, le parecía que lo mío era elemental seudosabiduría turística.
La discusión de los personajes desconsolados, víctimas de utopías perdidas, felices o extraviados a fuerza del licor que fluía al lado de nuestro coloquio, se prolongó con los tragos de Blanco del Valle y Ron Viejo de Caldas hasta las doce de la noche. En aquella sociedad, científica a pesar de las circunstancias, parecía haber una serie de nudos sentimentales, bastante complejos y apretados, llenos de ramificaciones, que se relajaban en las fiestas y que acaso llevaran a pequeñas liberalidades, disculpables, sin duda, por ser todos ellos, o casi todos, hasta donde me enteré, solteros, divorciados o víctimas de amores rotos.
Leónides era la protectora de aquella especie de sociedad de cuerpos solitarios.
Un vaso cayó de la mesa de centro sobre el piso de duela. Cedro canadiense, había dicho Leónides al escuchar mi exclamación. Voló el licor y la dueña de casa endureció la expresión. Había comenzado el fin. Una cosa es ser borracho y otra ser torpe.
Y qué tenían que ver los huitotos, pregunté.
— Es gente linda. Voy a visitar su territorio.
Mariño, el santón — semejante a un sabio hindú: sólo le faltaba la túnica y una expresión menos jocosa—, parecía ser el decano en aquella sociedad de tristes. Curiosamente, era el único que conservaba la fe. Más tarde me enteraría de que él también había sufrido varias relaciones fracasadas y que tenía tres matrimonios con naufragio, abandono de propiedades y fundaciones nuevas. Lo supe de su propia boca. Era parte no pequeña de su currículum, que culminaba en la nada despreciable información de que había participado en el trazo, organización y publicación de los mapas de la Amazonia Colombiana.
Cuando el hombre me estrechó la mano para despedirse, una vez que toda la demás parafernalia humana hubo desaparecido por puertas o caído en letargos poco discretos, me miró entre retador, cómplice y cariñoso.
—¿Entonces qué, doctor? ¿Nos vemos mañana en la Terminal?
—Compromisos en Bogotá. Además no tengo ropa apropiada.
—Le voy a dictar al oído una frase que usted sabrá si la encuentra ridícula: El único auténtico compromiso del hombre es con sus sueños. Dos personajes tan diferentes en el tiempo y en conceptos como Kafka y San Pablo estuvieron de acuerdo en eso. Lo de la ropa lo arreglamos—. Se puso de pie, me tomó por los hombros. Con una mano planeó sobre nuestras cabezas —. Usted y yo somos muy semejantes —. Su sonrisa de dientes amarillos, sus cejas de media agua y sus ojos demasiado brillantes y claros para un hombre de su edad, parecían decir te conozco, amigo, te conozco como si nos hubiera parido la misma madre.
—¿Dinero?
—Yo llevo el necesario. Pero lo que se necesita de verdad está aquí —dijo, acunando su bragueta—. Si encuentro lo que voy a buscar, tal vez salga ganando más de lo que imagina. Y si no, pues le quitamos las caries a sus obsesiones. Porque usted está obsesionado por la selva. ¿No es cierto? Y quiere huir de algo, ¿no es cierto? Y quiere encontrar algo, ¿no es cierto?
Detesto a la gente que trata de comprenderme y que lo logra, aun sin conocerme. Hagamos un paréntesis para explicar mi situación antes de embarcarme en el azar de Araracuara. He llorado al releer estas páginas escritas sobre las piernas y en circunstancias poco amables. No registro mi debilidad como recurso romántico, retórico o llevado por la pereza propia del que se conforma con las primeras palabras que encuentra en su diccionario de lugares comunes. He llorado —metafóricamente, lo confieso— al releer estas páginas porque supe que por primera vez en mi larga vida de científico, de seudocientífico, había tocado eso que podría llamar el nervio del mundo.
Pero vayamos más atrás. Un par de meses antes de la reunión en casa de mi amiga Leónides —mujer ruda que ha hecho su vida a golpes de voluntad, lejos de las veleidades que se reputan como femeninas y cerca de la naturaleza— supe que por fin, después de dar una pequeña batalla en la Universidad, me habían concedido el año sabático. El rector no me quería dejar libre porque decía que yo era más que necesario, indispensable in extremis, para la marcha de la revista institucional, al frente de la cual había estado durante diez años. Yo había sido el discilplinado mediocre que necesitaban para sostener una empresa de poca ambición. Después de mucha insistencia, y con la ayuda, casi la extorsión, del sindicato sobre mi jefe, el rector cedió. Toma tu sabático y cuando regreses hablamos, dijo.
Ahora sí, me froté las manos, puedo permitirme un atrevimiento, quizá el último grande de mi vida, que se ha caracterizado por una serie de islas de estabilidad con unas cuantas locuras situadas equidistantemente en el tiempo. Acepté la invitación de la Universidad Nacional de Colombia a dictar unos talleres, con la secreta intención de hacer una escapada a algún sitio menos civilizado que la Colonia Burócratas Nacionales, donde habito desde hace veinticuatro años.
Mi costumbre de escribir en la sección de la revista titulada Crónicas de Viaje me ha llevado a hacer una serie de artículos ligeros que resultan extremadamente fáciles de redactar, pues son el resultado de mis experiencias en algunos países a los que he sido invitado a dar conferencias, talleres o a fungir como miembro de algún jurado. Nada importante, en todo caso. He contado mis experiencias en los glaciares de Columbia Británica, mis andanzas por las selvas de San Vito de Java y por la frontera selvática entre Costa Rica y Panamá, mis encuentros con el sabio Patarroyo y otros personajes. Tengo guardada una crónica de mi reciente viaje a París, en donde dicté una conferencia ante un atajo de individuos del Banco Interamericano de Desarrollo, todos con sus laptop, sus rolex y sus teléfonos celulares. También, y esto lo confieso muy en secreto, tengo la idea de escribir mis aventuras en el Tibet, donde jamás he estado y conjeturo nunca estaré. El compromiso de entregar un artículo trimestral justifica estas licencias; mi imaginación, el internet y algunos libros me ayudan. Además soy profesional en el arte de hacer preguntas e imaginar respuestas. En ocasiones publico en la revista —al fin y al cabo soy el director—fotos de osados amantes de la naturaleza en medio del salto rumbo a las aguas turbulentas, y al pie de la foto describo la heroica acción del señor director. Yo Claudio. Muy pocas personas saben que miento, pues logro ocultar mi rostro con trucos y alcanzo en mis crónicas de viaje una verosimilitud aceptable para el lector promedio —en realidad la revista es de lo que se llama de “divulgación”; no creo que ningún científico serio y cuidadoso pierda el tiempo leyéndola—. Sé que en verdad no estoy engañando a nadie, pues la imaginación es una de las más altas formas de la realidad. Einstein dice que la imaginación es más importante que el conocimiento. Estoy de acuerdo. Quienes me conocen en carne y hueso, saben que fui deportista voluntarioso—atleta mediocre, para no desentonar con la medianía que es mi regla de vida y mi mejor estrategia para triunfar—y que la vanidad o el temor a la vejez y a los achaques del amor tardío (mi mujer es quince años menor que yo, acudió a mis clases de redacción científica; de ahí pasó a mi cama y luego al registro civil: hoy tenemos tres hijos) me han mantenido relativamente en forma. A los cuarenta y nueve conservo una figura no del todo estropeada. Se sabe también que soy ligeramente mitómano, lo que no es nada excepcional. Una de mis características sobresalientes es la imprudencia. Repito: soy el inmodesto director de una revista científica de provincia, pero también el héroe de mí mismo y de algunos lectores ingenuos o desorientados.
Aquí termina la enojosa digresión, por la que no espero disculpa alguna.
Antonia, mi esposa, que durante casi todas mis salidas al extranjero tiene que quedarse con el peso de la casa, al principio se molesta, luego acepta y pone sus condiciones. "Es que me estoy poniendo vieja —tiene 34 años, ya lo dije— y cada vez te necesito más." Yo también la necesito, pero no me puedo estar tranquilo en casa, no sólo por las tentaciones económicas (generalmente salgo armado como un cazador a la busca de dinero y casi siempre llego con buenas presas, pero lo que me interesa es vivir otras vidas.) Necesito experiencias: la vida recluido en Querétaro sería un hueco negro provinciano, rodeado por la mala fe de mis colegas, el ninguneo y el desprecio. Una prueba de que me desprecian (por extranjero y por exhibicionista) es que en los veinte años que llevo en esta ciudad solamente en una oportunidad me han invitado a dar una conferencia en la Facultad de Ciencias y en dos oportunidades en el Instituto de Investigaciones Científicas. Ser extranjero se paga aquí y en Singapur. Especialmente si tienes buen sueldo, que tal es mi caso por golpes de burocrática suerte y por la correcta administración de mi persona (mérito que atribuyo del todo a Antonia: sus consejos me han llevado paso a paso hasta la máxima categoría académica de la universidad y hasta el bienaventurado tope salarial: “Académico de Carrera, Investigador, Titular C”, lo que representa un respetable arroyito de dinero fecundando mi jardín.) Es frecuente que a Antonia —que trabaja en la Facultad de Letras— se le acerquen profesores universitarios a preguntarle si de verdad ella, tan joven y guapa, tan simpática —es el tipo de mujer que hiere con su belleza pero cura con simpatía y gracia inigualables— es la esposa de ese espantoso Ciro Peraloca que dirige la revista científica de la universidad, anda siempre con ropa demasiado amplia, unos anteojos de triple fondo y maneja un espantoso Caribe color frambuesa. (Aclaro: ya cambié de vehículo: ahora es una camioneta S10 de Chevrolet).
Recuerdo que el poeta Pushkin, en su Diario Secreto, que algunos estudiosos califican de apócrifo, justificaba sus continuas infidelidades diciendo que la literatura necesita de ellas y poniendo como pretexto al arte arrinconó a muchas mujeres de su familia, casi se despacha a su suegra y terminó su vida en un duelo motivado por su donjuanismo. No es ese mi caso pero lo anoto por razones que no tengo gana de explicar.
Regreso a casa de Leónides y a la fiesta de la fauna diferente. Mi amiga me dijo que sería una imbecilidad aceptar la invitación de Riascos.
—Por si no lo sabes Araracuara es la puerta de entrada a la Amazonia y está más lleno de guerrilla que de zancudos—. Agregó que no debía ser tan irresponsable, que la Universidad Nacional ya había gastado en publicidad, mucha gente inscrita en los talleres, que me iba a desacreditar, que Antonia estaría esperando. (No sé si ya lo dije —tiendo a ser olvidadizo— pero lo que me había llevado a Bogotá era una serie de talleres sobre escritura científica, de los cuales pensaba desertar si me escapaba rumbo a Araracuara.) No me importa, le dije, quiero ir a la selva. Desde hace muchos años disfruto una fantasía loca: la de tener tanto dinero, pero tanto, como para poder comprar un helicóptero que me lleve velozmente a mi rancho, que quedará en lo más profundo del Amazonas, al lado de un río amplio y limpio, en el que me bañaré todas las mañanas.
Inmediatamente le respondí al cartógrafo Mariño Riascos (tales eran su nombre y su profesión; creo haberlo registrado ya) que sí, sí voy a la selva y que se pudran los talleres y la Universidad Nacional y de paso Antonia, mi familia y Querétaro en pleno. Pero vamos a trabajar, dijo, vamos a sudar, nos picarán zancudos, jejenes, mosquitos y andaremos horas y horas en el monte, habrá peligro, emoción y suspenso, dijo risueño y melodramático, ¿está dispuesto? Le dije que sí. Preguntó por mi salud, por mi estado físico. Le respondí que consideraba que a mis años podía soportar jornadas extenuantes sin sufrir quebrantos. Ofreció equipo. Preguntó si sabía manejar armas de fuego (le dije que sí, aunque la única experiencia que tengo es haber intentado disparar, con fortuna de principiante, una escopeta de dos cañones para matar patos en pleno vuelo.)
Yo, como casi todos los escritores, soy persona de obsesiones. Una novela es para mi una obsesión que puede durar cinco, diez años, hasta 16 años, como en el caso de El juego de las seducciones, que según Peter Broad, es mi mejor novela. Una de las obsesiones actuales es el Amazonas como río, como fuente de aventuras, como objeto de estudio, como añoranza del paraíso, como lugar de visita para turistas, como refugio último para ir a vivir mis últimos años. Tengo una historia centrada en el Amazonas que se ha convertido en cuento de 15, 25, 40, 65 páginas; y en noveleta de 80, 90 y 110 páginas; y en novela de 250 y 350 páginas...Y, ¿saben qué? Todas las versiones me gustan y lo más posible es que termine publicando todas. ¿Loco? Eso lo saben quienes me conocen. Sufren algunos por ello; no yo. Ya he publicado una versión en libro (en El imperio de las mujeres) y otra en la revista Forum, que dirige el excelente y estreñido Antúnes.
Decía: estoy ultimando detalles para editar mi novela de 110 o 230 páginas: títulos tentativos: Amazonas-París y Agua clara en el Alto Amazonas. Las obras ya pasaron tres pruebas: una recibió Mención Honorífica en el Concurso Nacional de Novela Rosario Castellanos en México; otra fue finalista en el Premio Internacional de Novela Ciudad de Barbastro en España; otro (en cuento) fue finalista el el Concurso Juan Rulfo de Radio Francia Internacional hace varios años.
Para los 52 lectores diarios de mi blog (promedio: el máximo diario es de 101, el mínimo de 52) voy a ofrecer el primer fragmento de la versión de 230 páginas.
AMAZONAS-PARIS
novela de
Marco Tulio Aguilera
No es el juicio final lo que importa, sino el juicio de todos los instantes, en el tiempo en que se juzga a los vivos.
Emmanuel Levinas
UNO
Ir a la selva del Putumayo antes de la declinación propia de los años de madurez, no puede ser sino una forma de alcanzar la gracia sin pasar por los incómodos trances de la muerte. Encontrar en la espesura lo que uno no pudo hallar en la rutina de animal urbano hace pensar que tal vez sí existan Dios, la providencia o algún azar generoso. Tal fortuna fue la que tropezó conmigo en mi viaje más reciente, posiblemente (y por fortuna --conjeturo) el último. Sucedieron (me sucedieron) tantos y tan singulares o desacostumbrados eventos que se hace necesario tomar aliento como el que se va a lanzar al fondo de aguas desconocidas. Iré paso a paso, recuperando hasta aquello que parezca accesorio o irrelevante. No pido disculpas por las ramazones que puedan obstruir la salida a un horizonte más amplio. Estoy convencido que todo en este viaje, en este relato —todo en esta vida— tiene su razón de ser. Hacerle honor a esta razón, que no comprenderla —asunto quizás imposible y con certeza inútil— me permitirá darle un sentido o una justificación a lo que hasta ahora parece haber sido un golpe definitivo de dados frente al muro de lo innombrable.
Al llegar de un viaje poco feliz al apartamento de mi amiga Leónides encontré que había una reunión de botánicos, ecologistas, cartógrafos, geólogos, geógrafos y gente de esa laya: una fauna muy parecida a la que acostumbro, pero más cáustica y afectuosa. La tónica general era el chiste barato, la burla, el escepticismo total. Nada había que arreglar en el país o en el mundo. Se trataba solamente de sobrevivir y esperar el milagro o el apocalipsis. Los pocos que tenían trabajo, temían perderlo en cualquier momento. Disfrutar de un empleo estable, a largo plazo y bien pagado, era como ser un náufrago rescatado del Titanic o uno de esos privilegiados que se dedican a comer y a beber antes de que les caiga el azote de la peste. Ante la oferta de treinta plazas para limpiar los desechos de las alcantarillas de Bogotá, se presentaron diez mil desesperados, que estuvieron haciendo fila a las puertas de Corferias durante veinticuatro horas. La escolaridad mínima de quienes se presentaron fue el bachillerato. No escasearon en las columnas de desconsolados los médicos, los ingenieros, las amas de casa. El país en pleno era un escenario de desastre. El llano y parte de selva, muchos recovecos de las montañas, ardían por los cuatro costados y aquello era una inmensa fritanga de fauna y flora, cuyo combustible resultaban ser los últimos vestigios de las tribus que habitan las selvas colombianas y la gente común, que se aferraba a los frutos de la tierra como al último refugio sobre el planeta. Las ciudades, caos, grandes rameras desordenadas parecidas a infiernos desde los cuales los condenados tienden los brazos a una virgen distante e indiferente que flota sobre sus cabezas. Los sueldos, miserables. Un perro arrojado desde una azotea quedaría convertido en salchichón antes de que tocara el suelo. Decían. Un país en el que la riqueza era peor que la marca de Caín. Las sectas de asesinos, que se autodenominaban con epítetos pomposos y pregonaban el advenimiento de un nuevo mundo, se disputaban el privilegio de acosar a los pocos millonarios que todavía osaban vivir en la patria. Los deshonestos, los cobardes, los cínicos parecían cobrar una especie de impuesto a la honradez. Quien tuviera un centavo más del necesario para subsistir podía ser blanco de estas hienas, o de otras, más rústicas, que acechaban en todas las esquinas de las sombras.
—No todo está perdido. Todavía hay agua clara en el fondo de la Amazonia y dos o tres secretos.
El que había hablado era un hombre alto, seco, descarnado, con barba de profeta, blanca y cuidada cabellera, sombrero texano y ojos levemente iluminados. Parecía que la vida había corrido entre sus piernas como un río sin orillas. Era evidente que poseía la sabiduría risueña del que no necesita sino un buen sitio para morir. Sufría y hasta disfrutaba con tranquilidad las burlas de los asistentes, cosa que me desagradó. Hablaba sobre Araracuara. El nombre del lugar me pareció una maravilla: Araracuara. Sonaba como agua corriendo sobre vetas de oro a flor de tierra, como animal de especie desconocida, como palabra de una lengua con brillo sagrado. ¿Qué habría tras esos sonidos retumbantes y turbadores?
Antes de proceder debo incurrir en una solitaria aclaración: cuando regreso a mi patria todo me parece digno de asombro y ceremonia, y estoy dispuesto a correr cualquier riesgo para recuperar lo perdido. Vivo en México, donde llevo una vida más o menos sedentaria, que se ve rota a veces por los viajes de conferencias o talleres, en los que repito más o menos lo mismo. El más reciente me había llevado a Bogotá, y en el punto actual de mi relato, al apartamento de mi amiga Leónides, donde se celebraba la reunión de los desesperanzados.
—Mañana salgo hacia allá. Tengo una última cita con Araracuara—. El hombre había percibido simpatía en mis ojos y quizás algún sentimiento diferente que no pude precisar—. Si quiere lo llevo. ¿Qué tan macho es usted?
—Lo normal —le respondí sin demasiada energía.
— ¿De veras le interesa la selva?
Dije que sí, que había leído bastante sobre territorios salvajes: todo Conrad, particularmente El llamado de la selva; un curioso documento de Fray Gaspar de Aguilar; Del Orinoco al Amazonas, ese libro sin par de von Humboldt; El Orinoco ilustrado, clásico del padre Gumilla; El río, de Wade Davies; En canoa del Amazonas al Caribe; muchos de los volúmenes de Monumenta Amazonica; los desaforados panfletos de aventuras de Julio Verne, crónicas de viajeros, novelas sobre desquiciados o santos como Lope de Aguirre, Jerónimo de Aguilar, Orellana, Felipe de Utre o Fray Pedro Simón. Confesé, como una especie de pecado, que incluso había imaginado la posibilidad de escribir algo sobre el Amazonas, basándome en lecturas y divagaciones.
No pareció sorprenderle mi erudición. Sus cejas se elevaban al conjuro de cada título y era como un niño que estuviese diciendo la tengo, la tengo, la tengo.
—¿Ha oído hablar de los huitotos?
—Poco recuerdo—dije—, creo que cazan con cerbatana y pescan con arpón.
—Esa es la versión simplista de los gringos, que pasaban, antes de que se encendiera la candela, frente a su territorio, de Iquitos a Leticia, en lanchas con aire acondicionado y sacaban fotos para los nietos, compraban artesanías de palo de sangre y fingían admirarse de unas danzas más falsas que la verdadera amistad.
—Humboldt tiene una breve cita en la que los menciona. Dice que a los esclavos de los indios caribes, que fueron los más indomables, se los llamaba huitotos. Sé que son de naturaleza amable, tímidos y amorosos. Sé que habitan el Alto Amazonas y que sólo quedan 1900 de su especie en Colombia.
—No son animales —dijo el hombre dando un giro sorprendente a la conversación.
—¿No somos todos animales? —pregunté con medida autosuficiencia.
—Los unos para los otros, sí. Por ejemplo, nosotros somos animales para los gringos y los gringos son animales para los franceses y los franceses animales para los huitotos. Cuestión de olor, no sé si me entiende. Debe recordar que el mismo Humboldt, siempre tan aristotélico, pero también tan teutón, establecía poca diferencia entre un mono marimonda y un indígena otomaco.
—¿Se refiere a los que, según el barón von Humboldt, comen tierra durante los meses en que su territorio pasa inundado?
—Exactamente —respondió Riascos, Mariño Riascos, con una grieta de profunda extrañeza o desagrado hundiendo su ceja derecha. Entendí: le molestaba mi erudición fanfarrona, le desagradaba que yo creyera estar aprobando el examen, le parecía que lo mío era elemental seudosabiduría turística.
La discusión de los personajes desconsolados, víctimas de utopías perdidas, felices o extraviados a fuerza del licor que fluía al lado de nuestro coloquio, se prolongó con los tragos de Blanco del Valle y Ron Viejo de Caldas hasta las doce de la noche. En aquella sociedad, científica a pesar de las circunstancias, parecía haber una serie de nudos sentimentales, bastante complejos y apretados, llenos de ramificaciones, que se relajaban en las fiestas y que acaso llevaran a pequeñas liberalidades, disculpables, sin duda, por ser todos ellos, o casi todos, hasta donde me enteré, solteros, divorciados o víctimas de amores rotos.
Leónides era la protectora de aquella especie de sociedad de cuerpos solitarios.
Un vaso cayó de la mesa de centro sobre el piso de duela. Cedro canadiense, había dicho Leónides al escuchar mi exclamación. Voló el licor y la dueña de casa endureció la expresión. Había comenzado el fin. Una cosa es ser borracho y otra ser torpe.
Y qué tenían que ver los huitotos, pregunté.
— Es gente linda. Voy a visitar su territorio.
Mariño, el santón — semejante a un sabio hindú: sólo le faltaba la túnica y una expresión menos jocosa—, parecía ser el decano en aquella sociedad de tristes. Curiosamente, era el único que conservaba la fe. Más tarde me enteraría de que él también había sufrido varias relaciones fracasadas y que tenía tres matrimonios con naufragio, abandono de propiedades y fundaciones nuevas. Lo supe de su propia boca. Era parte no pequeña de su currículum, que culminaba en la nada despreciable información de que había participado en el trazo, organización y publicación de los mapas de la Amazonia Colombiana.
Cuando el hombre me estrechó la mano para despedirse, una vez que toda la demás parafernalia humana hubo desaparecido por puertas o caído en letargos poco discretos, me miró entre retador, cómplice y cariñoso.
—¿Entonces qué, doctor? ¿Nos vemos mañana en la Terminal?
—Compromisos en Bogotá. Además no tengo ropa apropiada.
—Le voy a dictar al oído una frase que usted sabrá si la encuentra ridícula: El único auténtico compromiso del hombre es con sus sueños. Dos personajes tan diferentes en el tiempo y en conceptos como Kafka y San Pablo estuvieron de acuerdo en eso. Lo de la ropa lo arreglamos—. Se puso de pie, me tomó por los hombros. Con una mano planeó sobre nuestras cabezas —. Usted y yo somos muy semejantes —. Su sonrisa de dientes amarillos, sus cejas de media agua y sus ojos demasiado brillantes y claros para un hombre de su edad, parecían decir te conozco, amigo, te conozco como si nos hubiera parido la misma madre.
—¿Dinero?
—Yo llevo el necesario. Pero lo que se necesita de verdad está aquí —dijo, acunando su bragueta—. Si encuentro lo que voy a buscar, tal vez salga ganando más de lo que imagina. Y si no, pues le quitamos las caries a sus obsesiones. Porque usted está obsesionado por la selva. ¿No es cierto? Y quiere huir de algo, ¿no es cierto? Y quiere encontrar algo, ¿no es cierto?
Detesto a la gente que trata de comprenderme y que lo logra, aun sin conocerme. Hagamos un paréntesis para explicar mi situación antes de embarcarme en el azar de Araracuara. He llorado al releer estas páginas escritas sobre las piernas y en circunstancias poco amables. No registro mi debilidad como recurso romántico, retórico o llevado por la pereza propia del que se conforma con las primeras palabras que encuentra en su diccionario de lugares comunes. He llorado —metafóricamente, lo confieso— al releer estas páginas porque supe que por primera vez en mi larga vida de científico, de seudocientífico, había tocado eso que podría llamar el nervio del mundo.
Pero vayamos más atrás. Un par de meses antes de la reunión en casa de mi amiga Leónides —mujer ruda que ha hecho su vida a golpes de voluntad, lejos de las veleidades que se reputan como femeninas y cerca de la naturaleza— supe que por fin, después de dar una pequeña batalla en la Universidad, me habían concedido el año sabático. El rector no me quería dejar libre porque decía que yo era más que necesario, indispensable in extremis, para la marcha de la revista institucional, al frente de la cual había estado durante diez años. Yo había sido el discilplinado mediocre que necesitaban para sostener una empresa de poca ambición. Después de mucha insistencia, y con la ayuda, casi la extorsión, del sindicato sobre mi jefe, el rector cedió. Toma tu sabático y cuando regreses hablamos, dijo.
Ahora sí, me froté las manos, puedo permitirme un atrevimiento, quizá el último grande de mi vida, que se ha caracterizado por una serie de islas de estabilidad con unas cuantas locuras situadas equidistantemente en el tiempo. Acepté la invitación de la Universidad Nacional de Colombia a dictar unos talleres, con la secreta intención de hacer una escapada a algún sitio menos civilizado que la Colonia Burócratas Nacionales, donde habito desde hace veinticuatro años.
Mi costumbre de escribir en la sección de la revista titulada Crónicas de Viaje me ha llevado a hacer una serie de artículos ligeros que resultan extremadamente fáciles de redactar, pues son el resultado de mis experiencias en algunos países a los que he sido invitado a dar conferencias, talleres o a fungir como miembro de algún jurado. Nada importante, en todo caso. He contado mis experiencias en los glaciares de Columbia Británica, mis andanzas por las selvas de San Vito de Java y por la frontera selvática entre Costa Rica y Panamá, mis encuentros con el sabio Patarroyo y otros personajes. Tengo guardada una crónica de mi reciente viaje a París, en donde dicté una conferencia ante un atajo de individuos del Banco Interamericano de Desarrollo, todos con sus laptop, sus rolex y sus teléfonos celulares. También, y esto lo confieso muy en secreto, tengo la idea de escribir mis aventuras en el Tibet, donde jamás he estado y conjeturo nunca estaré. El compromiso de entregar un artículo trimestral justifica estas licencias; mi imaginación, el internet y algunos libros me ayudan. Además soy profesional en el arte de hacer preguntas e imaginar respuestas. En ocasiones publico en la revista —al fin y al cabo soy el director—fotos de osados amantes de la naturaleza en medio del salto rumbo a las aguas turbulentas, y al pie de la foto describo la heroica acción del señor director. Yo Claudio. Muy pocas personas saben que miento, pues logro ocultar mi rostro con trucos y alcanzo en mis crónicas de viaje una verosimilitud aceptable para el lector promedio —en realidad la revista es de lo que se llama de “divulgación”; no creo que ningún científico serio y cuidadoso pierda el tiempo leyéndola—. Sé que en verdad no estoy engañando a nadie, pues la imaginación es una de las más altas formas de la realidad. Einstein dice que la imaginación es más importante que el conocimiento. Estoy de acuerdo. Quienes me conocen en carne y hueso, saben que fui deportista voluntarioso—atleta mediocre, para no desentonar con la medianía que es mi regla de vida y mi mejor estrategia para triunfar—y que la vanidad o el temor a la vejez y a los achaques del amor tardío (mi mujer es quince años menor que yo, acudió a mis clases de redacción científica; de ahí pasó a mi cama y luego al registro civil: hoy tenemos tres hijos) me han mantenido relativamente en forma. A los cuarenta y nueve conservo una figura no del todo estropeada. Se sabe también que soy ligeramente mitómano, lo que no es nada excepcional. Una de mis características sobresalientes es la imprudencia. Repito: soy el inmodesto director de una revista científica de provincia, pero también el héroe de mí mismo y de algunos lectores ingenuos o desorientados.
Aquí termina la enojosa digresión, por la que no espero disculpa alguna.
Antonia, mi esposa, que durante casi todas mis salidas al extranjero tiene que quedarse con el peso de la casa, al principio se molesta, luego acepta y pone sus condiciones. "Es que me estoy poniendo vieja —tiene 34 años, ya lo dije— y cada vez te necesito más." Yo también la necesito, pero no me puedo estar tranquilo en casa, no sólo por las tentaciones económicas (generalmente salgo armado como un cazador a la busca de dinero y casi siempre llego con buenas presas, pero lo que me interesa es vivir otras vidas.) Necesito experiencias: la vida recluido en Querétaro sería un hueco negro provinciano, rodeado por la mala fe de mis colegas, el ninguneo y el desprecio. Una prueba de que me desprecian (por extranjero y por exhibicionista) es que en los veinte años que llevo en esta ciudad solamente en una oportunidad me han invitado a dar una conferencia en la Facultad de Ciencias y en dos oportunidades en el Instituto de Investigaciones Científicas. Ser extranjero se paga aquí y en Singapur. Especialmente si tienes buen sueldo, que tal es mi caso por golpes de burocrática suerte y por la correcta administración de mi persona (mérito que atribuyo del todo a Antonia: sus consejos me han llevado paso a paso hasta la máxima categoría académica de la universidad y hasta el bienaventurado tope salarial: “Académico de Carrera, Investigador, Titular C”, lo que representa un respetable arroyito de dinero fecundando mi jardín.) Es frecuente que a Antonia —que trabaja en la Facultad de Letras— se le acerquen profesores universitarios a preguntarle si de verdad ella, tan joven y guapa, tan simpática —es el tipo de mujer que hiere con su belleza pero cura con simpatía y gracia inigualables— es la esposa de ese espantoso Ciro Peraloca que dirige la revista científica de la universidad, anda siempre con ropa demasiado amplia, unos anteojos de triple fondo y maneja un espantoso Caribe color frambuesa. (Aclaro: ya cambié de vehículo: ahora es una camioneta S10 de Chevrolet).
Recuerdo que el poeta Pushkin, en su Diario Secreto, que algunos estudiosos califican de apócrifo, justificaba sus continuas infidelidades diciendo que la literatura necesita de ellas y poniendo como pretexto al arte arrinconó a muchas mujeres de su familia, casi se despacha a su suegra y terminó su vida en un duelo motivado por su donjuanismo. No es ese mi caso pero lo anoto por razones que no tengo gana de explicar.
Regreso a casa de Leónides y a la fiesta de la fauna diferente. Mi amiga me dijo que sería una imbecilidad aceptar la invitación de Riascos.
—Por si no lo sabes Araracuara es la puerta de entrada a la Amazonia y está más lleno de guerrilla que de zancudos—. Agregó que no debía ser tan irresponsable, que la Universidad Nacional ya había gastado en publicidad, mucha gente inscrita en los talleres, que me iba a desacreditar, que Antonia estaría esperando. (No sé si ya lo dije —tiendo a ser olvidadizo— pero lo que me había llevado a Bogotá era una serie de talleres sobre escritura científica, de los cuales pensaba desertar si me escapaba rumbo a Araracuara.) No me importa, le dije, quiero ir a la selva. Desde hace muchos años disfruto una fantasía loca: la de tener tanto dinero, pero tanto, como para poder comprar un helicóptero que me lleve velozmente a mi rancho, que quedará en lo más profundo del Amazonas, al lado de un río amplio y limpio, en el que me bañaré todas las mañanas.
Inmediatamente le respondí al cartógrafo Mariño Riascos (tales eran su nombre y su profesión; creo haberlo registrado ya) que sí, sí voy a la selva y que se pudran los talleres y la Universidad Nacional y de paso Antonia, mi familia y Querétaro en pleno. Pero vamos a trabajar, dijo, vamos a sudar, nos picarán zancudos, jejenes, mosquitos y andaremos horas y horas en el monte, habrá peligro, emoción y suspenso, dijo risueño y melodramático, ¿está dispuesto? Le dije que sí. Preguntó por mi salud, por mi estado físico. Le respondí que consideraba que a mis años podía soportar jornadas extenuantes sin sufrir quebrantos. Ofreció equipo. Preguntó si sabía manejar armas de fuego (le dije que sí, aunque la única experiencia que tengo es haber intentado disparar, con fortuna de principiante, una escopeta de dos cañones para matar patos en pleno vuelo.)
4 comentarios
Como siempre, se agradece el adelanto. Va un fuerte abrazo.
ResponderEliminarNO ME DIJISTE QUE TE PARECIO EL ADELANTO. Siempre el inicio de una novela es fundamental: si no clavas las garras en las entrañas del lector y lo atrapas desde el principio como un tigre, nunca te lo vas a devorar. ..Y eso es lo que quiero lograr en todo lo que escribo... Ojala puedas asistir al Taller de Novela que impartiré en la Sogem Puebla
ResponderEliminarMT, infiero que este es el capítulo o movimiento primero de la novela. Veo un tono directo, conciso, sin hojarasca (si bien lejano de tu lenguaje más creativo, pero no por ello ausente de creatividad)que entra como un punzón en el lector (al menos en este lector) que quisiera seguir leyendo "más". El escenario parece singular precisamente por el enfoque que das.
ResponderEliminarAdmiro tu talento y tu persistencia.
Un abrazo:
Félix Luis Viera
PD. Extraño al negro Vladimiro
Querido Felix
ResponderEliminarGracias por tu comentario. Espero subir el segundo capitulo pronto. La novela del negro Vladi sigue su lento curso y espero que pronto tenga noticia de la editorial donde va a salir.Por lo pronto esta del Amazonas creo que es una buena novela a secas sin grandes vuelos literarios pero si llena de aventuras y con algun fond.