EL ARTE DE LA NOVELA

marzo 07, 2010

DE LOS TEXTOS DEL DISCO DURO

Primera sesión de El arte de la novela, en la Escuela para Escritores de Xalapa el 27 de julio 2002.(Esta es la transcripción de la charla introductoria que encontré en mi disco duro mientras ponía un poco de orden en ese agujero negro lleno de derrelictos). El texto no está includo en ninguno de mis libros "teóricos".

Marco T. Aguilera

Primero que todo intentemos delimitar el tipo de personas que escriben o escribieron novelas. Si pensamos en Hemingway, diríamos que aventureros, mujeriegos, borrachines, irreflexivos, prepotentes. Si buscamos en Rulfo diríamos que callados, circunspectos, aislados, parcos, finamente sarcásticos. Si recurrimos a Virginia Woolf, diríamos que llenos de conflictos, insatisfechos, sensitivos. Si pensamos en el irlandés James Joyce, diríamos que se trata de personas eruditas, desaforadas, burlonas, ambiciosas en términos intelectuales, amantes del amor y del vino. Hay una frase bíblica que se puede aplicar perfectamente a los escritores de novelas: Por sus obras los conoceréis. Cada escritor es lo que son sus obras y no tiene forma de ocultarse. Cada escritor es del tamaño de su ambición. Imaginen que Joyce quiso escribir una novela en la que contara absolutamente todo lo que sucede durante un día en la vida de dos hombres, Stephen Dedalus y Leopoldo Bloom, y lo que sucede en la mente de una mujer, Molly Bloom, durante una hora de divagaciones nocturnas; imaginen que en el curso de este tiempo (un día) Joyce hizo un recorrido completo por la historia de Irlanda, Inglaterra, el mundo conocido, la literatura, la filosofía, la psicología femenina, el arte y la ciencia. “Joyce no se conformó con inventar un hombre o una ciudad, un espacio, sino que creó todo un universo, aunque lo representó, en un solo día”,comenta Ricardo Sigala. Según Yvan Goll, Joyce se divierte en el Ulises parodiando a Dios. Su arte novelístico está basado en una observación minuciosa y en una complejidad de alcances intelectuales que pocos lectores llegan a comprender en su plenitud. Para Joyce todo tiene un significado que remite a diversos niveles. En el Ulises hay tantas capas de significados que es casi imposible llegar al fondo, como es casi imposible llegar al fondo del significado de los sueños, según Freud. En el Ulises, hay tantos procedimientos novelísticos, tantas técnicas, tantas alusiones mitológicas, teológicas, lingüísticas, intertextuales, que uno podría pensar en esa novela como una especie de enciclopedia. El lector comienza la lectura y asiste a la aparición de un mundo vertiginoso, como un universo en el que pasan velozmente alusiones helénicas, parodias teológicas, violentas zambullidas en reflexiones trascendentales, disquisiciones políticas, recetas de vida, aforismos, fragmentos de vidas y todo lo imaginable. Las calles de Dublín configuran todo un universo, en el que el lector se ve inmerso, como en un caudal a veces incomprensible que lo arrastra hacia un final imprevisible. Hay que ser valiente, culto, tesonero, ambicioso, humilde, fuerte, indomable, para llegar a buen puerto en esta novela, que se constituye en una de las cimas de la creación novelística. Al principio de la novela Stephen Dedalus se encuentra en crisis, lo que lo llevará a un cambio. Apuntemos de paso un elemento que considero importante no sólo en esta novela, sino en cualquiera: el cambio. Es necesario que suceda algo. De otro modo la narración no tendría sentido. La novela es movimiento, aunque sea solamente movimiento de la conciencia.
Hubo toda una tendencia novelística que quiso oponerse a esta idea del movimiento. La que se llamó la nueva novela francesa, o el noveau roman. El resultado fue el aburrimiento y una cauda de borregos que escribían de manera semejante y que hicieron temer que la novela en efecto estuviera en vías de extinción. Volvamos al Ulises con una última reflexión. Quien hoy en día quiera ser un novelista serio no puede evitar pasar por la ruta donde está el Ulises, como no puede evitar la lectura de En busca del tiempo perdido, La Metamorfosis, Muerte en Venecia, todo el teatro de Shakespeare, La Divina Comedia, La Ilíada y La Odisea. Y, naturalmente El Quijote.
Pero detengámonos. Hemos comenzado a acercarnos a la novela por el lado más difícil. Si nosotros, este grupo de personas que estamos aquí reunidos como una cofradía secreta para desentrañar uno de los grandes misterios (cada misterio, grande o pequeño, entraña una pregunta que se debe responder. Aquí la pregunta sería: ¿Qué es una novela? Si sabemos qué es una novela, tal vez algún día podamos escribirla). Repito: Si nosotros, este grupo de personas que estamos aquí reunidos como una cofradía secreta para desentrañar uno de los grandes misterios... si nosotros fuéramos veinticinco marinos, en un barco, y navegáramos en un mar tormentoso –digamos que ese mar tormentoso es la vida actual—, al estanos acercando al Ulises de Joyce, lo que estaríamos haciendo sería tratar de atracar en un inmenso arrecife de rocas afiladas. Absurdo, naturalmente. De modo que intentemos de nuevo acercarnos al continente de la novela: hagámoslo más amablemente, recurriendo a lo que podríamos llamar “un novelista fácil”, que escribe novelas fáciles de leer, aunque quizás difíciles de digerir moralmente. Tomemos a Henry Miller y a su novela en tres volúmenes, en tres gordos volúmenes, que se llama La crucifixión rosada. Los títulos de estos tres volúmenes son Sexus, Nexus y Plexus. Protagonista: un hombre, un macho, seductor de mujeres, casado, que explota a su legítima esposa, que se enamora de otra, y que se acuesta con todas las que se le atraviesan en el camino. Esto es la novela: el relato pormenorizado de las andanzas de éste, que ni siquiera puede llamarse un don Juan norteamericano: escéptico, sin trabajo (porque no quiere trabajar y todavía no sabe en realidad lo que quiere hacer en la vida), de costumbres no muy de acuerdo con el american way of life. Leamos el primer párrafo: Debió de ser un martes por la noche cuando la conocí: en el baile. Fui a trabajar por la mañana, tras haber dormido una o dos horas, como un sonámbulo. El día pasó como un sueño. Después de cenar, quedé dormido en el sofá sin haberme quitado la ropa y me desperté hacia las seis de la mañana del día siguiente. Me sentía como nuevo, puro de corazón y obsesionado con una idea: conseguirla a toda costa. Mientras atravesaba el parque, iba preguntándome qué clase de flores le enviaría con el libro que le había prometido (Winesburg, Ohio). Pronto iba a cumplir treinta y tres años, la edad de Cristo crucificado. Tenía por delante toda una vida nueva, si era capaz de arriesgarlo todo. En realidad no había nada que arriesgar: estaba en el último peldaño de la vida, era un fracasado en todos los sentidos de la palabra.
Fíjense bien que si vamos a lo básico, Ulises y La crucifixión rosada, tratan el mismo tema y tienen el mismo protagonista: un hombre en crisis. Sin embargo la novela de Miller nos ofrece otra textura narrativa: se desliza en la mente del lector, del lector más desprevenido y del menos erudito, del más dispuesto a dejarse seducir, con gran suavidad, sin traumas rocosos. Se trata de una novela netamente autobiográfica de un novelista que se toma a sí mismo como tema de su obra: él es su propio protagonista, su heroe, tiene una moralidad bastante heterodoxa: por lo pronto digamos que no reconoce límites sexuales: todas las mujeres que le gustan deben ser objeto de seducción. Pero la novela va más allá: intenta ser una búsqueda no solo del sexo, sino del amor e incluso de la vocación. Es pues, una búsqueda de un centro, de un sentido. Ulises también es la novela de un hombre en búsqueda de un centro, de un sentido, de una vocación.
Ahora comparemos estos dos tipos de novela: una compleja, erudita, llena de técnicas novelísticas novedosas, con muchas capas de sentido, que presta atención al más mínimo gesto de los personajes, y en cada palabra tiene un escollo que lo lleva a una exploración a veces dispendiosa, que busca o cifra significados ocultos, y que se desarrolla en las calles, las casas, las mentes de personajes de Dublín. La otra novela, la de Miller, bastante sencilla, con una narración lineal, que sigue los pasos de un escritor por la ciudad de Nueva York.
La obra de Miller y la de Joyce parecen ser diametralmente opuestas en algunos aspectos: mientras que el Ulises es una refelxión sobre el sentido del universo, y de todas las cosas del universo, La crucifixión rosada es un recorrido por la nimia tragedia individual de un hombre que persigue la satisfacción sexual, la realización literaria y el amor. Joyce está crucificado por el peso de la cultura, de la historia y el arte; Miller se siente crucificado, clavado entre las piernas de las mujeres, por eso su crucifición es rosada.
Casi al inicio de Sexus el protagonista de la historia hace una confesión inusualmente comprometida: Rendirse absoluta, incondicionalmente, a la mujer que se ama es romper todas las ataduras, salvo el deseo de perderla, que es la más terrible de todas. Es una confesión inusual, pues Miller generalmente habla de sexo, no de amor, y habitualmente confiesa desprecio a las mujeres, no devoción. Avanzando en el texto, descubrimos que la receptora de esta protesta de amor no es la esposa de Miller, Maude, sino otra mujer, de nombre Mara, a quien busca con desesperación en un salón de baile de dudosa reputación.
En contraste con la adoración que muestra hacia Mara, nuestro protagonista se refiere a su esposa Maude como “puta”. Luego dice, refiriéndose a Mara, una bailarina a sueldo: "Estoy enfermo de amor. Mortalmente enfermo"... Y refiriéndose a sí mismo: "Soy un criminal de amor, un cazador de cabelleras, un asesino. Soy insaciable...".
Por esos días la situación de Miller y su mujer era la siguiente: "Vivíamos en un barrio morbosamente respetable, ocupando la planta baja y el sótano de una lúgubre casa de bien. De vez en cuando había intentado escribir, pero la tristeza que mi mujer creaba a su alrededor era superior a mis fuerzas."
Aquí está pues el núcleo del conflicto que la novela va a desarrollar. Se trata de un problema individual, el del escritor Henry Miller frente al mundo, a la mujer, al amor, a la literatura. En la novela de Joyce es mucho más difícil definir un núcleo, un conflicto: hay demasiadas fuerzas, demasiadas tensiones, demasiadas líneas, demasiadas impresiones. El filósofo francés Henri Bergson sostenía la idea de que el hombre sólo puede soportar la percepción de una parte menor del universo. Y que si quisiera abarcar más, se volvería loco. Por eso, dice, es que la función del sistema nervioso central es básicamente eliminativa. Y aquí es donde hallamos la gran diferencia entre el Ulises de Joyce, y las novelas de Miller. En el Ulises hay un intento de captar la totalidad de eventos que le suceden a tres personajes en un lapso de tiempo. En las obras de Miler hay una gran eliminación, una enorme simplificación del mundo.
Busquemos ahora una conclusión que ataña a la novela en general: la novela es un discriminación del mundo, realizada por un individuo, a partir de un caos de impresiones. De ese caos, de ese maremagnum, el novelista quiere sacar un orden, cifrarlo y entregarlo empastado. Así vemos que hay novelas como El viejo y el mar¸en la que tenemos un número limitado de elementos: un viejo, un bote, un gran pez, el mar y el cielo. Y vemos que hay otras novelas, como La Colmena, de Camilo José Celá, en la que el número de personajes parece incontrolable: cientos de individuos entran, se sientan en un café, hablan, se van, vienen otras personas, se sientan, toman café, conversan, se van.
Hay una expresión en el lenguaje de los costarricenses: “batear”. No quiere decir golpear con un bate una pelota relativamente pequeña y dura que si cae del del cielo puede causar graves contusiones, sino que significa o quiere significar (en Costa Rica, repito) tentar, intentar, tratar de hacer algo sin realmente saber cómo hacerlo. Muchos novelistas escribieron su primera novela bateando. Tal es el caso de la chilena Isabel Allende, quien en reciente entrevista comentaba: “Cuando escribí La casa de los espíritus ni siquiera sabía lo que había escrito, no sabía que era una novela... Cuando se publicó el libro y fui a España, me di cuenta que todo el mundo estaba hablando del libro, y que venían los periodistas y los críticos a hablar conmigo. Yo era una pobre campesina venida de Venezuela que no tenía idea de lo que era el mundo literario, ni que existía la crítica", agregó. "No había leído crítica literaria en mi vida, no había estudiado español, no sabía nada de nada. Y cuando vi que se empezaba a traducir y que llegaban los contratos de las traducciones ya la cosa se me disparó de las manos".
¿Qué conclusiones podemos sacar de esta entrevista? Conclusiones diametralmente opuestas a las que sacaríamos del estudio del Ulises: No hay que ser ni erudito ni importante ni casi nada para ser novelista. Basta con saber redactar y con tener una historia que contar. ¿Quién no tiene una historia que contar? Y, ¿quién tiene la razón? ¿Joyce o Isabel Allende? ¿Cuál es más novela, el Ulises o Casa de los espíritus?
Cortázar en una entrevista dijo: “Mi ideal sería tener un año o dos de tranquilidad, para escribir una novela que me da vueltas en la cabeza hace mucho tiempo. Por eso es que cada vez más me convierto en un cuentista, porque los cuentos los escribes en el avión, en tu casa, en la calle..."
Ah, ¿entonces para escribir novelas se necesitan por lo menos dos años? Dostoievski contestaría que no. Una de las más bellas novelas que se haya escrito, llamada Las Noches blancas, fue escrita en una semana. Conclusión: no hay reglas sobre el tiempo que se debe gastar para escribir una novela.
Les voy a contar una anécdota personal, y espero me disculpen por incluirme al lado de tan ilustres parientes... Resulta que a lo largo de mi vida como novelista he tenido diversas etapas: al principio, a mis veintitres años, comencé a escribir con absoluta libertad, terminé una novela, Breve historia de todas las cosas; luego la corregí después de leer una colección de obras grandes (La Iliada, La Odisea, Ulises, El Quijote, Cien años de soledad...) y la mandé a Buenos Aires. Tuve la fortuna absolutamente inconcebible de que me la publicaran con gran despliegue publicitario en una editorial importante. Me pasó lo que a Isabel Allende: me volví novelista sin saber lo que era una novela. Después, ya tomándome más en serio, me preparé como un corredor de fondo y escribí otras novelas, en las que gasté muchos años. Una de ellas, El juego de las seducciones, tardé diecinueve años en terminarla. Y tengo que confesar que esa novela pasó casi inadvertida. Hace poco, quizás un año, me vi movido por una ambición malsana: vi las bases de un concurso internacional de novela con 170 000 dolares de premio. Esa cantidad de dinero súbitamente disparó mi ambición y quizás mi talento. En dos meses terminé una novela que tenía enredada en mente desde hacía años. La mandé al concurso y casi lo gano. Quedé en segundo lugar. Y miren lo que dice Cervantes sobre los concursos: "El concurso, si es de justa literaria, procure vuestra merced llevar el segundo premio, que el primero siempre se le lleva el favor o la gran calidad de la persona, el segundo se le lleva la mera justicia, y el tercero viene a ser el segundo, y el primero, a esta cuenta, será el tercero...".
La conclusión a la que quiero llegar es que no se trata solamente de que uno tenga que encerrarse una década a escribir una obra maestra, sino que llegue el instante preciso, o la musa propicia, que puede ser un cheque de 170 000 dólares, una mujer o la súbita perdida de un empleo. El dinero ha movido a los novelistas desde siempre: Dostoievski escribía por encargo y sus grandes obras se las pagaban antes de estar siquiera imaginadas. No es vergonzoso que el dinero muerva al novelista, sino el hecho de que lo apresure y le haga entregar un producto inmaduro. Nuestro García Márquez comenzó igual que todos: ganando concursos. Ganó el Concurso de la trasnacional de novela Esso, cuando era un pecado de lesa izquierdismo codearse con las empresas norteamericanas.
Hasta aquí hemos estado bateando en el mundo de la literatura y hemos mencionado varios nombres: Joyce, Woolf, Miller, Cortázar, Allende, García Márquez, Dostoievski, y todavía no hemos llegado a grandes certezas, sólo a conclusiones parciales. Sin embargo creo que vamos aclarando las preguntas: ya no una pregunta tan general: ¿Qué es una novela? Sino preguntas más concretas: ¿De qué tratan las novelas? ¿Cómo se escriben las novelas? ¿Cuándo se escriben las novelas? Ensayemos unos cuantos batazos. ¿De que tratan las novelas? Respondo: las novelas tratan de sustantivos. ¿Cómo de sustantivos? Eso es tema de la redacción. No, señores, las novelas tratan de sustantivos: es decir, de personas, animales o cosas. O tratan de lo que le sucede a los sustantivos: aventuras, emociones, traiciones, amores, adulterios, guerras, pleitos. ¿Qué es la novela, entonces? Es un texto de una longitud digamos superior a cien páginas que se ocupa de sustantivos y sus accidentes. Y definamos accidentes como todo lo que le pasa a las personas, animales o cosas. Que haya accidentes es muy importante en las novelas, pues si no hay accidentes, simplemente los sustantivos se quedan ahí quietos, y el lector se aburre de escuchar la cantaleta: una rosa es una rosa es una rosa. Como lectores de narrrativa —he aquí una palabra interesante para nosotros— queremos que le pase algo a la rosa. Tal vez a los poetas les baste que la rosa sea una rosa, pero a los narradores nos importa conocer los accidentes que ha tenido esa rosa.
Sigamos bateando: “La virtud no tiene historia”. “A la maldad con éxito se llama virtud”(Séneca). Hay novelas de aventuras, en las que lo más importante es lo que pasa, sumirse en un vórtice: un suceso tras otro, y el lector se emociona con esas aventuras, pero cuando cierra el libro ya la emoción se calma y no queda nada. Hay otras novelas en las que asistimos a rupturas con lo convencional: enfrentamientos con la moral, con las costumbres, con las formas narrativas aceptadas. Las grandes novelas han sido auténticas rupturas con las convenciones. Pensemos en Crimen y castigo, una obra en la que el autor penetra en la mente de Raskolnikoff, un joven que asesina a una anciana. El autor sigue los razonamientos de Raskolnikoff y prácticamente termina por justificar ese asesinato. O pensemos en las obras de Miller, DH. Lawrence o Anais Nin, que plantearon nuevas reglas en las relaciones afectivas, reglas de libertad sexual, de autodeterminación, de destrucción de los esquemas en los que se basa la familia (establilidad, fidelidad, cumplimiento del deber). A partir de lo anterior nos enfrentamos a una nueva pregunta: ¿Hay alguna relación entre la moral y la novela?
Respondemos: Sí, claro que sí; cada novela plantea una moral, una forma de ser, modelos dignos de ser imitados, admirados o rechazados. Entonces la novela no es un jueguito de espacios, tiempos, tensiones, ni es un crucigrama o una ecuación con incógnitas, sino que es o debe ser una indagación auténtica en lo que es fundamental para los sustantivos. Para los sustantivos sustantivos, es decir, para los que escriben y para los que leen.
Y dejemos aquí esta primera sesión. Espero que de acercamientos a otras novelas podamos sacar algunas conclusiones y acercarnos al continente de la novela, que es tan grande, tan variado, tan cambiante, que sin duda el tema podría ser eterno, y mucho más grande que el mundo, pues una novela, adelantémonos un poco en aseveraciones, soporta prácticamente todo, salvo la tontería, la falta de sentido, la retórica, el exhibicionismo, la mentira, la mediocridad, la ignorancia, la vacuidad. En verdad no es cualquiera el que pueda escribir una novela: es solamente el que tiene algo que decir y puede decirlo de manera original.

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2 comentarios

  1. Me agradó el tono de conversatorio.La ilustración a partir del desarrollo personal, y el ingenio que aporta la maestría del oficio.
    Es una muy buena introducción al tema de la novela.
    Tomando al toro por los cuernos, pero de manera aparente, para lograr la sencillez.

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  2. Un saludo, Polo. No olvido los días pasados en Neiva y al lado del río Magdalena

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