LAS DESVENTURAS DE LA VIRTUD (MÁS MÁSCARA)

abril 19, 2012

Para la construcción de mi novela Sin máscara frente al espejo he encontrado materiales muy valiosos entre los artículos que publiqué en Sábado del periódico Unomásuno. Gracias a Huberto Batis, que tuvo la curia y paciencia de guardarlos, recortarlos y entregármelos en un gran paquete (todavía no había internet) hoy puedo rescatarlos e integrarlos a mi novela cuya idea central es Un gran Cerebro Expuesto frente al Lector. He aquí un texto rescatado que me parece estremecedor. No sé qué dirán ustedes.

Apenas Flor  de María colocó la cabeza sobre el brazo de Ventura, cayó dormida. Un segundo de paz, suspiró Ventura. La enfermera lo había salvado de volverse loco. El cerebro debía tener una especie de compuerta, rebasada la cual, no habría retorno posible. Ventura sintió que había estado tocando a esa puerta, cuyo umbral ya había rebasado 20 o 30 años antes. La cordura era un universo particular, que se compartía con muchos. La locura un recinto propio, íngrimo, triste y lleno de visitaciones espantosas. Ya conocía ese lugar y no quería regresar. Un segundo de paz. Con mucho cuidado, sin separar su brazo de la cabeza de Flor de María, apagó la luz y prendió la lámpara chica utilizando con el tacto de un desactivador de bombas. Tendió la mano y alcanzó un libro que estaba en el suelo. Leyó “El artista de lo bello”. Cuando terminó se dio cuenta de que su esposa estaba despierta, con los ojos fijos. Temblaba. ¿Quién es usted? ¿Por qué me tiene en esta cama agarrada del cuello? El temblor se acrecentó. Ya eran casi convulsiones. Dijo cosas terribles que no me atrevo a revelar. Sus desventuras parecían no tener fondo. Pensé en la Justine de Sade. Aléjese, no me toque, si se acerca grito. Y súbitamente cambiaba: Cuando la niña tenía dos meses de edad mi mamá me echaba de la casa en pleno invierno. Yo me iba a dormir con mi niño en la estación de autobuses. Se apartó bruscamente, se levantó, se apoyó en la pared, avanzó rozando la pared con la espalda, llegó a una  esquina, fue deslizándose hasta quedar sentada en el suelo. Doctor, mi mamá me acusaba de que yo me iba con mi papá. De que por las noches me pasaba a la cama de mi papá y hacíamos cochinadas. Flor de María parecía estar hablando con un ser justiciero, una gran oreja comprensiva que debía habitar alguna parte de su memoria. Yo quiero irme lejos, montarme en un automóvil e irme lejos, donde nadie me conozca, a un desierto. Llegar allá, al fin del mundo y morirme con mi niña. Que todo se acabe, todo. Siguió hablando durante toda la noche y de ello Ventura sólo recuerda su inmensa, irredimible soledad, su tristeza sin redención posible. Entonces fue cuando Ventura cayó en cuenta del lugar donde estaba la punta de la madeja. Dio gracias a Dios. Supo que él era la gran oreja que su esposa esperaba y que podría salvarla de todo lo terrible y sórdido. Bastaría convencerla de algo que ella misma había dicho días antes: el pasado no existe. No existe nada en el mundo tan terrible que no tenga solución. Cualquier desastre, una vez pasado, no deja sino la experiencia, la curtiembre, la certeza de que todo, de alguna manera, es para bien. El mal no existe. Es solamente una dimensión del bien. Poco a poco, con intervalos, fue recordando. Ventura supo ayudarla. Yo te voy a cuidar, le dijo, nunca te va a faltar nada, ni a ti ni a la niña. Nos vamos a hacer viejitos los tres y tal vez pidamos la compañía de otro. Ventura sabía que ese tipo de palabras  ayudaban a su esposa. Todo lo que fuera planear el futuro era un bálsamo. Nos vamos a ir lejos los tres. Tendremos una casa, un jardín, un patio y varios cuartos para que te escondas cuando quieras estar sola. Haremos una cabaña en el patio y en ella pondremos una chimenea, y en tiempos de frío nos iremos a dormir allá y calentados por el fuego haremos el amor. Flor de María sonreía como si ya estuviera viviendo esa dicha. Finalmente dijo estoy cansada de ser feliz y se durmió.

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