UNA AVENTURA EN EL AMAZONAS

abril 12, 2012

El autor con sus vicios después del básquet
Fragmento de mi novela Agua clara en el Alto Amazonas, Universidad de Puebla, 2010.

“¡Qué no he visto en esta selva de Dios! Yo soy hijo del Amazonas. A mí Londres y París me importan lo que le importa la soga al ahorcado. En este país de Dios se pierde el gusto por todo lo que no sea en verdad esencial. Este es el auténtico paraíso, amigo. La fortuna es que allá afuera hay espejismos y esos espejismos tienen embobada a la gente. Imagínate que todos esos atembaos quisieran venirse para acá y hacer edificios, hoteles, aeropuertos, imagínate que detrás de cada árbol te saliera un japonés con su cámara minolta y su disfraz de Hemingway en Kilimanjaro”. Después de su panegírico empieza la historia: “Llegué a una comunidad de yaguas y había una chica a la orilla del río. Me miraba muy fijamente y había atrevimiento muy especial en sus ojos. Buscamos la oportunidad para encontrarnos. Ella estaba con su mamá y familia, de modo que era difícil encontrar el momento y el lugar adecuado. Utilicé un pretexto para ir a la selva sin que nadie me siguiera. Le indiqué con los ojos hacia dónde me dirigía. Y efectivamente ella me siguió. Comencé a admirar la belleza de su piel, sus ojos grandes y brillantes, el cabello muy liso y destellante, pesado, grueso. Apenas se cubría con un vestido de tela muy liviana y era evidente que lo hacía más por coquetería que por ocultar sus gracias. Empezamos a sonreír y poco a poco nos fuimos aproximando. Cuando sentí su respiración muy cerca, me emocioné. Nos besamos y el beso dio inicio a un juego de intercambios, nos abrazamos y fuimos conociendo nuestros cuerpos. Yo sentía la suavidad y tersura de su tez, distinta a todas cuantas haya sentido. Al rayo de sol se veía espejear el color canela, un color casi líquido, movible de su piel. ¿Cómo decirlo? Era una piel que estaba muy viva, vibrante, con un pálpito que obligaba a pensar en los golpes de su sangre recorriendo el cuerpo con la pasión de un río crecido. ¿Has tenido una serpiente viva entre tus manos? Uno siente la tensión de los músculos bajo la piel. Esa era la sensación, pero no con el desagradable frío de las serpientes, que hacen pensar irremediablemente en la muerte, sino con la calidez del ser humano, del ser que hace pensar en la vida, en el amor. Uno siente una atracción tremenda, una especie de pulsión. La parte animal del amor estaba presente en aquella mujer. Todo lo demás es literatura. Tú me entiendes, escritor. Ese fue el primer encuentro y apenas estábamos cogiendo confianza. Fue necesario esperar otro día. La segunda vez fue tan emocionante como la primera. Nos quedamos de encontrar una noche en la selva. Como yo estaba con un mundo de turistas —era el tiempo en que llegaban a Leticia los gringos viejos de Miami y muchos orientales— y me correspondía la responsabilidad de cuidarlos, tenía poco tiempo. Además estaba el tema del necesario sigilo. Le robé una noche a mi sueño para estar con mi indígena. La noche anterior no había dormido pensando en ella. La siguiente tampoco dormiría pero por otra razón más concreta. Toda la noche había sentido su respiración en mi tienda solitaria. Entiendo esa noche en vela como una iniciación indispensable. O quizás fue que soñé su aliento ocupando el espacio de mi tienda de campaña. En la primera ocasión en la selva sólo fue irnos acercando, ganar confianza, olernos. Lo que es rápido es fugaz y nosotros queríamos prolongarlo. Ella sabía que yo no regresaría por esa ruta sino años después o nunca, y yo sabía que su vida en la selva estaría sujeta a muchos azares. Un mes más tarde podría haberse ido a vivir a otra comunidad, estar casada. En el siguiente encuentro utilicé el mismo procedimiento. Aquello era muy lindo porque estábamos en un lago de aguas casi inmóviles, el cielo y las nubes, los pájaros se reflejaban en el agua con una fidelidad tan increíble que parecía que estábamos flotando entre ellos. Sólo nuestra piragua rompía la inmovilidad, la perfección del mundo. Ella remaba. Hablábamos en portugués. Fuimos a un lugar especial escogido por ella. Ella iba en la proa remando. Lo repito porque ese hecho fue muy importante y lo conservo en la memoria y me moriré con el recuerdo. Parecía la primera escena de la existencia humana y yo me sentía el privilegiado de Dios. Ese instante no lo cambiaría por nada. Entramos a la selva. Caminamos hacia un lugar alto. El lago había crecido. Llegamos al punto clave. Comenzamos caricias, besos, la fui apreciando, esa belleza, un cuerpo a veces de madera dura como roca y en ocasiones suave como plumas de pericos australianos. Fue tan intenso todo aquello que yo sentía perder el aliento. Ella disfrutaba de cada instante, cerraba los ojos, sonreía, arrancaba en una especie de llanto de alegría o de risas nerviosas, toda ella parecía fluir bajo mis manos. Respiraba profundo, profundo, profundo, se emocionaba muchísimo. Cuando estuve en ella me apretó de manera recia, inconcebiblemente intensa, me abrazó como una anaconda con todos los músculos de su cuerpo, era como si quisiera poseerme de manera completa, que yo desapareciera en ella, que yo fuera ella. Nos despedimos. Ella quería que yo regresara, pero luego fue difícil, todo había cambiado. Tardé demasiado en volver al sitio de nuestros amores. Yo por esos placeres tan intensos me vuelvo yagua. Pero perdí mi oportunidad. Ahora solamente soy un guía y ando como loco Amazonas arriba Amazonas abajo, buscando una como ella. Y es que cuando la encontré ya no era la misma. Sería ocioso tratar de explicarlo, o reducir la historia a ciertos hechos no lamentables pero sí tristes. La vida es así”.

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1 comentarios

  1. mauricio gonzalez velasquezviernes, abril 20, 2012

    Solo un maestro de la narrativa como Marco Tulio Aguilera Garramuño puede, en un pasaje esencializar la dimensión del hombre en la gigante selva amazónica. genial la comparación con Londres y París. Maravilloso el encuentro con la nativa: reconfirmación de una verdad insoslayable: marco Tulio es hoy por hoy, el MEJOR narrador de lo Erótico.

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