LA ÚLTIMA PELEA A PUÑETAZOS DEL ESCRITOR SENIL

abril 15, 2012

El día en que compartí portada con Angelina Jolie ver bajo "Nostalgia izquierdista": Marco Tulio Aguilera y la nueva gran novela latinoamericana"
Las enseñanzas del budismo según Borges: El ascetismo puede convenir pero sólo después de haber probado la vida. Plotino: pasar  de una vida a otra es como dormir en distintos lechos, en distintas habitaciones. Hoy sábado, 15 de abril, hay paz en casa: el Gato consiguió trabajo: es cajero en un banco. Escucho la conferencia de Borges. En veinte minutos iré con LL a la Magisterial: ella a trotar, yo a batallar contra mis amigos del básquet. Lo que me lleva a recordar mi última (supongo) pelea a puñetazos. Recurro a mi memoria número 1: 28 de noviembre de 2008. Hoy, después de quizás quince años de mi penúltima pelea a puñetazos, tuve un enfrentamiento con un individuo que confundió el juego rudo con la violencia. Mi anterior enfrentamiento fue con El Huesos, un rabioso tipo que, después me enteré, demasiado tarde, cuando ya MT tenía fisurada una costilla, era campeón nacional de karate. Después de trabajar en mi novela (supongo que estaba trabajando en la novela terrible) este sábado por la tarde salí a la cancha de la Magisterial a relajarme un poco jugando básquet. Hice equipo contra el Bogart y le gané. Luego me tocó contra un gordo grandote y alto y joven. Estábamos jugando rudo y tras una jugada en la que él arguye le di un codazo en la cara, me tiró un puñetazo. Lo esquivé y tomé la ofensiva. Hace muchos años vi una película en la que el máneger enseñaba a su pupilo que debía amagar varias veces con la izquierda y, luego, cuando se despejara el paisaje porque el enemigo abriera la guardia,  lanzar un derechazo con toda la fuerza. Eso hice. Retrocedió varios pasos evitando mi izquierda. Cuando se abrió su guardia solté mi derecha. Lo alcancé y le di un golpe de lleno en la nariz. Retrocedió sorprendido y luego, lleno de furia se abalanzó contra mi cuerpo y me tiró al suelo. Me levanté y lo tomé de la cintura queriendo hacerle perder el equilibrio. No pude. Era demasiado pesado. Quizás cien kilos. Yo peso 95. Me tiró patadas. Luego rodillazos. Me acertó en el muslo que tengo lesionado. Seguimos lanzando puñetazos. Me atinó uno en la oreja. Luego me tiró al suelo y quise esquivarlo. Me levanté. Permanecimos un instante a la distancia, midiéndonos. Yo lo insulté a placer. Él también. Me dijo anciano. Le respondí que este anciano de 59 años le iba a romper el hocico. Llegaron los compañeros y detuvieron la pelea. El gordo se retiró a la banca no sin dejar de insultar. Le dije que se levantara a ver cómo le iba en el segundo round con este pobre anciano. No se levantó. Llegó su esposa, embarazada, y con un niño. Detuvo la discusión. Yo seguí jugando pero ya me dolía el muslo. He de decir que me dio gusto pelear. Acostumbraba a hacerlo de muchacho y tras largo tiempo de no practicar ese emocionante deporte, ya dudaba de mi capacidad. Ahora escribo esto en caliente. Hay quien dice que es vergonzoso que un hombre de mi edad se trence a pelear contra un muchacho. Tendría 25 años. Era voluminoso, buen jugador, y uno de esos tipos que al jugar sienten que nadie puede con ellos. El problema surgió del hecho de que jugando uno contra uno, lo humillé varias veces. Le metí una canasta tras otra. Lo del codazo quizás fuera cierto, pero eso no disculpa su agresión. Soy en general rudo, pero nunca tiro golpes a propósito. Creo no ser malintencionado. Lo mismo me sucede cuando ejerzo la crítica literaria. Como cualquier persona, creo tener la razón. Al final de la pelea le pregunté a mi amigo Bogart (pequeñito, de ojos verdes, jactancioso, trabaja en una tortillería y acostumbra a llevar  sus chicas a la cancha, para que nos enteremos de la magnitud de su galanura) que quién había tenido la culpa. Bogart dijo que yo. De todos modos agregó que ya no le permitirían al gordo volver a jugar en la Magisterial. No era justo que quisiera abusar de los viejitos. Sábado 6 de diciembre de 2008. Anoche dormí exactamente tres horas cuarenta y ocho minutos, desde las diez de la noche hasta la 1: 48 de la mañana. Llegué hasta la página 300 en la corrección de Historia de todas las cosas. En realidad no es solo corrección sino reescritura. Algunos personajes han crecido y tomado papeles más protagónicos, particularmente el negro Vladimiro (inventado) y Californio el Simple, cuya personalidad se basa en el famoso Tribilín, alias Mocolevá, una criatura angélica e imaginativa que iluminó al San Isidro real durante muchos años. No he cumplido con el propósito de encerrarme por completo, pues mis ojos exigen descanso de la pantalla de computadora y mi cuerpo pide ejercicio. Ayer fui a la cancha de la Magisterial y jugué relativamente bien. En un partido de cinco metí todos los puntos. MisterColombias, cinco; enemigos, cero. Allí estaba el gordo gigantón con el que me lié a puñetazos. Es más grande de lo que imaginaba. Debe medir un metro ochenta y cinco y pesar más de cien kilos. El tipo me evitó, aunque jugamos en equipos contrarios. Era obvio que ya no quería el segundo round. Yo tampoco. Como no estaba seguro si el gordo había sido me contrincante, le pregunté al Bogart. Me dijo que sí, ése era. Hoy me siento cansado después de escribir desde las dos de la mañana, después de ordenar y limpiar la minicocina de mi apartamento, después de avanzar en la lectura de un manuscrito de un escritor argentino, después de barrer y trapear mi habitación-estudio, la sala y el cuarto de lavado. No creo que hoy vaya al básquet. Si no regreso a casa este fin de semana estoy seguro que terminaré la corrección. Ah, se me olvidaba: hice una breve escapatoria a casa de mi familia, es decir, a mi casa titular. No había nadie. Me bañé (no tengo agua caliente en mi apartamento literario). Vi que la Maki, nuestra antigua pastor inglés, había llenado de mierda batida el balcón de mi cuarto titular. No la limpié. Sigo con los excesos. Ya descansaré.


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