Conferencia en la Casa de la Historia de Yucatán en Mérida el 14 de julio de 2012
Hace tanto calor y brilla el sol de tal
manera en este destino turístico que
preferimos estar encerrados en la habitación del Hotel casi todo el día. Ayer
me levanté a las cinco de la mañana y fui a nadar. Nadé desde el embarcadero
hasta el primer muelle, aproximadamente cuatro kilómetros, bordeando la playa.
Cadúmenes de peces azules y de peces casi transparentes vi y traté de
perseguirlos. Como sobraron bastantes libros de la presentación en Mérida decidí
convertirme en vendedor ambulante por la calle más comercial de esta Babilonia.
Vendí pocos pero gané experiencia. Fui echado con poca diplomacia de un
restaurante por el que parecía ser el dueño del sitio. Aquí no aceptamos
vendedores ambulantes, me dijo. Yo no soy vendedor ambulante, le respondí, soy
escritor. Y eso lo dije como si dijera: Soy el rey de Francia y cuando yo hablo
Dios me escucha. Antes de salir le dije al individuo: ¡analfabeta!, él me
respondió ¡pobre! Lo que me hizo mucha gracia. Entendí: le gente viene a este destino turístico a tomar sol, a beber, a
echar panza y ver pellejos sublimes. No a leer. Algunos recibieron mi oferta de
libros casi como un insulto. La experiencia de vender personalmente mis libros
la he repetido no sólo en la Feria del
Libro Universitario, donde agoté casi media edición de Mujeres amadas sino en la
Feria de Minería, hace varios años, con Cuentos
para después de hacer el amor. Me
promovía ante un público curioso e interesado como un merolico. La gente, los escritores mexicanos, pasaban
cerca y me miraban con desprecio como diciendo quién es este orate. Hasta el
mismo editor Marco Antonio Jiménez Higuera estaba avergonzado. La experiencia
de cambiar de hotel de nuevo sucedió: a mi máneger simplemente no le agradó la
poca amabilidad del recepcionista del Paradisus. No le agradó que las dos
piscinas estuvieran muy lejos: una en la azotea al lado de un abismo (donde los
borrachos bebían cerveza y estorbaban los chapoteos de la gente decente), la otra piscina muy lejos de la habitación, a ese
vil chapoteadero se llegaba tras recorrer un laberinto selvático. No le
agradaba a mi dona el ulular de un búho y el maullar de un gato por la noche.
No le agradaba tampoco el precio: 1000 pesos. Por ese precio podríamos habernos
quedado en un NH o en un Hollyday Inn, dijo. De modo que de nuevo a hacer
maletas y a regresar al Hotel XX, donde estuvimos antes de ir a Mérida. Un
gordo sin camisa (un naco, dijo mi máneger) nos hizo esperar casi dos horas
hasta que limpiaran el cuarto. Mientras eso sucedía salí a hacer mi primera
incursión como vendedor. Vendí dos libros: 250 pesos. Suficiente para un
desayuno de los tres. Terminé la lectura de Lejos de Veracruz. Novela ligera, de
aeropuerto, graciosa, en la que el escritor-protagonista trata de ganarse la
simpatía del lector… y lo logra. Estoy escribiendo esto sentado en una silla en
el baño, con la lap top sobre una almohada que he colocado sobre mis rodillas,
haciéndolo de la misma forma que lo hice en el Hotel en San Isidro de El
General.
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