Erotismo y literatura
febrero 02, 2013EROS Y ERATO EN CONCUBINATO
Marco T. Aguilera Garramuño
Definir erotismo y definir literatura y luego vincularlos podría parecer una buena pregunta para un examen de filosofía. Reducir la respuesta a cuatro cuartillas es un buen reto que se puede aceptar sin incurrir en optimismo alguno. Primero que todo será importante huir de los lugares comunes, de las citas manoseadas extraídas del Cantar de los cantares o de las sinrazones tendenciosas de Bataille o el Marqués de Sade. Hay un bello poema de amor, o tal vez mejor, de soledad, escrito por uno de esos extravagantes que nunca faltan en Colombia y que de alguna manera tiene que ver con el erotismo colombiano. El poema comienza con las siguientes líneas : “Te quiero burrita”. El poema es de un hermoso loco que terminó suicidándose, salida bastante digna al desastre que hoy es Colombia. Tenemos en esta burrita amada un primer acercamiento, que nos ofrece un vislumbre quizas no del erotismo, sino de un erotismo: el que se practica sin compañía racional, con una pollina. Baudelaire escribió que el supremo placer reside en hacer el mal. A mí eso no me convence. Supongo que a algunos les gusta hacer al mal en la cama. Morderle una nalga a la compañera o jalarle las orejas. Yo prefiero hacerle cosquillas en el anito y sentir como la compañera se frunce y exclama “ay, cómo eres”... aunque de todos modos se acomode para que siga con las cosquillas y algo más. ¿Han probado ustedes meterle el dedito en el hoyuelo que queda al sur del coxis —con salivita, claro, porque lo cotrés no quita lo caliente— a la amiguita en el momento en que la raíz fundamental llega al fondo de la tierra? Pruébenlo, es garantizado. El consejo lo doy gratuitamente, aunque si lo quieren las señoras de Cosmopolitan se los vendo gustoso. Y aquí una disculpa: cuando hablo de erotismo, llamo al tálamo de esta mesa redonda, a una criatura del sexo femenino, porque yo tengo esa malhadada debilidad y limitación: no me gusta tener en mi cama de amor ni a una pollina, ni a un ganso, y menos a una gansa, tampoco a un hombre o un hembro, sino a una mujer, y no sólo con los orificios pertinentes, sino con la inteligencia, la imaginación, la disposición al juego y por lo tanto a la transgresión. Valdría la pena intentar definir a la palabra «mujer», lo que implica hoy en día un riesgo grande. Si afirmamos que definir a una mujer es definir a todas, incurriremos en un pecado grandote. Cuando yo era adolescente hice una lista de mis novias. Listé a 30: 29 eran novias imagiarias; a una le había dado un beso con los fríos labios apretados y las manos atrás. Las treinta mujeres de mi lista eran diferentes. Andando el tiempo he conocido, mejor, me he acercado, a unas cuarenta mujeres y sobre todas ellas he escrito, hasta casi convertirme en un especialista en el tema, de modo que he dictado aproximadamente 20 conferencias con el mismo título: Literatura y erotismo. Hasta el momento no he repetido razones ni anécdotas, pues me gusta probarme a mí mismo y ver si el paso de los años me ha enseñado algo. Confieso que creo que no he aprendido nada. Todas las mujeres que conocí fueron difíciles, conflictivas, enigmáticas. Unas más peluditas que otras. Unas gritonas, otras silenciosas. Una quiso suicidarse desde un piso alto del Hotel Tequendama; otra se entregó la primera noche, me juró amor eterno, le presté mi coche, y cuando me lo devolvió, el triste volkswagen estaba convertido en chatarra y ella ya tenía otro amor al que le había jurado amor eterno. Pero vayamos al tema central de estas cuatro páginas: ¿qué es el erotismo? Si me lo preguntan no lo sé, si lo practico, tampoco lo sé. No lo sé de cierto, lo intuyo y lo invento, nada más. Todo el mundo lo sabe: después del acto consabido no queda teoría alguna como sedimento. Todo se borra. En erotismo como en filosofía no hay progreso. Vamos a plantear una hipótesis. Supongamos que vemos una montaña, señalamos la cima y nos decimos: allá voy a llegar. Pues el erotismo es esa cima que siempre queremos alcanzar y a menudo creemos alcanzar. Al intentar racionalizar la experiencia del erotismo todo se desvanece. Y por eso, porque como de Dios y de la muerte no se puede pregonar sino nuestra ignorancia y nuestra fe, lo mejor es seguir dando palos una y otra vez, a ver si afinamos la puntería, y si no logramos la perfección y el conocimiento, por lo menos habremos bailado, y como dice el dicho, lo bailado quién nos lo quita... o más bien, palo dado ni Dios lo quita. Sigamos adelante con esta tendenciosa y falsa teoría del erotismo: Que vengamos con los palos contados no es más que un lugar común adoptado por nuestro maestro del lugar común. Yo hasta el momento no he hecho ciencia de nada, ni he defendido causa alguna, y me he dediado a ser un cantor de palos, lo que es divertido y creo no le hace mal a nadie. Y como cantor de palos, he sido un estudioso de las mujeres y he planteado el asunto del coito impune como una de las bellas artes, aunque sé, esto sí, que no hay coito impune. Todas las mujeres nos lo cobran y especialmente nuestras mujeres de planta... que si se enteran del coito, ya tendrán para cantar el resto de la vida. De muchacho yo tenía la idea romántica, es decir bobalicona, de que a la mujer amada hay que contarle todo. Craso y grasiento error. Con cada mujer hay que hacer una mónada —no una monada, sino una mónada leibnitziana—: cada mujer, como cada obra literaria, debe ser un universo cerrado, clausurado, con siete candados. Sólo así podremos habitar en la relación de pareja un mundo sin recriminaciones, un topos urano del erotismo, y, por qué no del amor. ¡Ah, ese es otro detalle que se me olvidaba apuntar! Yo soy de esos inocentes que creen que el auténtico erotismo incluye el amor. Y esta idea es sin duda una paradoja del tamaño de la paradoja de Zenón de Elea, pues como se sabe, el erotismo es acérrimo enemigo de la costumbre. Afortunadamente la mayor parte de las mujeres —de las mujeres con las que nos casamos los anticuados que somos hombres de una sola mujer y de muchos sueños— tienen un mecanismo que hace que rechacen el acto amoroso de manera sistemática, a menos que estén dadas todas las circunstancias propicias. El acto erótico —es decir, el acto amoroso pleno— supone e impone tantas condiciones, que es flor desértica. Intentemos enumerar las condiciones del acto erótico pleno: 1. Seleccionar el sitio correcto y darle estatus de sagrado; 2. Que la mujer esté propicia, descansada, amorosa, contenta, satisfecha con su hombre; 3, Que haya un sentimiento de juego y de aventura; 4, Que haya sensación de que lo que se va a emprender es algo prohibido y de que, esta noche sí va a suceder algo diferente; 4, Que haya habido una preparación.
Vayamos un poco a la literatura. Qué autores nos han enseñado a los colombianos un poco de erotismo. Principiemos por Vargas Vila, que enseñó a nuestros abuelos en público y a nuestras abuelas en privado algo sobre el tema. Vargas Vila dijo que una vez que un hombre ha tenido los pechos de una mujer en sus manos, puede dar por hecho que la tendrá por completo. García Márquez en general ha pintado una especie de erotismo exótico, primitivo, mítico y cataclísmico, en el que el hombre toma a la mujer como un vendaval que la deja mirando las estrellas y preguntándose a qué hora comienza la función. Alvaro Mutis ha rozado el tema con pudor de diplomático que no quiere comprometer a nadie. A nivel de la gran literatura, muchos de los colombianos aprendieron de Las mil y una noches y de Henry Miller, lo que no pude dar sino resultados verdaderamente traumáticos. No conozco ningún texto colombiano en el que el tema del erotismo sea abordado a plenitud y con sus matices, pero supongo que sí lo hay. En cuanto a las relaciones entre el erotismo y la literatura me atrevería a decir que ambos son asuntos íntimos, con la diferencia que la literatura es una especie de intimidad hecha pública, mientras que el erotismo de pareja es una intimidad sellada. Hablo en términos generales, es decir, convencionales. No incluyo conceptos como perversión, que dan tanto de qué hablar y que designan las tendencias naturales que tenemos todos los seres humanos, pero llevadas a su extremo. El erotismo es un ejercicio sensorial y afectivo, tal vez también gnoseológico, en el que confluyen muchas ciencias manejadas de manera intuitiva: la arqueología, la psicología, la anatomía, la dinámica de los fluidos, la endorcrinología, la semiología, la acrobacia, la cronología. Desgraciadamente la civilización occidental ha prestado poca atención a los estudios académicos del erotismo en términos prácticos. Las mujeres occidentales no tienen la opción de graduarse, como en la antigua China, con el título de celestiales flautistas del emperador, sino que tienen que aprender en la oscuridad de los cines o en la incomodidad de los autos. No es extraño, entonces, que abominen del beso fundamental y que terminan aprendiendo a regañadientes. Los hombres, por su parte, conservan la tradición de servirse de la mujer como objeto de placer. Y gran parte de la culpa de esto la tienen la religión y los literatos. La religión por razones bien conocidas; los literatos, por el tradicional temor a tratar el tema con amplitud y libertad. Si los sueños colectivos de una cultura son objetivados por los escritores en sus obras, nosotros, los colombianos, tenemos sueños con censura. Sólo el arte puede dar —fuera de las camas y los sitios del acto en cuestión— las dimensiones del erotismo pleno y hasta ahora este artre colombiano no lo ha alcanzado. Otros erotismos truncos flotan en el aire y tergiversan ese weltanscahuung maltrecho que es el que campea en la vida amorosa de los colombianos y de los latinoamericanos en general. Estos seudoerotismos son los promovidos por la exhibición de la carne y los de la pornografía en todas sus expresiones. Y aquí vale la pena hacer una distinción elemental entre erotismo y pornografía: el erotismo es labor de altura e incluye la cristiana vocación de servicio, incluso el amor; la pornografía supone la existencia de una víctima y un victimario. El erotismo busca el bien; la pornografía busca el mal. Sé que esto suena esquemático, pero fundamentar tales asertos rebasaría los límites de las cuatro cuartillas. El objetivo del erotismo es la exaltación del ser humano por medio del afecto, la sensibilidad y el conocimiento mutuo; los objetivos ulteriores son la paz, el sueño tranquilo, la sensación boyscutiana de que se está haciendo la buena obra de la noche; el objetivo de la pornografía es deshacerse del semen retentum, escupirle a la compañera de lecho, y a otra cosa. Hay muchos matices que podrían explorarse en lo que estoy diciendo, pero los eludiré en aras de la obligada síntesis. Vale la pena aquí recordar las declaraciones del más reciente premio Nobel, el señor Naipaul: según él las prostitutas jugaron un papel muy importante en su matrimonio, pues lo mantuvieron a flote mientras la esposa de Naipaul no estaba disponible. A esto hay que agregar el papel fundamental de la masturbación y la pornografía, que son las salidas de emergencia de los esposos y las esposas insatisfechos y solitarios. Creo que esto es indudable y también es indudable de que en la literatura colombiana poco se ha atendido a estos temas. En general se ha dado un tratamiento idílico o por el contrario, cataclísmico, al erotismo, soslayando las zonas oscuras o por lo menos aparentemente inconfesables. Yo particularmente me he dedicado a escribir sobre lo inconfesable, y ello ha llevado a algunos medios de prensa y a algunos lectores a una etiquitación de mi trabajo como “literatura erótica”, lo que es un reduccionismo bastante desagradable.
Para terminar voy a contar una pequeña fábula en la que creo se ejemplifica la diferencia entre el erotismo femenino y el masculino: Dos turistas, hombre y mujer, inexpertos en labores fluviales, hacen canotaje en la quebrada Matamata en el Amazonas y compiten con otros turistas que avanzan remando en sus respectivas canoas. Hombre y mujer llegan en último lugar. La mujer, que era la encargada de darle dirección a la canoa, en lugar de ir en línea recta hacia la meta, había ido de orilla a orilla. El hombre reclama: “Así nunca íbamos a ganar”. La mujer sonríe y responde: “Es que a mí no me interesaba ganar, sino ver el paisaje”.
Muchos hombres son como ese turista: toman el erotismo como una competencia que deben ganar. Y muchas mujeres son como esa turista que quería ir de un lado a otro, con pausa, con deleite, mirando las orillas.
Esta pequeña fábula, que viví hace algunos meses en el Amazonas me sirvió para reconfirmar la idea de la superioridad erótica de la mujer, su formación de saúde, de ser hecho particularmente para el amor. A los hombres no nos queda otra alternativa que tratar de aprender de estas maestras del amor. Lo demás es literatura.
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