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Agua clara leída en Argentina

junio 28, 2013

El agua clara de Marco Tulio Aguilera
                                                                         Por Pablo Di Marco             
Pablo Hernán Di Marco, Premio Primera Bienal Internacional de Novela
José Eustasio  Rivera 2012
Pocos como ese gran novelista que es Marco Tulio Aguilera han navegado tanto y tan bien el corazón, el cuerpo y el alma de la mujer. Allí están, para atestiguarlo, las quince ediciones de Cuentos para hacer el amor, Cuentos para después de hacer el amor, Mujeres amadas —calificada como “la novela amorosa de la década”—, El imperio de las mujeres, El amor y la muerte —finalista del Premio Alfaguara en 2001—, y tantos títulos más.
Ahora, promediando la lectura de su novela Agua clara en el Alto Amazonas, pensé que Aguilera, fiel a la antedicha temática, resuelve con maestría un desafío de muchos de sus colegas: encontrar un equilibrio entre el deseo de escribir siempre el mismo libro y la exigencia de los lectores por leer algo nuevo. Mientras el lector ávido de novedad disfruta con una historia de viajes y aventuras ambientada en la selva amazónica, él ahonda en sus obsesiones de siempre: el deseo, el erotismo y la sexualidad.
En Agua clara… acompañamos al profesor universitario protagonista de la novela en su escape desde la supuesta civilización a lo más profundo de la selva colombiana. El viaje del héroe conducirá al descubrimiento, la adaptación, el aprendizaje y el redescubrimiento de la propia identidad en busca de la redención. Aguilera nos guía, acuna, y —de cuando en cuando—, también nos engaña. Y todo mediante una prosa magnética, pulida y también juguetona, que incluso nos dará la posibilidad de intercambiar correos electrónicos con algún personaje de la novela.
Mientras leía la novela, me pregunté a quién me recordaba aquel profesor universitario en busca del paraíso. La respuesta fue tan inmediata como obvia: me recuerda al mismo Marco Tulio, a quien conocí a fines de 2012 en Neiva durante la premiación de la Bienal de Novela “José Eustasio Rivera”. Los dos hospedados en el mismo hotel, no dudé en invitarlo a almorzar a poco de verlo. Quería conversar no solo con el jurado que había premiado mi novela entre tantos manuscritos, sino también con el escritor que había sido el primer ganador de la Bienal, trece ediciones atrás, en un ya lejano 1988. Me atraen demasiado las alegorías como para no prestarle atención a nuestra involuntaria representación de las dos puntas de un mismo lazo.
Alguien dijo alguna vez que “un encuentro de escritores siempre tiene algo de colisión entre dos  mundos autosuficientes”. Absolutamente cierto. Pero en nuestro caso existía un agregado extra: ¿qué química podía generarse entre un argentino novel, de pocas palabras e inexperto en premiaciones, con un colombiano consagrado, hosco —incluso “antisocial”, a decir de Héctor Sánchez, también jurado de la Bienal? Nuestro destino debía ser cruzarnos sin tocarnos, como dos trenes contrapuestos marchando a toda velocidad. Sin embargo, a poco de terminado el almuerzo, el argentino —teléfono de por medio— le relataba estusiasmado a su esposa lo maravilloso de aquel encuentro. Y, tres días después, el colombiano escribía en su blog: “particular e inexplicable es la amistad que pacté con Pablo Di Marco, a quien sin duda apoyaré como un padre, como el padre que nunca tuve”. ¿Qué sucedió durante ese almuerzo? ¿Acaso los bocachicos estaban encantados? ¿Cuál fue el puente que unió esas dos tierras extrañas? Imagino que no tiene sentido responder a esa pregunta: las afinidades no tienen explicación racional.
Pero meses después, a poco de comenzar la lectura de Agua clara…, di con la respuesta al por qué de nuestra empatía inmediata. Allí, en la página 21, escribe Aguilera: “El novelista termina por habitar más en su mundo que en el de los demás. Es, ni más ni menos, un esquizofrénico. Lo separa del mundo un abismo y lo une a él un puente: su obra”.
Aquellas tres frases camufladas entre zancudos, jejenes y mosquitos amazónicos, eran la clave. Ni su hosquedad ni mi timidez podían ser obstáculo, porque con Marco Tulio éramos amigos ya antes de conocernos. Ni él ni yo lo sabíamos, pero aquel almuerzo en Neiva no era el comienzo sino la continuación de algo. Nuestras obras —ínfima y anónima la mía, voluminosa y reconocida la suya— ya dialogaban a nuestras espaldas desde hacía largo tiempo, habían estrechado lazos sin requerir de nosotros.
Poco después, Aguilera auguró que yo estaba llamado a ser “uno de los grandes autores latinoamericanos”. ¿Cómo responder a semejante halago? Con trabajo, supongo. Aunque la verdad es que no creo estar a la altura de tus premoniciones, Marco Tulio. De todos modos, conservo no solo tu aliento y confianza, sino también tu amistad. La amistad de un  tipo malhumorado y antisocial que no precisa ser simpático ni condescendiente con nadie, porque él habita el mundo de sus libros, y son ellos quienes hablan por él y tienden lazos invisibles y secretos con el universo que lo rodea.
En tanto, nosotros volveremos a encontrarnos dónde y cuándo nuestros libros lo dispongan. En Neiva, Xalapa, Buenos Aires, o tal vez en lo hondo del Amazonas, a la vera de algún afluente del Amacayacu, con la esperanza de una tikuna de piel oro oscuro esperándonos a la vuelta de cualquier página.


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