NOVELISTA: OFICIO DE CAIN
julio 24, 2013![]() |
En la Librería Rosario Castellanos del FCE, DF, tras presentación de Historia de todas las cosas, en 2011 |
Escribir una novela es un acto de soberbia. Aspirar, en cualquiera de
los campos a cumplimentar una obra de arte, es una insolencia. Es una
insolencia contra la tradición y, por ende --ya lo ha escrito Vargas Llosa
repitiendo lo que sabían los trágicos griegos-- contra Dios o contra los
dioses. Cómo atreverse a escribir después de El Quijote, Muerte en Venecia, Ferdydurque, La Divina Comedia. Cómo
atreverse. Sólo en un acto de soberana independencia, de individualidad
rabiosa, de caprichosa soberbia. La línea genealógica de los novelistas parte
de Caín, el primero que se atrevió a imaginar otra versión de la historia,
diferente a la oficial. Raza de cainitas es la de los novelistas, traidores a
toda institución: la familia, la patria, la sociedad que los alimenta. Por eso
hay que desconfiar de los novelistas que son universalmente aceptados. En algún
lugar de su concepción del mundo yace la trampa, la componenda, la aceptación
de un orden preestablecido. Quien quiera desprenderse de lo que ha sido la
línea oficial, de lo que se da por definitivo, es un loco y un soberbio. Es por
ello que sólo con una buena dosis de locura se puede aspirar a escribir una
novela que sea eso: novela: novedad, nueva visión del mundo, modificación de lo
dado, no repetición.
Qué tienen las grandes
novelas que ha hecho que lo sean y que aparte de ello permanezcan como tales?
Tomemos Rojo y Negro: qué narración
tan certera, qué trazo de los personajes, que violencia se hace sobre la moral
reinante. Lo mismo sucede con El amante
de Lady Chatterley: cuánto trastorno no causó en su época y sigue causando
esa historia tan común de amor apasionado y erotismo encendido entre un tosco y
elemental guardabosques y una delicada dama de la nobleza.
Y luego, cuánto
ensimismamiento y rencor y admiración no hay en ese seguimiento tan minucioso
de un espíritu sensible, que es En busca
del tiempo perdido, obra tan llena de páginas que hoy nos parecen tan
insustanciales.
La novela es el género
degenerado: el que permite todo porque la única ley que la domina es la de la
libertad: son novelas el Ulises y El Tunel, Los abedules y Rayuela, son novelas las series de
mosqueteros de Alejandro Dumas y las aventuras contadas por Salgari y las
cartas encontradas que conforman Las
relaciones peligrosas.
Tal vez se pueda establecer
una ley sobre el arte, sobre la ciencia del novelar: siempre se debe aspirar a
la totalidad de un hecho, a abarcarlo todo, a crear un mundo que no deje duda
alguna sobre su verosimilitud y autotrofía.
Que escribir una novela es una
ciencia no tengo duda alguna. Es una ciencia que se comunica con otras pero que
tiene una relación que se me ocurre muy cercana con la de la construcción de
casas y edificios. Las novelas y las casas deben tener cimientos firmes: tales
cimientos podrían ser historias vigorosas, o personajes dignos de memoria, o
una idea directriz. Las casas y las novelas deben tener una estructura, es
decir, diversas partes que estén bien ligadas. Así como las casas están armadas
con varillas metálicas que se amarran unas con otras, las novelas deben o
pueden tener diversos capítulos que se relacionan unos con otros. Las novelas y
las casas deben tener ventanas. Las ventanas de las casas son una forma de
sociabilizar, de entrar en relación con el mundo, y además sirven como
ventilación y para que entre la luz. Podríamos decir que las ventanas de las
novelas son los vasos comunicantes que posibilitan que el lector se comunique,
entienda y disfrute de la obra.
Virginia Woolf en una
conferencia que se ha hecho célebre y que se convirtió en una especie de
manifiesto de las mujeres que han aspirado a ser escritoras y seres humanos
plenos, señala que el gran defecto de muchos novelistas hombres, es que
escriben exclusivamente con la parte masculina de sus espíritus. Y señala que
los de espíritus auténticamente grandes son andróginos, pues pueden dar cuenta
de la naturaleza humana en su complejidad. El novelista ha de aspirar a
comprender a los demás, desde su individualidad rabiosa: no debe tratar de
hacer el mundo a su imagen sino que debe intentar comprender el mundo, no su
mundo.
Quiénes son novelistas de
éxito? Quiénes venden lo que escriben? Aquellos que se han convertido en
voceros de un grupo de personas, que lo adoptan como bandera. Benedetti es una
bandera que ondean muchos adolescentes latinoamericanos, también lo son Onetti,
García Márquez y José Donoso. Fuentes es ondeado predominantemente por los
académicos norteamericanos y por los lectores mexicanos de clase media culta.
Cada quien ha hallado su cantera, su veta, y la va explotando poco a poco. El
realismo mágico ocupa gran parte de este fin de siglo y tiene sus paladines. La
retórica enciclopedista del tipo de la que practica Fernando del Paso,
descendiente sin duda degradada del estilo de Carpentier, tiene su
espacio. La novela histórica se va
abriendo brecha. La novela erótica apenas despunta en latinoamérica y está bien
diferenciada de lo que se produce por toneladas en España. El vanguardismo, la
experimentación, va cediendo terreno, como ya lo perdió la novela objetalista,
que hoy se nos antoja un oprobio que defenestró más de un bosque del mundo.
Así como se va volviendo a la
idea de que el núcleo familiar no es tan absurdo y humillante como lo
planteaban el marxismo y el feminismo, se está retornando a la claridad, al
clasicismo en la escritura. Tal vez el miedo al sida tenga una relación
bastante estrecha con el desarrollo de los medios audiovisales. El miedo al
sida es un virus que ha vuelto a dar alas a la religión y a la familia como
refugio contra un mundo cada vez más peligroso. Así como el sida ha obligado a
la monogamia y a la fidelidad, la agresión del cine, el video y la tecnología
informática ha hecho repensar a los escritores sobre su función en el mundo.
Ahora en general los escritores buscan la originalidad en la claridad, no en la
confusión. Los novelistas persiguen con ahínco el paraíso perdido de la
relación cercana con el lector.
Para qué sirve una novela?
Para lo mismo que sirve el cine: para prestarnos fantasías, para hacernos vivir
vidas que no nos atrevemos a vivir, para enseñarnos lo que no conoceríamos. Es
por ello que el novelista tiene algo de desaforado, de excesivo, de ser humano
elevado a su más alta potencia. Pero la diferencia entre el cine y la novela es
que la novela constituye una reflexión menos plana sobre el mundo y sus
posibilidades. Entiendo la novela como una especie de tesis de grado sobre la
realidad. El novelista serio dispone sobre su mesa de trabajo todos los
elementos que han de configurar su obra. Se sienta y los estudia. Planea,
ensaya un capítulo, intenta un estilo, busca un tono, descubre un ritmo. El
novelista es como el músico, que se somete a la repetición mortal de las
escalas hasta que descubre que las leyes de la armonía dependen de una serie de
combinaciones que se van configurando en su mente sobre un número limitado de
notas. El escritor puede escribir de un tirón, como hizo Dostoievski con El jugador,
toda su novela. O puede escribir un borrador, otro, otro. Puede vivir
obsesionado con una novela un año o quince años, hasta que le suena la campana.
Un día descubre que está listo. Se sienta y escribe lo que ha estado buscando.
El novelista en un trabajador que labora en su obra sin pensar ni remotamente
en la ganancia económica. Si un novelista serio gastara en pegar ladrillos el
tiempo que tarda en escribir una novela, sin duda terminaría antes un edificio
de diez pisos que una obra medianamente satisfactoria. Con esto quiero decir
que un novelista es un artista, alguien que trabaja en primera medida por amor
al arte, porque tiene la sospecha de que hay algo más importante, y sobre todo
más satisfactorio, que ganar dinero. Por eso en general los novelistas, como
cualquier artista, son más descuidados, se visten desaliñadamente, no atienden
a los coqueteos de los políticos, se ríen de lo que a otros parece serio y
consideran que en verdad casi nada que no sea la literatura amerita
verdaderamente su atención.
La profesión del novelista
tiene su parte humillante y ella tiene que ver, casi siempre, con los editores.
Es falso lo que dice García Márquez de que si un escritor escribe bien,
llegarán los editores de rodillas a su puerta a pedirle sus libros. Eso es
retórica, típica de señora rica o de triunfador. Es fácil ser humilde cuando se
es grande y es fácil dar consejos a los jóvenes cuando se han olvidados las
penurias de los años difíciles. La verdad es que para que un editor llegue a
arrodillarse a la puerta de un escritor, éste ha de pasar antes por muchos
umbrales, no todos muy acogedores. Es extraño el caso del escritor que escribe
a temprana edad su obra maestra, se la lleva a un consagrado y éste
inmediatamente echa a volar las campanas anunciando al nuevo genio. Es
frecuente que antes de que un grande se arrodille ante un nuevo talento y le dé
un empujoncito en una editorial o pregone su descubrimiento, lo use de alguna
forma para conseguir que su pedestal sea más inexpugnable. El mundo de los
escritores está lleno de mezquinos, mediocres y farsantes, aunque hay
excepciones salvadoras. En México conozco a un hombre generoso por encima de
cualquier interés: Edmundo Valadés.
Se sabe que la república
literaria mexicana es un mundillo lleno de cotos vedados, de iluminados, de
impunes, de eternos acaparadores de prebendas --es célebre el caso de que uno
de los peores novelistas de México, haya recibido todos los honores
imaginables, todos los agasajos, todos los respetos y que represente a este
país en el extranjero, sin que nadie haga nada por desenmascararlo--. Pero tal
situación no es excepcional, más bien es la regla del ambiente literario
universal. Y aquí regreso al inicio de mi divagación sobre la novela y la
actitud que debe tener el novelista: hay que ser soberbio en la humildad: saber
que uno trabaja a fondo, ser sincero por encima de cualquier coqueteo de la
fortuna, no mentir ni por omisión, no inscribirse en ningún grupo sino más bien
hacer uso de los grupos para difundir los trabajos personales. La independencia
es vital, la rabia, la lucha contra toda complacencia. Si los editores no se
arrodillan ante el buen novelista, hay formas de hacerlos doblar la cerviz. Y
sin embargo México es un buen país para los novelistas. Hay muchas
oportunidades, muchos concursos, editoriales, publicaciones, y aunque en ellas
predomine la selección natural, el novelista que no tenga vocación de genio
secreto, hallará la forma de ver sus libros publicados.
No soy partidario del
novelista profeta ni del novelista todólogo, ni del novelista espectáculo, sino
del novelista trabajador, que de vez en cuando sale al mundo a cosechar unos
cuantos frutos y regresa a refugiarse a su mundo. Los novelistas deben ser como
las hembras traidoras. Nadie sabe lo que puede esperarse de ellas, como nadie
sabe lo que puede esperar cuando humilla a un novelista. Y sin embargo el
novelista no debe escribir por venganza, sino que debe aprovechar la energía de
sus rencores para acrisolar su voluntad, su temple y su valor. El novelista
debe vivir en peligro porque lo suyo es retar al viejo mundo para anunciar el
nuevo. El novelista dice lo que otros callan. De ahí que muchos busquen en
ellos a los guías espirituales, sin darse cuenta de que en la vida cotidiana
ellos son tan frágiles, tan falibles, como los demás seres humanos. Sólo ante
la dura roca de la página en blanco se prueba el temple del escritor, no frente
a los fotógrafos, los micrófonos o el público. Y, sin embargo, humanos,
simplemente humanos, los novelistas se prestan a formar parte de los números de
circo como éste al cual estamos asistiendo. Es parte del juego de la vida. Y
quien juega este juego con sentido del humor corre el riesgo de descubrir que,
después de todo, la existencia no se limita a subir y dejar caer la piedra de
Sísifo, sino que entre un esfuerzo y una desilusión media un espacio
fundamental: el de la imaginación, que no es fracaso ni triunfo, sino
superación de todos los extremos. La sabiduría acaso sea solamente esa
tranquila aceptación de que nadie nunca tuvo razón y que estamos sujetos a las
leyes del azar. Escribir novelas es una de las formas de jugar a combinar las
piezas dispersas de la vida, un intento de entender lo que, acaso, nunca
entenderemos pero siempre queremos entender.
(Ponencia presentada en el Segundo Congreso Nacional de Novela Mexicana, celebrado en 1993)
Xalapa,
21 de septiembre de 1993
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