La novela: seda entre las manos
agosto 19, 2013En un restaurante en Madrid |
La primera novela que escribí,
Breve historia de todas las cosas,
fue el resultado de varias circunstancias, algunas bastante contradictorias.
Entre ellas podría enumerar las siguientes: el aburrimiento que me ocasionaban
ciertas clases de filosofía en la Universidad del Valle, la lectura
deslumbrante de Cien años de soledad,
el fracaso de mi profesión de fondista, un pasado de lector omnívoro, la
necesidad de reconocimiento y el sentimiento de que en mi memoria había todo un
universo a presión, como un átomo original, que necesitaba expresarse.
El resultado de todas
estas circunstancias y de otras que sin duda se me olvidan, hizo que me
pusiera a escribir en mis cuadernos la historia de San Isidro del General,
pueblo de Costa Rica donde pasé mis años de adolescencia. Mientras un profesor
soberanamente aburridor paseaba su figura de batracio frente a los alumnos
tejiendo y destejiendo argumentos en torno a La Crítica de la razón pura, yo escribía mis recuerdos de ese
pueblo de putas, comerciantes, mujeres hermosas, tontos de capirote, sacerdotes
herejes, solteronas enamoradas y progreso caótico. Relataba la llegada de
grandes artistas, el arribo de las
compañías norteamericanas, describía los bailes, reseñaba las grandes pasiones
y todo lo hacía con la inocencia absoluta de los ignorantes y los novicios. El
resultado fue un texto de casi 500 páginas, escritas a mano, que luego pude
pasar a máquina gracias al auxilio de tres secretarias, cuyos nombres nunca
olvidaré: Fanny, Luz Marina y Eva. Viéndome con aquel volumen y sin saber qué
hacer, recurrí al único escritor que por entonces conocía, Gustavo Alvarez
Gardeazábal. Gustavo, con la generosidad
que siempre lo ha caracteriizado, leyó el texto con enorme celeridad y pronto
me lo devolvió lleno de anotaciones. Lo que sí me dejó en claro fue que yo
tenía capacidad para escribir, don de narrador, pero que me faltaba orden.
Debía aprender en primera medida a contener el alud de anécdotas, debía dar
tiempo a que el lector respirara y buscar una noción de lo que era una
estructura. Me dijo que era necesario recordar la existencia de los puntos.
Aquello que yo había escrito era una masa amorfa de personajes, situaciones,
espacios, ideas, como una imparable pelea de perros en la que a veces sacaba la
cabeza un personaje memorable o se narraba una situación interesante, que luego
se perdían en las aguas turbulentas de un lenguaje brillante pero descuidado.
Al margen de las páginas de mi manuscrito aparecían de pronto tres signos de
admiración puestos allí por Gustavo, para señalar los puntos que le parecían
sobresalientes de la obra. Gustavo sugirió que antes de emprender la corrección
del texto, debía dedicarme a leer obras ejemplares, que me dieran noción de lo
que era una novela. Por aquellos días yo era una persona con una gran energía,
que emprendía proyectos monumentales con una tranquilidad de santo: así fue como
se me ocurrió que debía leer las obras más importantes de la humanidad, de
principio a fin, antes de entrar de nuevo a mi novela. Recuerdo haber leído en
tiempo record El Quijote, La Divina Comedia, La Iliada y La Odisea, el
Ulises de Joyce, En busca del tiempo perdido. No sé qué tanto pude aprender de esa
maratón literaria, lo que sí tengo claro es que estuve a punto de abandonar mi
carrera de licenciado-filósofo y que obtuve el título casi a regañadientes y
gracias al estímulo del profesor Francisco Jarauta, un español digno de todo mi
respeto.
Después de la preparación atlético-literaria me senté a
corregir Breve historia de todas las
cosas. Para ello lo que hice fue
buscar bloques de significación lo más independientes y vigorosos posibles.
Para lograrlo, aislé, un poco a la manera cartesiana, algunos personajes
destacados: el alcalde Robustiano, los dos músicos del pueblo, los dos negros
del pueblo, los muchachos del liceo, el tonto, el poeta gordo, las cuatro
hermanas de belleza deslumbrante (Sol, Cielo, Estrella y Lucero). Pero no
bastaba tener a los personajes aislados, con sus respectivas historias,
divididas por subtítulos semejantes a los del Quijote, sino que había que
buscar una columna vertebral, que tirara de la novela desde el principio hasta
el fin, de modo que la obra no quedara reducida a un inventario de personajes
extravagantes. La columna vertebral la hallé en el tonto del pueblo, Californio
El Simple, que abría la novela, lanzando agua sobre el polvo rojo del pueblo
para aplacarlo y cerraba la novela descubriendo el secreto de su genialidad
musical. El tonto del pueblo servía como elemento estructurador y condensaba de
alguna manera la visión totalizadora del pueblo. Era como el ta ta ta tan de la
Quinta Sinfonía de Beethoven. Aparecía y desaparecía, a veces era dominante y
en ocasiones apenas una sombra, su hilo recorría toda la novela de modo que al
unir el principio, el medio y el fin, permitiría hacer estallar el desenlace.
Fue una novela escrita de manera rústica pero con alegre despreocupación, y
ello supieron notarlo y agradecerlo lectores y críticos.
La vida pública de esta novela fue deslumbrante y fugaz:
al año de terminada ya estaba publicada en Ediciones La Flor de Buenos Aires,
recibió crítica abundante, palos y elogios, el mismo García Márquez llamó por
teléfono para felicitarme, en Costa Rica le dieron el Premio Nacional y la obra
estuvo a punto de ser traducida al italiano. En 1979 apareció una edición
colombiana en Plaza y Janés, que fue de 10 000 ejemplares. Después ya no hubo
una tercera edición.
Fue sin duda un despegue acelerado, que con el paso de
los años me dejó la idea de que había rozado la gloria y la había extraviado
pronto. Vendrían después otras novelas, que fueron recibidas unas con más
escepticismo y entusiasmo que otras.
Paraísos
hostiles, publicada en
1985, diez años después de mi primera novela, fue una obra que apareció en
México en una pequeña editorial llamada Leega. Entre 1975 y 1985 había pasado
mucha vida frente a mis ojos. Terminé mi licenciatura en Filosofía, viajé a Estados Unidos donde dicté clases de
español y terminé casi a regañadientes mi maestría en Artes en la Universidad
de Kansas, me trasladé a Monterrey, México, donde duré casi seis meses al borde
de la más absoluta miseria, dicté clases de traducción y creación literaria en
la Universidad Autónoma de Nuevo León, renuncié a mi trabajo y viajé a la
ciudad de Xalapa, donde durante seis meses estuve desempleado, comencé a
escribir guiones radiofónicos para Radio Universidad, entré a laborar a la
Dirección de Publicaciones de la Universidad Veracruzana y ahí me quedé.
Paraísos
hostiles es la novela de
la miseria humana. En ella se describe una casa en la que se hacinan, como en
los siete círculos del infierno, personajes de las más diversas
características, dominados por los instintos básicos: el hambre, la pulsión
sexual y el amor. En esta novela hay aproximadamente 30 personajes principales
y cada uno tiene su historia. No hay un protagonista central, como no sea la
misma casa, el perro Triciclo o Sebastián, un inocente que hace su aprendizaje
de la vida a lo largo de la novela. Como
podrán notar, esta novela se parece a Breve historia de todas las cosas en el hecho de que presenta a
muchos personajes, situados en un espacio. Solamente que el espacio de Paraísos hostiles es mucho más reducido:
una casa de huéspedes. Sin embargo hay o quiere haber una ambición mayor: la de
llevar a cabo una reflexión sobre la vida, la muerte, el amor, el erotismo, la
mujer, el hombre.
Para escribir esta novela tuve pretensiones -o más bien
juegos- de orden científico: hice tablas estadísticas de frecuencia para medir
la aparición dosificada de los personajes, tracé gráficas de la longitud de los
fragmentos, elaboré esquemas sobre los diversos ingredientes de la receta
literaria (lo épico, lo cómico, lo dramático, lo cursi...)
También -y esto lo recuerdo con gran claridad- trabajé el
estilo de forma tan minuciosa que podía pasar varias horas en una sola página,
buscando las palabras adecuadas. Tanto tiempo pasaba sentado ante la máquina de
escribir, que fue necesario inventar una mesa alta, como un atril, para
escribir de pie, pues me dolían enormemente las rodillas.
Cada vez que uno escribe una novela tiene que afrontar
varias decisiones muy graves, de las cuales depende el éxito o el fracaso de la
obra. Una de ellas, quizá la más importante, es la selección del narrador o los
narradores. La pregunta básica sería: Quién cuenta la historia? Otras
preguntas serían: Desde qué perspectiva temporal se cuenta? Desde el futuro,
cuando lo que se cuenta es pasado; de forma contemporánea, es decir, cuando se
va contando a medida que las cosas van sucediendo; desde el pasado, inventando
lo que va a suceder, etc.?
Para Breve historia
yo había inventado un narrador al que llamé el historiador-literato Mateo
Albán, periodista capturado en 1948 en San Isidro y recluido en la cárcel del
pueblo, desde donde escribe lo que oye, lo que ve, lo que inventa. Pero este
narrador no es único, sino que se complica con otros narradores de tipo
omnisciente, que no se determinan, e incluso con narradores en primera persona.
Para Paraísos hostiles no busqué un
narardor preciso, sino que lo difuminé entre los habitantes de la casa. Nunca
se sabe quién cuenta las historias, pero se supone que es un habitante. Se
escuchan chismes, relatos, se leen partes de un libro hallado entre las camas,
se oyen voces en la oscuridad, y entre todas ellas se va armando la novela.
La estructura es fragmentaria y la fragmentación tiene
nuevos fragmentos. Es decir, cuando hay una historia larga e interesante, se
corta, para dar paso a otras, y luego la primera historia se reanuda, luego la
segunda y luego la tercera, con lo que
se va creando un tejido bastante intrincado de relatos. La palabra
"tejido" es muy importante cuando se habla de novelas: el novelista
tiene los hilos -a veces abundantes- en las manos, y no debe permitir que se le
enreden, debe buscar que haya una simetría, una armonía, una música de fondo.
Hay hilos argumentales, hilos temporales, hilos estilísticos, hilos
estructurales, que deben tejarse con minuciosidad. Lo ideal del tejido
novelístico sería encontrar una textura como la de la seda: que resbale entre
las manos, que acaricie, que arrope, que seduzca, que se convierta en espacio
habitable, amable.
Hubo diversas y contradictorias reacciones a Paraísos hostiles: generalmente los
lectores menos avezados rechazaron la obra, mientras que los lectores
cultivados la celebraron a altos niveles. Es una novela que tiene intenciones
filosóficas expresas y me parece que su nivel es bastante decoroso, pero
requiere de un lector atento, que esté dispuesto a reflexionar. El lector que
quiera disfrutar de la obra deberá regresar a fragmentos anteriores, lo que no
sucede con la novela Breve historia...
que se puede leer de varias senatadas y disfrutar sin complicaciones
estructurales o de conciencia.
Qué gané o qué perdí de la primera a la segunda novela?
No sé. Creo que toda pérdida es ganancia y que no hay experiencia que no tenga
valor.
Cuando escribí mi tercera novela, Mujeres amadas, que apareció publicada tres años después de Paraísos hostiles, ya había perdido casi
por completo la inocencia del novato. Había leído muchas novelas, con la
intención expresa de aprender, conocía dos o tres teorías a las que no les
prestaba atención y estaba dispuesto a escribir una obra que recogiera no sólo
mis experiencias sobre el amor, sino las aportaciones de la literatura
universal. En la contraportada de la segunda edición mexicana, que reproduzco
por ser altamente sintética, dice: "Germán Vargas, uno de los sabios de Cien años de soledad y maestro de
Gabriel García Márquez, definió a Mujeres
amadas como tratado de erotismo
burlesco-trascendental. Es una novela de amor, pero también de
autoconocimiento. Un escritor persigue a una elusiva musa de empecinada
castidad y le cuenta, a la manera de Scherezada de Las mil y una noches, las historias (reales o inventadas) de sus
pasados amores. El resultado es una narración divertida y a la vez firme que
nos hace reflexionar sobre el eterno y siempre novedoso tema del amor, y su
culminación, el erotismo".
La fuente vivencial de mi novela fue mi relación con una
mexicana que conocí en Estados Unidos y
que por diversas razones no quería dar su brazo -por no decir otra cosa- a
torcer. A ella, en la vida real, le conté las historias de mis pasados amores
-craso error: creer que contárselo todo a la mujer amada es un buen movimiento,
resulta ser una especie de pasaporte al eterno retorno: esa mujer estará el
resto de su vida recordando a las otras mujeres, aunque uno ya las haya
olvidado. Contarle todo a la mujer amada es como condenarse a llevar un mico en
el hombro toda la vida.
Una vez que fracasó mi conciliación con esa mujer -el
amor es, en cierta medida, una conciliación de intereses-, una vez que la perdí
y me perdió, quise recuperarla por medio de la literatura. Y aquí tenemos una
definición provisional de lo que podría ser una novela: el intento de recuperar
algo que hemos perdido o el deseo de crear algo que añoramos. Una prueba de
ello es el título de la obra maestra de Proust: En busca del tiempo perdido.
En Mujeres amadas inventé
un narrador que perseguía una mujer y que utilizaba como medio de seducción el
arte de la narración de sus propias aventuras amorosas pasadas.
Yo quería inventar mi propia love story pero no deseaba repetir lo que ya se había hecho, aunque
tampoco quería desaporovechar las experiencias pasadas. De modo que una vez que
escribí la historia básica, me di a la tarea de leer todo lo que hallé sobre el
amor: Romeo y Julieta, El Banquete, El Cantar de los cantares, Dafnis y Cleo,
Mujeres enamoradas, El amante de Lady Chatterley, todo Henry Miller. A
manera de collage introduje escenas casi textuales de esas obras, diluyéndolas
de tal manera, que parecieran partes de mi novela. También esbocé una teoría
general sobre el amor y el erotismo.
El resultado fue una obra fragmentada en la que alternaba
la primera y la tercera persona, utilizando la primera persona para la seriedad
y la tercera para la parodia. El tono general es o quiere ser divertido. La
novela se burla del autor, los personajes se critican a sí mismos, las personas
y los personajes se confunden. En este caso la definición de la novela ya no
sería el espejo que recorre el camino, sino el espejo que persigue al autor .
La crítica fue abundante y positiva, pero ello redundó en
poco provecho para mi vida práctica. Hasta entonces había ganado poco dinero
con mis obras y debía seguir trabajando en oficios no siempre agradables. Las
condiciones empeoraron: no fue fácil publicar esa novela y no sería fácil
publicar las siguientes. En esta obra hay una serie de preguntas que quise
responder. No se trataba de contar simplemente una historia, sino de buscarle
un sentido, una trascendencia: qué es el amor, qué es el erotismo, qué son las
mujeres, qué buscan, cómo se comportan? En la medida en que los lectores
compartan estas curiosidades y sientan que el novelista está dando respuestas,
sentirán que la novela es de ellos, que el novelista está contando una historia
conocida que puede iluminar sus propias vidas.
El año siguiente apareció publicada El juego de las seducciones, una novela cuya escritura había
iniciado en 1973, es decir quince años antes. En ella cuento tres historias
básicas: la historia de un proceso psicótico que sufrí durante mi adolescencia,
la historia de mi primera salida al mundo de los adultos y la historia de mi
familia. Son tres historias que avanzan de manera paralela, cortándose cada
cuatro o cinco páginas. Esta novela es la novela de la formación de un hombre,
una bildungsroman, como las llaman
los críticos. El santo patrón de esta novela fue Dostoievski: quise narrar a su
manera las profundidades de un espíritu en crisis, sin omitir ningún detalle,
por doloroso que fuera. El tono es de extrema serierdad. Las pocas personas que
la leyeron opinaron que era mi mejor novela, la menos casquivana.
Durante quince años estuve arrastrando este texto a lo
largo de mis viajes. Me estudié a mí mismo, hurgué despiadadamente en mi
pasado, estudié psicología, psiquiatría, antropología, historia. Puedo asegurar
que ninguna novela me ha hecho sufrir tanto como ésta y supongo que si algún
día se hace un balance de mi trabajo, se dirá que es la mejor que he escrito.
Creo que con esta obra exorcisé por completo la imagen ya pesada de García
Márquez, que gravitaba sobre mi literatura. Al liberarme de mí mismo, de mis
temores, y al contar lo que parecía incontable, se me abrió el horizonte y
comencé a encontrar mi veta: el erotismo. De esta liberación surgieron mis
cuentos: Para antes de hacer el amor
y Para después de hacer el amor, que
son las obras que más se conocen y que han sido mucho más celebradas y leídos
que mis novelas.
En El juego de las
seducciones hay un trabajo estructural y estilístico más complejo que en
las obras anteriores: una sección está narrada en monólogo interior (el
narrador se habla a sí mismo), otra sección está en tercera persona (se cuenta
la historia de la familia) y la otra en primera persona (el narrador cuenta el
proceso que lo llevó a la locura o disociación con respecto a la sociedad que
lo rodea). El crítico Peter Broad
comenta que la impresión que produce esta estructura es que se están leyendo
tres novelas a la vez, tres novelas claramente relacionadas e integradas. De
nuevo exijo en esta novela un lector atento, dispuesto a releer partes ya
leídas, para comprender mejor.
La fortuna, la carrera de esta novela ha sido limitada,
en parte por el hecho de que salió publicada en una editorial que estaba en
decadencia. No hubo edición colombiana. Por desgracia las novelas están
estrechamente vinculadas a la situación económica del país en que salen
publicadas: si el país está en crisis, la novela está en crisis. Si la novela
no dispone de un aparato publicitario que la apoye, corre el riesgo de
permanecer en bodega. Pero las novelas tienen sus misterios y de pronto salen
de la oscuridad y comienzan a venderse y a tener lectores. Yo sospecho y espero
que esto sucederá pronto con El juego de
las seducciones. Lo mismo pasa con los países y las civilizaciones y es que
dan vuelcos sorprendentes. Ningún imperio es eterno y ninguna desventura
interminable. Ahí yace mi esperanza en Colombia, aunque yo personalmente
no pueda hacer otra cosa que escribr con
honradez, siguiendo mi mandato interior.
Después de las largas angustias que me ocasionó El juego de las seducciones, vino una
novela totalmente diferente, en la que yo como fuente temática, estoy ausente.
En la novela Los placeres perdidos narro
episodio a episodio las andanzas de un caballero andante del amor, del arte y
de la vida, Adolfo Mntaño Vivas, el frenáptero.
Y aquí tengo que explicar lo que es un frenáptero: un ser de mente
alada, una criatura angélica que anda extraviada por el mundo, tratando de alguna
forma de arreglarlo o iluminarlo.
Los
placeres perdidos fue
escrita con enorme facilidad y presteza. No tuve que recurrir a otro libro
diferente al libro de la vida para encontrar mi personaje y mis situaciones:
Adolfo vive y prospera en Cali, donde es un personaje bien conocido y amado por
absolutamente todas las personas que lo conocen: Adolfo es músico genial, es
literato, es erudito en asuntos botánicos y zoológicos, es pintor, es maestro
de la vida. Si alguien quiere conocer cómo eran los profetas bíblicos que
hablaban con Dios como por teléfono, si alguien desea tener la experiencia de
conocer a un iluminado por todas las gracias, debe buscar a Adolfo.
El método que utilicé para recoger las anécdotas de mi
novela fue el de los apóstoles: seguir al señor a todas partes y recoger sus
palabras y escribir sobre sus hechos. Tal es mi novela Los placeres
perdidos que ha gozado de gran cariño por parte de las personas que la han
leído y que han incorporado a su lenguaje la palabra "frenáptero",
que a veces utilizan incorrectamente refiriéndose a mí. Que hay personas
privilegiadas por la gracia -esa belleza del alma-, por el don de la simpatía y
por la capacidad de despertar el amor de todos cuantos los rodean, es un hecho.
Adolfo es una de esas personas y yo no hice más que recoger las palabras y los
hechos que iba dejando caer a su paso.
Para algunos apresurados, Adolfo puede parecer una persona con problemas
de retardo mental, para otras un hombre mimado, para otras, un ser que se negó
a crecer. Para mí fue y sigue siendo, el modelo más acabado del
"frenáptero", un ser con mente alada, muy diferente al "frenolito", que es el
de mente petrificada. Estas dos palabras las inventé a partir de raíces
griegas.
Incurriré ahora en el inefable placer de hablar de mí
mismo, como dijera, creo, Ortega y Gasset. No es un misterio que todos los que
escriben se describen y revelan a sí mismos incluso en los personajes y
situaciones más distantes de su propia personalidad. Algunas de las personas
que ya leyeron Buenabestia/Las noches de
Ventura han dejado a un lado la literatura para indagar la identidad de los
personajes femeninos que allí describo. Otras encuentran ciertas situaciones
algo exageradas. Las mujeres que han leído el libro sienten hacia él una
atracción morbosa. Y es que la novela es una novela sobre mujeres, y sobre
cuáles mujeres puedo escribir si no es sobre las que he conocido e imaginado.
Muchas mujeres que me han querido o padecido, si es que me leen, se habrán
identificado con uno u otro personaje. De las mujeres han partido críticas y
censuras. Una dijo que yo era un misógino colado en la neoliteratura rosada. Me
calificó de nacote refugiado, sudaca y autor de fotonovelas porno. La acusación
de que soy un escritor de pornografía me ha perseguido, de la misma forma que
ha llegado a molestar a mi esposa, a quien frecuentemente acosan. Ella, que ya
ha aprendido a vivir conmigo y con mi fama o mala fama, ha desarrollado
respuestas para defenderse. Una de ellas es sencillísima: preguntar al ofensor
si ha leído aunque sea uno solo de mis libros. Habitualmente quienes me atacan
es porque no han leído mis obras y se dejan llevar por una envidia insana y
barata.
Entiendo perfectamente a las mujeres que han reaccionado
contra mis escritos. Lo que yo intenté hacer en Buenabestia/Las Noches de Ventura fue dar una visión lo más
completa posible del erotismo y de las complicaciones y deleites que involucra
la búsqueda del amor, todo ello desde mi punto de vista y por lo tanto desde
mis experiencias y mis lecturas. No se trataba simplemente de describir
situaciones enervantes y conflictos entre el protagonista y sus mujeres, sino
de comprender las situaciones y hacerlas palpables. La mayor parte de las
personas que escriben por necesidad, siguiendo el mandato interior que
pregonaba Kafka, lo hacen para comprenderse, para explicar su posición en el
mundo, incluso para justificarse. La escritura es una satisfacción solitaria,
por lo tanto en cierta forma onanista. Ser leído es como escapar del onanismo y
entregarse al amor: compartir la pasión pero también el veneno. Bien dicen que Semen retentum venenum est. De la misma
forma, las obras escritas y no publicadas se transforman en veneno que puede
echar a perder la vida de un escritor.
Es obvia y explicable la suposición de que el
protagonista de Buenabestia/Las noches de
Ventura y, por lo tanto, de El libro
de la vida sea un alter ego de Marco Tulio Aguilera Garramuño. Pero en este
caso no se trata del escritor colombiano residente en México que se dedica a
seducir mujeres para escribir sobre
ellas, sino de un escritor quintaesenciado, editado, potenciado. No soy yo, por
lo tanto, el protagonista, sino un yo idealizado, arrastrado por el esplendor y
el cieno de la sinceridad y expuesto a la curiosidad del lector. La novela no
es la historia de mi vida, sino la historia de mis fantasías, de mis lecturas,
de mis tabajos para escribir, publicar y sobrevivir. Es una novela de formación
(habrá quienes digan que es de deformación).
Que algunos escritores son particularmente perversos, es un lugar común. Más
acertado sería decir que los escritores se atreven a decir lo que los demás
solamente se atreven a imaginar. Yo mismo me he definido como un amoroso,
aunque otras personas me califican como ingenuo o como un hombre que se ha
dejado manipular por las mujeres.
Los personajes femeninos son fundamentales en El libro de la Vida (sé que ya desde el
título mi proyecto suena bíblico, de ambición paranoica y lo asumo con
humildad: solamente una persona enfermizamente segura en sí misma se atreve a
ponerse como modelo del protagonista de su propia obra o, en palabras de Blake I have always found that the angels have the
vanity to speak of themselves as the only wise; this they do with a confident
insolence sprouting fron systematic reasoning [1]).
Hay todo tipo de mujeres en Buenabestia/Las
noches de Ventura, desde Bárbara Blaskowitz, casada, divorciada,
enamoradiza, samaritana, pasando por la Princesa de Huamantla, una criatura
hecha para la esclavitud del amor, e Iris Moonligth, una Hércules del erotismo
femenino, masculino y ambiguo. Y entreveradas con ellas, infinidad de entidades
de la imaginación: Ranita, Trilce, Svieta Korolenko (la polaca que decía el
cuellito, bésame el cuellito). De las seiscientas páginas que tenían los volúmenes
I y II de El libro de la Vida, sólo
quedaron en Buenabestia/Las Noches de
Ventura, trescientas cincuenta. La verdad es que lo que yo he escrito en
estas páginas corresponde a una época ya lejana de mi vida (de 1980 a 1985) y
en el instante en que escribo estas líneas,
mi vida y mi actitud son otras. Ya no concibo el amor como una aventura
sino como una ventura. Creo que el amor existe porque desde hace más de diez
años lo vivo de manera cotidiana con Leticia Luna. Ya no concibo el amor como
una búsqueda sino como un encuentro. Quienes conocen mi vida actual saben a qué
me refiero. Ya no tengo tiempo de perseguir mujeres ni de dejar que me
persigan. La vida apenas me alcanza para ayudar a levantar mi familia, tener a
tiempo y bien La Ciencia y el Hombre,
revista que edito para la Universidad Veracruzana y escribir de vez en cuando.
El tercer y cuarto volumen de El Libro de la Vida, que aparecerá bajo el título de La hermosa vida, El libro de la vida II,
ya está listo, pero esperaré algún tiempo antes de promover su publicación. Hay
que dar espacio a ver qué pasa con el
primer volumen. Pronto emprenderé la corrección de La pequeña maestra de violín, El libro de la vida III. Mientras
llega la hora de corregirlo, me estoy preparando. Acabo de leer dos biografías
de Pagannini: Nicolo Pagannini and the
history of the violin, de F.J. Fetis, quien fuera amigo personal del mayor
violinista que ha existido, y Nicolo
Pagannini: his life and work, de Stephen Stratton, que es un plagio
descarado del primero. Leí estos libros porque la música desempeña un papel
fundamental en mis obras.
El último volumen de la serie El libro de la vida, que he titulado La plenitud del amor, El libro de la Vida IV, ya está escrito y
corregido, pero es un texto demasiado difícil, que linda peligrosamente con lo
cursi, pues por primera vez afronto sin tapujos el tema del amor (ya no
solamente el del erotismo y los simulacros del amor). La responsabilidad que
asumo en el último volumen es grande: se trata, ni más ni menos, que de llegar
a unas conclusiones sobre el amor. Se me ocurre que quiero hacer algo como una Fenomenología del espíritu aplicada al
tema del amor, pero sin el abstruso y confuso estilo hegeliano, que acaso
solamente Adolfo Sánchez Vázquez entienda en México. Sé que todo esto suena
pretencioso, pero qué vamos a hacer: cuando
uno desde chiquito se soñó Cervantes no tiene otra alternativa que
hacerse ilusiones y trabajar para estar a la altura de sus sueños. El proyecto
de escribir una serie de libros es tan absurdo, tan optimista, como la idea de
que éstos se venderán abundantemente. Sólo siendo un irredimible optimista se
puede persistir en la profesión del escritor en estos tiempos de penuria. Pero
no debo quejarme. La verdad es que soy un privilegiado porque tengo tiempo para
escribir, porque soy libre para escribir lo que se me da la gana y porque
dispongo de espacio para publicar mis textos.
Frente al primer borrador que formaban siete volúmenes de
El libro de la Vida, tuve que hacer
una evaluación seria del proyecto. A partir de la primera correción hubo en mí
una preocupación básica: no aburrir al lector. Y esa preocupación era de
elemental estrategia: si mi proyecto original contemplaba terminar seis o siete
volúmenes de El libro de la Vida, era
obvio que quien se aburriera leyendo el primero nunca buscaría el segundo y
jamás llegaría a leer el séptimo, aunque lo sometieran a torturas y le dieran
becas. En el mundo literario se contempla como vituperable el querer agradar al
lector. Tener muchos lectores es para algunos sinónimo de autocomplacencia o
ingenuidad. Ya Savater, en un delicioso libro llamado Apóstatas razonables señalaba
que:
Quien deliberadamente se propone ser clásico,
rara vez alcanza vigencia ni siquiera en vida y la pierde toda el día de su
muerte; pero quien sólo aspira modestamente a intrigar, conmover o divertir a
su vecino puede llegar a ver eternizado lo saludable de su gesto[2]. Para probarlo pone como ejemplos a
Shakespeare, Rabelais, Cervantes y Voltaire, que habiendo alcanzado popularidad
en su tiempo, la mantienen hasta la actualidad.
Como nunca me he creído autótrofo y sé que de los demás
se puede aprender, decidí emprender la lectura de las grandes series de novelas
amorosas, eróticas o similares. Comencé con Sexus,
Plexus y Nexus, novelas que conforman La
Crucifixión Rosada, de Henry Miller. Qué aprendí de ellas? Supongo que la
naturalidad, el desparpajo, la sinceridad y la idea de que todo puede decirse
en la forma en que uno quiera, si es que uno tiene algo que decir y sabe
decirlo. La verdad es que hay poco de memorable en las novelas de Miller. Su
narración discurre como un río bajo el cual hay un montón de piedras y en muy
pocas ocasiones uno le encuentra sentido a ese discurrir. Pero en ese flujo
atormentado y hedonista está precisamente el placer de la lectura de Miller.
La lectura de Justine,
Balthazar, Montolive y Clea, obras que forman El Cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrell (y que el mismo autor
calificó como "una investigación del amor moderno"), me enseñó una
dimensión más humana del acercamiento al hecho amoroso. Los personajes son
atractivos, misteriosos, con algo de romanticismo y una turbulencia que
recuerda a Cumbres borrascosas.
También aprendí que cuando uno escribe una novela de amor, erotismo o
conflictos psicológicos, hay que evitar meterse en disquisiciones políticas.
Lo mismo entendí de la lectura de los siete volúmenes de En busca del tiempo perdido: si el tema
básico de Proust eran las sutilezas de las relaciones afectivas, eróticas y los
secretos de la sensibilidad exaltada, para qué diablos se metía a contar en
cincuenta o más páginas las circunstancias del caso Dreyfus y para qué se
dedicaba a cantar las bellezas de las catedrales en treinta o cuarenta. De
Proust me son atractivos los personajes que están directamente ligados a la
sensibilidad del protagonista: Albertina, Gilberta, el Barón Charlus, la
duquesa de Guermantes, las hermosas sirvientas.
Leí y subrayé todos los volúmenes de En busca del tiempo perdido. Lo que saqué en limpio de la lectura
de Proust es que para hacer una obra literaria equilibrada, hay que ponerse en
el punto de vista del lector, de un lector atemporal y aespacial, a quien no le
va a importar si en el tiempo de la novela gobernaba Rojas Pinilla o Carlos V.
La idea de que una buena novela debe captar el espíritu de su tiempo la entiendo
de la siguiente manera: lo que importa son los efectos de las circunstancias
sobre los personajes, más que las circunstancias mismas.
Tras este rápido recorrido por
la superficie de mis novelas, me atrevo a preguntarme, qué sentido tiene todo
este trabajo, hacia dónde ve, qué he logrado. Aunque algunos críticos han
señalado que una de las características básicas de lo que escribo es la
autoconciencia, es decir, la reflexión sobre mi trabajo literario, estoy lejos
de tener claras las respuestas. Uno va escribiendo como el navegante del barco
de la vida, entre las brumas del tiempo, a veces ve islotes, en ocasiones
continentes, frecuentemente sufre alucinaciones y descubre que todo es falso y
todo verdadero, que todo importa y todo carece de importancia, que que el
camino vale tanto como la llegada. Tal vez la razón del arte sea recuperar los
islotes de la memoria, los instantes memorables, para hacerlos habitables, para
ofrecerlos al lector, al espectador. Somos criaturas de un día, pero con el
privilegio de la memoria y la ventaja de la conciencia. Las novelas son el
resultado de una larga vigilia en busca de esos islotes de la memoria, de esos
continentes de la naturaleza humana. Cada novelista descubre y crea sus
territorios, les da habitantes, una geografía, unas leyes, e invita a los
lectores a visitar su territorio. Quisiera que mis terrotorios fueran
atractivos para muchos, que guardaran como en un arca no sólo lo decible sino
lo indecible. Ojalá haya conseguido o consiga algún día mis propósitos. Mientras
tanto sigo escribiendo, es decir, viviendo
por lo menos dos vidas. El novelista es un hombre al que no le basta con
una vida. Es un ser elevado a una segunda potencia por arte de su imaginación y
su soberana paciencia.
Xalapa, 15 de abril de
1999
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