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La novela: seda entre las manos

agosto 19, 2013

En un restaurante en Madrid
Conferencia dictada en la Universidad Nacional de Colombia el 23 de abril de 1999

La primera novela que escribí, Breve historia de todas las cosas, fue el resultado de varias circunstancias, algunas bastante contradictorias. Entre ellas podría enumerar las siguientes: el aburrimiento que me ocasionaban ciertas clases de filosofía en la Universidad del Valle, la lectura deslumbrante de Cien años de soledad, el fracaso de mi profesión de fondista, un pasado de lector omnívoro, la necesidad de reconocimiento y el sentimiento de que en mi memoria había todo un universo a presión, como un átomo original, que necesitaba expresarse.
            El resultado de todas  estas circunstancias y de otras que sin duda se me olvidan, hizo que me pusiera a escribir en mis cuadernos la historia de San Isidro del General, pueblo de Costa Rica donde pasé mis años de adolescencia. Mientras un profesor soberanamente aburridor paseaba su figura de batracio frente a los alumnos tejiendo y destejiendo argumentos en torno a La Crítica de la razón pura, yo escribía mis recuerdos de ese pueblo de putas, comerciantes, mujeres hermosas, tontos de capirote, sacerdotes herejes, solteronas enamoradas y progreso caótico. Relataba la llegada de grandes  artistas, el arribo de las compañías norteamericanas, describía los bailes, reseñaba las grandes pasiones y todo lo hacía con la inocencia absoluta de los ignorantes y los novicios. El resultado fue un texto de casi 500 páginas, escritas a mano, que luego pude pasar a máquina gracias al auxilio de tres secretarias, cuyos nombres nunca olvidaré: Fanny, Luz Marina y Eva. Viéndome con aquel volumen y sin saber qué hacer, recurrí al único escritor que por entonces conocía, Gustavo Alvarez Gardeazábal. Gustavo,  con la generosidad que siempre lo ha caracteriizado, leyó el texto con enorme celeridad y pronto me lo devolvió lleno de anotaciones. Lo que sí me dejó en claro fue que yo tenía capacidad para escribir, don de narrador, pero que me faltaba orden. Debía aprender en primera medida a contener el alud de anécdotas, debía dar tiempo a que el lector respirara y buscar una noción de lo que era una estructura. Me dijo que era necesario recordar la existencia de los puntos. Aquello que yo había escrito era una masa amorfa de personajes, situaciones, espacios, ideas, como una imparable pelea de perros en la que a veces sacaba la cabeza un personaje memorable o se narraba una situación interesante, que luego se perdían en las aguas turbulentas de un lenguaje brillante pero descuidado. Al margen de las páginas de mi manuscrito aparecían de pronto tres signos de admiración puestos allí por Gustavo, para señalar los puntos que le parecían sobresalientes de la obra. Gustavo sugirió que antes de emprender la corrección del texto, debía dedicarme a leer obras ejemplares, que me dieran noción de lo que era una novela. Por aquellos días yo era una persona con una gran energía, que emprendía proyectos monumentales con una tranquilidad de santo: así fue como se me ocurrió que debía leer las obras más importantes de la humanidad, de principio a fin, antes de entrar de nuevo a mi novela. Recuerdo haber leído en tiempo record El Quijote, La Divina Comedia, La Iliada y La Odisea, el Ulises de Joyce, En busca del tiempo perdido. No sé qué tanto pude aprender de esa maratón literaria, lo que sí tengo claro es que estuve a punto de abandonar mi carrera de licenciado-filósofo y que obtuve el título casi a regañadientes y gracias al estímulo del profesor Francisco Jarauta, un español digno de todo mi respeto.
            Después de la preparación atlético-literaria me senté a corregir Breve historia de todas las cosas.  Para ello lo que hice fue buscar bloques de significación lo más independientes y vigorosos posibles. Para lograrlo, aislé, un poco a la manera cartesiana, algunos personajes destacados: el alcalde Robustiano, los dos músicos del pueblo, los dos negros del pueblo, los muchachos del liceo, el tonto, el poeta gordo, las cuatro hermanas de belleza deslumbrante (Sol, Cielo, Estrella y Lucero). Pero no bastaba tener a los personajes aislados, con sus respectivas historias, divididas por subtítulos semejantes a los del Quijote, sino que había que buscar una columna vertebral, que tirara de la novela desde el principio hasta el fin, de modo que la obra no quedara reducida a un inventario de personajes extravagantes. La columna vertebral la hallé en el tonto del pueblo, Californio El Simple, que abría la novela, lanzando agua sobre el polvo rojo del pueblo para aplacarlo y cerraba la novela descubriendo el secreto de su genialidad musical. El tonto del pueblo servía como elemento estructurador y condensaba de alguna manera la visión totalizadora del pueblo. Era como el ta ta ta tan de la Quinta Sinfonía de Beethoven. Aparecía y desaparecía, a veces era dominante y en ocasiones apenas una sombra, su hilo recorría toda la novela de modo que al unir el principio, el medio y el fin, permitiría hacer estallar el desenlace. Fue una novela escrita de manera rústica pero con alegre despreocupación, y ello supieron notarlo y agradecerlo lectores y críticos.
            La vida pública de esta novela fue deslumbrante y fugaz: al año de terminada ya estaba publicada en Ediciones La Flor de Buenos Aires, recibió crítica abundante, palos y elogios, el mismo García Márquez llamó por teléfono para felicitarme, en Costa Rica le dieron el Premio Nacional y la obra estuvo a punto de ser traducida al italiano. En 1979 apareció una edición colombiana en Plaza y Janés, que fue de 10 000 ejemplares. Después ya no hubo una tercera edición.
            Fue sin duda un despegue acelerado, que con el paso de los años me dejó la idea de que había rozado la gloria y la había extraviado pronto. Vendrían después otras novelas, que fueron recibidas unas con más escepticismo y entusiasmo que otras.
            Paraísos hostiles, publicada en 1985, diez años después de mi primera novela, fue una obra que apareció en México en una pequeña editorial llamada Leega. Entre 1975 y 1985 había pasado mucha vida frente a mis ojos. Terminé mi licenciatura en Filosofía, viajé  a Estados Unidos donde dicté clases de español y terminé casi a regañadientes mi maestría en Artes en la Universidad de Kansas, me trasladé a Monterrey, México, donde duré casi seis meses al borde de la más absoluta miseria, dicté clases de traducción y creación literaria en la Universidad Autónoma de Nuevo León, renuncié a mi trabajo y viajé a la ciudad de Xalapa, donde durante seis meses estuve desempleado, comencé a escribir guiones radiofónicos para Radio Universidad, entré a laborar a la Dirección de Publicaciones de la Universidad Veracruzana y ahí me quedé.
            Paraísos hostiles es la novela de la miseria humana. En ella se describe una casa en la que se hacinan, como en los siete círculos del infierno, personajes de las más diversas características, dominados por los instintos básicos: el hambre, la pulsión sexual y el amor. En esta novela hay aproximadamente 30 personajes principales y cada uno tiene su historia. No hay un protagonista central, como no sea la misma casa, el perro Triciclo o Sebastián, un inocente que hace su aprendizaje de la vida a lo largo de la novela. Como  podrán notar, esta novela se parece a Breve historia de todas las cosas en el hecho de que presenta a muchos personajes, situados en un espacio. Solamente que el espacio de Paraísos hostiles es mucho más reducido: una casa de huéspedes. Sin embargo hay o quiere haber una ambición mayor: la de llevar a cabo una reflexión sobre la vida, la muerte, el amor, el erotismo, la mujer, el hombre.
            Para escribir esta novela tuve pretensiones -o más bien juegos- de orden científico: hice tablas estadísticas de frecuencia para medir la aparición dosificada de los personajes, tracé gráficas de la longitud de los fragmentos, elaboré esquemas sobre los diversos ingredientes de la receta literaria (lo épico, lo cómico, lo dramático, lo cursi...)
            También -y esto lo recuerdo con gran claridad- trabajé el estilo de forma tan minuciosa que podía pasar varias horas en una sola página, buscando las palabras adecuadas. Tanto tiempo pasaba sentado ante la máquina de escribir, que fue necesario inventar una mesa alta, como un atril, para escribir de pie, pues me dolían enormemente las rodillas.
            Cada vez que uno escribe una novela tiene que afrontar varias decisiones muy graves, de las cuales depende el éxito o el fracaso de la obra. Una de ellas, quizá la más importante, es la selección del narrador o los narradores. La pregunta básica sería: Quién cuenta la historia? Otras preguntas serían: Desde qué perspectiva temporal se cuenta? Desde el futuro, cuando lo que se cuenta es pasado; de forma contemporánea, es decir, cuando se va contando a medida que las cosas van sucediendo; desde el pasado, inventando lo que va a suceder, etc.?
            Para Breve historia yo había inventado un narrador al que llamé el historiador-literato Mateo Albán, periodista capturado en 1948 en San Isidro y recluido en la cárcel del pueblo, desde donde escribe lo que oye, lo que ve, lo que inventa. Pero este narrador no es único, sino que se complica con otros narradores de tipo omnisciente, que no se determinan, e incluso con narradores en primera persona. Para Paraísos hostiles no busqué un narardor preciso, sino que lo difuminé entre los habitantes de la casa. Nunca se sabe quién cuenta las historias, pero se supone que es un habitante. Se escuchan chismes, relatos, se leen partes de un libro hallado entre las camas, se oyen voces en la oscuridad, y entre todas ellas se va armando la novela.
            La estructura es fragmentaria y la fragmentación tiene nuevos fragmentos. Es decir, cuando hay una historia larga e interesante, se corta, para dar paso a otras, y luego la primera historia se reanuda, luego la segunda y luego la tercera, con  lo que se va creando un tejido bastante intrincado de relatos. La palabra "tejido" es muy importante cuando se habla de novelas: el novelista tiene los hilos -a veces abundantes- en las manos, y no debe permitir que se le enreden, debe buscar que haya una simetría, una armonía, una música de fondo. Hay hilos argumentales, hilos temporales, hilos estilísticos, hilos estructurales, que deben tejarse con minuciosidad. Lo ideal del tejido novelístico sería encontrar una textura como la de la seda: que resbale entre las manos, que acaricie, que arrope, que seduzca, que se convierta en espacio habitable, amable.
            Hubo diversas y contradictorias reacciones a Paraísos hostiles: generalmente los lectores menos avezados rechazaron la obra, mientras que los lectores cultivados la celebraron a altos niveles. Es una novela que tiene intenciones filosóficas expresas y me parece que su nivel es bastante decoroso, pero requiere de un lector atento, que esté dispuesto a reflexionar. El lector que quiera disfrutar de la obra deberá regresar a fragmentos anteriores, lo que no sucede con la novela Breve historia... que se puede leer de varias senatadas y disfrutar sin complicaciones estructurales o de conciencia.
            Qué gané o qué perdí de la primera a la segunda novela? No sé. Creo que toda pérdida es ganancia y que no hay experiencia que no tenga valor.
            Cuando escribí mi tercera novela, Mujeres amadas, que apareció publicada tres años después de Paraísos hostiles, ya había perdido casi por completo la inocencia del novato. Había leído muchas novelas, con la intención expresa de aprender, conocía dos o tres teorías a las que no les prestaba atención y estaba dispuesto a escribir una obra que recogiera no sólo mis experiencias sobre el amor, sino las aportaciones de la literatura universal. En la contraportada de la segunda edición mexicana, que reproduzco por ser altamente sintética, dice: "Germán Vargas, uno de los sabios de Cien años de soledad y maestro de Gabriel García Márquez, definió a Mujeres amadas como tratado de erotismo burlesco-trascendental. Es una novela de amor, pero también de autoconocimiento. Un escritor persigue a una elusiva musa de empecinada castidad y le cuenta, a la manera de Scherezada de Las mil y una noches, las historias (reales o inventadas) de sus pasados amores. El resultado es una narración divertida y a la vez firme que nos hace reflexionar sobre el eterno y siempre novedoso tema del amor, y su culminación, el erotismo".
            La fuente vivencial de mi novela fue mi relación con una mexicana que conocí en Estados Unidos  y que por diversas razones no quería dar su brazo -por no decir otra cosa- a torcer. A ella, en la vida real, le conté las historias de mis pasados amores -craso error: creer que contárselo todo a la mujer amada es un buen movimiento, resulta ser una especie de pasaporte al eterno retorno: esa mujer estará el resto de su vida recordando a las otras mujeres, aunque uno ya las haya olvidado. Contarle todo a la mujer amada es como condenarse a llevar un mico en el hombro toda la vida.
            Una vez que fracasó mi conciliación con esa mujer -el amor es, en cierta medida, una conciliación de intereses-, una vez que la perdí y me perdió, quise recuperarla por medio de la literatura. Y aquí tenemos una definición provisional de lo que podría ser una novela: el intento de recuperar algo que hemos perdido o el deseo de crear algo que añoramos. Una prueba de ello es el título de la obra maestra de Proust: En busca del tiempo perdido.
            En Mujeres amadas inventé un narrador que perseguía una mujer y que utilizaba como medio de seducción el arte de la narración de sus propias aventuras amorosas pasadas.
            Yo quería inventar mi propia love story pero no deseaba repetir lo que ya se había hecho, aunque tampoco quería desaporovechar las experiencias pasadas. De modo que una vez que escribí la historia básica, me di a la tarea de leer todo lo que hallé sobre el amor:  Romeo y Julieta, El Banquete, El Cantar de los cantares, Dafnis y Cleo, Mujeres enamoradas, El amante de Lady Chatterley, todo Henry Miller. A manera de collage introduje escenas casi textuales de esas obras, diluyéndolas de tal manera, que parecieran partes de mi novela. También esbocé una teoría general sobre el amor y el erotismo.
            El resultado fue una obra fragmentada en la que alternaba la primera y la tercera persona, utilizando la primera persona para la seriedad y la tercera para la parodia. El tono general es o quiere ser divertido. La novela se burla del autor, los personajes se critican a sí mismos, las personas y los personajes se confunden. En este caso la definición de la novela ya no sería el espejo que recorre el camino, sino el espejo que persigue al autor .
            La crítica fue abundante y positiva, pero ello redundó en poco provecho para mi vida práctica. Hasta entonces había ganado poco dinero con mis obras y debía seguir trabajando en oficios no siempre agradables. Las condiciones empeoraron: no fue fácil publicar esa novela y no sería fácil publicar las siguientes. En esta obra hay una serie de preguntas que quise responder. No se trataba de contar simplemente una historia, sino de buscarle un sentido, una trascendencia: qué es el amor, qué es el erotismo, qué son las mujeres, qué buscan, cómo se comportan? En la medida en que los lectores compartan estas curiosidades y sientan que el novelista está dando respuestas, sentirán que la novela es de ellos, que el novelista está contando una historia conocida que puede iluminar sus propias vidas.
            El año siguiente apareció publicada El juego de las seducciones, una novela cuya escritura había iniciado en 1973, es decir quince años antes. En ella cuento tres historias básicas: la historia de un proceso psicótico que sufrí durante mi adolescencia, la historia de mi primera salida al mundo de los adultos y la historia de mi familia. Son tres historias que avanzan de manera paralela, cortándose cada cuatro o cinco páginas. Esta novela es la novela de la formación de un hombre, una bildungsroman, como las llaman los críticos. El santo patrón de esta novela fue Dostoievski: quise narrar a su manera las profundidades de un espíritu en crisis, sin omitir ningún detalle, por doloroso que fuera. El tono es de extrema serierdad. Las pocas personas que la leyeron opinaron que era mi mejor novela, la menos casquivana.
            Durante quince años estuve arrastrando este texto a lo largo de mis viajes. Me estudié a mí mismo, hurgué despiadadamente en mi pasado, estudié psicología, psiquiatría, antropología, historia. Puedo asegurar que ninguna novela me ha hecho sufrir tanto como ésta y supongo que si algún día se hace un balance de mi trabajo, se dirá que es la mejor que he escrito. Creo que con esta obra exorcisé por completo la imagen ya pesada de García Márquez, que gravitaba sobre mi literatura. Al liberarme de mí mismo, de mis temores, y al contar lo que parecía incontable, se me abrió el horizonte y comencé a encontrar mi veta: el erotismo. De esta liberación surgieron mis cuentos: Para antes de hacer el amor y Para después de hacer el amor, que son las obras que más se conocen y que han sido mucho más celebradas y leídos que mis novelas.
            En El juego de las seducciones hay un trabajo estructural y estilístico más complejo que en las obras anteriores: una sección está narrada en monólogo interior (el narrador se habla a sí mismo), otra sección está en tercera persona (se cuenta la historia de la familia) y la otra en primera persona (el narrador cuenta el proceso que lo llevó a la locura o disociación con respecto a la sociedad que lo rodea). El crítico  Peter Broad comenta que la impresión que produce esta estructura es que se están leyendo tres novelas a la vez, tres novelas claramente relacionadas e integradas. De nuevo exijo en esta novela un lector atento, dispuesto a releer partes ya leídas, para comprender mejor.
            La fortuna, la carrera de esta novela ha sido limitada, en parte por el hecho de que salió publicada en una editorial que estaba en decadencia. No hubo edición colombiana. Por desgracia las novelas están estrechamente vinculadas a la situación económica del país en que salen publicadas: si el país está en crisis, la novela está en crisis. Si la novela no dispone de un aparato publicitario que la apoye, corre el riesgo de permanecer en bodega. Pero las novelas tienen sus misterios y de pronto salen de la oscuridad y comienzan a venderse y a tener lectores. Yo sospecho y espero que esto sucederá pronto con El juego de las seducciones. Lo mismo pasa con los países y las civilizaciones y es que dan vuelcos sorprendentes. Ningún imperio es eterno y ninguna desventura interminable. Ahí yace mi esperanza en Colombia, aunque yo personalmente no  pueda hacer otra cosa que escribr con honradez, siguiendo mi mandato interior.
            Después de las largas angustias que me ocasionó El juego de las seducciones, vino una novela totalmente diferente, en la que yo como fuente temática, estoy ausente. En la novela Los placeres perdidos narro episodio a episodio las andanzas de un caballero andante del amor, del arte y de la vida, Adolfo Mntaño Vivas, el frenáptero.  Y aquí tengo que explicar lo que es un frenáptero: un ser de mente alada, una criatura angélica que anda extraviada por el mundo, tratando de alguna forma de arreglarlo o iluminarlo.
            Los placeres perdidos fue escrita con enorme facilidad y presteza. No tuve que recurrir a otro libro diferente al libro de la vida para encontrar mi personaje y mis situaciones: Adolfo vive y prospera en Cali, donde es un personaje bien conocido y amado por absolutamente todas las personas que lo conocen: Adolfo es músico genial, es literato, es erudito en asuntos botánicos y zoológicos, es pintor, es maestro de la vida. Si alguien quiere conocer cómo eran los profetas bíblicos que hablaban con Dios como por teléfono, si alguien desea tener la experiencia de conocer a un iluminado por todas las gracias, debe buscar a Adolfo.
            El método que utilicé para recoger las anécdotas de mi novela fue el de los apóstoles: seguir al señor a todas partes y recoger sus palabras y escribir sobre sus hechos. Tal es mi novela Los placeres perdidos que ha gozado de gran cariño por parte de las personas que la han leído y que han incorporado a su lenguaje la palabra "frenáptero", que a veces utilizan incorrectamente refiriéndose a mí. Que hay personas privilegiadas por la gracia -esa belleza del alma-, por el don de la simpatía y por la capacidad de despertar el amor de todos cuantos los rodean, es un hecho. Adolfo es una de esas personas y yo no hice más que recoger las palabras y los hechos que iba dejando caer a su paso.  Para algunos apresurados, Adolfo puede parecer una persona con problemas de retardo mental, para otras un hombre mimado, para otras, un ser que se negó a crecer. Para mí fue y sigue siendo, el modelo más acabado del "frenáptero", un ser con mente alada, muy  diferente al "frenolito", que es el de mente petrificada. Estas dos palabras las inventé a partir de raíces griegas.
            Incurriré ahora en el inefable placer de hablar de mí mismo, como dijera, creo, Ortega y Gasset. No es un misterio que todos los que escriben se describen y revelan a sí mismos incluso en los personajes y situaciones más distantes de su propia personalidad. Algunas de las personas que ya leyeron Buenabestia/Las noches de Ventura han dejado a un lado la literatura para indagar la identidad de los personajes femeninos que allí describo. Otras encuentran ciertas situaciones algo exageradas. Las mujeres que han leído el libro sienten hacia él una atracción morbosa. Y es que la novela es una novela sobre mujeres, y sobre cuáles mujeres puedo escribir si no es sobre las que he conocido e imaginado. Muchas mujeres que me han querido o padecido, si es que me leen, se habrán identificado con uno u otro personaje. De las mujeres han partido críticas y censuras. Una dijo que yo era un misógino colado en la neoliteratura rosada. Me calificó de nacote refugiado, sudaca y autor de fotonovelas porno. La acusación de que soy un escritor de pornografía me ha perseguido, de la misma forma que ha llegado a molestar a mi esposa, a quien frecuentemente acosan. Ella, que ya ha aprendido a vivir conmigo y con mi fama o mala fama, ha desarrollado respuestas para defenderse. Una de ellas es sencillísima: preguntar al ofensor si ha leído aunque sea uno solo de mis libros. Habitualmente quienes me atacan es porque no han leído mis obras y se dejan llevar por una envidia insana y barata.
            Entiendo perfectamente a las mujeres que han reaccionado contra mis escritos. Lo que yo intenté hacer en Buenabestia/Las Noches de Ventura fue dar una visión lo más completa posible del erotismo y de las complicaciones y deleites que involucra la búsqueda del amor, todo ello desde mi punto de vista y por lo tanto desde mis experiencias y mis lecturas. No se trataba simplemente de describir situaciones enervantes y conflictos entre el protagonista y sus mujeres, sino de comprender las situaciones y hacerlas palpables. La mayor parte de las personas que escriben por necesidad, siguiendo el mandato interior que pregonaba Kafka, lo hacen para comprenderse, para explicar su posición en el mundo, incluso para justificarse. La escritura es una satisfacción solitaria, por lo tanto en cierta forma onanista. Ser leído es como escapar del onanismo y entregarse al amor: compartir la pasión pero también el veneno. Bien dicen que Semen retentum venenum est. De la misma forma, las obras escritas y no publicadas se transforman en veneno que puede echar a perder la vida de un escritor.
            Es obvia y explicable la suposición de que el protagonista de Buenabestia/Las noches de Ventura y, por lo tanto, de El libro de la vida sea un alter ego de Marco Tulio Aguilera Garramuño. Pero en este caso no se trata del escritor colombiano residente en México que se dedica a seducir mujeres  para escribir sobre ellas, sino de un escritor quintaesenciado, editado, potenciado. No soy yo, por lo tanto, el protagonista, sino un yo idealizado, arrastrado por el esplendor y el cieno de la sinceridad y expuesto a la curiosidad del lector. La novela no es la historia de mi vida, sino la historia de mis fantasías, de mis lecturas, de mis tabajos para escribir, publicar y sobrevivir. Es una novela de formación (habrá quienes digan que es de deformación). Que algunos escritores son particularmente perversos, es un lugar común. Más acertado sería decir que los escritores se atreven a decir lo que los demás solamente se atreven a imaginar. Yo mismo me he definido como un amoroso, aunque otras personas me califican como ingenuo o como un hombre que se ha dejado manipular por las mujeres.
            Los personajes femeninos son fundamentales en El libro de la Vida (sé que ya desde el título mi proyecto suena bíblico, de ambición paranoica y lo asumo con humildad: solamente una persona enfermizamente segura en sí misma se atreve a ponerse como modelo del protagonista de su propia obra o, en palabras de Blake I have always found that the angels have the vanity to speak of themselves as the only wise; this they do with a confident insolence sprouting fron systematic reasoning [1]). Hay todo tipo de mujeres en Buenabestia/Las noches de Ventura, desde Bárbara Blaskowitz, casada, divorciada, enamoradiza, samaritana, pasando por la Princesa de Huamantla, una criatura hecha para la esclavitud del amor, e Iris Moonligth, una Hércules del erotismo femenino, masculino y ambiguo. Y entreveradas con ellas, infinidad de entidades de la imaginación: Ranita, Trilce, Svieta Korolenko (la polaca que decía el cuellito, bésame el cuellito). De las seiscientas páginas que tenían los volúmenes I y II de El libro de la Vida, sólo quedaron en Buenabestia/Las Noches de Ventura, trescientas cincuenta. La verdad es que lo que yo he escrito en estas páginas corresponde a una época ya lejana de mi vida (de 1980 a 1985) y en el instante en que escribo estas líneas,  mi vida y mi actitud son otras. Ya no concibo el amor como una aventura sino como una ventura. Creo que el amor existe porque desde hace más de diez años lo vivo de manera cotidiana con Leticia Luna. Ya no concibo el amor como una búsqueda sino como un encuentro. Quienes conocen mi vida actual saben a qué me refiero. Ya no tengo tiempo de perseguir mujeres ni de dejar que me persigan. La vida apenas me alcanza para ayudar a levantar mi familia, tener a tiempo y bien La Ciencia y el Hombre, revista que edito para la Universidad Veracruzana y escribir de vez en cuando.
            El tercer y cuarto volumen de El Libro de la Vida, que aparecerá bajo el título de La hermosa vida, El libro de la vida II, ya está listo, pero esperaré algún tiempo antes de promover su publicación. Hay que  dar espacio a ver qué pasa con el primer volumen. Pronto emprenderé la corrección de La pequeña maestra de violín, El libro de la vida III. Mientras llega la hora de corregirlo, me estoy preparando. Acabo de leer dos biografías de Pagannini: Nicolo Pagannini and the history of the violin, de F.J. Fetis, quien fuera amigo personal del mayor violinista que ha existido, y Nicolo Pagannini: his life and work, de Stephen Stratton, que es un plagio descarado del primero. Leí estos libros porque la música desempeña un papel fundamental en mis obras.
            El último volumen de la serie El libro de la vida, que he titulado La plenitud del amor, El libro de la Vida IV, ya está escrito y corregido, pero es un texto demasiado difícil, que linda peligrosamente con lo cursi, pues por primera vez afronto sin tapujos el tema del amor (ya no solamente el del erotismo y los simulacros del amor). La responsabilidad que asumo en el último volumen es grande: se trata, ni más ni menos, que de llegar a unas conclusiones sobre el amor. Se me ocurre que quiero hacer algo como una Fenomenología del espíritu aplicada al tema del amor, pero sin el abstruso y confuso estilo hegeliano, que acaso solamente Adolfo Sánchez Vázquez entienda en México. Sé que todo esto suena pretencioso, pero qué vamos a hacer: cuando  uno desde chiquito se soñó Cervantes no tiene otra alternativa que hacerse ilusiones y trabajar para estar a la altura de sus sueños. El proyecto de escribir una serie de libros es tan absurdo, tan optimista, como la idea de que éstos se venderán abundantemente. Sólo siendo un irredimible optimista se puede persistir en la profesión del escritor en estos tiempos de penuria. Pero no debo quejarme. La verdad es que soy un privilegiado porque tengo tiempo para escribir, porque soy libre para escribir lo que se me da la gana y porque dispongo de espacio para publicar mis textos.
            Frente al primer borrador que formaban siete volúmenes de El libro de la Vida, tuve que hacer una evaluación seria del proyecto. A partir de la primera correción hubo en mí una preocupación básica: no aburrir al lector. Y esa preocupación era de elemental estrategia: si mi proyecto original contemplaba terminar seis o siete volúmenes de El libro de la Vida, era obvio que quien se aburriera leyendo el primero nunca buscaría el segundo y jamás llegaría a leer el séptimo, aunque lo sometieran a torturas y le dieran becas. En el mundo literario se contempla como vituperable el querer agradar al lector. Tener muchos lectores es para algunos sinónimo de autocomplacencia o ingenuidad. Ya Savater, en un delicioso libro llamado Apóstatas razonables  señalaba que:
Quien deliberadamente se propone ser clásico, rara vez alcanza vigencia ni siquiera en vida y la pierde toda el día de su muerte; pero quien sólo aspira modestamente a intrigar, conmover o divertir a su vecino puede llegar a ver eternizado lo saludable de su gesto[2]. Para probarlo pone como ejemplos a Shakespeare, Rabelais, Cervantes y Voltaire, que habiendo alcanzado popularidad en su tiempo, la mantienen hasta la actualidad.
            Como nunca me he creído autótrofo y sé que de los demás se puede aprender, decidí emprender la lectura de las grandes series de novelas amorosas, eróticas o similares. Comencé con Sexus, Plexus y Nexus, novelas que conforman La Crucifixión Rosada, de Henry Miller. Qué aprendí de ellas? Supongo que la naturalidad, el desparpajo, la sinceridad y la idea de que todo puede decirse en la forma en que uno quiera, si es que uno tiene algo que decir y sabe decirlo. La verdad es que hay poco de memorable en las novelas de Miller. Su narración discurre como un río bajo el cual hay un montón de piedras y en muy pocas ocasiones uno le encuentra sentido a ese discurrir. Pero en ese flujo atormentado y hedonista está precisamente el placer de la lectura de Miller.
            La lectura de Justine, Balthazar, Montolive y Clea, obras que forman El Cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrell (y que el mismo autor calificó como "una investigación del amor moderno"), me enseñó una dimensión más humana del acercamiento al hecho amoroso. Los personajes son atractivos, misteriosos, con algo de romanticismo y una turbulencia que recuerda a Cumbres borrascosas. También aprendí que cuando uno escribe una novela de amor, erotismo o conflictos psicológicos, hay que evitar meterse en disquisiciones políticas.
            Lo mismo entendí de la lectura de los siete volúmenes de En busca del tiempo perdido: si el tema básico de Proust eran las sutilezas de las relaciones afectivas, eróticas y los secretos de la sensibilidad exaltada, para qué diablos se metía a contar en cincuenta o más páginas las circunstancias del caso Dreyfus y para qué se dedicaba a cantar las bellezas de las catedrales en treinta o cuarenta. De Proust me son atractivos los personajes que están directamente ligados a la sensibilidad del protagonista: Albertina, Gilberta, el Barón Charlus, la duquesa de Guermantes, las hermosas sirvientas.
            Leí y subrayé todos los volúmenes de En busca del tiempo perdido. Lo que saqué en limpio de la lectura de Proust es que para hacer una obra literaria equilibrada, hay que ponerse en el punto de vista del lector, de un lector atemporal y aespacial, a quien no le va a importar si en el tiempo de la novela gobernaba Rojas Pinilla o Carlos V. La idea de que una buena novela debe captar el espíritu de su tiempo la entiendo de la siguiente manera: lo que importa son los efectos de las circunstancias sobre los personajes, más que las circunstancias mismas.

Tras este rápido recorrido por la superficie de mis novelas, me atrevo a preguntarme, qué sentido tiene todo este trabajo, hacia dónde ve, qué he logrado. Aunque algunos críticos han señalado que una de las características básicas de lo que escribo es la autoconciencia, es decir, la reflexión sobre mi trabajo literario, estoy lejos de tener claras las respuestas. Uno va escribiendo como el navegante del barco de la vida, entre las brumas del tiempo, a veces ve islotes, en ocasiones continentes, frecuentemente sufre alucinaciones y descubre que todo es falso y todo verdadero, que todo importa y todo carece de importancia, que que el camino vale tanto como la llegada. Tal vez la razón del arte sea recuperar los islotes de la memoria, los instantes memorables, para hacerlos habitables, para ofrecerlos al lector, al espectador. Somos criaturas de un día, pero con el privilegio de la memoria y la ventaja de la conciencia. Las novelas son el resultado de una larga vigilia en busca de esos islotes de la memoria, de esos continentes de la naturaleza humana. Cada novelista descubre y crea sus territorios, les da habitantes, una geografía, unas leyes, e invita a los lectores a visitar su territorio. Quisiera que mis terrotorios fueran atractivos para muchos, que guardaran como en un arca no sólo lo decible sino lo indecible. Ojalá haya conseguido o consiga algún día mis propósitos. Mientras tanto sigo escribiendo, es decir, viviendo  por lo menos dos vidas. El novelista es un hombre al que no le basta con una vida. Es un ser elevado a una segunda potencia por arte de su imaginación y su soberana paciencia.
                                               Xalapa, 15 de abril de 1999


    [1] Ensayo una traducción: Siempre he hallado que los ángeles tienen la vanidad de hablar de sí mismos como si fueran los únicos sabios; y lo hacen con la confiada insolencia que surge del razonamiento sistemático.
    [2] "Boccaccio y la comedia humana" en Apóstatas razonables, Editorial Universidad Veracruzana, Xalapa, México, 1998.

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