Primer encuentro con García Márquez
septiembre 29, 2013
El relato completo de todos mis encuentros con García Máquez está en Poéticas y obsesiones (Universidad Veracruzana, Colección Biblioteca, 3a ed, 2011)
I. El viejo mito
En agosto de 1974 —tenía yo por
entonces 25 años— tuve por primera vez la osadía, la irresponsabilidad y la
megalomanía de tocar con mi vara de
prosista principiante el tema más socorrido de la literatura latinoamericana de
aquellos tiempos y de los presentes. En
el número 163 de la revista colombiana Arco
publiqué un artículo que se tituló “El mito García Márquez”. En términos
generales reconocía el valor de la obra de Gabo y reprobaba la mitología que se
estaba tejiendo en torno a él.
Reproduzco el párrafo final para luego entrar en la evolución que hemos
tenido algunos de mis compañeros escritores colombianos y yo con respecto a la
presencia de este monstruo de la literatura y el prestigio contemporáneos: “En
este momento nos corresponde preguntarnos a los colombianos si el universo de Macondo es suficiente para llenar
y agotar el ámbito literario de Colombia; si vamos a desechar el resto de la
literatura hasta que venga otro iluminado, o si, conscientes de la
responsabilidad, aceptamos que Gabo nos ha marcado, como en otro tiempo lo
hicieron Jorge Isaccs o José Eustasio Rivera, y que no sólo es natural sino
lícito y necesario, que se estudie su obra, se asimile y si es posible, se
supere. Y también debemos preguntarnos
si el dogma impuesto por García Márquez con su correspondiente inquisición,
beatería y chorro de babas, no requiere de la herejía, de una herejía a gritos,
si es necesario. La literatura colombiana sigue existiendo no sólo gracias,
sino a pesar de García Márquez.” ( Y
aquí agrego una nota escrita en este año de 2002: No me parece incorrecto ni falto de tacto
haber escrito que la literatura colombiana sigue existiendo a pesar de García
Márquez. Hasta el momento Gabo, que yo sepa, no ha movido un dedo para apoyar
realmente a ningún escritor colombiano que no sea su amigo Álvaro Mutis. Ha
elogiado a algunos muy en privado, pero hasta el momento no ha empujado a
nadie, en un país como Colombia, en donde se halla el talento literario con
inusual frecuencia y es tan difícil salir adelante. Mi amigo Luis Fernando
Macías lo ha puesto en una frase contundente: “García Márquez no ha entendido
que la gloria se hizo para compartirla. Y que si no se comparte se vuelve desoladora”.)
Bueno, ahora que leo esta prosa romanticona y
enfanterriblesca, me doy cuenta de que aunque ya uso más puntos y por
consiguiente frases menos largas y lapidarias, sigo siendo el mismo, pero con
una dosis mínima de prudencia. Ya siento que la idea de escribir algo
"superior" está desechada, pues sin duda el cuantificar o someter a
estadísticas a la literatura es una tontería, propia solamente de la
adolescencia literaria. En la actualidad actúo de manera semejante y me siguen
llamando megalómano, a lo que se le agregan, narcisista y otros calificativos.
Adjetivos que no me desagradan. Frases como “Soy el rey de Inglaterra: cuando
yo hablo Dios contesta”, me agradan, tienen algo de humildad: la humildad de
aceptar los sueños de grandeza que todos tenemos y sin embargo no todos
aceptamos.
Desde 1974 hasta 1980 (fecha en que escribí por primera vez el
artículo que el lector tiene ante sus ojos) habían pasado muchos libros
colombianos bajo el puente. Varias novelas interesantes: Juego de Damas, La otra raya del tigre, Años en fuga. Apareció mi novela Breve historia de todas las cosas, calificada por el editor argentino de La Flor
como más divertida que Cien años de
soledad... “y si el lector no está de acuerdo puede pasar por nuestras
oficinas a reclamar su dinero” (así se lee en la contraportada.) Calificada por
Seymour Menton en La novela colombiana.
Planetas y satélites como “lo más
cercano a Cien años de soledad", mi
novela primeriza tuvo su momento de esplendor y luego cayó en el olvido. Pasados los años y las fiebres del
novelista adolescente hay que aceptar que los ditirambos eran exagerados,
aunque el mismo García Márquez haya llamado a Cali (más precisamente a la
Librería Nacional, donde por alguna razón suponía yo estaba montando guardia)
para felicitarme por el libro. Yo se lo
había entregado en sus propias manos en el local de la revista Alternativa.
En Colombia sobra fibra literaria para
responder a cualquier reto, especialmente en la actualidad. Que las agencias
literarias no se ocupen de la nueva literatura, no es asunto de calidad literaria, sino de criterios mercantiles.
Creo que esto es comprensible y hasta sensato (me refiero a lo que digo, no a
la tendencia monopolista.) En el campo del análisis y la crítica literaria
también ha habido respuestas al vacío que se le ha querido hacer a la nueva
narrativa colombiana. Un artículo reciente, promposamente titulado "¿Cómo
matar a García Márquez?" (Excélsior,
31 de octubre de 1980) firmado por
Eduardo García Aguilar, quien trabajó muchos años como corresponsal de France
Press en México y ahora trabaja en París, hacía una enumeración de herejías que
se enfilaban contra el monopolio de la transnacional G.G.M. (que nada tiene que
ver con una redundante General Motors.)
Se mencionaban los nombres del arriba firmante, de Jaime Mejía Duque y
Juan Gustavo Cobo Borda, como integrantes del club de "Tírele al
Gabo".
¿Total? Que ya somos más los que creemos y
apoyamos la idea de que sí hay narrativa colombiana después de Cien años de soledad y que pronto, si
insistimos, podremos convencer a otros e interesar a nuevos lectores para que
se arriesguen a leer Años en Fuga, de Plinio Apuleyo Mendoza, o La Otra raya del tigre, de Pedro Gómez Valderrama, que sufren el oprobio del polvo
en sus respectivas distribuidoras, Plaza
y Janés y Siglo XXI de Colombia. De mi novela Breve Historia de Todas las cosas se venden —se vendían; ahora ya
no existen ejemplares sino como souvenirs— diez ejemplares al mes en México, lo
que ya es un triunfo (aclaro que estoy corrigiendo este texto en noviembre de
2002 y que por lo tanto han pasado mares de agua bajo el famoso puente.)
Bueno, pero hablemos de las cosas que han
pasado bajo el famoso puente desde 1974. Creo interesante (acaso no
conveniente) hablar sobre las ocasiones en que me he entrevistado con García
Márquez. Ahora que releo a Henry Miller
me percato que las situaciones se repiten, lo que no es un gran descubrimiento.
Siempre que Henry conoció en persona o por carta a un escritor famosísimo, se
llevó enormes chascos. Cuando supo que Kunt Hamsum casi suplicaba que le
tradujeran sus libros al inglés, se le quebró el retrato. Recuerdo que Sábato
me impresionó por sus ideas cuando lo conocí en Kansas, pero luego terminé
odiándolo porque no aceptó el libro que yo le estaba regalando humildemente.
"No tengo sitio en la maleta", fue lo que dijo. Me dieron ganas de
agarrarlo del pelo y sacudirlo: si por lo menos hubiera aceptado el libro,
aunque decidiera luego abandonarlo en el hotel, lo habría perdonado. Pero puesto
que su cabellera era escasa, opté por no sacudirlo. Mientras estaba haciéndole
unas preguntas de relumbrón a Vargas Llosa, en Cali (tendía yo veinte años),
llegaron dos damas de alto coturno y se lo llevaron del brazo. Él ni siquiera
se despidió de mí. Ahora, visto el suceso desde la distancia, creo que yo
habría hecho lo mismo: entre un muchacho impertinente y dos grupas bien
colocadas no hay vocación que valga: dos tetas jalan más que una yunta de
bueyes, dice un sabio proverbio. También yo en la actualidad —lo confieso—
abandono libros que me han regalado escritores
que no me interesan: simplemente se me olvidan voluntariamente en los
hoteles durante mis viajes.
Recupero las palabras
de Vargas Llosa: "¿Para qué quieres la fama, muchacho? Sólo trae
problemas". Yo no le había dicho que quería la fama, sino que consideraba
una infamia que en un prestigioso congreso literario celebrado en Cali, no hubiera sino un escritor colombiano: el
organizador. Y él entendió que yo quería ser famoso. Era sin duda perspicaz: yo
sí quería ser famoso.
El Onetti que conocí en
Jalapa (y esto parece título para un
artículo de Selecciones del Readers
Digest) era el más auténtico esquizofrénico que me haya sido dado a
conocer. Había que sacarle las palabras con un equipo de anzuelos de tres picos, alicates y
paciencia. Muchos que hablaron con él, dicen que es agudo. A mí me pareció
soberanamente grave. O tal vez fue que lo encontré en un momento de
depresión. En el fondo me pareció que
todo lo que no fuera una botella de whisky le importaba un cohombro.
II. El santo de más rating en la
literatura colombiana
Mi primer encuentro (habría que llamarlo choque) con García Márque fue a
fines de 1975, en el local de la revista Alternativa,
en Bogotá. Recuerdo que algunas secretarias se asomaron a la ventana. Alguien
gritó: ¡Ahí viene el Patriarca!
Don Gabo entró apresuradamente, saludó como
si viniera de Olimpia, y se sentó tras
un escritorio. Alguien me presentó:
—Garramuño, un muchacho que acaba de publicar
una novela en Buenos Aires.
Tras darle la mano a mi héroe, le dije:
—No me gustó
El Otoño del patriarca.
Se echó
hacía atrás en la silla ejecutiva y casi sin mirarme. (Gabo tiene o tenía una forma de mirar que
nunca daba en el objetivo: sus ojos se paseaban por los alrededores, con la
típica paranoia del perseguido.) Dijo:
—Pues si no te gustó es que no sabes nada de
literatura—. Digna respuesta a una
pregunta (o agresión) menos diplomática que un baile de elefante en una tienda
de porcelanas. Luego me habló de los estudios que habían hecho sobre su obra en Europa, de los grandes
críticos que la habían alabado, de maravillosos lectores. (Años más tarde, en
Jalapa me enteré que Gabo nunca lee lo que se escribe sobre sus obras o su persona. "De bribones es ser modesto", escribió Goethe; "Es fácil ser modesto cuando se es
grande", comentó Sábato. Yo estoy de acuerdo con los dos. En realidad yo estoy de acuerdo con todo el
mundo. Ya llegué a la conclusión de que
es fácil tener la razón cuando se sabe que la verdad no existe.
Como respuesta a la afirmación de que yo no
sabía nada de literatura saqué de mi anciano maletín de cuero Breve
historia de todas las cosa y se la
dediqué: "Para Gabriel García Márquez, a quien pienso matar". (
Nótese que mi vocación de asesino no es oportunista. Ya tenía todo planeado
desde 1974.) Claro que luego agregué: "...matar literariamente." ( De pronto alguien menos metafórico que yo
asesinaba a Gabo. De pronto un detective
encontraba el libro. De pronto yo terminana en la cárcel por gracioso.)
Gabo tomó el libro en sus manos ( era un libro
muy bonito, publicado por Ediciones La Flor de Buenos Aires, con carátula como de cómic, en la que se veía
una caricatura de Fontanarrosa), le dio dos
o tres vueltas, luego leyó la
juguetona y muy comercial contracarátula
que Daniel Divinsky —el editor— había inventado para vender fácilmente la
novela. Decía, literalmente, que Breve
historia de todas las cosas era superior a Cien años de soledad. Pero los tiempos en Argentina no estaban para
best sellers a la fuerza —eran los días de la más violenta represión
militar, allá por 1975— y la edición caminó con lentitud. Luego tomó vuelo,
principalmente en Costa Rica y Colombia. Y se agotó.
Pero estábamos en el punto en que García
Márquez tomó la novela y le dio dos o tres vueltas. Luego dijo:
—Eres muy joven—. Y desapareció tras una
puerta. Una hora más tarde, regresó. Dijo haber leído un par de capítulos y
comentó:
—Se puede leer tu novela.
A partir de entonces, habiendo visto a Gabriel
apenas unos veinte minutos, su imagen comenzó a girar sobre mi imaginación como
un buitre: que había dicho en Madrid que
las vacas marinas son parientes de las terrestres; que en Milán se le torció un
pie; que en Lima practicó el boxeo en la vía pública con otro famoso escritor
de dientes grandes y sauldables; que había dejado de fumar tras hacer una
ceremonia en la que enterró los cigarros en el traspatio de su casa; que en su
mansión de la Calle del Fuego, Colonia Pedregal de San Angel, había
criados con librea; que era abstemio de todo lo que no fuera champaña y asceta
de todo lo que no fuera caviar; que quién quita y de pronto se lanzaba a la presidencia de
Colombia; que mejor no. En fin.
Con el paso del tiempo escribí algunos
artículos en los que trataba de desmontar el mito. Recibí algunas cartas de la
costa colombiana felicitándome, reiterando el epíteto de de megalómano, agregando los de vanidoso,
envidioso, resentido, oportunista, escritor de pacotilla. Llegaron cartas de
París, todavía más insultantes. (Un artículo en dos entregas se titulaba
“Aguilera Garramuño manda huevo”. Mandar
huevo significa en Colombia lo mismo que “es el colmo”).
En fin. No tenían sentido del humor. El santo
de más rating en la literatura
colombiana era intocable. Por otra parte comencé a sentir que era inútil tratar
de pordebajear a mi héroe. Mientras más reflexionaba sobre lo que creía sus
debilidades humanas, más crecían las dimensiones de su literatura. Escribí en
contra del mito, en contra de la indigestion verbal que me causó el Otoño del Patriarca y finalmente a favor de los
novelistas colmbianos que permanecen en la oscuridad suscitada por el resplandor de Cien años de soledad. Hace unos tres meses (repito que esto fue en
1980) presenté una ponencia en el Centro de Investigaciones Lingüísticas y
Literarias de la Universidad Veracruzana, en la que intentaba demostrar que
existía una vigorosa novelística colombiana después de Cien años de soledad. En esa ponencia reiteraba la necesidad de asesinar a García
Márquez. Digo, asesinar el mito y superar los complejos.
0 comentarios