Una página de la última novela de la serie El libro de la vida
mayo 17, 2015
UNA PAGINA DE SIN
MASCARA FRENTE AL ESPEJO. (PAG 1017). Tras la publicación de Doctor Amóribus y El sentido de la melancolía, me espera la corrección de esta monstruosidad de novela, con lo que habré concluido El libro de la vida...
Hoy 13 de octubre
de 2012, a las 6: 49 de la tarde terminé, con enorme alivio, la lectura de El
mal de Montano de Vila-Matas, el insufrible. Más allá de las sensaciones y
razonamientos
que me
produjo durante varios días el libro (la novela, más bien: una especie de
itinerario de lecturas, plagado de citas textuales, en general subrayables)
poco me queda: el libro podría reducirse a la siguiente frase: la historia de
la humanidad es el relato hecho carne del gradual extinguirse del espíritu. Un
Hegel al revés. Entendí: 1, que Vila-Matas anticipó mi proyecto de Sin máscara
frente al espejo 2, que uno escribe para escribir y que eso es lo único que a
uno como escritor le importa 3, que el matrimonio es un yugo y una cadena de la
cual el escritor trata de escapar toda la vida 4, que en realidad uno siempre
termina escribiendo un diario 5, que uno, si quiere ser un escritor, y serlo a
fondo, sin piedad y sin aliento, no tiene otra alternativa que ser la medida de
todas las cosas 6, y que si no lo fuera, se dedicaría a otro oficio. Y a otra
cosa. Entrevista a mi amigo el novelista Tomás González: me entero que vive
lejos del mundo, aislado, cerca del pueblo de Cachipay, al lado de un torrente
de agua salvaje y cristalina, con tres perros, varios gatos y gansos, que su
mujer, Dora, ya no vive con él, que Tomás ahora tiene por compañera a una
campesina muy morena y muy paciente, que a dos de sus hermanos los asesinaron,
que tiene gran éxito literario (El nuevo García Márquez, se titula, con muy
poca originalidad, la entrevista en la revista El Gatopardo) y que sus novelas
las han traducido a varios idiomas, me entero también que no quiere ver a nadie
y que se ha armado de una filosofía de vida que le permite comprender con una
sonrisa oriental la muerte, al violencia, la desgracia de vivir en un país como
Colombia, donde suceden a diario las cosas más atroces. Hoy vi en la calle la
siguiente escena: una mujer estuvo a punto de atropellar a un muchacho que
atravesaba una avenida con aire soñador; la mujer se bajó de su brillante
camioneta de esposa de nuevo rico, se plantó frente al muchacho y comenzó a
proferir los insultos más atroces; el muchacho le recetó un puñetazo en pleno
hocico, que la dejó sentada en el arroyo; los que asistimos a la escena no
quisimos intervenir: el muchacho se alejó caminando tranquilamente: poco faltó
para que le aplaudiéramos. Hay en el anterior párrafo una especie de espíritu
que me gustaría fuera el estribillo, leit motiv o razón o guía de ruta de todo
lo que estoy escribiendo: pasar de un tema a otro, de una escena a otra, de un
razonamiento a otro, sin transición: movido apenas por la contigüidad de las
caprichosas descargas eléctricas que recorren mis redes neuronales.
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