El novelista novato y Marcel Proust
febrero 13, 2017
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He visitado los centros comerciales donde se vende Las noches de Ventura a un precio superior de cincuenta nuevos pesos. Sufro pensando en el destino de mis libros en medio de la actual crisis mexicana. Tengo la costumbre de cambiar mis libros de lugar y exhibirlos en los mejores sitios. Sé que es una tontería, pero siento que a este hijo que me llevó tantos años engendrar debo apoyarlo de alguna forma. De él depende el futuro de los siguientes volúmenes. Editorial Planeta, dentro de sus planes de austeridad, ha decidido no hacer presentaciones o publicidad. Yo, desde este modesto rincón de México, estoy haciendo lo que puedo por el libro. El proyecto de escribir una serie de libros es tan absurdo, tan optimista, como la idea de que éstos se venderán abundantemente. Sólo siendo un irredimible optimista se puede persistir en la profesión del escritor en estos tiempos de penuria. Pero no debo quejarme, so pena de que me sometan a una desollada como las que ya he sufrido. La verdad es que soy un privilegiado porque tengo tiempo para escribir, porque soy libre para escribir lo que se me da la gana y porque dispongo de espacio para publicar mis textos. Frente al primer borrador que formaban siete volúmenes de El libro de la Vida, tuve que hacer una evaluación seria del proyecto. A partir de la primera corrección hubo en mí una preocupación básica: no aburrir al lector. Y esa preocupación era de elemental estrategia: si mi proyecto contemplaba terminar seis o siete volúmenes de El libro de la Vida, era obvio que quien se aburriera leyendo el primero nunca buscaría el segundo y jamás llegaría a leer el séptimo, aunque lo sometieran a torturas y le dieran becas. En el mundo literario se contempla como vituperable el querer agradar al lector. Tener muchos lectores es para algunos sinónimo de autocomplacencia o ingenuidad. Eso en realidad no me importa. Sé discernir entre las críticas que están movidas por la envidia y las que provienen de honestas intenciones. Como nunca me he creído autótrofo y sé que de los demás se puede aprender, decidí emprender la lectura de las grandes series de novelas amorosas, eróticas o similares. Comencé con Sexus, Plexus y Nexus, novelas que conforman La Crucifixión Rosada, de Henry Miller. ¿Qué aprendí de ellas? Supongo que la naturalidad, el desparpajo, la sinceridad y la idea de que todo puede decirse en la forma en que uno quiera, si es que uno tiene algo que decir y sabe decirlo. La verdad es que hay poco de memorable en las novelas de Miller. Su narración discurre como un río bajo el cual hay un montón de piedras y en muy pocas ocasiones uno le encuentra sentido a ese discurrir. Pero en ese flujo atormentado y hedonista está precisamente el placer de la lectura de Miller. La lectura de Justine, Balthazar, Montolive y Clea, que forman El Cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrell (y que el mismo autor calificó como "una investigación del amor moderno"), me enseñó una dimensión más humana del acercamiento al hecho amoroso. Los personajes son atractivos, misteriosos, con algo de romanticismo y una turbulencia que recuerda Cumbres borrascosas. También aprendí que cuando uno escribe una novela de amor, erotismo o conflictos psicológicos, hay que evitar meterse en disquisiciones políticas. Lo mismo entendí de la lectura de los siete volúmenes de En busca del tiempo perdido: si el tema básico de Proust eran las sutilezas de las relaciones afectivas, eróticas y los secretos de la sensibilidad exaltada, para qué diablos se metía a contar en cincuenta o más páginas las circunstancias del caso Dreyfus o se dedicaba a cantar las bellezas de las catedrales en treinta o cuarenta. De Proust me son atractivos los personajes que están directamente ligados a la sensibilidad del protagonista: Albertina, Gilberta, el Barón Charlus, la duquesa de Guermantes, las hermosas sirvientas. Leí y subrayé todos los volúmenes de En busca del tiempo perdido (se los pedí prestados al poeta Fernando Ruiz Granados, pero él me los regaló, aduciendo que nunca los iba a leer) y escribí un ensayo sobre cada uno de ellos . Lo que saqué en limpio de la lectura de Proust es que para hacer una obra literaria equilibrada, hay que ponerse en el punto de vista del lector, de un lector atemporal y aespacial, a quien no le va a importar si en el tiempo de la novela gobernaba López Portillo o Carlos V. La idea de que una buena novela debe captar el espíritu de su tiempo la entiendo de la siguiente manera: lo que importa son los efectos de las circunstancias sobre los personajes, más que las circunstancias mismas.
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