TED BUNDY, EL ASESINO SEDUCTOR
agosto 05, 2019
(Nota preliminar: hace quizás 15 años una
amiga colombiana me escribió contándome la historia secreta de quien andando
los años sería uno de los asesinos más famosos de Estados Unidos, Ted Bundy.
Esa amiga, amiga colombiana, residente en Florida, que lo conoció y lo alojó en
su casa, no se atrevió a revelar lo que sabía pero me facilitó abundante
material para que yo lo utilizara como material literario. Mi amiga no se
atrevía a tocar el tema porque afirmaba, su vida correría peligro. Y en efecto,
escribí la historia. Y hoy, 5 de mayo de 2019, cuando asistí a la película
titulada Ted Bundy, durmiendo con el enemigo reconocí mi
cuento. No estoy afirmando que el guionista de la película haya plagiado mi
texto, puesto que los detalles abundantes fueron del dominio público. Lo que sí
puedo afirmar es que la película es un palidísimo reflejo de lo que escribí,
basándome en las cartas de mi amiga. Aquí está el cuento. Es largo y no creo
que nadie lo vaya a leer en Facebook, por lo que he decidido subirlo a mi blog.
El cuento fue publicado en mi libro El
imperio de las mujeres).
Marco Tulio Aguilera
Desde la ventana de su prisión en Fort
Love el hombre que tuvo la paradójica estrella
de llamarse Ted Bundy, alias John Goodman Jones, puede ver a sus
antiguas compañeras de la Biblioteca Municipal y la perspectiva casi completa
de la calle principal del pueblo. Martha Arbeláez, cuya hija jugó en el regazo
de John durante las noches en que ella y su marido salían a alguna reunión,
puede verlo aferrado a los barrotes, cada vez que ella lleva a la niña a la
escuela Saint Peter. Herlinda, la
sirvienta de Martha Arbeláez, se escapa todas las tardes, cuando ya ha pasado
la agitación del pueblo y nadie se ocupa de ella, a mirarlo con arrobo. Es
frecuente ver también a otras mujeres
observando con tristeza la ventana de la prisión y deslizando paquetes de cigarrillos,
confituras o libros, a los que es tan aficionado el prisionero. Si se reúnen
dos o más mujeres, rememoran instantes pasados, reales o imaginarios, con John
y maldicen a la hembra que lo llevó al extremo en el cual se halla y del que,
si no sucede algún milagro de esos que sólo pasan en las películas, no saldrá
sino rumbo a uno de dos destinos: la silla eléctrica o prisión perpetua en
alguna de las cárceles perfectas de Estados Unidos.
Martha Arbeláez, testigo fundamental en el proceso que se le sigue al
individuo, dice haberlo conocido en una de las juntas habituales de los cultos
del pueblo. En la sala de su casa se reunían, y se siguen reuniendo todos los
que cultivan alguna pasión espiritual. El poder de la rutina en Fort Love no
puede ser vencido por ningún acontecimiento, por escalofriante que sea. Se
reunían, digo, un grupo de mexicanos, algunos puertorriqueños y dominicanos, a
ver películas de festivales, comentar libros o escuchar a un músico destacado.
Entre todos los inmigrantes, legales e ilegales, eran los mexicanos quienes con mayor fervor hacían
coro de adoración en torno a Martha Arbeláez, no sólo por ser ella escritora
que había publicado un par de libros y ganado algún concurso, sino por haberse
convertido en figura emblemática de la comunidad. Su aparición diaria en el
Canal 45, su gracia, algo escandalosa, hay que decirlo, y el hecho de que fuera
corresponsal de La Jornada y Multivisión, un marido tolerante, una
hija de concurso y una familia armoniosa, hacían que ella se hubiera convertido
en el centro de la comunidad.
John
Goodman Jones llegó a establecerse al pueblo a inicios del 95, rentó el sótano
de una casa en Oak Street, compró
patines y no se supo nada concreto de su vida hasta que consiguió
trabajo. Hombres y mujeres apreciaron a distancia el sortilegio indudable que
emanaba de toda su persona. La natural intriga que despierta todo recién
llegado en una ciudad chica se vio agravada por su figura que era sin duda un
espectáculo natural. Atlético y elegante a pesar de que lucía ropas lo más
convencionales del mundo, se lo podía ver pasar raudo y alegre en sus patines,
con una mochila militar a la espalda.
Si Martha cayó víctima de su
embrujo, nadie lo sabe, aunque ella afirma que no, y tal vez tenga razón,
porque la Arbeláez gozaba y sigue gozando con su esposo una de esas relaciones
inquebrantables que hacen profesión de fidelidad eterna.
Cuando John alcanzó el puesto de director de la Biblioteca Municipal
de Saint Maurice por méritos de su erudición y currículum, su prestigio quedó
asentado y nadie dudó que había llegado
a Fort Love para quedarse. La simpatía creció —aunque no faltaron los recelos
de siempre— cuando se supo que John por alguna circunstancia más bien
inexplicable, tenía un afecto feroz por todo lo que fuera la literatura,
particularmente la literatura mexicana, que conocía al dedillo. Pronto John
surtió la bibiloteca municipal con lo más representativo de la literatura
azteca y con varias colecciones panorámicas de las literaturas de otros países
latinoamericanos.
No pasó mucho tiempo sin que John estuviera visitando de manera
habitual a Martha Arbeláez en su casa. Pedrito Rey, esposo de Martha, recuerda
que la primera vez que lo vio, supo que el tipo guardaba un secreto y así se lo
dijo a su esposa. “No se puede confiar en un hombre que tiene una mirada tan
huidiza”, le comentó, “ese individuo puede ser un criminal”. Martha, que es una
mujer no sólo confiada sino segura de la bondad del género humano, se rió de
las sospechas de su marido y abrió sus puertas de par en par al individuo.
Al paso de los días John comenzó a tener confianzas extraordinarias
con Herlinda. Herlinda era una veracruzana, de fealdad ostentosa, que había
llegado a Florida tras recorrer el sur
de Estados Unidos sin documentos, casi en la indigencia, y trabajaba en
secreto, haciendo apenas las salidas necesarias para sobrevivir. A más de fea
en grado superlativo, Herlinda era coja y de carácter apacible. Una de esas
personas que tardan en ganarse el corazón de la gente, pero que cuando lo
hacen, es de manera definitiva. Herlinda no medía más de uno cincuenta, y
aunaba a su poco agraciada figura, el baldón de ser medio tartamuda. Pero había
que ver su elocuencia cuando estaba al lado de John Goodman.
El día en que Pedrito Rey encontró a John besando a Herlinda y tomados
de las manos mientras miraban la televisión y comían potato chips, montó en cólera y poco faltó para que tomara un bat y
le moliera los huesos. John simplemente le dijo tranquilo, hermano, y salió sin
dar la espalda, tranquilo hermano, que todo se aclara, no es lo que tú crees.
Mientras Pedrito Rey se mantenía con el bat en alto y John retrocedía sin dar
la espalda rumbo a la puerta, Herlinda se mordía las uñas. “No es lo que su
merce cree, señor, no es lo que usté cree”, gimoteaba. “El señor John es mi
mejor amigo, mi único amigo en esta tierra de herejes.” Herlinda afirmó que si no podía recibir
visitas de John, se escaparía para Catemaco aunque tuviera que hacerlo en balsa
de guadua.
Cuando Martha regresó a casa y vio el cuadro de la desolación de
Herlinda y la furia de su marido, investigó el motivo. Herlinda estaba
guardando sus cuatro trapos en una bolsa de lona. “Es que ya no tengo
importancia en este mundito, señora, ya sin John Lesli mejor de mando ir a mi
pueblo”.
Una vez enterada por completo, Martha tomó de la mano a Pedrito Rey,
lo hizo sentarse con ella en la sala. ¿Que mal le hace a nuestra asistente doméstica que John quiera
ser su amiguito?
Pedrito, que es débil de carácter a pesar de ser un hombre de un metro
noventa, un típico orejón norteño, con un enorme vientre y una coleta de
indígena norteamericano, no tuvo otra alternativa que ceder a los
requerimientos de su esposa. Pero te advierto: ese hombre guarda un secreto, le
dijo.
El espíritu democrático y samaritano de Martha no sólo aceptó y
propició la relación entre John y Herlinda, sino que les facilitó la
posibilidad de estar a solas para sus efusiones. Todos los sábados Martha
arrastraba a su marido y a su hija, Eusebia, a algún paseo distante, de modo
que la pareja pudiera ser feliz a sus anchas.
Pronto John fue personaje indispensable no sólo en la casa de los Rey,
donde arreglaba cualquier desperfecto y hacía los mandados si era necesario,
sino en el exiguo mundo cultural de Fort Love. En torno a su personalidad, que
era de indudable galanura, mezcla de James Bond en su versión de Sean Conery y
Johny Weismuller en sus mejores tiempos, creció una tertulia, que la misma
Martha prohijó en su casa.
Pasado algún tiempo, Herlinda ganó confianza y mundo, arregló sus
papeles y compró un Rabbit destartalado de un color rosa mexicano espantoso, en
el que llevaría a John a pasear en sus horas libres. Lo atendía como a un
sultán, le compraba helados, ropa, lo llevaba a cine y hasta le prodigaba
entradas a sitios poco convenientes en los que el hombre se entretenía
mirándole el pellejo a chicas infinitamente
más hemosas que la propia Herlinda.
El hombre, que alcanzó a tener un sueldo decoroso y que hubiera
logrado fácil crédito entre los dealers
de autos, nunca quiso comprar uno, entre otras cosas, porque, según decía, no
sabía conducir y porque sus mujeres (así decía: “mis mujeres”) siempre estaban
dispuestas a llevarlo adonde él quisiera. Lo que se supo tras el crimen, fue
que su incapacidad para conducir no dejaba de ser otra de las mil mentiras y
embelecos con que aderezaba su vida.
Las aficionadas a John no fueron solamente la sirvienta de los Rey y
alguna gringa, sino otras mujeres, en general de condición humilde y escasa educación. Casi todas compartían
características particulares: poco agraciadas, tenían algún defecto físico y
la circunstancia de ser inmigrantes. Bajo su influjo cayeron muchísimas de las
hispanas residentes en Fort Love y algunas de origen oriental y eslavo. El gusto personal de John, sin
embargo, se inclinaba hacia mujeres que
tuvieran rasgos indígenas lo suficientemente marcados como para no pasar
inadvertidas. Entre las mujeres de John se estableció una especie de acuerdo:
todas sabían de las andanzas del
seductor y todas las solapaban.
Un
día apareció en este escenario, hasta entonces poco convencional en términos
morales, pero apacible, una venezolana, que había sido reina de belleza de su
provincia y princesa del Club Rotario de Táchira. Su caminar por las calles del
pueblo fue desde el principio un espectáculo —como lo había sido el rodar del
mismo John Goodman en sus atléticos patines meses antes— que hizo que todos los
hombres salieran a las puertas de sus casas a suspirar y a soñar con paraísos
menos domésticos que los cotidianos. Así se los podía ver uno a uno, a José
Clemente San José, al Moris García, a los eternos vagos del Billar Montecarlo,
a los taxistas de la línea Delta, a los conductores de Greyhound, al
endodoncista Miller, en una fila casi militar desde la perspectiva, todos
apoyados en las puertas, mientras las mujeres asomadas a las ventanas sentían
hervir su sangre.
Constanza Alfaro, la tachirense recién llegada, estableció una
peluquería en Sunset Drive por todo lo alto y comenzó a tener éxito desde la
misma inauguración. Aunque sus precios eran risibles de tan elevados, nunca le
faltaron clientes y en su agenda tendría apartados meses enteros. Sólo a los
hombres atendía, pero tan en público (su silla de cortes estaba tras un enorme
ventanal carente de cortinas e iluminado día y noche, como si aquello fuera un
salón de variedades y no una simple estética) no hubo lugar para murmuraciones
o maledicencias.
Nadie, durante los primeros meses de estancia de la mujer en Fort
Love, puede afirmar que Constanza haya dado un mal paso, aunque fuera asediada
a sangre, fuego y oro por los hombres más prestantes, desde el alcalde
Barrington, hasta el parodoncista Peale, pasando por el capitán del cuerpo de
bomberos, el senador Maine, la media
docena de millonarios cubanos, y, muy en secreto (ésta es una conjetura exclusivamente
mía), el taimado de Pedrito Rey.
La única posibilidad de acercarse a Constanza Alfaro era alcanzar un
lugar en su agenda y esperar con paciencia mineral el corte de pelo. John, a
diferencia de la mayoría de los hombres en la edad de la comezón, no afectó
inicialmente debilidad alguna por Constanza Alfaro y se podaba él mismo los
pelos con tanta frecuencia que comenzó a lucir un corte militar. Pasados un par
de meses, esta indiferencia cedió ante a un leve interés, que desembocó en una
furiosa necesidad de seducir a la mujer que tenía en jaque a todo Fort Love.
Frente al espejo del baño de su sótano lo imagino aplicando tónicos y hierbas
en un esfuerzo por hacer que le creciera el pelo lo más pronto posible.
Siendo Constanza y John personas fascinantes en grado sumo, nadie dudó
que tarde o temprano lograrían ponerse de acuerdo, y casi se puede decir que el pueblo entero se
confabuló para favorecer el romance. Incluso algunas de las feas de su harem,
cuando lograban reunirse, hacían votos por el feliz desenlace de aquella love story y en un acto de
desprendimiento ya planeaban todos los detalles de una boda como no habría otra
en la historia de Fort Love. Herlinda sonreía escéptica. Por alguna razón considerba a John pájaro en
mano.
Varios meses duró el asedio hasta que Constanza cedió. La escena de la
seducción fue testimoniada con un catalejo por Many Pinto, un ocioso cubano del
grupo de los millonarios, desde su atalaya en el penthouse de su edificio, una
mole de vidrio oscuro que se levanta como una sombra negra en el cielo más claro
y celeste que se pueda encontrar en toda la península de la Florida. Many,
gustosamente y vestido como para una película de gángsters, una vez que comenzó
la investigación del crimen, dio declaraciones ante el juez Kinsky. Dijo lo que
nadie iba a creerle: que su telescopio,
que apuntaba a la Osa Mayor, sufrió un desperfecto en uno de sus tornillos y
fue cediendo en grado de inclinación, hasta quedar enfocando la única ventana
del sótano de John, donde logró ver a la pareja discutiendo. El que podría haber
sido John, manoteaba frente a una Constanza que lo escuchaba cruzada de piernas
en un sofá y fumando con boquilla. Lucía una minifalda casi invisible y una
ombliguera con escote casi obsceno. Finalmente Constanza se puso de pie, le
pasó la mano por el cabello a John, acunó su cabeza en su hombro, lo llevó al
sofá y allí mismo, con una frialdad espantosa (“muy profesional”, aclaró Many)
ella misma procedió a desnudarlo y a hacerle el amor acaballada, mientras John
permanecía impasible. (Habría que aclarar que Many fue uno de los pretendientes
de Constanza, y que su versión puede estar algo distorsionada.)
Las declaraciones de Many fueron hechas públicas por el Fort Love Herald, como todos los
detalles del asunto que irían saliendo a flote. Una vez que John fue famoso, ya
recluido en la prisión frente a la Biblioteca Municipal, todos, absolutamente
todos los habitantes de Fort Love en uso de razón, tuvieron algo que decir.
Establecida la relación entre el bibliotecario y la peluquera, comenzó
el calvario de John. Constanza, que se había mostrado tan virtuosa y reservada
en sus primeros tiempos, hizo alarde de su afición a los hombres con un descaro
digno de todo vituperio. Comenzó a aceptar, casi con agenda (hay quien dice que
apuntaba en la misma libreta de los
cortes de pelo los nombres y horarios de sus “clientes de amor”), a todos
cuantos la habían asediado. Por su peluquería comenzaron a pasar los hombres
prestantes en horas atrabiliarias. Ninguno de ellos salía con el pelo cortado.
La ventana de las luces se apagaba, se bajaba una cortina de paisaje japonés y
todos sabían que le había tocado el turno al doctor Lane, a Benny Swanson, al
capitán del cuerpo de bomberos, al alcalde. No faltaron a las citas algunos
personajes poco solventes e incluso medio faltos de luces, como el barrendero
Bill Ding Rogers alias Pin Ball, el
gordito con síndrome de down que era amigo de todos. Este tipo de amistades,
por llamarlas de alguna manera, hizo sospechar que Constanza no perseguía fines
económicos solamente, sino que lo suyo era un mester de putería artística.
Todo Fort Love, a excepción de las esposas afectadas, conocía el
estropicio moral que causaba Constanza —es bien sabido que el último que siente
los cuernos es el torero—. Y sin embargo, por una chocante crueldad, Constanza
Alfaro, que ya ejercía, según el reverendo Clane, como ramera babilonia, seguía
aceptando las visitas del bibliotecario y alentando una pasión que día a día se
hacía más perniciosa. No pasaba una semana sin que la pareja tuviera alguna
disputa. En las discusiones era la mujer la que llevaba la voz cantante,
mientras John asumía el papel del victimado. Sus vecinos dieron fe casi
magnetofónica de las riñas. El bibliotecario generalmente salía arrastrando
los pies y con los ojos perdidos, sabiendo que dos minutos después Constanza
haría una llamada telefónica que le traería a un hombre jadeante, que llegaría
su puerta como un correcaminos, haciendo chirriar llantas y rechinar dientes.
Ello ocasionaba en John Goodman etapas de depresión que lo mantenían encerrado
en su apartamento del sótano en la calle Oak Street.
Martha, cuyo espíritu samaritano era superior a la eterna desconfianza
de su esposo, quiso salvar al bibliotecario de esas depresiones y lo llevaba a
su casa, donde John, merced a las atenciones de Herlinda, volvía de alguna
manera a sonreír, a hacer derroche de su natural simpatía y a convertir la
existencia de la niña Eusebia en una fiesta sin fin. Eusebia, con sus ocho
años, seis de los cuales había pasado frente a la televisión, era una niña tan
despierta, que podía disertar como una filósofa egregia sobre las diferencias
entre erotismo y pornografía. Bella como sólo pueden serlo las niñas a su edad
y tan desenvuelta como el niño Jesús en el templo, Eusebia nunca llegó a aceptar que John Goodman fuera
un criminal y durante las investigaciones, las deliberaciones y los
interrogatorios, en más de una oportunidad, se puso de pie como en un tribuna a
cantar las bondades del bibliotecario y a gritar contra el sistema judicial norteamericano.
Pedrito Rey —que maneja una empresa de filmaciones en formato casero—
conserva en secreto videos en los que se ve al presunto asesino embebido en
conversaciones con su niña y se tortura imaginando inmensidades que Eusebia,
cuya inocencia parece haber superado los escollos de su propia madurez
intempestiva, ni siquiera debe haber soñado.
Los
detalles anteriores, debo decirlo de antemano (un poco tarde, y ojalá, a
tiempo) me fueron cedidos por la misma Martha Arbeláez, quien a pesar de saber
que todo el asunto puede ser una mina de oro, no quiere ni tocarlo, pues está
convencida de que John puede salir algún día y cobrarle las infidencias. Por
eso Martha me hizo una crónica completa de los sucesos hasta donde le alcanzó
la memoria y prometió mandarme recortes de prensa. “Si quieres escribir algo
sobre el crimen, hazlo. Te regalo la historia. Yo lo que quiero es olvidar”.
Eso dijo.
Todo Fort Love supo apreciar a John y aprendió a soslayar las
relaciones que tenía con más de media docena de mujeres inmigrantes e ilegales.
Se puede decir que fue un hombre bien amado y que de alguna manera la vida del
pueblo sin John hubiera sido más aburrida. Lo mismo se puede afirmar sobre
Constanza Alfaro, que trajo tensión y belleza, pero también envidia, rencores y
odios.
Entre las actividades de John estaba la de coordinar presentaciones
de grupos culturales, en general latinoamericanos. En una ocasión Martha y John
arreglaron la visita de seis poetisas argentinas, todas ellas de mediana edad. Sobra decir que las seis cayeron subyugadas
bajo el encanto de John e incluso María Mercedes Ocaranza, hija del gran poeta
y poeta de altura ella misma, una mujer de carácter agrio y pedante, cedió su
integridad por completo y cuando tuvo que separarse del que sería el hombre más buscado de los
Estados Unidos para regresar a su patria, sufrió lo indecible, sin que lograra
de ninguna manera olvidarlo.
A Constanza Alfaro los amoríos de John la tenían sin cuidado. Mujer
acostumbrada a la pleitesía, disfrutaba de la insufrible necesidad de ver a los
hombres de rodillas y era por eso que se permitía jugar con el amor cada vez
más furibundo del bibliotecario y de una docena de leales y ciegos amantes.
Cuando ella lograba un nuevo amor, que pasando los meses debió buscar entre
turistas adinerados que se alojaban en el Hotel Hilton o en el Hollyday
Inn, Martha lo llevaba a pasear frente a
la biblioteca desde donde John podía
verlo. Nadie entendía aquello. Una saña
tal sólo podría explicarla un gran amor o un rencor mortal.
John Goodman se acodaba en la ventana, con los reflejos de la
computadora en su rostro, y los veía pasar una y otra vez, sintiendo crecer su
rabia. El hombre fue asumiendo un carácter agrio e intratable. Sólo en casa de
los Rey se sentía en paz, al lado de Herlinda y con las luces de Eusebia
iluminando su vida. Un día el esposo de Martha le puso un ultimatum a su
mujer: “O el bibliotecario o yo. Si ese
hombre vuelve a entrar a esta casa yo comienzo a salir.”
Martha se disciplinó y quizás por ello fue que salió con las manos
limpias y se salvó del horror, por lo
menos de manera directa, pues de manera indirecta todo Fort Love padeció el espanto, la perdida de la inocencia y el
sosiego provincianos que eran los atractivos del pueblo. Cuando se enteró de un
crimen que conmovió a todos los estados y que incluso llegó a las pantallas
televisivas de la nación, Fort Love dejó de ser un pueblo perdido, para entrar
con fanfarrias en los anales de la maldad inexplicabe. De alguna manera todos
se sienten culpables y un poco orgullosos del asesinato que suponen cometido
por el bibliotecario. El turismo ha aumentado y ya se está construyendo un
tercer hotel de cinco estrellas.
Antes
de narrar el asesinato, es necesario contar otro suceso, diciente del carácter excéntrico
del bibliotecario. En casa de Martha se preparó un 2 de julio la lectura
pública del gran poeta caribeño Aime John Rouen. En cuanto Martha puso frente a
frente al poeta Aime y a John, se dio cuenta que algo como un relámpago había
fulminado a los dos personajes. Uno y otro, sin acordarse del acto público, se
absorbieron de tal modo en la contemplación mutua, que olvidaron al público que
esperaba la lectura de los poemas y muy simplemente tomaron el camino de la
puerta asidos del brazo como si fueran marido y mujer y desaparecieron,
dejando a la multitud pasmada y llena de indignación.
Vayamos
al desenlace de esta ya larga y deplorable historia. Resulta que un día John
Goodman Jones se ausentó del trabajo. Pasó una semana y nadie sabía nada de él.
Finalmente Martha, a espaldas de su marido, decidió investigar. Tenía la
sospecha de que John se había suicidado, dijo. Fue a su apartamento y estuvo
tocando. Finalmente le pidió a la casera una llave. Antes de entrar fue a la
biblioteca y le pidió a una dominicana que
la acompañara.
Lo que vieron al entrar nunca podrán olvidarlo. Los libreros que
cubrían absolutamente todas las paredes de la casa estaban bañados en sangre.
Sobre una alfombra persa de pared a pared el cuerpo de la cruel Constanza, se hallaba
ensopado en un diluvio bermejo, como una escultura de mármol derrumbada por los
bárbaros. La sangre se había coagulado y unía al cuerpo con la alfombra de
manera muy particular. Sobre la mesita del teléfono, un mamarracho de estilo
Florida-Luis XV, estaba un martillo con la sangre reseca. En el cuerpo, a la
altura del bajo vientre, un puñal
enterrado más allá de la empuñadura.
El médico forense anotó 85 puñaladas y los investigadores conjeturaron
—brillantemente, sin duda— que el martillo había servido para machacar el
cráneo de la infortunada. El trabajo de machacar había sido minucioso pues no
quedó un solo hueso sano y la cabeza misma había perdido su forma. Vuelto a
contar el número de puñaladas por un segundo forense algo más escrupuloso, se enumeraron
105, sin incluir las que podrían haberse dado en sitios ya ofendidos.
La poeta Ocaranza señaló tras una de sus visitas a la cárcel, que John
le había dicho que todo iba bien hasta que llegó Constanza, con esa belleza
enloquecedora y esa putería inaguantable. Era un hombre bueno, dijo la poeta y
se echó a llorar.
Lo de su bondad fue refutado por la Interpol y Scotland Yard, que supieron hallar (o inventar, vaya uno a
saber) que diez años antes, John Goodman había asesinado a una modelo vietnamita
en Berlín y a una actriz de teatro en Dublín, utilizando el mismo
procedimiento de martillo y puñal. Gracias a la aparición de las fotos de John
Goodman Jones en los periódicos y en las carteleras de las oficinas de correos
entre las de los criminales más
buscados, su celebridad se hizo apabullante. No hubo otra conversación en toda
Florida que la referente al individuo que a partir de entonces fue denominado
El Carnicero de Fort Love o El Asesino Seductor.
Quizás por falta de otros sospechosos o como resultado de
investigaciones detalladas (quién va a saberlo) fue acusado de veinte
asesinatos de mujeres a lo largo de otros estados norteamericanos y de otros
treinta en Ciudad Juárez (donde ya es sabido que en el curso de cinco años han
sido violadas y asesinadas más de doscientas mujeres), y en todos los casos se
dice que siguió los mismos procedimientos, desde el hecho de llegar a
establecerse como personaje respetable en un pueblo, hasta el martillazo final.
John fue capturado al entrar a su patria procedente de Canadá. Se
hallaba comiendo hamburguesas en una caseta rodante en New Paltz, al norte de
Nueva York. Tenía la mitad de la cara embardunada con catsup y una
enorme maleta a sus pies. Tendió las manos mansamente para aceptar las esposas.
Estaba más gordo, se había teñido el pelo de un color flamígero y parecía un
hombre en paz consigo mismo. Hasta que supo que había pruebas irrebatibles
mantuvo el buen humor y juró inocencia. Dos
libros se encontraron en su poder: Los
endemoniados de Dostoievski y Filosofía a martillazos de
Nietzsche. Luego se supo: para huir de
la escena del crimen había utilizado el auto de la víctima, un BMW
absolutamente computarizado. En un tiempo record atravesó el país hasta llegar
New York, donde supo negociar el vehículo con un irlandés inescruloso. En el aeropuerto de
Laguardia abordó un Concorde que lo llevó a París, luego embarcó a Marruecos,
viajó a Nepal y a Cambodia.
El convicto fue traído a Fort Love a esperar
juicio.
John Goodman Jones contempla desde la
ventana de la cárcel la calle principal del pueblo, la biblioteca y el parque.
Sólo tiene el consuelo de la visita de su corte de milagros femenina. Sabe que
podrá sufrir su espera con la solidaridad de ellas. Las mujeres afirman que
Constanza Alfaro se tenía bien merecido el castigo. John está enterado que no
son muchas sus opciones: la silla eléctrica o cadena perpetua en alguna cárcel
de alta seguridad. El pueblo sigue el proceso del bibliotecario con una mezcla
de horror y simpatía. Casi todos creen que es culpable. Sólo la niña Eusebia y
Herlinda afirman su inocencia y comparten la idea de una maquinación en la que
estarían involucradas no sólo las agencias investigadoras sino algunos
millonarios del pueblo. La niña confía en que de alguna forma su amigo saldrá
libre, para volver a jugar con ella y tener conversaciones tan profundas como
edificantes. Afirma que John Goodman Jones tiene un tatuaje secreto que juró le
mostraría algún día. Herlinda está convencida de que sus últimos días los pasará
al lado del fuego del hogar, con su esposo, John Goodman Jones, sosegado del
todo, y sin otra pasión que la lectura inteligente.
Para bien o para mal Fort Love ya no es el
mismo.
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