EL AMAZONAS DE GARRAMUÑO

noviembre 23, 2021

SERGIO CORDERO


 

“…la imaginación es una de las más altas formas de la realidad” (Marco Tulio Aguilera).

Se diría de entrada que la novela “Nostalgia del Paraíso” del narrador colombiano Marco Tulio Aguilera Garramuño (Bogotá, 1949) es la crónica de un viaje por la selva amazónica realizado por el protagonista, pero no “en medio del camino de la vida” (como Dante en la “Divina Comedia”), sino al filo del medio siglo de edad. En realidad, este viaje a través del río más largo del mundo no implicó solamente internarse selva adentro, también implicó una exploración hombre adentro: experiencias de otros viajes, aventuras amorosas más o menos fallidas y, por supuesto, lecturas, muchas lecturas.
Marco Tulio aprovecha el viaje real para hacer un repaso del viaje literario que realizó primero al leer a los autores que visitaron esta mítica región y narraron experiencias presuntamente verídicas, desde “el primer documento, de Fray Gaspar de Carvajal, el portentoso ‘Descubrimiento del río de las Amazonas’; ‘Del Orinoco al Amazonas’, ese libro sin par de von Humboldt; ‘El Orinoco ilustrado’, clásico del padre Gumilla; “El río” de Wade Davies; ‘En canoa del Amazonas al Caribe’; muchos volúmenes de ‘Monumenta amazonica’; los desaforados panfletos de aventuras de Julio Verne, crónicas de viajeros, novelas sobre desquiciados o santos como Lope de Aguirre, Jerónimo de Aguilar, Francisco de Orellana, Felipe de Utre y Fray Pedro Simón” (p. 14).
Al respecto, merecen mención especial dos libros a los que debe mucho la estructura de esta novela: “El corazón de las tinieblas” de Joseph Conrad y “La nieve del Almirante” de don Álvaro Mutis, con un necesario guiño a su libro de poemas “Los emisarios” (1984), del que se cita el alucinante texto “El Cañón de Aracuriare”, y a otro largo poema escrito por un explorador que no viajó al Amazonas pero que de todos modos llegó al Paraíso: Dante Alighieri. Estos y otros autores son citados in extenso como guías de Marco Tulio en esta travesía que, como la de Ulises en el canto XXVI del “Infierno”, pudo ser un viaje sin regreso. Afortunadamente para el escritor colombiano (y para nosotros, sus lectores), no lo fue.
Cuando empecé a leer “Nostalgia del Paraíso”, prefiguré que me encontraría con una de esas “Crónicas de viaje”, semejante a los artículos que el autor publicaba trimestralmente en una revista científica; que, en vista del tema, él prescindiría de una de las convenciones básicas de lo novelístico: la trama. Pero mi viejo amigo tiene bastantes horas de vuelo en el oficio y, novelista nato, logró de nuevo salirse con la suya. No es la primera vez que, en principio, me hace pensar que no superará el reto que se ha impuesto y, de pronto, da el salto mortal, hace una pirueta de fantasía y supera cualquier obstáculo en las páginas siguientes. En este caso, el hilo de la trama estuvo siempre ahí, oculto e imprevisible como las corrientes del Amazonas, que no por nada es un río con el nombre de una legión de audaces mujeres.
En efecto: el sutil hilo conductor que convierte a la crónica en novela lo devanan lentamente los personajes femeninos, sobre todo las indígenas, cuya presencia perturba al protagonista, quien es casado y tiene tres hijos y a quien acosa la torturante posibilidad de serle infiel a su esposa con alguna de esas bellas criaturas casi desnudas a las que encuentra en las pequeñas aldeas o a la orilla del río lavando ropa y cubiertos o amamantando a sus hijos, mientras exhiben con toda naturalidad sus pechos “de diosa niña” (p. 156). He aquí el argumento, el problema a resolver, el cual se puede sintetizar en una pregunta: ¿el protagonista le será infiel a su mujer (Antonia, Susana San o como se llame) con una indígena huitota? Invito al lector a averiguarlo.
Pero el atractivo de “Nostalgia del Paraíso” no sólo está en las mujeres, quienes recorren de extremo a extremo el territorio novelístico de Marco Tulio, también por la galería de personajes excéntricos que acompañan al protagonista. Citemos para empezar a Mariño Riascos, alias el “Chirri-Chirri”, un “Quijote de tierra caliente” (p. 12), en cuyo currículo se cita que colaboró en la elaboración de los mapas de la Amazonia Colombiana y quien invita al protagonista a una excursión al pueblo de Araracuara, “puerta de entrada a la Amazonia y [que] está más lleno de guerrilla que de zancudos” (p. 24). El lugar es tan inaccesible que “fue durante muchos años […] una colonia penitenciaria. Era imposible salir de aquí” (p. 43). El protagonista acepta la invitación, sin imaginar que este alegre paseo durará al menos tres semanas.
Con ellos, viaja un grupo de despistados turistas, porque “no éramos excursionistas ni exploradores ni temerarios aventureros” (p. 209): un ingeniero mormón y su familia; Yolanda, una mujer con cabellera de Leona, decepcionada por los hombres, quien reencuentra el amor en las caricias de un perro lobo; “una pareja de marido y mujer, tan aferrados el uno al otro que parecían siameses. También una francesa robusta y sonrosada, más que cuarentona, que dicta clases de lengua francesa en la Universidad Nacional” (p. 157). Este grupo, a bordo de la lancha “La vaca loca”, remonta el curso del río. Al protagonista le resulta tan absurdo el viaje que, por si las dudas, decide llevar un diario, borrador de la presente novela.
Pero, aparte del guía de viaje, el protagonista (nunca se dice su nombre, Riascos lo llama “licenciado” o “doctor”, aunque en Colombia –me decía Francisco Cervantes– a cualquier Fulano con corbata le dicen “doctor”) cuenta también con lo que podríamos llamar consejeros espirituales, dos amigos y paisanos suyos: Pedro Botero y Adolfo Montañovivas.
Conversa con Pedro en su finca de Villavicencio y le dice que planea escribir una novela sobre el Amazonas:
“–¿Qué opinas de que yo vaya a Araracuara para ambientarme?
”Arrugó el ceño y lanzó una carcajada.
” –Mira, compañerito, mejor vete en un lindo paseo a Leticia y a la Amazonia turística, tomas unas fotos, caminas por la selva, regresas a Bogotá, tomas tu avión y a tu casita. Araracuara no está para juegos literarios. Allá sí hay bestias” (p. 146).
Sin embargo, lo que el protagonista encuentra es un panorama muy diferente: “Cuando llegué a la Amazonia, a la Amazonia Colombiana, en diciembre de 2002, ya el hombre blanco había sentado sus reales en el territorio que recorrí: las indias vestían faldas y blusas, escuchaban radio y veían televisión, aspiraban a salir de la selva, tal vez haciendo un buen matrimonio, como amantes de algún turista bucólico o como sirvientas” (p. 186).
Las conversaciones con sus amigos desembocan inevitablemente en la situación general de Colombia, martirizada por los grupos armados en pugna, de los cuales se cuentan cosas como lo que la esposa de Pedro Botero relata en un capítulo no por nada titulado “Farabeuf” (pp. 96-97): un comando de paramilitares convoca a los habitantes de un pueblo para que presencien el “escarmiento” de un informante de la guerrilla, quien es minuciosamente torturado y mutilado hasta la muerte, de manera muy similar a la que describe Salvador Elizondo en su novela homónima, a propósito del prisionero chino sometido al sangriento “Leng Tch’e”. Pedro comenta: “Si se contaran las historias que ha vivido este país […], los judíos de Auschwitz se pondrían a llorar” (p. 97).
(Por cierto, casi todos los capítulos tienen títulos de obras literarias: “El llamado de la selva”, “En busca del tiempo perdido”, “Una habitación propia”, “Lo que queda del día”, “La Vorágine”, “La mansión de Araucaima”, “El libro del Mormón”, “Las grandes aguas”, “El viejo que leía historias de amor”, “Islas a la deriva” –sí, también de poemarios– y un largo etcétera.)
Otras historias dignas de mención, acaso menos atroces pero no menos alucinantes, son las de los misioneros, extranjeros y empresarios que con diversa fortuna han intentado quedarse en la selva. En muchos casos su destino ha sido trágico, como el de la expedición de Francisco de Orellana: “Los tomó el río de la mano y los llevó al otro lado del continente. Comenzaron en lo que hoy es Ecuador, […] terminaron saliendo por las bocas del Amazonas en Brasil, […] 6000 kilómetros más allá de su punto de partida. […] Fueron recibidos en algunos lugares como dioses y en otros como demonios. La mayoría murió en el trayecto” (p. 231) o la suerte que corrieron las huestes evangélicas de Rachel Saint con los indígenas aucas, cuyas almas intentaban salvar: “los aucas exterminaron a todos los misioneros que habían tratado de embaucarlos” (pp. 187-188). En contraste, están los casos de Rafael Uandurraga, colombiano de ascendencia vasca, quien reactivó la explotación del caucho en condiciones más favorables para los indígenas, pese a que éstos habían jurado no volver a “sangrar” los árboles; el norteamericano Richard Gill, quien con su esposa se estableció en una hacienda en el Ecuador; o William Cameron Townsend, vendedor de Biblias en Guatemala, quien fundó el Instituto Lingüístico de Verano (pp. 108-109). Otro interesado en el caucho fue el “excéntrico inglés” Henry Wickhan, “quien fue el primero en exportar subrepticiamente semillas de hevea, los árboles de caucho, a Estados Unidos… Esta exportación de semillas, cuatro décadas más tarde, terminaría con la industria brasileña del caucho” (p. 136).
Cuando visita a Adolfo, en su finca “El Paraíso”, éste convida al protagonista agua de panela con hongos alucinógenos y lo sumerge en una larga divagación en la que hay desconcertantes chispazos de lucidez: “Imagínate, un guerrillero en el Paraíso Original dando clases de moral. Pues eso es lo que está sucediendo en Colombia” (p. 173), “Estar frente a esa ceiba es estar como frente a Dios. Es un árbol que resume el universo” (p. 189), “Mira, este árbol tiene un fruto que se llama Muriel. La palabra Muriel ya es en sí un fruto” (p. 212), “En el psiquiátrico me dieron lo que yo quería: una habitación para mí solo” (p. 214), “Nada tan terrible como un niño armado: al perder los escrúpulos, ellos juegan a la guerra como las niñas juegan a las muñecas” (p. 216), “Una amiga hongeó [sic] a su psicoanalista y él se subió a un árbol. Creyó que era una fruta madura y se tiró y se quebró el cráneo” (p. 237), “Y, ¿sabes por qué se preocupan los poetas por la situación del país mientras se los ve tan felices en los bares? O más bien: ¿Por qué se los ve tan felices en los bares mientras dicen preocuparse por la situación del país? […] Porque generalmente son otros los que pagan las cuentas” (p. 242), “Cuando una persona empuña una ametralladora se vuelve moralista” (p. 261). Al final, Adolfo propone un remedio a la violenta situación de su país: “Cuando en Colombia la gente se organice para solucionar sus problemas inmediatos, comenzará una nueva era. Cuando la gente no espere nada de nadie sino de sí misma” (p. 262).
Marco Tulio Aguilera Garramuño, “Nostalgia del Paraíso”. Ediciones Camelot América, no se indica el lugar de edición, 2021, 290 pp.

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