Bogotá 1982, José Donoso
abril 05, 2013
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MT, José Donoso y Johnattan Tittler, durante las deliberaciones del Concurso de Novela Jorge Isaacs |
Apuntes del 24 de julio de 1982. Ya llevo
tres días en Bogotá. He caminado por sus calles. Recuperando sabores. La madre de mi amigo José Luis me estuvo enseñando a tocar el serrucho
como si fuera un violín. Cuando regrese a Xalapa compraré mi propio serrucho.
He dedicado mucho tiempo a investigar la vida de mi padre, personaje
fundamental de la novela que quiero escribir sobre la vida de mi familia y que
muchos años más tarde se llamaría El amor y la
muerte. Mi primo Alberto dijo: “El doctor Marco Tulio Aguilera
Camacho era un tipo flaco, anguloso, hermosamente indio, imponente, se creía la
cima del universo, divinamente arreglado, sus galas y sus guardapolvos, ropa
gris, de gamuza, gris perla, azul. Cuando el valet de chambre se presentaba en el cuarto lo hacía con la cabeza inclinada. No se
atrevía a mirarlo a los ojos. Tenía una fila de cincuenta trajes cosidos bajo
medidas en Londres, con su camisa al lado, sus cincuenta zapatos, cincuenta calcetines,
corbatas, pisacorbatas y mancuernillas, lo llamaban El Duque, se bañaba en bañera con agua fría dos veces al día, salía desnudo, el
sirviente le ponía al frente una bandeja de plata con colonias, él señalaba una
con su flaco dedo amarillo de nicotina. El valet vertía pocas gotas en la mano y el doctor se la aplicaba en el rostro
con ligeras palmadas”. Hablé con las primas. También con Bernardo, el hemano
menor de mi padre: “Mi papá y tu papá hasta los diez años no supieron lo que era tocar el
piso. Tenían dos indígenas que los llevaban de un lado a otro”. Escribo, escribo,
escribo febrilmente en mi libretón de contabilidad. Todos los parientes están
ansiosos por contar sus versiones. Yo soy el escritor de la familia. También
hablé con mis hermanos. Uno de ellos, particularmente adicto a los excesos, me
cuenta historias espeluznantes sobre nuestra infancia. Si ha habido alguien
cercano al demonio en la familia ha sido Sergio. El 1 de agosto me encuentro
con Alex, Alejandra, quien fue mi último amor antes de salir de Colombia rumbo
a Estados Unidos. Eran los años setentas
en la Universidad del Valle, lecturas de los 25 tomos de las obras completas de
Freud en la buseta rumbo a Ciudad Universitaria, los años de Carmelita la vendedora
de dulces, años de atletismo, basquetbol (siempre fui banca, nunca titular),
años de la mulata silvestre en Pance y la niña Bere. Recuerdo que en una
fiesta, mientras sonaba Richie Ray, nos encerramos Alex y yo en un baño a hacer
furiosamente el amor. Esa escena la relaté en
Mujeres
amadas. De Alex sólo queda hoy el rostro bello y sus ojos
espléndidos. Su cuerpo es muy delgado. Le extirparon medio pulmón. Me contó de
sus partos y de la mala vida que le da el marido. En el sitio de las costillas
izquierdas hay un hueco. El seno izquierdo está marchito e insensible. Protestó por el pasado. Dijo
que la perseguí durante dos años y que cuando la conseguí, sólo estuve con ella
un mes. Luego le recité en un poema en el que decía que era más grande mi
necesidad de soledad que mi amor por ella. Fingimos de forma bastante triste y
deplorable (en el Hotel Intercontinental Cali, en una de las pausas de las
deliberaciones del concurso de novela) hacer el amor, le regalé la placa de oro
que me dieron como jurado del concurso Jorge Isaacs y me despedí. Ay, corazón.
Le conté a José Donoso esta desventurada historia de amor y él me dijo algo de
Dinamarca y cuántas cosas podridas va dejando uno en el camino.
Después anoto en mi
libretón la crónica de mis conversaciones y encuentros con José Donoso. Pepe
habló sobre las relaciones que tuvo con sus primas: “Yo vivía en una casa con
muchas mujeres. Llegaban mis primas de Europa. Nos encerrábamos en los roperos
y hacíamos cosas extrañas. Se tendían en el suelo y me decían tócame. Hacíamos
un pacto de silencio que sellábamos con sangre”.
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