José Donoso, demonio viejo
junio 18, 2013
PRIMERA PARTE
Ahora que han pasado los años y que la hija de José Donoso reveló los aspectos ocultos de la vida de José Donoso, puedo publicar con nombre propio estas páginas de mi novela La hermosa vida.
Ahora que han pasado los años y que la hija de José Donoso reveló los aspectos ocultos de la vida de José Donoso, puedo publicar con nombre propio estas páginas de mi novela La hermosa vida.
¿Donoso un viejo insoportable, un artistócrata, un pesado? No. Un hombre risueño, que escucha casi todo con una
especie de ironía que se le dibuja en los hoyuelos de las mejillas y en los
ojos.
Desde que llegó a Cali no ha parado ni un momento. Incluso cuando los
demás se van a dormir él sigue invitando a abrevar en la noche caleña, y sonríe
al decirlo. Me mira y pregunta con aparente desorientación: Vos Ventura, que
tenés garras de macho, decíme qué hay que ver en estas calles pecadoras de
Dios. Y yo qué puedo decirle si hace más de cinco años no visito la ciudad y lo
encuentro todo cambiado, tan lleno de multitudes, tan sucio y desordenado, el
color de la gente ha cambiado, todo Tumaco se instaló en las calles, todo
Buenaventura, con sus culebreros y sus vendedores ambulantes y sus negras
caderonas (¿Era así antes? No lo sé.)
Donoso escucha las opiniones
con un aire de feliz e irónica comprensión. Parece estar mirando a los mortales
desde la altura del que ya lo sabe todo. Es una versión divertida del Papá
Grande. El gobernador del Valle del Cauca habla en voz baja. Parece falto de
autoridad, flexible, amable y tímido como una prostituta recién llegada al
burdel.
—El mejor escritor de Colombia
se llama José María Vargas Vila —afirma Pepe.
Pienso que lo dice en alusión
indirecta a Gabo, con quien de alguna
forma tiene rivalidad.
—Conocí a García Márquez
comportándose como un funcionario de la KGB.
—Pero ése no es Gabriel García
Márquez, sino un Gabriel García Márquez —dice Aline, la esposa de Donoso, una mujer agria y de alguna manera
amable, un oxímoron.
—En Chile, en nuestro barrio,
existe plena seguridad, pero porque hay metralletas en todas partes. Fuera de
Santiago y Valparaíso, Chile no existe.
—Los chilenos son argentinos
arrinconados —le digo. Pepe me lanza un gancho a las costillas.
—Hemos tenido más de
veinticinco casas— dice Aline —. Antes que termine de poner las cortinas, Pepe
ya está pensando en viajar.
—¡Viajar, viajar!, palabra
del viviente, escribió Saint John Perse —dice Pepe.
—¡Partir, partir!, palabra
del viviente. ¿No fueron ésas sus palabras? —pregunto.
—Depende de la traducción—
replica Aline.
Salimos de compras. Pepe
quiere una camisa de color vivo, del color de Cali, dice. No la encontró. Yo
quise comprar una camisa italiana de seda de 500 dólares.
—¡Qué! —gritó Joshuana—. Esas
camisas no las usa ni mi marido, que tiene más dólares que el Chase Manhattan.
—Pues yo las uso todos los
días —dije, y me la compré, sin recordar que otra vez debía cuatro meses de
renta. Al fin y al cabo me habían pagado 5000 dólares sólo por leer 150 novelas
y tirar otras tantas a la basura.
Donoso entra en confianza con
una asombrosa facilidad. Quien se abre pronto es porque espera que la otra
persona se abra.
—Fui extremadamente neurótico,
pero se debía a que había un conflicto dentro de mí, que no lograba resolver—
dice.
—¿Por qué crear un mundo en el
que lo feo sea la norma?
—Hay una estética de lo feo. Algo
es feo según tú lo plantees. Duré ocho años escribiendo el Infame turba de
nocturnas aves. Durante esa época tuve mis más grandes crisis nerviosas.
—¿Qué relación hay entre la
monstruosidad y el autor?
—Todo escritor debe reconocer
la parte monstruosa de su persona.
—A mí me parece que los
escritores son particularmente monstruosos, mucho más que las otras personas.
Tal vez algunos músicos lleguen a extremos mayores. Por ejemplo, Pagannini,
Beethoven, Mozart.
—Estoy de acuerdo,
completamente de acuerdo. Aún más, creo que los seres humanos somos todos
monstruosos, pero sólo los escritores somos capaces de reconocerlo y hasta
publicarlo. Por eso nos persiguen.
—¿Crees en Dios?
—Definitivamente no creo en
Dios. Todos estamos destinados a la condenación o a la nada. Lo único que tengo
es mi conciencia y mi físico.
—¿Fue difícil comenzar a
escribir?
—Me costó muchísimo trabajo,
pero mucho más comenzar a publicar. Lo hice a costa propia y de una amiga. Nos
organizábamos para vender ejemplares por adelantado.
—¿Estás satisfecho con tu
vida?
—No. A medida que el tiempo
pasa voy llegando a la conclusión de que adquirir es lo mismo que perder. ¿Qué
he ganado? Tonterías. ¿Qué he perdido? La juventud, la plenitud, todo lo que en
mí era vigor está comenzando a desaparecer. Yo siento que en este momento es
más importante el escritor que la persona.
Donoso parecía estarse
confesando: "No soy vanidoso. La vanidad quizá fuera importante en la
juventud. Ahora no." "Me ha gustado Proust toda la vida. Está a mi
cabecera." "Siempre que comienzo una cosa, la termino. Yo soy como
Jimmy Carter, que no podía caminar y mascar goma al mismo tiempo."
"¿Filosofía? Nunca la he estudiado. No me importa."
La Fama se acercó
sinuosamente. Donoso la apartó con la punta del pie, como a un perro. La
vitalidad de Donoso es asombrosa. Llegó, tras casi un día de vuelo, aeropuertos
y maletas, a Cali y se fue directamente a la recepción que ofrecía el
gobernador del Valle. Luego, a eso de la una de la mañana, ya en el hotel,
esperó a que su mujer se durmiera, para hacer su primera escapatoria. La hizo
solo. Recorrió la Avenida Colombia y trabó conocimiento con las aves nocturnas.
Al día siguiente nos contó de una chiquilla de dentadura luminosa que lo
acompañó a lo largo de la vera del río Cali.
Durante las deliberaciones del
Concurso defendió ardorosamente a su candidato. Hubo una discusión acerba, de
orgullo, un juego de cartas, de aproximadamente seis horas. El gringo Erdman
era el convidado de piedra. Finalmente, como no podíamos ponernos de acuerdo,
optamos por echar un pulso. El resultado del pulso fue el que decidió la suerte
del primero y del segundo lugar.
Hicimos varias horas nalga en
los restaurantes de Cali, comimos y bebimos como cosacos a costa de la plusvalía
que producen los licores del Valle, departimos, no sin ironía o envidia, con
los burgueses, que pasaron por buenos y cultos y nosotros los dejamos hacer.
Como buen hijo de la clase alta santiaguina, Donoso se portó a la altura de las
circunstancias. Erdman se confesó puritano, pero se portó como un lord educado
en Princeton en trance de desinhibirse. Yo comí hongos en un cenicero, lucí
mis biceps y mis botas de vaquero australiano en recepciones elegantes y sufrí cariñosos regaños de Joshuana, que
aparte de ser una musa burguesa, está en camino de terminar su doctorado en la
Sorbona. Me porté como quien soy. Como un campesino de los Andes. Ni más
faltaba.
Para escapar por segunda vez
de las eruditas garras de su mujer —una dama très bien y que con el paso
de los días fui encontrando más simpática que un gondolero veneciano—, Donoso
tuvo que recurrir a un somnífero. Acompañado por una corte de muchachos más
alegres que intelectuales, Pepe conoció los sitios de escándalo de la ciudad
más gozona de Colombia. Según me contaron —yo no pude ir por motivos de
salud... de salud de mi novia despechada en el peor sentido del mundo— bailó
salsa con tal ánimo que agotó a varias damas de la noche. Finalmente tropezó
con una chica algo empalagosa y para colmo de la casualidad, lectora de sus
libros, que llegó al exceso de tragarse la corbata de Donoso y proponerle
llegar a extremos a los que el sátiro Marsyas no estuvo dispuesto a llegar.
Pero la chica insistía. Se puso frenética, y Pepe tuvo que emprender la huída,
amparado por sus admiradores.
Entre los ires y venires del
día siguiente logré concertar la cita para lo de la entrevista, una entrevista
seria, a fondo. ¿En una de las salas del hotel?, pregunté. No, demasiado
público, respondió. ¿En un privado del restaurante? La mezcla de olores embota
mi ingenio. ¿En tu habitación? No, allí mi mujer se reirá de mis respuestas y
comenzará a responder por mí; si te dijera que la mayor parte de las
entrevistas que doy las responde Aline, )me creerías? Entonces... En tu
habitación, Venturita; hasta donde sé, eres solterito y aparte de alguna visita
ocasional de damas de tu pasado, duermes solo.
Eso dijo con ojos de
Heliogábalo.
Al entrar, lo primero que hizo
fue quitarse los zapatos y pedirme que marcara el número clave para que el
teléfono quedara desconectado. ¿Qué? ¿No te has dado cuenta? Aquí todo es por
computadora: marcas un número y aparece un negro abisinio con una doncella
de trece años más hermosa que la
Beatrice del florentino en bandeja, marcas otro y aparece un galán de la
Borgoña con una botella de champaña y una cesta de frutos árabes. Marcas un
tercero y aparece un genio con turbante dispuesto a cumplir tus más arduos
caprichos.
No fingí asombrarme sino que
me asombré. Era mi primer hotel de auténticas cinco estrellas. ¡Qué comparación
con el Danky, donde en lugar de televisión, el inquilino tiene el deleite de
contemplar las manchas de humedad en el techo o los lamparones de líquidos
sicalípticos en la alfombra y hasta en las sábanas!
Sin esperar a que lo invitara,
Donoso se tendió en la cama, puso las manos con los dedos entrelazados acunando
su nuca, hizo un nudo con sus tobillos, lanzó un suspiro y sonrió. Yo acerqué
un sillón a los pies de la cama, tomé mi libretón de contabilidad y me dispuse
a hacerle una entrevista seria y cabrona a mi segunda pieza del boom.
—Pero, ¿por qué te sientas tan
lejos? Ven acá —dijo palmeando la cama.
No sin cierta reticencia me
senté a su lado.
—Te voy a contar algo que
nadie sabe y que espero que no difundas. Mi romance con mi yegua en la
inmensidad solitaria de Magallanes, cuando era pastor de ovejas.
¿Se burlaba? Quién iba a
saberlo, especialmente con un novelista, particularmente con un sátiro Marsyas,
cuya voz era cada vez mas cálida. Donoso insistía en colocar sus manos sobre
mis antebrazos, en acariciar mis piernas, aparentemente sin otra intención que
mostrar amistad.
—Mi yegua era en esas
soledades el mejor sustituto de la mujer. Tierna, inmóvil, sus músculos se
amoldaban a mí con felicidad, y ni ella ni yo teníamos remordimiento alguno—. Donoso
se arrellanó en la cama—. Acércate más. No me digas que me tienes miedo.
Mira, soy un viejo, un vejete enclenque y decrépito. ¿Qué puedo hacerle a un
garañón de tu envergadura?
Dejé que siguiera hablando,
sin mostrar un rechazo tajante.
—En Bogotá mis amigos me
prepararon una fiesta de bienvenida. La idea era llevarme a un baño turco, de
esos sórdidos y asquerosos en los que en cuanto se apaga la luz unos mancebos
negros, musculosos y maleantes, se abalanzan unos sobre otros y cada cual hace
lo que sea con el que está al alcance de la mano.
La confesión era atrevida, sin
duda, y había sido hecha con una intención clarísima. No calculaba Donoso —porque
no había leído los libros que yo tenía escritos e inéditos, hundidos en el baúl
de la nostalgia— que si él era un demonio viejo y curtido, yo también era un
demonio nuevo, fuerte y de ninguna manera ingenuo, como sostenía más de una de
las mujeres que visitaban mi colchón y mi ánimo. La verdad es que las hembras
podían hacer conmigo prácticamente cualquier cosa, no los hombres, de quienes
desconfiaba a muerte.
El siguiente paso del sátiro
Marsyas fue más agresivo y delicado: pidió un beso, solo un beso.
—Me gustan los muchachos. ¿Qué
culpa tengo yo? No hay nada tan hermoso como un muchacho. La ternura de los
hombres es lo más bello de la tierra.
¿Se estaba burlando?
Evidentemente no. Le di un beso en la frente.
—Acuéstate conmigo, por favor,
por favor.
Era hora de quitarse la
máscara. Definitivamente no, Donoso. Le ofrecí disculpas, nunca había podido
superar mi debilidad por las mujeres, es un asco tener tantas limitaciones,
pero así soy, un machito, tal vez con una pizca de homosexualidad no declarada.
—La verdad es que desde que te
vi comencé a tener sospechas — dijo en tono de cariñoso regaño—. Eres un
coqueto. Miras a todas las criaturas como si quisieras comértelas. ¿No te has
dado cuenta cómo tienes abochornadas a las señoras del concurso?
No me había dado cuenta. La
verdad es que todas ellas me parecían unas cascosflojos, unas hembras que
pretedían ser fatales y que estaban esperando la oportunidad de arrinconar a
este joven talento en un baño.
—Increíble, increíble la capacidad
que tienes, Ventura, de proyectar tu perversidad hacia el mundo. Las señoras
del concurso son unas damas dignas de todo respeto.
—Eso depende del famoso
cristal. Ante un José Donoso se deben portar como monjas carmelitas, pero ante
un humilde Ventura, ¿para qué van a apretarse el calzón? Además —me atreví a
presumir, sólo para hacer fiestas a costa del sátiro Marsyas, que había
querido divertirse con mi cuerpo de maratonista algo magullado por el tiempo y
los kilómetros de pavimento— me parece que yo tengo algo mejor que ofrecerles.
—Sí, ya sé, ya sé. Después de
los sesenta alcanzar el segundo enceste, es muy difícil, mientras que para un
verraco como vos, debe ser asunto de veinte o treinta minutos.
—Diez minutos contados.
—Y tal vez llegues a tres o
cuatro supernovas en una noche.
—Mi marca es trece veces en 24
horas.
—Te creo, te creo —dijo
mansamente—. Tienes temple de novelista, pero no de mentiroso. No debes hacer
ostentación de lo que te sobra porque pronto comenzará a faltarte.
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