El arte de la novela
agosto 21, 2013Primera sesión de El arte de la novela,
en la Escuela para Escritores de Xalapa. 27 de julio 2002.
Primero que todo intentemos delimitar el tipo de personas que escriben o escribieron novelas. Si pensamos en Hemingway, diríamos que aventureros, mujeriegos, borrachines, irreflexivos, prepotentes. Si buscamos en Rulfo diríamos que callados, circunspectos, aislados, parcos, finamente sarcásticos. Si recurrimos a Virginia Woolf, diríamos que llenos de conflictos, insatisfechos, sensitivos. Si pensamos en el irlandés James Joyce, diríamos que se trata de personas eruditas, desaforadas, burlonas, ambiciosas en términos intelectuales, amantes del amor y del vino. Hay una frase bíblica que se puede aplicar perfectamente a los escritores de novelas: Por sus obras los conoceréis. Cada escritor es lo que son sus obras y no tiene forma de ocultarse. Cada escritor es del tamaño de su ambición. Imaginen que Joyce quiso escribir una novela en la que contara absolutamente todo lo que sucede durante un día en la vida de dos hombres, Stephen Dedalus y Leopoldo Bloom, y lo que sucede en la mente de una mujer, Molly Bloom, durante una hora de divagaciones nocturnas; imaginen que en el curso de este tiempo (un día) Joyce hizo un recorrido completo por la historia de Irlanda, Inglaterra, el mundo conocido, la literatura, la filosofía, la psicología femenina, el arte y la ciencia. “Joyce no se conformó con inventar un hombre o una ciudad, un espacio, sino que creó todo un universo, aunque lo representó, en un solo día”,comenta Ricardo Sigala. Según Yvan Goll, Joyce se divierte en el Ulises parodiando a Dios. Su arte novelístico está basado en una observación minuciosa y en una complejidad de alcances intelectuales que pocos lectores llegan a comprender en su plenitud. Para Joyce todo tiene un significado que remite a diversos niveles. En el Ulises hay tantas capas de significados que es casi imposible llegar al fondo, como es casi imposible llegar al fondo del significado de los sueños, según Freud. En el Ulises, hay tantos procedimientos novelísticos, tantas técnicas, tantas alusiones mitológicas, teológicas, lingüísticas, intertextuales, que uno podría pensar en esa novela como una especie de enciclopedia. El lector comienza la lectura y asiste a la aparición de un mundo vertiginoso, como un universo en el que pasan velozmente alusiones helénicas, parodias teológicas, violentas zambullidas en reflexiones trascendentales, disquisiciones políticas, recetas de vida, aforismos, fragmentos de vidas y todo lo imaginable. Las calles de Dublín configuran todo un universo, en el que el lector se ve inmerso, como en un caudal a veces incomprensible que lo arrastra hacia un final imprevisible. Hay que ser valiente, culto, tesonero, ambicioso, humilde, fuerte, indomable, para llegar a buen puerto en esta novela, que se constituye en una de las cimas de la creación novelística. Al principio de la novela Stephen Dedalus se encuentra en crisis, lo que lo llevará a un cambio. Apuntemos de paso un elemento que considero importante no sólo en esta novela, sino en cualquiera: el cambio. Es necesario que suceda algo. De otro modo la narración no tendría sentido. La novela es movimiento, aunque sea solamente movimiento de la conciencia.
Hubo toda
una tendencia novelística que quiso oponerse a esta idea del movimiento. La que
se llamó la nueva novela francesa, o el noveau roman. El resultado fue
el aburrimiento y una cauda de borregos que escribían de manera semejante y que
hicieron temer que la novela en efecto estuviera en vías de extinción. Volvamos
al Ulises con una última
reflexión. Quien hoy en día quiera ser un novelista serio no puede evitar pasar
por la ruta donde está el Ulises, como no puede evitar la lectura de En busca del tiempo perdido, La Metamorfosis,
Muerte en Venecia, todo el teatro de
Shakespeare, La Divina Comedia, La
Ilíada y La Odisea. Y,
naturalmente El Quijote.
Pero detengámonos. Hemos comenzado a
acercarnos a la novela por el lado más difícil. Si nosotros, este grupo de
personas que estamos aquí reunidos como una cofradía secreta para desentrañar
uno de los grandes misterios (cada misterio, grande o pequeño, entraña una
pregunta que se debe responder. Aquí la
pregunta sería: ¿Qué es una novela? Si sabemos qué es una novela, tal vez
algún día podamos escribirla). Repito: Si nosotros, este grupo de personas que
estamos aquí reunidos como una cofradía secreta para desentrañar uno de los
grandes misterios... si nosotros fuéramos veinticinco marinos, en un barco, y
navegáramos en un mar tormentoso –digamos que ese mar tormentoso es la vida
actual—, al estanos acercando al Ulises de Joyce, lo que estaríamos
haciendo sería tratar de atracar en un inmenso arrecife de rocas afiladas.
Absurdo, naturalmente. De modo que intentemos de nuevo acercarnos al continente
de la novela: hagámoslo más amablemente, recurriendo a lo que podríamos llamar
“un novelista fácil”, que escribe novelas fáciles de leer, aunque quizás
difíciles de digerir moralmente. Tomemos
a Henry Miller y a su novela en tres volúmenes, en tres gordos volúmenes, que
se llama La crucifixión rosada. Los títulos de estos tres volúmenes son Sexus,
Nexus y Plexus. Protagonista:
un hombre, un macho, seductor de mujeres, casado, que explota a su legítima
esposa, que se enamora de otra, y que se acuesta con todas las que se le
atraviesan en el camino. Esto es la novela: el relato pormenorizado de las
andanzas de éste, que ni siquiera puede llamarse un don Juan norteamericano:
escéptico, sin trabajo (porque no quiere trabajar y todavía no sabe en realidad
lo que quiere hacer en la vida), de costumbres no muy de acuerdo con el american
way of life. Leamos el primer párrafo: Debió de ser un martes por la
noche cuando la conocí: en el baile. Fui a trabajar por la mañana, tras haber
dormido una o dos horas, como un sonámbulo. El día pasó como un sueño. Después
de cenar, quedé dormido en el sofá sin
haberme quitado la ropa y me desperté hacia las seis de la mañana del día
siguiente. Me sentía como nuevo, puro de corazón y obsesionado con una idea:
conseguirla a toda costa. Mientras atravesaba el parque, iba preguntándome qué
clase de flores le enviaría con el libro que le había prometido (Winesburg,
Ohio). Pronto iba a cumplir treinta y tres años, la edad de Cristo crucificado.
Tenía por delante toda una vida nueva, si era capaz de arriesgarlo todo. En
realidad no había nada que arriesgar: estaba en el último peldaño de la vida,
era un fracasado en todos los sentidos de la palabra.
Fíjense bien
que si vamos a lo básico, Ulises y La crucifixión rosada, tratan el
mismo tema y tienen el mismo protagonista: un hombre en crisis. Sin embargo la
novela de Miller nos ofrece otra textura narrativa: se desliza en la mente del
lector, del lector más desprevenido y del menos erudito, del más dispuesto a
dejarse seducir, con gran suavidad, sin traumas rocosos. Se trata de una novela
netamente autobiográfica de un novelista que se toma a sí mismo como tema de su
obra: él es su propio protagonista, su heroe, tiene una moralidad bastante
heterodoxa: por lo pronto digamos que no reconoce límites sexuales: todas las
mujeres que le gustan deben ser objeto de seducción. Pero la novela va más
allá: intenta ser una búsqueda no solo del sexo, sino del amor e incluso de la
vocación. Es pues, una búsqueda de un centro, de un sentido. Ulises también
es la novela de un hombre en búsqueda de un centro, de un sentido, de una
vocación.
Ahora comparemos estos dos tipos de
novela: una compleja, erudita, llena de técnicas novelísticas novedosas, con
muchas capas de sentido, que presta atención al más mínimo gesto de los
personajes, y en cada palabra tiene un escollo que lo lleva a una exploración a
veces dispendiosa, que busca o cifra significados ocultos, y que se desarrolla
en las calles, las casas, las mentes de
personajes de Dublín. La otra novela, la de
Miller, bastante sencilla, con una narración lineal, que sigue los pasos
de un escritor por la ciudad de Nueva York.
La obra de Miller y la de Joyce parecen ser diametralmente
opuestas en algunos aspectos: mientras que el Ulises es una refelxión
sobre el sentido del universo, y de todas las cosas del universo, La crucifixión rosada es un recorrido por
la nimia tragedia individual de un hombre que persigue la satisfacción sexual,
la realización literaria y el amor. Joyce está crucificado por el peso de la
cultura, de la historia y el arte; Miller se siente crucificado, clavado entre
las piernas de las mujeres, por eso su crucifición es rosada.
Casi al inicio de
Sexus[1] el protagonista de la historia hace una confesión inusualmente comprometida: Rendirse
absoluta, incondicionalmente, a la mujer que se ama es romper todas las
ataduras, salvo el deseo de perderla, que es la más terrible de todas. Es
una confesión inusual, pues Miller generalmente habla de sexo, no de amor, y
habitualmente confiesa desprecio a las mujeres, no devoción. Avanzando en el
texto, descubrimos que la receptora de esta protesta de amor no es la esposa de
Miller, Maude, sino otra mujer, de nombre Mara, a quien busca con desesperación
en un salón de baile de dudosa reputación.
En contraste con la adoración que muestra hacia Mara,
nuestro protagonista se refiere a su esposa Maude como “puta”. Luego dice,
refiriéndose a Mara, una bailarina a sueldo: "Estoy enfermo de amor.
Mortalmente enfermo"... Y refiriéndose a sí mismo: "Soy un criminal
de amor, un cazador de cabelleras, un asesino. Soy insaciable...".
Por esos días la
situación de Miller y su mujer era la siguiente: "Vivíamos en un barrio
morbosamente respetable, ocupando la planta baja y el sótano de una lúgubre
casa de bien. De vez en cuando había intentado escribir, pero la tristeza que
mi mujer creaba a su alrededor era superior a mis fuerzas."
Aquí está pues el núcleo del conflicto que la novela
va a desarrollar. Se trata de un problema individual, el del escritor Henry
Miller frente al mundo, a la mujer, al amor, a la literatura. En la novela de
Joyce es mucho más difícil definir un núcleo, un conflicto: hay demasiadas
fuerzas, demasiadas tensiones, demasiadas líneas, demasiadas impresiones. El filósofo
francés Henri Bergson sostenía la idea de
que el hombre sólo puede soportar la percepción de una parte menor del
universo. Y que si quisiera abarcar más, se volvería loco. Por eso, dice, es
que la función del sistema nervioso central es básicamente eliminativa. Y aquí
es donde hallamos la gran diferencia entre el Ulises de Joyce, y las novelas de Miller. En el Ulises
hay un intento de captar la
totalidad de eventos que le suceden a tres personajes en un lapso de tiempo. En
las obras de Miler hay una gran eliminación, una enorme simplificación del
mundo.
Busquemos ahora una conclusión
que ataña a la novela en general: la novela es un discriminación del mundo,
realizada por un individuo, a partir de un caos de impresiones. De ese caos, de
ese maremagnum, el novelista quiere sacar un orden, cifrarlo y entregarlo
empastado. Así vemos que hay novelas como El viejo y el mar¸en la que
tenemos un número limitado de elementos: un viejo, un bote, un gran pez, el mar
y el cielo. Y vemos que hay otras novelas, como La Colmena, de Camilo José Celá, en la que el número de
personajes parece incontrolable: cientos de individuos entran, se sientan en un
café, hablan, se van, vienen otras personas, se sientan, toman café, conversan,
se van.
Hay una expresión en el lenguaje de los
costarricenses: “batear”. No quiere decir golpear con un bate una pelota
relativamente pequeña y dura que si cae del del cielo puede causar graves
contusiones, sino que significa o quiere significar (en Costa Rica, repito)
tentar, intentar, tratar de hacer algo sin realmente saber cómo hacerlo. Muchos
novelistas escribieron su primera novela bateando. Tal es el caso de la chilena
Isabel Allende, quien en reciente entrevista comentaba: “Cuando
escribí La casa de los espíritus ni siquiera sabía lo que había escrito,
no sabía que era una novela... Cuando se publicó el libro y fui a España, me di
cuenta que todo el mundo estaba hablando del libro, y que venían los
periodistas y los críticos a hablar conmigo. Yo era una pobre campesina venida
de Venezuela que no tenía idea de lo que era el mundo literario, ni que existía
la crítica", agregó. "No había leído crítica literaria en mi vida, no
había estudiado español, no sabía nada de nada. Y cuando vi que se empezaba a
traducir y que llegaban los contratos de las traducciones ya la cosa se me
disparó de las manos".
¿Qué
conclusiones podemos sacar de esta entrevista? Conclusiones diametralmente
opuestas a las que sacaríamos del estudio del Ulises: No hay que ser ni
erudito ni importante ni casi nada para ser novelista. Basta con saber redactar
y con tener una historia que contar. ¿Quién no tiene una historia que contar?
Y, ¿quién tiene la razón? ¿Joyce o Isabel Allende? ¿Cuál es más novela, el Ulises
o Casa de los espíritus?
Cortázar en una entrevista dijo: “Mi ideal
sería tener un año o dos de tranquilidad, para escribir una novela que me da
vueltas en la cabeza hace mucho tiempo. Por eso es que cada vez más me
convierto en un cuentista, porque los cuentos los escribes en el avión, en tu
casa, en la calle..."
Ah,
¿entonces para escribir novelas se necesitan por lo menos dos años? Dostoievski
contestaría que no. Una de las más bellas novelas que se haya escrito, llamada Las
Noches blancas, fue escrita en una semana. Conclusión: no hay reglas sobre
el tiempo que se debe gastar para escribir una novela.
Les voy a
contar una anécdota personal, y espero me disculpen por incluirme al lado de
tan ilustres parientes... Resulta que a lo largo de mi vida como novelista he
tenido diversas etapas: al principio, a mis veintitres años, comencé a escribir con absoluta libertad,
terminé una novela, Breve historia de
todas las cosas; luego la corregí después de leer una colección de obras
grandes (La Iliada, La Odisea, Ulises, El Quijote, Cien años de soledad...)
y la mandé a Buenos Aires. Tuve la fortuna absolutamente inconcebible de que me
la publicaran con gran despliegue publicitario en una editorial importante. Me
pasó lo que a Isabel Allende: me volví novelista sin saber lo que era una
novela. Después, ya tomándome más en serio, me preparé como un corredor de
fondo y escribí otras novelas, en las que gasté muchos años. Una de ellas, El
juego de las seducciones, tardé diecinueve años en terminarla. Y tengo que
confesar que esa novela pasó casi inadvertida. Hace poco, quizás un año, me vi
movido por una ambición malsana: vi las bases de un concurso internacional de
novela con 170 000 dolares de premio. Esa cantidad de dinero súbitamente
disparó mi ambición y quizás mi talento. En dos meses terminé una novela que
tenía enredada en mente desde hacía años. La mandé al concurso y casi lo gano.
Quedé en segundo lugar. Y miren lo que dice Cervantes sobre los concursos: "El concurso, si es de justa literaria, procure
vuestra merced llevar el segundo premio, que el primero siempre se le lleva el
favor o la gran calidad de la persona, el segundo se le lleva la mera justicia,
y el tercero viene a ser el segundo, y el primero, a esta cuenta, será el
tercero...".
La conclusión a la que quiero llegar es que no se trata solamente de que
uno tenga que encerrarse una década a escribir una obra maestra, sino
que llegue el instante preciso, o la musa propicia, que puede ser un cheque de
170 000 dólares, una mujer o la súbita perdida de un empleo. El dinero ha
movido a los novelistas desde siempre: Dostoievski escribía por encargo y sus
grandes obras se las pagaban antes de estar siquiera imaginadas. No es
vergonzoso que el dinero muerva al novelista, sino el hecho de que lo apresure
y le haga entregar un producto inmaduro. Nuestro García Márquez comenzó igual
que todos: ganando concursos. Ganó el Concurso de la trasnacional de novela
Esso, cuando era un pecado de lesa izquierdismo codearse con las empresas
norteamericanas.
Hasta aquí
hemos estado bateando en el mundo de la literatura y hemos mencionado varios
nombres: Joyce, Woolf, Miller, Cortázar, Allende, García Márquez, Dostoievski,
y todavía no hemos llegado a grandes certezas, sólo a conclusiones parciales.
Sin embargo creo que vamos aclarando las preguntas: ya no una pregunta tan general:
¿Qué es una novela? Sino preguntas más concretas: ¿De qué tratan las novelas?
¿Cómo se escriben las novelas? ¿Cuándo se escriben las novelas? Ensayemos unos
cuantos batazos. ¿De que tratan las novelas? Respondo: las novelas tratan de
sustantivos. ¿Cómo de sustantivos? Eso es tema de la redacción. No, señores,
las novelas tratan de sustantivos: es decir, de personas, animales o cosas. O
tratan de lo que le sucede a los sustantivos: aventuras, emociones, traiciones,
amores, adulterios, guerras, pleitos. ¿Qué es la novela, entonces? Es un texto
de una longitud digamos superior a cien páginas que se ocupa de sustantivos y
sus accidentes. Y definamos accidentes como todo lo que le pasa a las personas,
animales o cosas. Que haya accidentes es muy importante en las novelas, pues si
no hay accidentes, simplemente los sustantivos se quedan ahí quietos, y el
lector se aburre de escuchar la cantaleta: una rosa es una rosa es una rosa.
Como lectores de narrrativa —he aquí una palabra interesante para nosotros— queremos
que le pase algo a la rosa. Tal vez a
los poetas les baste que la rosa sea una rosa, pero a los narradores nos
importa conocer los accidentes que ha tenido esa rosa.
Sigamos
bateando: “La virtud no tiene historia”. “A la maldad con éxito se llama virtud”(Séneca). Hay novelas de aventuras, en las que lo más
importante es lo que pasa, sumirse en un vórtice: un suceso tras otro, y el
lector se emociona con esas aventuras, pero cuando cierra el libro ya la
emoción se calma y no queda nada. Hay otras novelas en las que asistimos a
rupturas con lo convencional: enfrentamientos con la moral, con las costumbres,
con las formas narrativas aceptadas. Las grandes novelas han sido auténticas
rupturas con las convenciones. Pensemos en Crimen y castigo, una obra en la que el
autor penetra en la mente de Raskolnikoff, un joven que asesina a una anciana.
El autor sigue los razonamientos de Raskolnikoff y prácticamente termina por
justificar ese asesinato. O pensemos en las obras de Miller, DH. Lawrence o
Anais Nin, que plantearon nuevas reglas en las relaciones afectivas, reglas de
libertad sexual, de autodeterminación, de destrucción de los esquemas en los
que se basa la familia (establilidad, fidelidad, cumplimiento del deber). A partir de lo anterior nos enfrentamos a una
nueva pregunta: ¿Hay alguna relación entre la moral y la novela?
Respondemos:
Sí, claro que sí; cada novela plantea una moral, una forma de ser, modelos
dignos de ser imitados, admirados o rechazados. Entonces la novela no es un
jueguito de espacios, tiempos, tensiones, ni es un crucigrama o una ecuación
con incógnitas, sino que es o debe ser una indagación auténtica en lo que es
fundamental para los sustantivos. Para los sustantivos sustantivos, es decir,
para los que escriben y para los que leen.
Y dejemos aquí esta primera sesión. Espero que
de acercamientos a otras novelas podamos sacar algunas conclusiones y
acercarnos al continente de la novela, que es tan grande, tan variado, tan
cambiante, que sin duda el tema podría ser eterno, y mucho más grande que el
mundo, pues una novela, adelantémonos un poco en aseveraciones, soporta
prácticamente todo, salvo la tontería, la falta de sentido, la retórica, el
exhibicionismo, la mentira, la mediocridad, la ignorancia, la vacuidad. En
verdad no es cualquiera el que pueda escribir una novela: es solamente el que
tiene algo que decir y puede decirlo de manera original.
[1] Sexus, La
crucifixión rosada I, Henry Miller, Alfaguara, 1960. Traducción Carlos
Manzano, Barcelona.
1 comentarios
coño, qué bueno está esto, pal carajo,espero leer ese libro.
ResponderEliminarFélix Luis Viera