El libro de la vida
septiembre 07, 2013![]() |
De la serie El libro de la vida: La hermosa vida, Mujeres amadas y La pequeña maestra |
1994. He visitado los centros comerciales donde se vende Las noches de Ventura a un precio superior de cincuenta nuevos pesos. Sufro pensando en el destino de mis libros en medio de la actual crisis mexicana. Tengo la costumbre de cambiar mis libros de lugar y exhibirlos en los mejores sitios. Sé que es una tontería, pero siento que a este hijo que me llevó tantos años engendrar debo apoyarlo de alguna forma. De él depende el futuro de los siguientes volúmenes. Editorial Planeta, dentro de sus planes de austeridad, ha decidido no hacer presentaciones o publicidad. Yo, desde este modesto rincón de México, estoy haciendo lo que puedo por el libro.
El proyecto de
escribir una serie de libros es tan absurdo, tan optimista, como la idea de que
éstos se venderán abundantemente. Sólo siendo un irredimible optimista se puede
persistir en la profesión del escritor en estos tiempos de penuria. Pero no
debo quejarme, so pena de que me sometan a una desollada como las que ya he
sufrido. La verdad es que soy un privilegiado porque tengo tiempo para
escribir, porque soy libre para escribir lo que se me da la gana y porque
dispongo de espacio para publicar mis textos.
Frente al primer
borrador que formaban siete volúmenes de El libro de la Vida, tuve que
hacer una evaluación seria del proyecto. A partir de la primera correción hubo
en mí una preocupación básica: no aburrir al lector. Y esa preocupación era de
elemental estrategia: si mi proyecto contemplaba terminar seis o siete
volúmenes de El libro de la Vida, era obvio que quien se aburriera
leyendo el primero nunca buscaría el segundo y jamás llegaría a leer el
séptimo, aunque lo sometieran a torturas y le dieran becas. En el mundo
literario se contempla como vituperable el querer agradar al lector. Tener
muchos lectores es para algunos sinónimo de autocomplacencia o ingenuidad. Eso
en realidad no me importa. Sé discernir entre las críticas que están movidas
por la envidia y las que provienen de honestas intenciones.
Como nunca me he
creído autótrofo y sé que de los demás se puede aprender, decidí emprender la
lectura de las grandes series de novelas amorosas, eróticas o similares.
Comencé con Sexus, Plexus y Nexus, novelas que conforman La
Crucifixión Rosada, de Henry Miller. ¿Qué aprendí de ellas? Supongo que la
naturalidad, el desparpajo, la sinceridad y la idea de que todo puede decirse
en la forma en que uno quiera, si es que uno tiene algo que decir y sabe
decirlo. La verdad es que hay poco de memorable en las novelas de Miller. Su
narración discurre como un río bajo el cual hay un montón de piedras y en muy
pocas ocasiones uno le encuentra sentido a ese discurrir. Pero en ese flujo
atormentado y hedonista está precisamente el placer de la lectura de Miller.
La lectura de Justine,
Balthazar, Montolive y Clea, que forman El Cuarteto de Alejandría de
Lawrence Durrell (y que el mismo autor calificó como "una investigación
del amor moderno"), me enseñó una dimensión más humana del acercamiento al
hecho amoroso. Los personajes son atractivos, misteriosos, con algo de
romanticismo y una turbulencia que recuerda Cumbres borrascosas. También
aprendí que cuando uno escribe una novela de amor, erotismo o conflictos
psicológicos, hay que evitar meterse en disquisiciones políticas.
Lo mismo entendí de
la lectura de los siete volúmenes de En busca del tiempo perdido: si el
tema básico de Proust eran las sutilezas de las relaciones afectivas, eróticas
y los secretos de la sensibilidad exaltada, para qué diablos se metía a contar
en cincuenta o más páginas las circunstancias del caso Dreyfus o se dedicaba a
cantar las bellezas de las catedrales en treinta o cuarenta. De Proust me son
atractivos los personajes que están directamente ligados a la sensibilidad del
protagonista: Albertina, Gilberta, el Barón Charlus, la duquesa de Guermantes,
las hermosas sirvientas.
Leí y subrayé todos
los volúmenes de En busca del tiempo perdido (se los pedí prestados al
poeta Fernando Ruiz Granados, pero él me los regaló, aduciendo que nunca los
iba a leer) y escribí un ensayo sobre cada uno de ellos [1]. Lo que saqué en limpio de la lectura de Proust es que para hacer una
obra literaria equilibrada, hay que ponerse en el punto de vista del lector, de
un lector atemporal y aespacial, a quien no le va a importar si en el tiempo de
la novela gobernaba López Portillo o Carlos V. La idea de que una buena novela
debe captar el espíritu de su tiempo la entiendo de la siguiente manera: lo que
importa son los efectos de las circunstancias sobre los personajes, más que las
circunstancias mismas.
[1] El último ensayo, sobre El
tiempo recuperado está en manos de Huberto Batis desde hace medio año. No
tengo urgencia. La verdad es que a Sábado he enviado una gran cantidad
de trabajos, entre ellos una serie de entrevistas a García Márquez, de las
cuales sólo salió una. Si Batis hubiera de publicar todo lo que le envío,
tendría que dedicarme uno de cada cuatro suplementos.
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