Sueños de un buen cristiano
septiembre 20, 2013Un cuento mío que me gusta muchito. Incluido en El imperio de las mujeres (Educación y cultura, México, 2011)
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Mi amigo Oscar de la Borbolla durante la presentación de Mujeres amadas |
Ya tiene sus pechitos desarrollados y deben ser una
imagen del cielo. Veo como levantan los tejidos
de su suéter gris-perro y la imaginación se me llena de aire fresco
observándola respirar. La casa por primera vez en muchos días está ordenada,
aunque hay secciones en desorden, lo que es natural, siendo nuestra asistente
doméstica apenas una niña.
Al tercer día de la llegada de la muchachita mi esposa y
yo estuvimos deambulando por la casa hasta que dieron las diez, hora de dormir
a los niños y de clausurar las rutinas domésticas. (Cada vez que cierro la
puerta de la habitación conyugal imagino que abrimos paso a un territorio
distinto, más libre y emocionante, en el que todo está santificado por la
presencia de un Cristo que nos mira complaciente desde su cruz, también pienso
que las depresiones, los fantasmas que visitan a Catalina, algún día
desaparecerán y volveremos a ser los de antes). Nos despedimos de Atiú, le
dimos nuevas cobijas y la mandamos a la cama.
Nos acostamos, vimos el noticiero, mi esposa jugó con el control remoto
hasta que propuso, durmámonos, y casi inmediatamente cumplió su propósito. Yo
no pude. Mi cuerpo todo parecía un inmenso receptor, una cosa grande, gozosa,
dolorida y despelleja que estaba al acecho de sonidos, olores, temblores,
vibraciones, sombras. La saliva se condensaba en mi boca. De mi estómago
ascendía un humor agridulce. No había ruidos en el cuarto de los niños ni en la
biblioteca e incluso el perro, al que dejamos dentro de la casa cuando hace
frío, no daba señas de estar despierto.
La idea de hacer una excursión nocturna y pasar cerca de su habitación no me
pareció nada prudente. Atiú estaba demasiado fresca en casa. Me desnudé, como
de costumbre cuando veo que mi esposa está
dormida, y me tendí a su lado para disfrutar del calor animal de su
cuerpo. Me ceñí con fuerza a Catalina. No sé por qué me acogota la angustia
cuando veo que ella se entrega al sueño y me deja como un náufrago en la
orilla. A veces basta rodear con un brazo su cuello o abarcar su cintura o
posar mis manos en la tersura de sus muslos para sentirme arrastrado, libre de
expectativas, de ansias y debilidades. Pero no esa noche. El tic tac del reloj
de péndulo me arrojaba de pared a pared, dejándome sangrante y sudoroso, en un
entresueño de pesadillas, de las que salía a flote con la idea de que los ojos
de Atiú acechaban en la oscuridad. Comencé el movimiento de salir de la cama
para ir abajo a buscar un trago. Antes de que cerrara la puerta de la
habitación conyugal, Catalina, que aun dormida conserva los buenos modales, me dijo no olvides ponerte la bata, recuerda
que hay extraños. Y es que tengo la vieja costumbre de andar en paños menores
por la casa cuando todos están dormidos. Me fui paso a pasito con la bata
pesando sobre mi cuerpo. Estaba tan negra la noche que decidí cerrar los ojos y
jugar a adivinar mi camino. Fui a la cocina y regresé al dormitorio con el
trago y un cigarrillo iluminando mi paso. No me
atreví a desviarme hacia la habitación de servicio. Mientras ascendía por
las escaleras algo en mí comenzaba a rasgarse. Era como si el cuerpo tirara
hacia abajo y el espíritu hacia arriba. O al revés. Para entonces ya serían las
dos de la mañana. Cuando entré a la habitación, Catalina estaba fingiendo
dormir. Lo supe porque al acercarme a ella, lanzó un suspiro que conozco bien,
resignación, alivio o advertencia, no sé. Cayó en el anzuelo, me quitó el
cigarrillo de la boca y le dio mejor uso a mis labios, mientras ella aspiraba
el humo con largueza y apasionamiento. Escuché ruido de pasos acolchados y
pensé que era el perro, ahora sí despierto, alertado por nuestros susurros y
sin embargo, como de costumbre, discreto. Ya me había acostumbrado a
encontrarlo tendido a la puerta del cuarto, con el hocico entre las patas,
durante las vigilias de amor. Esa noche fue una de las que apunto en el
calendario, Catalina estuvo más elocuente y osada que nunca. Uno de mis
principios morales: no hay que llevar demasiado lejos la perversión con la
esposa. El Cristo es testigo de que tengo sentido de los límites. Y así estuvo
la molienda, alargada como de costumbre por Catalina hasta la exasperación y
luego, cuando me tocó a mí el deleite, se ocupó con impiedad y me fue acabando
muy pronto de modo que tuve que decirle que rápido me abriera las puertas y
apenas llegué me pude descargar en ella en parte y en las sábanas el resto y
Catalina se enfurruñó, dormimos espalda con espalda y al día siguiente ella, yo
y los niños, todos llegamos tarde al trabajo y a la escuela. Cosas de la vida.
Un secretito: por fin Atiú se ha bañado. Lo hizo con la
luz apagada. Al pasar a su lado un olor indiscernible me trajo incómodos
recuerdos, detalles de niño que uno evoca ya viejo. Eso y la primera comunión
fueron mis grandes emociones. Las ventanillas de mi nariz se ampliaron para
oler su piel recién lavada. Pero lo que más me impresionó no fue el olor, sino
la larguísima cabellera negra, húmeda, esa gran mano destellante que se
despeñaba en un torrente de agua violenta desde su cabeza, torneando su nuca,
sus hombros, su espalda, la curvatura del inicio de sus ancas. Una cabellera
que en lugar de vestirla lo que hacía era desnudarla. Al sentirme pasar a su
lado levantó ligeramente los ojos e hizo con sus labios un rictus que me
pareció de falsa contrariedad o coquetería. Quise adivinar una sonrisa. Sin duda
ya se dio cuenta. Lo que no sabe es si me puedo atrever o no. Recibí el
latigazo de su cabellera y seguí de largo.
Al cuarto día Catalina habló en privado con Atiú. Luego
me llamó. Se va a ir, te lo digo, simplemente no se halla. Le pedí que le diera
confianza, que la llevara de compras. Eso hizo. Pasaron la tarde juntas y ahora
Atiú está pintando con los sagrados pinceles de Catalina. Y es que la ha
impresionado. Si hay algo que le llame la atención a mi Catalina es la gente
trabajadora, la gente ordenada, y Atiú lo es. Esta noche tomaremos café e
iremos a la cama. No creo que suceda nada interesante. Pero quién sabe. Los
caminos del Señor son inescrutables. Ya en la cama hago un balance: lo del
primer baño de Atiú tendría otros pormenores. Al pasar al lado de ella sentí un
olor curioso, no era el aroma común de un jabón barato, ahora lo comprendo,
sino algo más fuerte. Imaginé baños de hierbas y cosas de esas. Sortilegios,
enjuages, limpias, asuntos de indios. Luego, al ir a investigar al baño, me di cuenta.
El jabón de la ropa, el mismo que usamos para bañar al perro, estaba húmedo.
Pobre Atiú, tan humilde que no se
considera digna de un jabón de aroma. Otro dato: al servirme el café, se acercó
bastante. Rozó con su mano mi rostro sin turbación alguna, con naturalidad,
imaginé que lentamente. Su larga cabellera fue como una brisa tibia a mi lado.
No pude evitar estremecerme de placer. Afortunadamente Catalina no lo notó. Más
tarde, mientras le miraba las piernas (oscuras, largas, fuertes como las de una
pantera, ya sin los pantalones de payaso, con una falda amplia y adornada por
olanes como orejas de elefante, ropa que le han regalado, sin duda) me di
cuenta de que Catalina había visto que yo estaba mirando a la niña, pero fingió
no haberlo notado.
-No me lo vas a creer -dijo Roberto Guaraldo en la
oficina- pero sospecho que las esposas lo hacen a propósito. Contratan a
cabritas para abrirle el apetito a sus viejos cabrones.
Nunca falta un morboso como Guaraldo en las oficinas.
Por la mañana repetimos todos los rituales de la
eternidad. Catalina haciendo pereza apagó el despertador. La siguiente noticia
fue que faltaban quince minutos para las siete y era necesario colocar a
Patricio en la escuela, bañado, desayunado y con todo su equipo de libros, uniforme
deportivo, lonchera, cuadernos firmados, en orden. Un verdadero record mundial.
Lo logramos. Luego fue la batalla con Diana, que había dado en fingirse enferma
para no ir al kínder. Y mientras tanto Atiú seguía durmiendo y Catalina le
respetaba el sueño porque ayer había estado resfriada. Bueno, ya con Patricio, Diana y Catalina colocados en sus
respectivos lugares (mi mujer es gerenta de ventas de una línea aérea), tomé la
decisión. Si el tren iba a pasar justo por la mitad de la sala, que pasara.
Calenté el boiler diciéndome que lo de la higiene era lo más sencillo y natural
del mundo, una especie de recurso universal, es decir, la gran alianza. Entré
al baño, me desnudé y abrí la llave del agua caliente. Sabía o suponía que Atiú
iba a hacer exactamente lo que le pidiera. Tonita -así la llamo a veces-, ven
acá por favor, dije sin poner autoridad alguna en mi voz, apenas con un poco de
cariño que no fuera muy evidente. La niña se acercó al baño enrejado y
permaneció a la escucha.
-Mira, Atiú, ya me di cuenta de que ayer te bañaste con
el jabón del perro. Eso no está bien. Es necesario que te bañes bien y que te
quites esa porquería pues te puede dar hasta sarna. Entra y báñate.
Atiú entró. Ni siquiera protestó porque yo estuviera
desnudo. -Quítate la ropa, le dije
sin voltearme a verla.
Hubo un intento de protesta.
Pidió que la perdonara, dijo que el baño era muy
estrecho, propuso que primero uno y luego otro. Le respondí que no se
preocupara, que donde se baña uno se bañan dos, le dije que se apurara.
-Termina de desvestirte que voy a bañarte como nunca te
has bañando.
Adiviné con el rabillo del ojo que la niña estaba
iniciando el movimiento de desvestirse. No quise voltearme pues temía asustarla
y además suponía que el ver sus prendas interiores sucias o rotas me
desilusionaría. Voy a ser muy cauto, me dije.
Acércate. Atiú se acercó. Métete debajo del agua, mójate
bien. La nena lo hizo. No la miré sino lo indispensable. Aquello era como el
cuerpo de una nutria recién salida de un espejo de agua en la selva, un
terciopelo liso, bruñido y duro como la caoba. Tomé el jabón y comencé a
acariciar su espalda. El jabón se deslizaba con el cariño de la mano de un
amante. Llegué a sus nalgas y luego conduje mi mano con el jabón hacia el
frente de su cuerpo, donde me entretuve en el ombligo. Luego estuve en una
lucha entre el norte y el sur. Triunfó el norte y me dirigí a sus pechitos. Ya
para entonces, oh dios de los anhelantes, tenía que ocultar lo inocultable.
Dirigí el jabón hacia su bustito y lenta, muy lentamente, estuve bordeando las
faldas y apenas rocé, con un tacto
suavísimo, las cimas, para luego huir a zonas más neutras, su cuello, su
rostro, la nuca, los omóplatos. En ese momento sonó el teléfono y supe que en
la oficina me estaban extrañando. Por un instante sentí que la intromisión de
aquel aparato infernal nos alejaba de la intimidad que tan difícilmente
habíamos logrado y que la niña, súbitamente, había comenzado a percatarse de
que aquello no estaba bien. El teléfono, señor, dijo Atiú. Déjalo sonar,
respondí. Veinte años de puntualidad representan un récord que pocos pueden
soslayar. Ella permanecía en silencio, no sé si disfrutando del agua, tratando
de hallar un significado a lo que estaba sucediendo o buscando una respuesta adecuada
a mis ceremonias. Finalmente exclamó con inocultable placer está caliente. )Nunca te habías bañado con agua caliente?, le
pregunté. No señor, dijo, es lindo, y además es mi primer trabajo con la
agencia. No quise interpretar su respuesta. Me puse de rodillas y le enjaboné
las corvas, los muslos, y con muchísimo tiento los entremuslos. Atiú abrió
poquito las piernas y permitió la higiene. Vio entonces lo que era inevitable y
expresó curiosidad. Mi vergüenza, al sentirse aludida, dio un envión, pero afortunadamente
pude contenerla.
Lo que pasa, dije, es que el agua caliente hace que el
cuerpo sufra cambios. Atiú me miró y se miró a sí misma sonriente y dijo tiene
razón el señor. De ahí no pasó la cosa. Atiú se secó con su toalla, una especie
de trapo de piso. Yo arreglé mis asuntos y salí para la oficina, no sin antes
decirle lo del baño es asunto privado entre tú y yo, ya sabes que Catalina es
muy quisquillosa. Atiú asintió con un lindo caer de pestañas. Sus ojos no eran
de ave de rapiña sino de canario, redondos, asombrados. De nuevo recurrió a su
falda con olanes gigantescos y a su suéter gris-perro. Me prometí comprarle una
ropita menos aparatosa. En el pelo que caía a sus espaldas, a nivel de la
cintura, se había anudado una cinta de color rosado.
El día anterior, cuando estaba ante la computadora con la
puerta semiabierta, la niña se acercó, tocó con delicadeza y me preguntó algo,
no recuerdo qué. Me miró con curiosidad y luego, bajando los ojos dijo usté
perdone, señor, tiene el suéter al revés. Se lo agradecí grandemente. Les
aseguro que habría ido a la oficina con el suéter al revés, lo que me hubiera
convertido en el hazmerreír de todos y no me daría cuenta hasta que regresara a
casa y Catalina me hiciera notar la bobería.
Quinto día. Poco a poco va tomando confianza. Su media
sonrisa se transformó en franca alegría. Ya le hace travesuras a Diana. Le
cubre los ojos con las manos y pregunta quién soy. Quiere estudiar. En un
momento aprendió a leer la hora y la tabla del dos. Ahora que salió el sol usa
una faldita corta, de tejido tenue, que me consuela. Basta. Son las doce de la
noche. Sentado en mi reposet, de pronto doy un salto. Si le digo que le voy a
enseñar secretitos y la inicio así de golpe y comenzamos a llevar una vida
secreta después de la medianoche, cuando todos duermen. Podría ser una bonita
historia, siempre que no hubiera remordimientos o consecuencias. El problema
sería el cansancio, la dificultad de llevar doble vida. Todo está en que ella
conserve la inocencia y en que yo no me deje vencer por un moralismo de baja
calidad. San Agustín supo pecar y luego redimirse. Hasta para ser malvadillo se
necesita clase. Lo cristiano no quita lo perverso. Bien dice san Pablo que los
pecados de la imaginación son disculpables. Atiú acaba de entrar y retira, con
toda confianza, la ceniza de mi tercer cigarrillo del día. La niña cumple al
pie de la letra lo que le digo. Porta una cinta azul amarrada en una muñeca. Ya
entiende que mi estudio es sitio sagrado, que debe estar siempre limpio. Pienso
en la facilidad con que permite el contacto de sus manos con las mías. Y ahora
recuerdo que anoche, una vez que vi a Catalina dormida, fui a visitar a los
niños, los cubrí bien y les di sus besos. Luego bajé a desocupar la vejiga y a
tomar agua. Después subí a la azotea a mirar las estrellas. Escuché que Atiú
tosía y supuse que su tos era un recurso para llamar mi atención. Oí su voz
suplicante. Señor, me siento malita.
Entré a su cuarto. Inmediatamente un olor violento me
acometió. Vi sus pies desnudos y llegué a la fácil conclusión de que los baños
no bastaban para civilizar a la niña. La pobre traía años de olores atrasados.
Me duele el pechito, dijo. Me acerqué. Metí mi mano bajo su blusa y sentí su
pecho brincar como una ratita en un sartén ardiente. Con razón, tienes fiebre,
le dije.
-Lo que necesitas es un masajito. Quítate la blusa.
Lo hizo y me mostró con confianza casi conyugal sus
pechos. Una delicia como sólo la ha pintado Bougereau, apenas brotando
jubilosos, creciendo frutales, de maravilla, llenos de entusiasmo. Se siente
bonito, dijo, tiene su mercé buena mano, seguro que todo lo que siembre va a
crecer, qué dichosa debe ser la señora Cata, con esas manotas suyas de usté
para ella solita. Estaba sonriendo en la oscuridad y sus facciones aun más
oscuras resaltaban el blanco de sus dientes y el fulgor de sus ojos. Le preparé
un té de canela, que bebió caliente, lo que la puso a sudar. Ahora a dormir, le
dije. Cuando yo iba bajando las escaleras sentí que suspiraba, ya su tos era
más mesurada, como si la visita le hubiera calmado las ansias.
Octavo día. Ayer, antes de que todos saliéramos como
pavos navideños hacia la iglesia, Atiú nos llamó aparte y nos dijo que se va a
ir, que quiere regresar al rancho y olvidarse de los trabajos de la agencia. Mi
mujer me mira con suspicacia de te lo dije. Sin quererlo, sin pensarlo, le digo
sí, hijita, tienes que irte, trece años no es una edad para andar sola por el
mundo, hay mucha gente mala, lo bueno es que caíste en casa de buenos
cristianos. Ya en la iglesia no pude armar ni un Padre Nuestro. Cerré los ojos
y me entregué a la devoción de recuperarla. Su busto, sus piernas, su olor, su
mal olor, su cabellera, sus manos, su boca, su entrepierna, la caída de sus
pestañas, el torneado de sus nalgas, la media sonrisa, e fulgor de sus ojos. Al
regresar me dediqué a mirarla con mayor fruición. Cada vez que pasaba a mi lado
se me iba el alma con ella. No dudo que mi mujer estuviera disfrutando del
asunto. Es posible que Guaraldo tenga razón. En ocasiones la sonrisa soterrada
de Atiú me hace suponer que no es tan casta como parece. Tal vez guarde su
secreto, tal vez sea una putica que trabaja por encargo de la agencia y con la
complicidad de las esposas. De todos modos cada vez que pasa a mi lado mis ojos
se van hacia ella irremediablemente y espío su busto y sus nalguitas con
avidez y miro sus piernas. Ella se deja mirar. Le divierte notarlo. A veces se pasa de amable. Está pendiente de
cada uno de mis caprichos para cumplirlos. Ayer, antes de que yo saliera rumbo
a mi trabajo, me dijo, Don Patricio, tiene un cordón de zapato desamarrado, e
inmediatamente se puso de rodillas a amarrarlo. Y sin embargo su servicialidad
no es obsecuente. Anoche subí, a eso de las doce y olí sus patas. Me acerqué a
ella y le dije sabes qué, Atiú, te huelen mal los pies. Quiero que te bañes
ahora mismo. Ella obedeció. Yo bajé las escaleras y estuve imaginando su baño,
mientras abrazaba a mi mujer. No podía atreverme a más.
Por la mañana vi tendida la ropa de Atiú, pero no hallé
prendas interiores. O tiene apenas un calzón y un corpiño o esconde sus mudas
de ropa. Atiú ya dijo que se va a ir de la casa el 31 de marzo, entonces
terminará esta tortura y regresaré a ser el de antes. Casi me siento en paz con
el Señor. Acaso sea una prueba más. ¿Vale la
pena dejarse llevar por el pecado? No sé. A veces gozo esta situación, pero
definitivamente no sufro por ella. Atiú ha llorado inconsolablemente. No quiere
irse, pero quiere irse, en realidad no sabe lo que quiere. Y ya mi esposa
decidió que si ella no se va, nosotros la echamos a la calle.
Nos visitó la sirvienta perfecta. Rechoncha, eficiente,
servicial, asexuada, con bigote y cuello de toro, una boyacence rubicunda que
podría echarse un bulto de cien libras a la espalda sin fruncir el ceño. No
espera nada de la vida sino levantar a sus hijos, trabajar y morir tranquila. A
eso aspira. Mi mujer confía en ella. Le pidió que regresara dentro de una
semana: doble sueldo y dos días semanales libres. Ya Atiú ha dado muestras de
pereza adolescente. No vamos a esperar hasta el 31 de marzo. Que se vaya, eso
es. Resulta una pena, pero yo estoy de acuerdo. Esto no puede seguir. Amanece.
Atiú trabaja con melancolía. Acaricia la escoba, pasa las manos lentamente
sobre los platos, parece estar dejando algo de sí en cada cosa que toca. Esta
tarde se va. Me prepara el desayuno, plancha mi ropa, alista el termo de mi
café para la oficina. No deja de llorar. No sé qué hacer. Estoy a punto de
salir con mi maletín. Será la última vez que la vea a solas. Atiú me abre la
puerta. Tiene las manos sobre el rostro. Cuando ya estoy montado en el coche,
me llama.
Don Patricito, dice sin separar las manos de su rostro,
lágrimas escurren entre sus dedos, quiero pedirle una cosa. Lo que quieras,
respondo. Yo he visto como quiere su mercé a la señora, los he pensado
apercolladitos mientras duermen a lo oscuro de la mañana, escuché varias noches
los ruidos del amor, quiero pedirle una cosa y me da mucha pena.
-Lo que quieras -le digo irresponsablemente.
-Quiero que esta mañana no vaya a la oficina, que se
quede conmigo, que se me lleve a la cama de sus mercedes, que me abrace como
abraza a la señora Catalina, que me tenga así acongojada unos tres minutitos, y
después, si quiere, me hace las cosas del amor, yo me dejo, sé que duele, me
dijo mi mamá y la agencia me advirtió que está prohibido, pero también sé que
nadie podrá hacerme la primera visita con cariño y respeto como su mercé y yo,
sabe, se lo agradeceré toda la vida, y
le juro por la virgencita que no se lo diré a nadie, lo guardaré como una carta
de amor.
¿Qué hacer? Cumplí su
deseo. La niña estaba entera, como uno de esos pollitos que no terminan de
salir del cascarón y a los que hay que ayudarles a nacer. Después de mantenerse
con los ojos cerrados, en paz, ya sin llorar, se entregó con dulzura y fui tan
cauto, tan cariñoso como sólo puede serlo un hombre en el último hervor,
sabiendo que a Atiú la espera allá afuera un mundo que tal vez no le sea
propicio, pero que con el recuerdo de esa mañana de amor, tal vez le sea más
leve, como acaso lo sea para mí lo que resta del camino para llegar a donde me
toca. Espero que el Señor comprenda y sepa perdonar, si es que hay pecado.
A las doce, me llamaron de la oficina. Tuve que ir.
Cuando regresé a casa, Atiú no estaba. Y al entrar a la habitación conyugal
creí ver que el Cristo que tenemos sobre la cama me guiñaba un ojo.
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