El juego de las seducciones
septiembre 19, 2013
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Foto el 18 de septiembre de 2013, rumbo a Saltillo |
Una reflexión sobre una vieja novela que no se ha reeditado pero que me gusta y cifra pasajes fundamentales de mi vida.
Si Los
placeres perdidos fue una novela fácil de escribir, que terminé rápidamente
y sin dificultades de ninguna clase, El juego de las seducciones fue una
auténtica tortura que se prolongó por diecinueve años. El asunto de la
novela era espinoso, no sólo porque entraba de lleno en mi intimidad, sino
porque se ocupaba de mi familia y de mi madre. Se trataba básicamente de relatar
los orígenes de una enfermedad mental, la del protagonista, que pierde el
sentido de la realidad a los diecisiete años, cuando debe que enfrentarse a un
mundo que se le antoja terrible. La idea de la expulsión del reino, o del
paraíso del seno familiar está presente: Alejandro, un muchacho que recién
termina su bachillerato, es obligado a ir a trabajar como maestro rural a un
pueblo perdido en las montañas del sur de Costa Rica. El juego de las
seducciones tiene una estructura relativamente compleja, y constituye mi
primer verdadero experimento con diversos elementos de la novela: la
estructura, el tiempo, los personajes, el espacio. El aspecto más importante de
la novela en términos de estructura es la ruptura temporal: la novela se cuenta
en tres tiempos que avanzan de manera paralela: 1. La vida de Alejandro desde
que sale de su casa rumbo a Pueblo Nuevo, donde ha de trabajar. 2. El relato de
la recuperación de la infancia de Alejandro, en el que se involucra a su familia —varios
hermanos y una hermana, la madre viuda que tras la muerte del padre de
Alejandro se involucra en varias relaciones amorosas destructivas. 3. El
monólogo de Alejandro, recluido en la habitación de la casa familiar, ya
afectado por completo por lo que un psiquiatra califica como esquizofrenia
precoz. La novela avanza por ciclos de tres en la forma un, dos, tres, un dos
tres, de modo que el lector recupera el hilo de lo que se ha contado en el
fragmento uno, en el fragmento cuatro. El efecto que quise crear fue el de un
enriquecimiento cada vez mayor de la información que tiene el lector, de modo
que se fuera involucrando cada vez más. El capítulo final empata con el
primero. En el final se cuenta el escape de Alejandro de Pueblo Nuevo, donde ha
sufrido un proceso persecutorio, alucinaciones y ha cometido actos que los
habitantes consideran contra la moral: Alejandro pierde la conciencia y huye
rumbo a su casa. En el primer capítulo se cuenta la llegada de Alejandro a la
casa familiar, donde se desploma en llanto en los brazos de su madre y sólo
atina a decir «¡estoy loco!»
Una de las características que algunas personas han señalado de mis
novelas es que exigen en ciertas partes, regresar a fragmentos o capítulos
anteriores, o por lo menos solicitan una segunda lectura. Supongo que éste
puede ser un valor para el buen lector y un disvalor para el lector apresurado,
el que simplemente quiere divertirse.
Para escribir esta novela no solo
recurrí a experiencias personales y de mi familia, sino que —creo que como
estrategia de distracción o para no terminar una novela que me causaba
problemas de conciencia—emprendí muchos estudios sobre temas tan diversos como
mitología, psicología, psicoanálisis, estudios sobre enfermedades mentales,
particularmente sobre esquizofrenia. Estudié antropología, leí las tragedias
griegas y ya no recuerdo cuantas otras cosas. El caso es que yo de alguna forma
no podía o no quería terminar esta novela. Publicarla no fue muy difícil,
después del “exito” de otros libros míos como Cuentos para después de hacer el amor o Mujeres amadas. El caso es que yo ya tenía un editor, un
empresario que creía en mi trabajo y que estaba dispuesto a invertir en él.
La novela tuvo una suerte
paradójica: hubo algunas reseñas, no muchas, en las que destacaban que era de
nuevo, mi mejor novela, y por otro lado la obra tuvo mala distribución y pronto
cayó en el olvido. Ha habido quienes la han encomiado altamente, diciendo que
es una obra de gran ambición, en la que se nota una influencia benéfica de
Dostoievski, cosa que yo no negaría. Dostoievski me ha impresionado desde mi
adolescencia lectora: su capacidad de profundizar en el alma humana me parece
prácticamente inigualable. Sus novelas son conmovedoras, inolvidables, hay
quien dice que imperfectas —pero eso en verdad importa muy poco—: El idiota,
Crimen y castigo, La noches blancas, Los hermanos Karamazov, son cimas
inalcanzables. Solo ha habido un Dostoievsi que reina como un Himalaya en el
territorio de la literatura. Yo quise hacer lo que Dostoievski: entrar en un
espíritu humano y llegar hasta el fondo, buscar sus más profundas incitaciones,
sus resortes secretos, no guardar nada, no tener pudor alguno, hacer una
especie de harakiri o strip tease del alma: eso quiso ser El juego de las seducciones.
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