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La Parroquia en la novela La insaciabilidad

octubre 11, 2014

Corrigiendo las pruebas de galera de mi novela La insaciabilidad, que debe salir en diciembre, me encontré estas páginas que narran un encuentro en La Parroquia de Xalapa...
 
 
En Xalapa sólo hay un sitio en el que se llevan a cabo, casi

en secreto –fiesta que se anuncia públicamente, termina invadida

por vándalos fanfarrones que se sienten dueños de la ciudad

a partir de las once de la noche–, todas las conexiones: La

Parroquia.
 
El brujo Rubén pasó al lado de su mesa. Ventura lo tomó de

un brazo y le preguntó que dónde estaba la acción. No respondió.

El brujo es una especie de gurú, profesor de antropología, de 
 
quien se dice que pertenece a la vieja nobleza zapoteca, anda siempre
rodeado de una corte de adoradoras, a las que trata despóticamente,
particularmente a una polaca admirable, primer violín de la
Sinfónica y poseedora de la nariz más oprobiosa del mundo. Rubén
tiene los ojos hundidos y la piel oscura. Como la Princesa Carmina,
se expresa entre misterios y da la impresión de saber más sobre el


mundo que cualquier otra persona. Unos minutos más tarde se
acercó La Foca. Una cosa peluda, de cara redonda como una


media luna, barbilla en punta, vestido gitano. Mientras le pedía
que le encendiera un cigarrillo, susurró:
—Dice el brujo que en su casa, pero que no se lo comentes
a nadie.
Entró a un caserón de estilo colonial que debía ser idéntico
a otros cien de Xalapa, con los cielorrasos verdinosos, ventanas
y puertas desvencijadas, abundantes habitaciones en torno a un
patio rectangular, libreros aquí y allá, máscaras indígenas en las
paredes. Casi a tientas, Ventura logró orientarse. Bebió y fumó
sin medida. Al fin y al cabo se trataba de celebrar. Unos individuos,
a quienes no conocía, comenzaron a mirarlo de reojo y a
hablar en voz alta sobre la fama, la vanidad, la literatura intrascendente,
sin compromiso. Tal vez se referían a lo de Eleuterio
Moon, el doctor Amóribus. No quiso discutir. Claro, tenían razón,
la literatura debía servir para algo y el autor estaba obligado
a ser una especie de Buda, un misántropo, un altruista,
defensor de todos los marginados y protector de las etnias a punto
de desaparecer.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Desde una habitación del fondo llegaba la música de un
violín, un sonido insólitamente cristalino, una armonía de victoria,
que se imponía al escándalo de Benny Moré y sus oficiantes.
Con toda cortesía Ventura se escabulló. Recorrió la
casa, abriendo y cerrando puertas, pidiendo disculpas a los fumadores,
a los amorosos, a los que discutían a gritos. Regresó a la

sala sin haber hallado la fuente de la música. La Foca lo estaba

mirando mientras hacía un gesto incomprensible.
—¿Qué buscabas? –le preguntó, con ojos enrojecidos y voz
fangosa–. Quizás yo te lo pueda dar –más que una hembra
incitante parecía una Gorgona autóctona, una X-Tabay con su
matorral de pelo de burra asoleada.
El violín, dijo Ventura, ¿quién toca el violín? Una niña insoportable,
una loquita presumida que está en el baño, respondió

La Foca. ¿En el baño? Sí, es una enfermita, una exhibicionista


que todavía se mea en los calzones.
Ya con ese dato, Ventura pudo hallarla. Cuando dio con el
origen de la música estaba comenzando a sospechar que la salida
de su casa no iba a ser infructuosa. En el baño vio a la que identificó
inmediatamente como la hija mayor de Bárbara. Estaba
de espaldas. El peso de su cuerpo descansaba en el pie derecho,
las nalguitas apretadas, las partituras sobre el cajón del escusado
y una furiosa actitud de estar dándole mate a la melancolía.
La fuerza de su interpretación era casi masculina, pero la
sutileza de las notas no podía partir más que de un espíritu
delicado como el hilo de una tela de araña.
Ventura no pudo identificar la pieza, pero el instinto y las horas
que pasó en el gallinero de San Isidro intentando emular los golpes

de arco de La Campanella de Paganini le hicieron sospechar


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que sólo podía pertenecer a la escuela de los diabólicos maestros,
que escribieron música que ninguna criatura que no tuviera
tratos con el demonio podría interpretar: la dificultad laberíntica,
la velocidad que exigía el texto y la limpieza de la ejecución causaban
pasmo. Ventura estaba sin aliento, conmovido hasta el intestino
grueso. Esperó a que concluyera y se atrevió a preguntar:
—¿Qué era?
La violinista tornó la cabeza:
—Ah, el amiguito de mamá. Creí que eras un hombre de las
cavernas y que sólo salías en temporada de caza.
—¿Qué estabas tocando?
—Una pieza casi imposible de interpretar. Se atribuye a
Paganini y fue descubierta recientemente en el archivo de la
Biblioteca Municipal de Viena.
Quiso preguntarle qué haces aquí, pero se contuvo, supo
que ello la iba a molestar.
—Mi interpretación era una especie de llamado en la espesura.
Parece que ha dado resultado.
—¿Por qué?
—Estás aquí, ¿no? Mi pieza era una señal de humo en
medio de la estepa. Esperaba que la viera un príncipe ruso, un
iluminado, un navegante de los mares del sur, alguien que no
fuese la gente piojosa de este lugar y llegara en su cabalgadura
de fuego a rescatarme.
Digna hija de la señora Blaskowitz, pensó Ventura, intoxicada
con cuentos de hadas y grandes palabras. Hablaba como
una erudita. Y no había ironía en ella.
Ventura sintió que el corazón se le volteaba de la emoción
como un guante de piel de marrano.
 
Trilce guardó su violín. Ya no era el Amati del primer encuentro,

sino otro de barniz más opaco, pero de sonido claro, aunque
algo tosco. Un instrumento de batalla, dijo la niña. Y Ventura
pensó en la Princesa, un violín de Paracho, del que se podían
sacar sonidos extraordinarios ocasionalmente, pero que desafinaba
en situaciones difíciles, revelando su origen artesanal.


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