ESPERANDO A LOS BÁRBAROS
diciembre 04, 2016
Parábola sobre el destino de los justos en un mundo dominado por los
injustos. Escenificación de la feneciente y triste concupiscencia de los viejos
y su gusto inevitable por las mujeres jóvenes. Parábola sobre el aparthaid y
su hipócrita moralidad. Civilización y barbarie enfrentados: el hombre blanco
contra los bárbaros (la otra raza, los sub hombres). Amarga reflexión sobre el
racismo y la inutilidad (la imbecilidad) de las fronteras.
¿Sería mejor el mundo mejor sin los pobres, sin los negros, amarillos,
cobrizos, sin los bárbaros, esos tristes personajes que afean las limpias
ciudades con sus chabolas de miseria, su suciedad e ignorancia?, se pregunta el
magistrado que gobierna un puesto de frontera entre el imperio y
el indeterminado territorio de los bárbaros?
“Lo mejor sería que ese oscuro capítulo de la historia del mundo acabara
de una vez, que borraran a esos feos seres de la faz de la tierra y nosotros
juráramos empezarlo todo desde el principio, gobernar un imperio en el que no
hubiera más injusticia, más dolor”. Así razona el magistrado y luego contra
razona: su vida ha estado al servicio de la virtud y la verdad, además de
alguna (romántica, idílica) manera admira las virtudes de los bárbaros: “Decidí
que cuando la civilización supusiera la corrupción de las virtudes de los
bárbaros y la creación de un pueblo dependiente, estaría en contra de la
civilización; y en esta resolución he basado mi conducta en la administración.
(¡Y esto lo digo yo, que ahora meto a una muchacha bárbara en mi cama!)”
“¡Cuándo aprenderé a no decir lo que pienso!”, se dice el único hombre
justo de la novela Esperando a los bárbaros, de Coetzee,
una vez que es reducido a la miseria, a la indigencia y al ostracismo por
defender a los bárbaros, a los otros, y por haber entretenido sus
concupiscencias de anciano (de forma bastante fetichista, utilitaria, perversa)
de una joven bárbara.
Los bárbaros de esta novela son los nómadas que viven libremente, en
estado semi salvaje, lejos del imperio. Un imperio que en la obra
de Coetzee sintetiza los estados “civilizados” que quieren
imponer su ley a todos los que lo rodean y extenderse al resto del mundo, como
se extendieron los mongoles, los romanos, los persas, los aztecas, los incas.
Es claro que bajo el neutro disfraz del ambiguo imperio que
es el espacio narrativo de la novela, Coetzee nos ofrece una visión aciaga, sin
esperanza, de lo que fue y sigue siendo Sudáfrica, con impolutos barrios boers
e interminables y míseros barrios de negros. Pero no es a Sudáfrica a la que pinta
(alude) Coetzee en esta novela, sino el mundo entero, el mundo de hoy y de
siempre: España y su tormentosa frontera con África; Alemania invadida por
gitanos, checos, rumanos; Estados Unidos, tomada por hordas de seres de todas
las nacionalidades; Austria, de la que están huyendo los nativos, atosigados
por oleadas de árabes, checos, croatas, etc.
El mundo hoy: la tragedia sin solución. Esto es lo que subyace a la
novela de Coetzee, el Premio Nobel, cuyas obras han apasionado por su crudeza,
su falta de sutileza: aquí no hay un mundo feliz: lo que hay es un mundo
infeliz, sin esperanza.
“Un camino que quizá no conduzca a ninguna parte”: éstas son las últimas
palabras de la novela y gracias a ellas la obra se dispara de ser la crónica
del último año de la existencia de un pueblo de frontera entre los bárbaros y
los “civilizados”, a ser una cifra de la historia de la humanidad: “un camino
que quizá no conduzca a ninguna parte”.
Ésta, como las otras novelas de Coetzee, nos muestran un mundo sin
salida, ante el cual no hay otra alternativa que ejercer la virtud y el arte,
aunque sepamos que no llevan a nada que no sea la íntima salvación individual:
el mundo está perdido, sólo el individuo puede salvarse en el estrecho mundo de
su vida personal.
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