SALVAJE, la salvaje novela de Guillermo Arriaga
diciembre 08, 2016
Cuando abro por primera vez la
novela de algún amigo, lo hago con
emoción y cierto temor; con emoción porque me hace feliz saber que aquéllos a
quienes aprecio forman parte de mi mundo y cumplen con algunas expectativas a
las que aspiro al escribir mis libros; con temor porque siempre existe la
posibilidad de que me desilusionen: me parece que cuando un amigo escribe lo
que me parece un mal libro, se aleja un poco, y comienza a ser menos amigo. Sé
que esto que digo es absurdo pero me parece explicable en una persona que
resulta ser intolerante en el tema de la calidad literaria.
Compré El salvaje tras haberlo rastreado por
semanas en varias ciudades y en cuanto lo tuve en mis manos comencé e leerlo.
Tras un buen inicio hallé
algunas debilidades estilísticas que me hicieron dudar de que una novela tan
voluminosa (casi 700 páginas) lograra mantener mi atención. Más adelante, la
historia me comenzó a atrapar y ya no me fue importante la escasa elaboración
estilística. Resulta ser el recorrido casi biográfico por la vida de un
rebelde, o más bien un salvaje, que tiende la mano descaradamente hacia los
dones de la vida y que recibe de ella incontables reveses y malaventuaras. Las
desventuras agobian al protagonista: asesinado atrozmente su hermano por un
grupo de fundamentalistas cristianos, muertos sus padres en un accidente de
tránsito, descubre que su amante se acostaba son su hermano y con varios del vecindario.
Lo que pinta Arriaga es
un mundo violento, despiadado, de disputas entre bandas, peleas de perros, mundo de territorios delimitados: los Nazis,
los Defensores de Cristo, los narcos, las autoridades venales e inescrupulosas,
las azoteas del Barrio Modelo en la Ciudad de México (un auténtico universo al
margen de las calles). Simultáneamente con las narraciones de la vida
desventurada de Juan Guillermo, el protagonista, aparecen entreverados
fragmentos de narraciones de la existencia de un perro lobo y de un mercenario
norteamericano (lo que me hace pensar en la estructura de la famosa película Amores perros, de la que fue guionista
Arriaga): capítulos cortos, casi fulgurantes, entreverados con la historia
central: estructura netamente cinematográfica (se cortan las historias para dar
paso a otras; se alternan; se continúan, creando varios focos de interés).
Particularmente
dramáticas son las historias de la relación entre el protagonista, huérfano,
azotado por todas las inclemencias de la vida, y el perro lobo (que resulta ser
un lobo pura sangre): un salvaje enfrentando a otro salvaje, los dos buscando
imponer sus leyes. El protagonista, Juan Guillermo, a partir de tantas
desgracias y de su propósito febril de conseguir venganza contra los que
asesinaron de la forma más despiadada a su hermano, se convierte en un ser que
deja salir la parte bestial de su persona, se torna, pues, un salvaje, tan feroz como el lobo; como ese
lobo llamado Colmillo, que termina siendo compañero de vida, su cómplice.
La amante infiel, Chelo,
personaje muy destacado, secundario pero fundamental, no es el prototipo de la
mujer seductora, atractiva, misteriosa, sino un ser físicamente defenestrado,
débil de carácter, propicia a la depresión (que la lleva a acostarse con
cualquiera que esté cerca). Chelo cojea, chorrea semen ajeno, desaparece,
regresa, desgarra con sus relatos de infidelidades a Juan Guillermo. Me
recuerda a uno de los personajes más memorables de la narrativa contemporánea,
la insignificante Lisbeth Salander, de Millenium,
la trilogía novelística de Stieg Larssen, que logra desmantelar la estructura
de poder corrupto de todo un país, a lo que llega después de haber sido
violada, vejada, sepultada, casi resucitada y humillada hasta el tuétano.
Salvaje es una novela salvaje, tramada con frialdad racional,
matemática, por un narrador ducho en las técnicas cinematográficas; es una obra grande (casi 700 páginas) que nos
lleva de las guerras soterradas entre
las bandas de la Ciudad de México a la cruda existencia de los cazadores
solitarios en las montañas nevadas, inhóspitas y casi intocadas el Yukón; es un
apretado itinerario de vida que nos obliga a asistir al crimen tramado con
sevicia y al espanto faulkneriano de la convivencia con
el cadáver de un ser amado; es un
testimonio de descargo que nos lleva de la mano, casi como testigos
implicados, a una travesía de terco y
desigual amor (el protagonista es casi un adolescente; su amada es una mujer
madura, ducha en los lechos) que acompaña y en cierta manera justifica la
necesaria venganza.
Hay en la novela un
emparentamiento (espiritual) entre la bestia (el lobo) y el protagonista, vínculo
que nos permite atisbar la parte oscura del ser humano, esa sombra que según
Jung, debemos asumir los humanos para reconocernos como lo que somos en lo más
íntimo: más que divinos: satánicos, es decir, salvajes.
El final de la obra es
un canto a la libertad y un canto al poder de la voluntad sobre la fuerza del
destino.
Muchos reparos podría
hacerle a la edición pero me los guardo. Me quedo con la memoria de una semana
de lectura intensa como pocas.
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