Placeres perdidos y los demás
septiembre 18, 2013En la Feria del Libro de Saltillo el próximo sábado me pidieron una conferencia sobre mi trabajo literario. He aquí (aproximadamente) lo que voy a decir. Me sucede que escribo las conferencias y termino olvidándome de ellas.
Los placeres perdidos
Los
placeres perdidos ha sido la novela que menos trabajo me costó escribir.
Nació de la admiración irrestricta por una persona que vive en la ciudad de
Cali, Colombia. Era por los tiempos en que lo conocí, un muchacho de
aproximadamente dieciocho años. De apostura agradable, atlético, parecía vivir
a otro ritmo y en otro mundo, muy distante del carácter superficial y fiestero
de las calles de la ciudad por la que discurría su cuerpo. En torno a él
siempre había un grupo de personas, que formaban una especie de sociedad, no
secreta sino pública —pues no se ocultaban de nadie y no tenían nada que
ocultar, a no ser pequeños placeres sensoriales e imaginativos que
proporcionaba la hierba inofensiva, que fumaban casi sin esconderse en los
jardines de la Ciudad Universitaria del Valle o en los parques de Cali—. El
muchacho en cuestión se llamaba y sigue llamándose Adolfo Montañovivas y en él
concurrían una serie de virtudes, talentos y gracias, que lo convertían en el
centro de atención de mucha gente. Hay que hacer la salvedad de que así como
había personas que prácticamente lo adoraban y estaban pendientes de cada una
de sus palabras y de sus actos, había
otras personas que se reían abiertamente de él, que lo calificaban como loco,
trastornado, drogadicto, hippie, inmoral y cuanto la sociedad convencional
podía inventarle. El caso es que Adolfo era músico: cantaba como los ángeles,
componía romanzas medievales, tocaba la flauta, el piano y muchos otros
instrumentos. Era querido por los niños, con los que improvisaba en el término
de quince minutos, unos coros polífónicos inigualables. Adolfo era poeta, no
sólo académico o más bien muy poco académico, y lograba sacar de la nada poemas
soberanamente conmovedores y a veces muy divertidos, que dedicaba a los temas más
insólitos. Recuerdo ahora un poema dedicado a un vaquero... Adolfo tenía una
sabiduría insólita sobre las plantas y era un botánico natural, que lograba
injertos sorprendentes y hacía experimentos, tenía viveros en la azotea de su
casa, coleccionaba plantas raras y se extasiaba en los mercados oliendo hierbas
y hablando interminablemente con indígenas y viejitas conocedoras, a las que
enseñaba y de las que recibía enseñanzas. Las aventuras de Adolfo eran de lo
más insólitas y espero hablar de ellas más adelante, pero por lo pronto les
adelanto la forma en que sin tener un centavo logró ser propietario de la finca
más hermosa que se pueda imaginar en las laderas donde nace el río Pance, cerca
de Cali. Un día caminando por el campo, como lo hacía habitualmente con su
mochila a la espalda, sus tenis y su pantalón vaquero y su camiseta blanca
–nunca usó anteojos o sombrero, aunque pasaba días enteros bajo el sol
calcinante del Valle del Cauca— ... un día caminando por el campo vio cerca de
la cima de una montaña una casita rodeada de árboles frutales, bambúes y
helechos, vio a su lado una quebrada de cristal vivo bajando de la montaña, vio
grandes piedras y un cielo sin comparación alguna. Entonces, extasiado, miró
hacia arriba y se dirigió a Dios, con quien tenía coloquios frecuentes: «Mucho
te agradecería, Señor, y espero me disculpes la confianza, que me regalaras
este Paraíso». Y no, no se abrió el
cielo ni se asomó Dios entre las nubes, sino que se abrió la puerta de la
casita y salió una señora ancianita, con la que Adolfo entabló plática tan
amena sobre plantas y animales, que cuando llegó la hora de la despedida, la
viejita le dijo: “Querido Adolfo, espero que
no te vayas a ofender por lo que te voy a decir. Es que mira, yo me voy
a morir pronto y no tengo a quien heredar este territorio amoroso. Y bueno,
quiero regalártelo a ti». Fue a buscar las escrituras y le dijo: «Todo esto que
ves es tuyo. nadie podrá cuidarlo y disfrutarlo como tu». El carácter de Adolfo
es tal, su talante de persona tan
inocente, es tan confiado en Dios, que el amigo –vamos a llamarlo
frenáptero, y luego les diré por qué— ni siquiera se asombró, le pareció
perfectamente natural aquel obsequio. Solamente alzó los ojos al cielo y dijo:
«Gracias, Señor. Sabes que siempre he confiado en tu sabiduría y estaba seguro
que no me ibas a decepcionar». Luego abrazó a la viejita y listo: pasó a ser
propietario del más literal paraíso que
pueda haber —yo estuve allí hace apenas dos años y nunca he visto un sitio más
hermoso, placentero y dichoso—. Obviaremos los trámites notariales que debió
sufrir Adolfo y pasemos a otro asunto. Estábamos hablando de los talentos de
Adolfo. Antes, cumplamos una promesa. Diré por qué llamo a Adolfo «frenáptero».
Es que en aquellos tiempos yo estaba estudiando griego antiguo y una de mis
entretenciones en clase —Universidad del Valle, licenciatura en Filosofía—era
unir raíces para crear palabras. Uní la raíz “phren” y la raíz “pteros” e inventé la palabra “frenáptero. Cuyo
significado sería, más o menos, “persona de mente alada”. Eso era para mí
Adolfo: una persona de mente alada, lejos de convencionalismos, inventando a
cada instante, creando, componiendo música, haciendo poesía, escribiendo
novela. Porque no había dicho que Adolfo era un narrador excelente, que dejaba
embelesado a cualquiera con sus historias. Y por eso los niños se acercaban a
él como si fuera un San Francisco —diremos de paso que Adolfo tenía y tiene mucho de San Francisco de Asís,
incluyendo una especie de santidad difícil de definir y comprender—: Adolfo
podía mantener a los niños horas escuchando sus historias y era frecuente que
anduviera por las calles con cinco o seis chiquillos o chiquillas detrás. Había
quienes tergiversaban estas amistades y llegaban a considerar a Adolfo persona
peligrosa, particularmente porque sus ideas no siempre coincidían con las
morales al uso. Adolfo, en su famosa mochila, verdadera caja de maravillas,
portaba —a más de objetos insólitos como campanillas de acólito y frascos de
mermelada para engatusar a las hormigas, dos o tres novelas siempre en proceso.
Nunca supe que terminara una. Muestras públicas y editadas de su talento hay
pocas. Sólo sé que participó en un gran concurso de cuento y ganó, con un texto
que se llama “La rueda”. En realidad el frenáptero carecía de ambiciones
literarias, no quería figurar ni salir en las fotos, sino básicamente disfrutar
de la vida y hacer que los que lo rodeaban gozaran de ella. Al frenáptero le
parecía que la fama era una lacra y que lo mejor era pasar inadvertido, de modo
que pudiera divertirse sin suscitar
mucha curiosidad. Había un detalle que iba a contracorriente de su deseo
de no figurar: Adolfo poseía belleza física y magnetismo, que llamaban la
atención de hombres y mujeres por igual. Tales dones le acarreaban problemas,
persecusiones, seducciones de todo tipo de personas, que no siempre tenían
intenciones sanas. Adolfo con su buen carácter sabía sortear a todos los que se
le acercaban sin honestos objetivos. Lo suyo era fundamentalmente la gracia del
alma. La enumeración de sus otros dones y gracias sería interminable: pintor,
muralista, vitralista, pedagogo,
diseñador de paisajes, teórico del amor, el esoterismo, la música
medieval, botánico, explorador. Y sobre todo amigo dispuesto a perder todo el
tiempo del mundo con quienes quisieran escucharlo y seguirlo a todas partes. Yo
fui su seguidor durante varios años y con él tuve atrevimientos que no tendría
con nadie. Emprendí viajes de hongos sagrados y permanecí en el campo,
entendiendo la esencia del hombre, gracias a la guía de aquella especie de
santo. Pero mis intenciones no eran tan castas, tan sanas, tan santas: yo
quería escribir sobre él y por eso fue que siempre que estuve a su lado llevaba
una libreta en la que iba escribiendo todo lo que él decía, lo que hacía. De esas notas salió la novela que
inicialmente llamé Venturas y
desventuras de un frenáptero. Naturalmente no siempre fui fiel a las notas.
A veces dejé volar la imaginación: inventé un pianociclo, es decir, un piano
que el Adolfo de la novela acarreaba con la fuerza de sus piernas; inventé
escenas de amor, pero en general la obra se basa en las andanzas de este
personaje que todavía discurre por las calles de Cali. Envié la obra a la
Bienal de Novela José Eustasio Rivera en Colombia, en la que un amigo mío era
miembro del jurado. A Los placeres perdidos le otorgaron el premio, no sé si por
influencia de mi amigo o por la calidad de la
obra. El caso es que se publicó en Colombia y en México y que recibió
buenos comentarios en los dos países. Esta novela fue la primera que me dio la
seguridad para presentarme ante un editor en México y decirle en 1985: “Sólo si
me paga diez mil pesos autorizo su publicación”. Lo que era una insolencia,
pues yo era un autor desconocido en este país. El editor, a quien le había
gustado la obra, se atrevió a pagarme diez mil pesos, que en aquellos días era
mucho dinero. Tengo que decir, sin pena alguna, que la novela constituyó un
éxito de crítica pero un estruendoso fracaso de ventas. Y vale la pena explicar
por qué: resulta que la editorial que publicó la novela es una editorial que se
dedica a editar textos de calidad bastante pobre para un público no muy
exigente —sus títulos más taquilleros son Tú puedes ser el mejor, La
supersecretaria, La magia de Karen Lara— que no estaba dispuesto a comprar un producto
que se anunciaba como literatura. La editorial se llama Edamex y es el tipo de
empresa que coloca sus libros en supermercados y grandes almacenes. Esto no le
quita el mérito ni a la novela ni a la editorial. La novela ha sido leída por
muchas personas, que han simpatizado con el personaje y que incluso han llegado
a adoptar su lenguaje y a utilizar en su habla diaria las palabras “frenáptero”
y “frenolito” —el frenolito es la contraparte del personaje de mente alada,
es decir, es el personaje con mente petrificada.
Esta es la breve historia de Los placeres perdidos, una novela que de
alguna manera cifra la experiencia de toda una generación en Colombia: la del
poshippismo, la de los inicios de la segunda gran violencia, la del
acercamiento más respetuoso al mundo de la alucinación. Se trata de una novela
de época, pero intenta representar a un
espíritu esencial en la humanidad: el espíritu grande, creador, renacentista,
que recuerda de alguna manera al hombre del paraíso, frente al cual el hombre
actual no es sino un remedo. Aunque no sea la novela que me haya dado más
dinero, es quizás la que más me gusta, tal vez porque en ella yo no aparezco
como fuente de inspiración, fuente de datos, personaje o veta. Es una novela
que me dio la realidad casi en su pureza y en la que mi imaginación interviene
muy poco.
El juego de
las seducciones
Si Los
placeres perdidos fue una novela fácil de escribir, que terminé rápidamente
y sin dificultades de ninguna clase, El juego de las seducciones fue una
auténtica tortura que se prolongó por diecinueve años. El asunto de la
novela era espinoso, no sólo porque entraba de lleno en mi intimidad, sino
porque se ocupaba de mi familia y de mi madre. Se trataba básicamente de relatar
los orígenes de una enfermedad mental, la del protagonista, que pierde el
sentido de la realidad a los diecisiete años, cuando debe que enfrentarse a un
mundo que se le antoja terrible. La idea de la expulsión del reino, o del
paraíso del seno familiar está presente: Alejandro, un muchacho que recién
termina su bachillerato, es obligado a ir a trabajar como maestro rural a un
pueblo perdido en las montañas del sur de Costa Rica. El juego de las
seducciones tiene una estructura relativamente compleja, y constituye mi
primer verdadero experimento con diversos elementos de la novela: la
estructura, el tiempo, los personajes, el espacio. El aspecto más importante de
la novela en términos de estructura es la ruptura temporal: la novela se cuenta
en tres tiempos que avanzan de manera paralela: 1. La vida de Alejandro desde
que sale de su casa rumbo a Pueblo Nuevo, donde ha de trabajar. 2. El relato de
la recuperación de la infancia de Alejandro, en el que se involucra a su familia —varios
hermanos y una hermana, la madre viuda que tras la muerte del padre de
Alejandro se involucra en varias relaciones amorosas destructivas. 3. El
monólogo de Alejandro, recluido en la habitación de la casa familiar, ya
afectado por completo por lo que un psiquiatra califica como esquizofrenia
precoz. La novela avanza por ciclos de tres en la forma un, dos, tres, un dos
tres, de modo que el lector recupera el hilo de lo que se ha contado en el
fragmento uno, en el fragmento cuatro. El efecto que quise crear fue el de un
enriquecimiento cada vez mayor de la información que tiene el lector, de modo
que se fuera involucrando cada vez más. El capítulo final empata con el
primero. En el final se cuenta el escape de Alejandro de Pueblo Nuevo, donde ha
sufrido un proceso persecutorio, alucinaciones y ha cometido actos que los
habitantes consideran contra la moral: Alejandro pierde la conciencia y huye
rumbo a su casa. En el primer capítulo se cuenta la llegada de Alejandro a la
casa familiar, donde se desploma en llanto en los brazos de su madre y sólo
atina a decir «¡estoy loco!»
Una de las características que algunas personas han señalado de mis
novelas es que exigen en ciertas partes, regresar a fragmentos o capítulos
anteriores, o por lo menos solicitan una segunda lectura. Supongo que éste
puede ser un valor para el buen lector y un disvalor para el lector apresurado,
el que simplemente quiere divertirse.
Para escribir esta novela no solo
recurrí a experiencias personales y de mi familia, sino que —creo que como
estrategia de distracción o para no terminar una novela que me causaba
problemas de conciencia—emprendí muchos estudios sobre temas tan diversos como
mitología, psicología, psicoanálisis, estudios sobre enfermedades mentales,
particularmente sobre esquizofrenia. Estudié antropología, leí las tragedias
griegas y ya no recuerdo cuantas otras cosas. El caso es que yo de alguna forma
no podía o no quería terminar esta novela. Publicarla no fue muy difícil,
después del “exito” de otros libros míos como Cuentos para después de hacer el amor o Mujeres amadas. El caso es que yo ya tenía un editor, un
empresario que creía en mi trabajo y que estaba dispuesto a invertir en él.
La novela tuvo una suerte
paradójica: hubo algunas reseñas, no muchas, en las que destacaban que era de
nuevo, mi mejor novela, y por otro lado la obra tuvo mala distribución y pronto
cayó en el olvido. Ha habido quienes la han encomiado altamente, diciendo que
es una obra de gran ambición, en la que se nota una influencia benéfica de
Dostoievski, cosa que yo no negaría. Dostoievski me ha impresionado desde mi
adolescencia lectora: su capacidad de profundizar en el alma humana me parece
prácticamente inigualable. Sus novelas son conmovedoras, inolvidables, hay
quien dice que imperfectas —pero eso en verdad importa muy poco—: El idiota,
Crimen y castigo, La noches blancas, Los hermanos Karamazov, son cimas
inalcanzables. Solo ha habido un Dostoievsi que reina como un Himalaya en el
territorio de la literatura. Yo quise hacer lo que Dostoievski: entrar en un
espíritu humano y llegar hasta el fondo, buscar sus más profundas incitaciones,
sus resortes secretos, no guardar nada, no tener pudor alguno, hacer una
especie de harakiri o strip tease del alma: eso quiso ser El juego de las seducciones.
EL LIBRO DE LA VIDA
El
libro de la vida bien podría llamarse El libro de mi vida, porque
está basado directamente en mi existencia, desde el momento en que llegué a la
ciudad de Xalapa. En aquellos lejanos días de fines de 1979, hace ya 24 años,
llegué a esta ciudad movido por dos fuerzas muy importantes: el amor y el
dinero. (Primero hablaré del dinero: participé en un concurso literario
organizado por La Palabra y el hombre,
revista de la Universidad Veracruzana; gané el segundo premio y con ese dinero
me escapé de Monterrey para venirme a vivir a Xalapa). Hay que decir que de
alguna manera en Monterrey había fracasado en el amor, al no poder culminar una
relación amorosa, con una mujer que parecía la definitiva, y que a últimas fue
una de tantas, una de la fila de mujeres que han pasado por mi vida, algunas
dejando una huella y otras simplemente desapareciendo. Aunque habré de decir
que para un grafómano, para un
grafoadicto como yo, es difícil que pase una mujer sin que ella de alguna forma
termine convertida en literatura. En cierta forma el autor, este autor que yo
era y soy, al fijar a una mujer en el papel, la estaba matando, la estoy
borrando de mi vida activa. Ya dejan de ser mujeres para ser literatura. Hay
excepciones, pero de eso no hablaré hoy y posiblemente no hablaré durante este
taller. Tal vez en el próximo o en el que vaya a impartir dentro de cinco años
me ocupe de ese tema. Viéndome en esta ciudad en aquel tiempo (fines de la
década de los setentas) tan cerrada, tan limitada, tan cubierta de niebla y ocupada
por seres desconocidos que se ocultaban en sus casas, yo busqué alguna
ocupación o algunas ocupaciones que me impidieran volverme loco. Imaginar que
en aquellos días la ciudad de Xalapa podía estar cegada por una niebla que
tardaba 30 días en disiparse, es para volver loco a cualquiera. Yo logré
escapar del tedio y el aburrimiento —lo de la locura es una licencia poética:
el que escribe ya nunca puede volverse loco, pues tiene un interlocutor
perfecto, y ya se sabe, sólo se vuelven locos los que ya no tienen con quien
hablar—, logré escaparme del tedio gracias a la compañía de algunas mujeres que
encontraba en La Parroquia, que en aquel tiempo era el sitio de los solitarios.
Entablé relaciones con una mujer y luego con otra. Y ellas pasaban del café a la
cama y de la cama al papel, aunque también había momentos en que no estábamos
ni en la cama ni en el café. Me dediqué a vivir mi vida de soltero y a
relatarla minuciosamente en grandes libretas. Año tras año escribía todo lo que
hacía con esas mujeres y sin esas mujeres y contaba mi vida como escritor o
como aspirante a escritor.
Muchos
años después, más o menos en 1985, fue fundada la revista Línea, y recibí la invitación a colaborar
semanalmente. Se me dio absoluta libertad para tratar cualquier tema que
quisiera en el tono que más me acomodara. Se me ocurrió la idea de sacar
historias de esos cuadernillos que había escrito a lo largo de los años. Eran
en realidad mis diarios: en los que apuntaba no sólo mis relatos de aventuras
amorosas o gnoseológicas —lo fundamental era describir los comportamientos
femeninos dentro y fuera de la cama, en un intento de captar algo como el
espíritu femenino por medio de la carne; en otras palabras, era una especie de
fenomenología de la mujer. Pero no se trataba de un simple estudio de las
mujeres, sino que tras ello había un empeño personal: el de encontrar una mujer
a mi medida, una mujer que detuviera el flujo de mujeres por mi vida, por mis
cuadernos diarios y finalmente, por mis libros. A mis entregas semanales las
títulé Diario de un frenético. Pocas revistas se han leído tanto y con tal
fruición como la revista Línea. Se leía en las oficinas de la Universidad
Veracruzana, en las de gobierno, en los cafés, se hallaba en las mesas de los
consultorio y en muchos otros sitios. Evidentemente interesaba el tema erótico,
pero también la chismografía que se tejió en torno a los artículos semanales.
La curiosidad estaba motivada sobre todo por un par de razones: Xalapa era una
ciudad bastante provinciana y muchos de los personajes, particularmente de las protagonistas, eran o se pensaba que eran
personas reales, en ocasiones esposas o hermanas o hijas de políticos
encumbrados o personas de alta alcurnia intelectual o social. El diario de un frenético fue publicado durante quizás dos años, hasta
que comenzaron a haber manifestaciones de personas prestantes, que pedían que
terminara aquel aquelarre. Un periódico de la localidad, en voz de su director
– que ahora es una estatua y un centro cultural, una colonia de Xalapa y muchas
otras cosas— solicitó al rector en turno de la Universidad Veracruzana, que se
expulsara al autor. Además el honestísimo señor hizo gestiones para que
gobernación expulsara del país a quien calificó como corruptor de la sociedad y
denigrador de la mujer veracruzana. Los ataques no progresaron en aquel tiempo
porque el autor del Diario de un frenético, viéndose en apuros y sin
poder alguno, solicitó la ayuda de Gabriel García Márquez. Gabo se ocupó del
asunto y el escándalo fue acallado. Sin embargo el Diario de un frenético siguió siendo
publicado hasta que la revista Línea desapareció.
El protagonista de esta serie de
entregas semanales, que culminaría en la publicación de la novela Las noches de Ventura, es un escritor que se involucra con una
cantidad de mujeres que parece excesiva: Bárbara Bláskowitz, una frondosa
cuarentona, esposa de quien sería alcalde de la ciudad; la hija de Bárbara, una
geniecilla del violín, adolescente precoz y erudita; la Princesa de Huamantla,
una estudiante de psicología de ascendencia indígena... y muchas otras. Otra
señora, menos material, domina al protagonista, es la Señora Lujuria. Ventura,
el escritor, sin embargo lucha por elevarse de los abismos de la carne al
empíreo del espíritu: pretende ser un filósofo y un músico. Lucha denodadamente
por vencer su tendencia a acostarse con cualquier mujer y se dedica a tomar
clases de violín y a escribir una eterna novela de amor, no de sexo.
Publicar la primera novela de la serie El libro de la vida, me tomó varios años.
La envié al concurso de Novela Planeta-Joaquín Mortiz, y fue finalista. La
mandé a muchas editoriales infructuosamente y finalmente fue publicada por
editorial Planeta con una portada espantosa y tuvo una distribución casi
fantasmal. El resultado fue que la novela tuvo poca difusión y poca crítica. No
obstante, la obra se agotó y hasta el momento sigue inédita. Lo importante era
sin embargo, que la obra saliera, para que le diera espacio a las novelas
siguientes de la tetralogía El libro
de la vida, en las que seguirían las aventuras de Ventura.
0 comentarios